viernes, diciembre 30, 2005

Notas en azul vincapervinca

claro, entonces aparecer por la puerta como si nada, la cara limpia por la lluvia y tal vez la luz de algún farol por ahí. y decir limpia era también decir clara, y con esto el mapa quedaba al descubierto y podía leerse como quién dice como un libro abierto aunque sin duda la cosa no es tan fácil y sin duda también hay que tener ciertas aptitudes cartográficas. el sujeto de pie en la puerta, de eso se trata; también de la lluvia que va quedando adherida a sus pasos, una huella invisible pero táctil, una especie de cicatriz escurridiza. el tipo entra y se queda de pie justo en el umbral, línea imaginaria como tantas, con una maleta en una mano y un paraguas en la otra y parece que espera
hay tantas cosas que esto puede decir, el simple hecho de escoger una maleta y no un girasol, un paraguas y no un cuchillo, que el sujeto entre y no salga, que sea una puerta y no una chimenea. pero a pesar de todo la elección no es excluyente sino que hace evidentes todas las posibilidades que no fueron, la lectura va siempre más allá, se mira con la esperanza de distinguir algo del mundo que sin duda hay más alla de la línea -y ya ves, uno ni se da cuenta y se le empiezan a colar, los límites como parte de la memoria universal- del horizonte.
y está también la espera de la lluvia, el mirar al cielo con una expectativa culpable. mirar ya implica ventana y vidrio y en caso primero implica ojos memoria recuerdos
sentarse a veces a mirar las palabras dibujar espesos bosques sobre el papel
no siempre lo que sabemos es verdad, y es mucho más posible que la verdad sea justamente eso que no sabemos
la forma en que las ideas aparecen: un olor a damascos, la fachada de una casa, un viaje en bus. Primero aparece una especie de bolita en el cerebro, un coágulo indefinido que a veces tiene un ojo y a veces un ojo y una oreja
primero el coágulo, luego una especie de definición vaga, como enfocar el objeto, entender sus direcciones, las líneas que se dibujan con más fuerza, los rincones ocultos. De ahí para adelante se puede deformar a antojo, eso da lo mismo: el coágulo es una cosa distinta a lo que tenemos después en la mano, un objeto no tan preciso pero sin duda más acotado, los límites más definidos pero inevitablemente uno que otro detalle inesperado, producto del azar o de una feliz causalidad

martes, diciembre 27, 2005

Geometría

(Este texto corresponde a un fragmento de la novela Dioses Personales, premiada con una mención honrosa en los Juegos Literarios Gabriela Mistral el año 2000)

- Se llama círculo al conjunto de una circunferencia más los puntos interiores de la misma - dijo Jenny.
Pablo, que estaba acodado en el balcón y observaba a los niños jugar en el parque, giró la cabeza un poco sorprendido.
- ¿Cómo has dicho? -preguntó hacia el interior del departamento.
Jenny estaba recostada en el sofá con un volumen de la enciclopedia entre las manos. Miró a Pablo y luego continuó leyendo.
- Aunque a veces se confunden ambos conceptos, obsérvese que, geométricamente, la circunferencia es una línea; en cambio, el círculo es una superficie.
Los niños seguían persiguiéndose entre gritos y saltos, dibujando círculos -circunferencias, pensó Pablo, aunque comenzar a relacionar de manera tan próxima las cosas resultaba una suerte de paranoia por causa de esa puerta que Jenny comenzaba a abrir sin querer, aunque cómo saberlo, tal vez ella estaba más cerca de lo que él había imaginado nunca, sentada junto a él en la cuneta, los dos al mismo lado de la calle, los territorios completamente superpuestos- alrededor de los árboles y los automóviles estacionados ordenadamente frente a los edificios, buscando escondites tras los medidores de agua y los arbustos de los jardines. Pablo optó en ese momento por abandonar el balcón y seguir de cerca la lectura de Jenny pues a esa altura de las revelaciones era mejor estar atento que hacerse el tonto y pasarse el resto de la vida buscando respuestas que en algún momento se tuvieron al alcance de la mano.
- ¿Qué lees? -preguntó mientras se sentaba en la alfombra, frente a Jenny pero al otro lado de la sala.
Jenny giró la cabeza hacia la izquierda y le sonrió.
- Figuras geométricas, geometría, matemáticas, tomo 3 de la Enciclopedia Autodidáctica Océano -respondió sin dejar de sonreír.
La luz de la tarde se iba extinguiendo poco a poco. Pronto sería hora de encender la lámpara para seguir leyendo, pero eso a Jenny parecía no importarle demasiado. De algún modo, pensó Pablo, se sentía comprometida con las palabras que había comenzado a leer en voz alta seguramente al azar. Imposible era pensar que hubiese leído la última carta de Oscar, así como era imposible que se hubiese metido a revisar las libretas y los papeles que Pablo guardaba en las carpetas. Y aunque Pablo no era particularmente celoso con el asunto del metrocuadrado, entre ambos habían establecido un tácito pacto de no intromisión en esos espacios -para Pablo esto era más que nada sus papeles y para Jenny los cactus, la enciclopedia y a veces la puerta del refrigerador tapizada con papelitos recordatorios- que ambos conservaban un poco para sí, el pequeño jardín donde a veces se encerraban a oler camelias o simplemente a estar solos y tranquilos. Tal vez había sido el interés no disimulado que Pablo manifestó desde el balcón al escuchar las primeras palabras lo que la impulsó a seguir leyendo, o la comprensión de que las palabras que estaba comenzando a pronunciar tenían importancia más allá de si mismas, que su significado de algún modo secreto los acercaba y estrechaba la grieta que era la enfermedad, el espacio insalvable que la muerte había instalado desde un principio entre ambos.
- Posiciones relativas de dos circunferencias. Dos circunferencias pueden ser: Concéntricas. Son circunferencias que tienen el mismo centro y distinto radio -leyó Jenny.
El mapa se iba aclarando muy lento, en la misma medida que por oposición la sala iba quedando en penumbras que no tardarían en espesarse. Pablo, sentado al otro extremo de la sala, veía apenas la silueta de Jenny recostada sobre el sofá y, encima de ella, la fotografía de la luna como subrayando y confirmando cada palabra que ella pronunciaba sin apresurarse, otorgándoles un peso y una cadencia que era difícil pasar por alto.
- Excéntricas interiores -continuó Jenny-. Cuando estando una dentro de la otra, no tienen el mismo centro ni ningún punto en común. Tangentes exteriores. Cuando, estando una fuera de la otra, tienen un punto en común o de contacto. Tangentes interiores. Cuando, estando una dentro de la otra, tienen un punto único de contacto. Secantes. Tienen dos puntos de contacto. Exteriores.
- ¿Exteriores? -interrumpió Pablo.
Oyó el crujir del sofá bajo el peso de Jenny.
- Eso nada más, exteriores -dijo Jenny-. Exteriores. Cuando, estando una fuera de la otra, no tienen ningún punto de contacto.
Por el balcón entraba la luz amarillenta del alumbrado público y dibujaba un trapecio de bordes difusos sobre el cielorraso. Eso era lo único que Pablo podía ver en la sala, sin contar con la fotografía de la luna que parecía resplandecer sobre el muro. Sintió un ligero dolor en la espalda y se acomodó de manera que sus piernas quedaran plegadas frente a él para apoyar el mentón sobre las rodillas. Desde el otro lado de la sala le llegó el ruido que Jenny hacía al pasar las páginas de la enciclopedia. Le pareció extraño que pudiese seguir leyendo en la oscuridad pero prefirió no decir nada.
- Radio -leyó Jenny-. Es el conjunto de puntos del plano que están entre el centro y un punto cualquiera de la circunferencia. Arco. Es la parte de la circunferencia comprendida entre dos puntos.
Ahora el silencio también se instalaba en la sala, como si hubiese esperado el momento en que la oscuridad completara su tarea para salir y hacer de las suyas. Ya no se oía el murmullo de los niños jugando en el parque. De vez en cuando el sonido de un automóvil que circulaba por la avenida lograba pasar entre los edificios y llegar, muy tenue, hasta ellos. A Pablo también le parecía oír música, pero eso podía ser perfectamente producto de su imaginación. Mecanismos de defensa, pensó.
- ¿Estás ahí? -dijo Jenny desde el sofá.
Pablo buscó en sus bolsillos la cajetilla de cigarros y los fósforos antes de responder.
- Aquí estoy -respondió.
Trató de hacer el mayor ruido posible con el celofán de la cajetilla mientras sacaba el cigarro -el último que quedaba- y luego lo encendía. Aspiró profundo y la brasa iluminó parte de su rostro.
- Corolario -dijo Jenny-. El área de un sector circular es equivalente a la de un triángulo que tiene por base la longitud del arco que limita al sector y por altura el radio de la circunferencia.

viernes, diciembre 23, 2005

Jirafas


A las jirafas les gustan los puentes. A las jirafas también les gustan los rios. Si un puente describe su medialuna sobre un río uniendo ambas orillas y una jirafa pasa sobre ese puente que pasa sobre ese río, esa jirafa será en extremo feliz. Moverá su cabeza hacia adelante y atrás en señal de aprobación -las jirafas no emiten sonido alguno, a eso se deben sus enormes ojos tristes- y, eventualmente, bailará la danza de la felicidad de las jirafas. Una vez, en un largo y arqueado puente que pasaba sobre un caudaloso río, se encontraron un grupo de jirafas y con gran jolgorio todas danzaron hasta muy entrada la noche. Cuando la luna estuvo alta en el cielo y teñía la estructura del puente con un brillo de plata, una joven jirafa que por primera vez veía un puente sobre un río cayó al agua. El baile cesó y todas se acercaron a la baranda y miraron por ultima vez los ojos jóvenes y tristes que se hundían en silencio. Cuando la ultima onda de agua se calmó las jirafas formaron un círculo y realizaron la danza de la tristeza y lloraron con lágrimas espesas y calladas. Pero a pesar de eso a las jirafas les gustan los puentes y los ríos y aún más los puentes sobre los ríos, porque las jirafas son seres muy sensatos y saben que todo tiene su precio.

lunes, diciembre 19, 2005

Los amigos de Ignacio

A veces Ignacio decide dar una recepción en su departamento, que es pequeño y siempre está el inconveniente de tener el refrigerador en el living.
Ignacio elabora la lista de invitados con esmero, tratando de incluir sólo a los amigos más cercanos, que no son pocos. Tras efectuar las correspondientes llamadas telefónicas, se lanza de lleno a la elaboración del menú para la recepción, consistente en varias ensaladas y un asado de vacuno al horno. Acto seguido, Ignacio debe salir a hacer las compras, que no sólo abarcan los comestibles sino que también considera un reabastecimiento de platos y vasos para la ocasión. Esta vez Ignacio opta por productos mexicanos, muy a la moda, y adquiere dos docenas de platos amarillos de cerámica e igual cantidad de vasos de un hermoso color azul. Para variar, Ignacio no lleva suficiente dinero y debe sacrificar un par de ensaladas y el taxi de vuelta porque los vasos le han encantado.
De vuelta en casa, Ignacio se pone a preparar la cena, posponiendo el baño tan necesario después de caminar quince cuadras cargando varios kilos de carne y verduras, sin contar los platos y los vasos, cuyo peso no hay que desestimar. A mitad de la ensalada de choclo el timbre de la puerta se deja oír y Andrés se apodera de la sala con su torbellino de historias que nunca dejan de ser entretenidas pero son tantas e Ignacio está tan cansado. Andrés anuncia su aporte, consistente en dos botellas de tequila, gentileza de una hermosa cajera de supermercado con quién mantiene cierta clase de relación íntima. Ignacio vuelve a la cocina, donde el calor es considerable y la pequeña ventana no es suficiente para dejar circular el aire. Ignacio descubre que algunos desagradables olores están emanando de sus axilas.
El timbre suena otra vez y Andrés, que está por terminar un largo elogio a la vista que Ignacio tiene desde su ventana, abre la puerta para encontrarse con Silvia, Cacho, Horacio y un trío de polacos que se encontraron la noche anterior en un bar de Avenida Portales. Ignacio puede oír la mezcla de inglés, polaco y es-pa-ñol-mo-du-la-do que se desgaja en el living mientras confirma que el asado está en su punto y todo está listo y el baño -que en las actuales condiciones deberá ser en extremo rápido y no todo lo relajante que él había imaginado mientras caminaba las quince cuadras de vuelta a casa- es el paso siguiente para el exitoso desarrollo de la reunión. Cuando con paso veloz atraviesa el living, saludando a la pasada a Silvia, Cacho, Horacio y los polacos cómodamente instalados en los numerosos cojines que hay esparcidos por el piso, el timbre anuncia a nuevos asistentes y esta vez son Marcelo, Mariano, Celeste -siempre tan bonita, envuelta en esos levitantes vestidos orientales-, Constanza, Ernestina y unos amigos de Valdivia que están de visita en casa de Pablo que no pudo venir por resfrío pero te envía todos sus saludos. Los recién llegados se manifiestan conformes con la asistencia y a su vez aportan dos cajas de cerveza que quién sabe dónde traía escondidas Mariano, que por su corpulencia podría esconder hasta a un hipopótamo. Ignacio no alcanza a llegar al baño pues uno de los polacos se le adelanta, con el estómago revuelto por el tequila.
El siguiente en llegar a la reunión es Franz, siempre tan correcto y formal, con su novia, que es concertista de cello y viene llegando de una gira por EEUU. Así las cosas, el living casi no da abasto para tanta gente y al arribo de un nuevo grupo, constituido por Carmen, Manuel, Milenka y el otro Manuel, la concurrencia comienza a expandirse hacia el pasillo que da al dormitorio y el balconcito con vista al parque. Ignacio ya ni oye el timbre cuando a través del humo de los cigarros distingue a Francisca, Raúl, Víctor, Ema y Margarita que ya vienen un poco borrachos y, como no traían ningún aporte, pasaron al almacén que está cruzando la calle y que asombrosamente estaba abierto y se trajeron una considerable provisión de vinos y, de pasada, a Giovanni, tan amable y buen mozo que Francisca no se le descolgó del brazo.
Ignacio pulula así toda la noche de grupo en grupo, alternando todo tipo de conversaciones, siempre con su agua mineral en la mano -a la sazón, Ignacio no bebe-, hasta que por fin llega al balcón y a Celeste que mira a las estrellas con esa cara que le es tan propia y le recuerda siempre a esas actrices de película francesa con tristeza en la mirada. La saluda como si nada y sin asombro nota que ella es la única que no ensalza la vista que desde el departamento se tiene del parque y eso le llena a Ignacio el corazón de flores. Pero nada es perfecto, como siempre ha pensado Ignacio, y comienza a sentir el cabello pegoteado, le duelen los pies y el olor a transpiración se le hace casi insoportable. Para colmo de males desde la cocina le llega el ruido de platos rotos y es la novia de Franz, que es esquizofrénica pero él no le había querido contar a nadie para no prejuiciarlos. Giovanni, que le estaba cantando a Francisca en un rincón, entró justo cuando la novia de Franz lanzaba el tercer vaso mexicano hacia la pared. Tal vez debido a su sangre italiana Giovanni es tan práctico y le dio una cachetada a la novia de Franz. La cachetada surtió un milagroso efecto que fue inversamente proporcional en Franz, que se lanzó como un energúmeno sobre el sonriente almacenero, derribando de pasada las ensaladas, precariamente equilibradas en el lavaplatos, y la mayoría de los platos mexicanos.
El resto se le escapó a Ignacio y recién recobró el control cuando se fueron todos y se encontró solo en el living mirando los trozos de cerámica amarilla y cristal azul desparramados por el piso. Los tres polacos, que habían pasado toda la noche sufriendo en el baño los efectos del tequila, se encontraban ahora en plena posesión de la cama de Ignacio. Pero eso distaba de preocuparle, pues Ignacio pensaba en que no se había despedido de Celeste, siempre tan hermosa y distante.
Por eso lloraba Ignacio, pues ni los platos ni los vasos azules le importaban.

miércoles, diciembre 14, 2005

Preguntas, libros y un largo etcétera


La simpática Pancha me ha endosado uno de esos famosos memes (la memética es un asunto de lo más interesante, by the way) que abundan en la llamada blogósfera, un montón de puntos virtuales e inconexos que muy bien vienen a demostrar, dentro de sus posibilidades y limitaciones, la factibilidad de la teoría de los sistemas complejos aplicada a las relaciones sociales y/o comunicacionales. En fin, yo que borro cualquier mail que parezca sospechosamente una de esas cadenas sin darle la oportunidad de respirar ni una vez ante mis ojos, creo que esta vez responderé a la tarea para la que he sido requerido con el mayor de los gustos, mientras de fondo Coltrane arrastra su Blue Train por la tarde calurosa de Santiago.
Danke schön, Fraülein, ich stehe Ihnen zur Verfügung.
¿Estás atrapado en Farenheit 451...Qué libro te gustaría ser?
Para seguir con el lugar común: muchos. Pero a veces hay que escoger, y mirando la biblioteca que está delante de mi rostro, el canto rojo de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, me salta a la cara como un escupo, como un golpe de puño que te rompe la nariz, como el haz de luz que ciega y purifica.
¿Alguna vez te enamoraste de un personaje de ficción?
Talita Traveler, de Rayuela, por elegir a alguna de Cortázar. Me encanta cómo se presta al absurdo de los locos que la rodean, estando ella tan cuerda, como en la parte que se encarama a una tabla para atravesar de una ventana a otra en busca de una bolsa con clavos y los otros dos atrás -cada uno en su propio atrás, claro- hablando de la nieve en las estepas mientras el sol como ojo de Polifemo le quema piel a la chica.
¿El último libro que compraste?
Dos, ambos de César Aira. La abeja y Los misterios de Rosario. Un dato exclusivo para los habitantes de Santiago: estos libros están como a diez lucas en la Feria Chilena del Libro, pero justo al frente, en la Librería Chilena, al lado del cine Lido (Huérfanos con Mac Iver) los encontré a sólo mil pesos.
¿El último libro que leíste?
Obviamente, los dos antes mencionados. Pero antes me había leído De tu tierra y El camarada, de Cesare Pavese, y La Hierba roja, de Boris Vian.
Los cinco libros que llevarías a una Isla desierta, según Orden de preferencia:
Los siete locos, de Roberto Arlt; Catedral, de Raymond Carver; Tan triste como ella y otros cuentos, de Juan Carlos Onetti; El hombre que fue Jueves, de G. K. Chesterton, y Abaddón el exterminador, de Ernesto Sábato (lista aleatoria dictada por el paseo de la mirada sobre los cantos de los libros: se me quedan fuera Baudelaire, Goethe, Shakespeare, Auster, Cortázar, Droguett, Joyce, Thomas, Kafka, Borges, Bolaño, Chejov, Rojas, Plutarco, Miller, Bukowsky, Burroughs, Kerouak, Huxley, Carpentier, Jarry, Lezama Lima, Sartre, Camus, Tolkien, Coloane, Juarroz, Emar, Dostoievsky, Homero y un larguísimo etcétera y esto ya va sin links porque me cansé y me perdonarán una autocita en el link referente a Onetti).
Listo. Este meme no se lo endoso a nadie. Como quien dice, dejo la pelota picando y el que quiere responde y el que no hace la lista en su cabeza. Por que eso pasa.

martes, diciembre 13, 2005

Homenaje



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Maldigo del alto cielo
La estrella con su reflejo
Maldigo los azulejos
Destellos del arroyuelo
Maldigo del bajo suelo
La piedra con su contorno
Maldigo el fuego del horno
Porque mi alma está de luto
Maldigo los estatutos
Del tiempo con sus bochornos
Cuánto será mi dolor.

Maldigo la cordillera
De los andes y de la costa
Maldigo señor la angosta
Y larga faja de tierra
También la paz y la guerra
Lo franco y lo veleidoso
Maldigo lo perfumoso
Porque mi anhelo está muerto
Maldigo todo lo cierto
Y lo falso con lo dudoso
Cuánto será mi dolor.

Maldigo la primavera
Con sus jardines en flor
Y del otoño el color
Yo lo maldigo de veras
A la nube pasajera
La maldigo tanto y tanto
Porque me asiste un quebranto
Maldigo el invierno entero
Con el verano embustero
Maldigo profano y santo
Cuánto será mi dolor.

Maldigo a la solitaria
Figura de la bandera
Maldigo cualquier emblema
La venus y la araucaria
El trino de la canaria
El cosmo y sus planetas
La tierra y todas sus grietas
Porque me aqueja un pesar
Maldigo del ancho mar
Sus puertos y sus caletas
Cuánto será mi dolor.

Maldigo luna y paisaje
Los valles y los desiertos
Maldigo muerto por muerto
Y al vivo de rey a paje
Al ave con su plumaje
Yo la maldigo a porfia
Las aulas , las sacrsitias
Porque me aflije un dolor
Maldigo el vocablo amor
Con toda su porquería
Cuánto será mi dolor.

Maldigo por fin lo blanco
Lo negro con lo amarillo
Obispos y monaguillos
Ministros y predicantes
Yo los maldigo llorando
Lo libre y lo prisionero
Lo dulce y lo pendenciero
Le pongo mi maldición
En griego y español
Por culpa de un traicionero
Cuánto será mi dolor.

viernes, diciembre 09, 2005

Acerca de la ubicuidad de la tortuga

Un antiguo pergamino, dudosamente atribuido a los pertenecientes a la Biblioteca de Alejandría y firmado por un sacerdote egipcio llamado Senusert -a quien el egiptólogo Sir Anthony Carlsright[1] insiste en identificar como el Faraón Senusert I, de la Dinastía XII, conocido como cultor de las ciencias y la religión-, nos da un primer indicio del maravilloso fenómeno que pretendemos develar. “Durante mi estadía en Aethopia y ante la insistencia de ciertos nativos, pude observar un prodigio por completo desconocido por nuestros astrólogos y hombres sabios (...); se trata de un pequeño lagarto no mayor que una palma de ancho que aparece en distintos lugares casi al mismo tiempo”[2].
A pesar de la poca importancia que suele atribuirse a estas narraciones y aunque es casi seguro que su inclusión en el texto de Carlsright es accidental esta breve crónica es determinante. Puede apreciarse en los jeroglíficos egipcios a partir del año 2000 a.C. (periodo en que gobernó la Dinastía XII) la presencia de tortugas en los cuadros en que el Faraón aparece manifestando el don de la ubicuidad, capacidad heredada de los dioses. Y, sin lugar a dudas, la descripción de Senusert corresponde a la llamada Tortuga Blanda, que se encuentra en Tanzania y no mide más de cinco centímetros de diámetro.
Aunque la relación pueda parecer arbitraria, referiré más crónicas que evidencian la posible ubicuidad de la tortuga terrestre.
El conocido filósofo presocrático Xenón de Elea (s. V a.C.) llegó a formular su célebre paradoja a través de la observación de la tortuga terrestre, común en Europa y Medio Oriente, a la que accedió gracias a unos mercaderes de paso en Elea. No es casual entonces que compare la trayectoria de una flecha con la lentitud de una tortuga. Uno de los textos de Parménides dice al respecto: “Al atardecer me alcanzó Xenón muy alterado y ansioso de participarme sus observaciones de la tortuga que consiguió con los navegantes. Hablaba muy rápido y cuando por fin se tranquilizó pude enterarme de cierto fenómeno que se manifestaba en el animal. Es un misterio, dijo Xenón, que si la dejo un momento en la hierba cerca de los roqueríos, al momento siguiente la encuentre sobre la arena, casi al lado del mar. Dijo también que había teñido el caparazón de la tortuga para comprobar que era la misma y el resultado no varió. A mi me pareció muy asombroso y le rogué dejarme solo para reflexionar sobre esa maravilla”[3].
Otro texto llegado hasta nuestros días es una breve crónica perteneciente a Siger de Brabante[4] que hace relación con el testimonio de un hombre que participó en la recuperación de Jerusalén en el año 1228 d.C., por las tropas de Federico II de Alemania: “El anciano hizo relación a tortugas gigantes que pertenecían a los moros y podían salir de un cajón completamente sellado sin ninguna dificultad ni acto de fuerza. Refirió esto como una demostración del carácter sacrílego de los ocupantes de los Santos Lugares y encomendándose luego de cada palabra a nuestro Señor Jesucristo”.
Testimonios no faltan por todo el globo. Desde los tiempos antiguos hasta nuestros días se narran leyendas de fabulosas proezas relacionadas con tortugas terrestres, tanto en la Polinesia como en la América ecuatorial[5]. A fines del siglo XVIII, el fabulista español Tomás de Iriarte retoma un antiguo tema ya tratado por Esopo en el siglo VI a.C. Se trata de la célebre narración La liebre y la tortuga, en la que algunos estudiosos entrevieron una tácita confirmación de la posible ubicuidad de la tortuga. Este grupo, encabezado por el eminente sabio francés Agustin Moucheboeuf, sostuvo que la tortuga no ganó la carrera por negligencia de la liebre sino porque desde el mismo momento de la partida “ya se hallaba en la meta”[6]. La liebre volvió la cabeza, postula Moucheboeuf, y entre el polvo de su carrera no vio a la contrincante, y no la vio porque la tortuga no estaba detrás, sino delante, en la meta, en virtud de cierta capacidad metafísica que ciertos escritos orientales atribuyen a las tortugas y otros animales mitológicos, como el dragón[7]. Sin embargo, algunos pensadores posmodernos de la Escuela de Caracas dan una nueva interpretación a la fábula, diametralmente opuesta a la moraleja de Esopo e Iriarte y a la metafísica de Moucheboeuf: se plantea que la tortuga, ubicua o no, ganó simplemente porque la liebre “no se detuvo ni a comer ni a dormir, sino que comprendió lo poco significativo de su propósito y encontró algo más interesante que hacer”[8].
La capacidad ubicua de las tortugas terrestres parece haber sido recientemente comprobada por los experimentos del físico austríaco Johannes Ulrich en su laboratorio de Manfredonia, al sudeste de Italia. Allí observó por más de diez años los comportamientos del Galápago común y pudo comprobar que la aparente inmovilidad de la tortuga no es más que una manifestación física de ciertos fenómenos de traslación no sólo en el espacio, como inferían los antiguos, sino también en el tiempo, fenómeno que es posible describir como, en palabras de Ulrich, “una serie de movimientos ondulatorios de la materia relativa, realizados a una velocidad absolutamente imposible de cronometrar, una especie de aberración a las dimensiones conocidas”. “He observado estos testudínidos”, continúa Ulrich, “cambiar de lugar durante un parpadeo. Lo he presenciado. He visto -o he creído ver- como aparecen y desaparecen en fracciones de nanosegundo. Los procesos fotográficos resultan inútiles. Sólo cuento con mis notas y mi memoria. A veces pienso si acaso de verdad existen, si no serán más que un juego especular, una increíble ilusión óptica, tal vez el mismo y único animal repetido miles de veces, millones de veces en tiempo-espacios diferentes. Es en esos momentos cuando se me eriza la piel y creo ser un entrometido en el Gran Misterio, casi a punto de tocar la mano de Dios...”[9]
[1]Sujetos y objetos del Antiguo Egipto; Carlsright, Sir Anthony (traducción de Manuel Sánchez Serra); Ediciones G.P., Barcelona, 1959
[2]La traducción del griego original es de Carlsright y la localización geográfica se basa en uno de los mapas del alejandrino Claudio Ptolomeo, realizado durante el siglo II d.C.
[3]Parménides (540 - 470 a.C.), discípulo de Jenófanes y maestro de Xenón de Elea. En su extenso poema Perifiseos (o Sobre la Naturaleza) encontramos un par de versos que se refieren a la ubicuidad de la tortuga relacionándola con las cualidades del Ser, a saber: el Ser es único, inmóvil, eterno, continuo e indivisible. El texto aquí citado corresponde a una traducción apócrifa de Plinio Aulio Agerio (203 -251 d.C.), pensador romano que plagió textos de Parménides y que más tarde se convertiría al cristianismo.
[4]Siger de Brabante (1235 - 1281 d.C.), seguidor del Averroismo. Su principal tesis consistió en la negación de que existieran una variedad de almas y postuló el monopsiquismo. También defendió el principio de eternidad del mundo, excluyendo la creación.
[5]En el primer caso pueden revisarse las notas de Sebastián el Cano antes de la muerte de Magallanes, donde refiere creencias de los indígenas de Papua acerca de viajes de antiguos monarcas sobre los caparazones de tortugas. En el segundo caso, remítase a algunas anotaciones que figuran el bitácora de viaje del Beagle durante su paso por las Islas Galápagos.
[6]Agustin Moucheboeuf (1832 - 1891) publicó esta teoría en 1876 bajo el título de Metafísica y evolucionismo en un folletín de circulación restringida cuyo único ejemplar se conserva, en microfilms, en los Archivos Nacionales de París. Esta teoría forma parte de un ensayo en que el francés pretende refutar la teoría evolucionista de Spencer, negando la existencia de sólo dos aspectos de la materia orgánica (lo biológico y lo social) y postulando un único estado de búsqueda permanente del trascendencia del Ser sobre el tiempo y el espacio aparentes.
[7]Un texto hallado en 1933 en la zona norte del Yang-Tse-Kiang y que data de los primeros años de la Era Cristiana, presuntamente redactado durante el reinado de Kuang-Wu-Ti, sucesor del gran emperador Wu-ti, nos habla de la naturaleza supraterrenal de la tortuga y de la rivalidad de éste animal con el dragón. Esta narración está corroborada por las múltiples interpretaciones que a lo largo de los siglos se le han dado a El libro de las mutaciones.
[8]Fisiognomonía o el rescate de Lavater; varios autores; Editorial Criptograma, Caracas, 1989.
[9]El texto pertenece a una carta dirigida a Lotte, su hija, fechada el 27 de Abril de 1995. Una semana más tarde, Ulrich muere accidentalmente en la cercana ciudad de Foggia, víctima de un auto-bomba estacionado frente a la oficina de correos donde él se encontraba. Su deceso sólo se menciona brevemente en el obituario de Phisycal International Review, número 5 de 1995.

martes, diciembre 06, 2005

Vidas ejemplares

Esta vez somos de papel somos la corteza de un árbol.
“Esta vez”,
Julieta Venegas.
La mujer buscó en el botiquín. Era un botiquín de madera con pequeñas puertas a los costados y al centro un espejo que se iluminaba por arriba. Él tenía uno igual pero jamás lo conectó y nunca había apreciado el efecto, menos aún en un baño en penumbras.
- Mierda -dijo la mujer-. Estoy segura que la dejé por aquí.
Él la miró y esbozó una sonrisa. Trató de sentarse en el borde de la bañera pero no resultaba muy cómodo. Además, estaba húmedo. Finalmente optó por el retrete, cuya tapa tenía una cubierta celeste con encajes. La mujer dejó de buscar tras la puerta del lado izquierdo y abrió la de la derecha. Su rostro se iluminó.
- Aquí está -dijo sin mirarlo.
Era una de esas máquinas de afeitar comunes y amarillas. Él la tomó y la observó por todos lados. En el extremo del mango leyó BIC. Las hojas estaban gastadas y un par de pelos asomaban entre ellas. No tenía esa banda lubricante que traían algunas máquinas.
- Ten cuidado -dijo ella desabotonándose los jeans-. Ya está un poco usada y no es lo mismo que con una nueva.
Él la miró, interrogativo.
- Las axilas -aclaró ella-. ¿Podrías hacerme un espacio? Necesito sentarme para quitarme los pantalones.
La tapa del retrete no era muy amplia y él optó por ponerse de pie. La mujer tomó posesión del retrete y se sacó los zapatos, deslizándolos bajo el lavamanos. Luego agarró los jeans por los costados de cada pierna, a la altura de los muslos, y jaló hacia abajo. La maniobra fue un éxito y los jeans dejaron las rodillas al descubierto. La mujer estiró las piernas y cogió las bastillas, en una notable elongación de los brazos y la espalda. Él se apartó hasta quedar entre el botiquín y el cálefon, frente a la mujer, que miraba concentradamente las puntas de sus pies. El movimiento fue muy rápido. Al momento siguiente la mujer tenía los jeans colgando de sus manos y él se sobaba un pequeño rasguño provocado, seguramente, por la pretina de los mismos al pasar junto a su cara.
La mujer suspiró y su rostro volvió a relajarse. Se puso de pie y se acercó a él. Ahora llevaba puesto unos calzones de algodón con dibujos.
- No es nada -dijo mirando el rasguño de cerca.
Volvió a buscar en el botiquín. Dejó sobre el lavamanos un frasco de povidona y un paquete con venditas.
- Puedes ponerte algo de eso, si quieres -le dijo mientras doblaba los pantalones.
Él permanecía pegado a la pared. Tomó el paquete de las venditas con la misma mano en que tenía la máquina de afeitar, lo miró un segundo y lo dejó en el mismo lugar donde la mujer lo había puesto. El baño era muy pequeño y resultaba difícil moverse los dos a la vez. Esperó hasta que la mujer dejó los pantalones cuidadosamente doblados sobre el estanque de agua para volver a sentarse sobre el retrete. Hacía calor.
- ¿Tienes calor? -preguntó la mujer.
Parecía hablarle al aire. Él se encogió de hombros.
- Yo si tengo -agregó.
Pasó junto a él y se encaramó sobre la bañera para abrir una pequeña ventana. La brisa agitó la cortina de la ducha, que hacía juego con la cubierta de la tapa del retrete.
- Así está mejor -dijo la mujer.
Pasó otra vez junto a él. Se paró frente al botiquín y cerró la puerta del lado derecho. Tomó la povidona. Antes de ponerla tras la puerta de la izquierda se detuvo.
- Por si acaso -dijo dejando la povidona junto a las venditas.
Abrió la válvula del gas y esperó un instante. Apretó el encendido automático del cálefon. No se encendió. Lo presionó otra vez y una llama azul surgió desde el piloto. Puso el regulador en temperatura media. Volvió al lavamanos y giró la llave con el puntito rojo. La llama azul del cálefon estalló en tonos anaranjados.
La mujer se bajó los calzones hasta la mitad de los muslos. Movió un poco una pierna y acabaron de caer hasta los pies. Se inclinó sin doblar las rodillas y recogió los calzones del piso.
- Déjalos encima de los pantalones, por favor -le dijo.
Los dibujos de los calzones eran pequeños hipopótamos verdes. Él los tomó con la mano libre y los puso sobre los jeans.
- El agua está buena -dijo la mujer-, ahí está el jabón.
Él se puso de pié y la mujer tuvo que hacerse un lado para que él llegase al lavamanos. Estiró la mano y pudo sentir el contacto del agua tibia. Dejó la maquina de afeitar sobre el borde del lavamanos, junto con la povidona y las venditas. Cogió el jabón y lo metió bajo el chorro de agua. La espuma comenzó a desbordar sus dedos. La mujer estaba junto al retrete. Avanzó hacia ella y se inclinó. La mujer separó un poco las piernas y él dejó que la espuma que llevaba en las manos le cubriera los pelos de la entrepierna.
- Se siente frío -dijo la mujer.
Él se volteó sin levantarse y tomó la maquina de afeitar. Esparció un poco más la espuma con la mano libre. Miró hacia arriba antes de acercar la máquina de afeitar a la piel. La mujer lo miraba también.
Comenzó describiendo una línea ascendente por el muslo, casi en el pliegue de la ingle. Avanzó dos o tres centímetros y se detuvo. Las hojas de la máquina de afeitar estaban repletas de pelo. Tuvo que ponerse de pie para lavarlas bajo el chorro de agua tibia. El segundo movimiento bajó desde el vientre y avanzó un poco más que el anterior. Nuevamente se puso de pie para limpiar las hojas de la máquina. Antes de empezar con un tercer movimiento vio una gota de sangre que se mezclaba con la espuma y el pelo. Miró hacia arriba.
- ¿Sabes cuál es el animal que provoca más muertes por ataque directo en África? -preguntó la mujer.
Inclinó la cabeza y contempló el hilo de sangre que se escurría por su muslo izquierdo. Luego miró hacia adelante y sonrió.
- Son los hipopótamos -dijo la mujer soltando una risa que parecía tos.Él sonrió. La sangre había llegado al piso y formaba un charco que se extendía desde el pie de la mujer hasta su rodilla. El tercer movimiento bajó siguiendo la línea de la ingle.

viernes, diciembre 02, 2005

Exterminio

Ya es de noche, la luz de la vela ilumina apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el techo se dibujan sombras espectrales arrancadas de las fogatas de la calle. Me preparo para salir, reviso las balas que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la chaqueta y miro de reojo el rifle sobre el camastro. Es de noche, hace frío y repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el camastro de campaña, una muda de ropa, un abrigo con los bolsillos rotos, la cocinilla a gas y la reproducción de una fotografía de Eugene Smith que me regalaste hace tanto tiempo, mucho antes de irte. Es quizás por eso que te recuerdo ahora, mientras pienso en los ocho pisos que debo bajar por las escaleras para alcanzar la calle, atento a las sombras de cada rellano, alerta a pesar de lo débil que me siento. Y me doy cuenta de que algo distinto sucede, una digresión, si quieres. Este es el único modo que tengo de contarte. Luego tú decidirás si corresponde o no, pero ese ya no es asunto mío. Ya cumplo lo suficiente con contarte, con tratar de contarte.
En fin, las cosas nunca fueron como yo pensaba. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que quería. Entonces sucedió todo. ¿Sabes qué es lo que pasa cuando algo cambia y tú apenas tenías una vaga noción de ese algo, apenas podías nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que te rodean? Piensa además que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Sabes qué pasa, entonces? No queda nada, eso pasa, y de hecho eso fue lo que sucedió. No hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocíamos y a lo que estábamos tan habituados. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Simplemente sucedió. Los edificios fueron demolidos uno por uno. Una espesa nube de polvo fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios años en disiparse y que terminó por posarse sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace muchos años y el polvo persiste, fétido, como un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se ha acostumbrado a los cambios, como suele suceder. Yo también lo he hecho: no soy un ser humano extraordinario como para rebelarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad.
Desde mi cuarto, en el único edificio que queda en pie, puedo ver las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos panqueques con relleno de mermelada de frutillas. Alguna vez nos citamos allí, y tú pediste jugo de naranjas y yo un café. Releo lo que he escrito y te pido disculpas por no ser tan preciso como quisiera. Las calles tienen ahora otros nombres, que cambian periódicamente, y los nombres anteriores, los de nuestro tiempo, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de personas vive aspirando bolsas con tolueno. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Te asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la ciudad. Son como cicatrices negras sobre el cielo permanentemente gris. Estas fogatas son la única forma de espantar el frío y las jaurías de perros que asolan las calles durante la noche.

A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Central como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía de la Iglesia y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio a punta de escopetazos. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de huevos calientes y café rancio. La matrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que rodeaban la Plaza sólo queda la Catedral y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Catedral permanece con las puertas cerradas, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima apertura del templo, un rumor que se ha gastado con los años y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los curas se han marchado y que el interior de la iglesia está vacío. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las estatuas de cardenales muertos cuyos nombres ya nadie recuerda.
La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga fila de personas que consultan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único funcionario abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra al seis de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados abre de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos escuchan la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza –una imposibilidad, como te habrás dado cuenta- que la encomienda fue ya despachada desde su lugar de origen, el funcionario le entrega tres o cuatro formularios para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas.
Luego del desayuno me instalo en uno de los escaños que los maricones ocupaban para comprar sexo, años atrás, por el costado norte de la Plaza Central, cerca de donde estaba la estatua de El Conquistador y que desapareció en la época de las primeras demoliciones. Ahora ya no hay maricones en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o simplemente están muertos. Dicen –no lo sé a con certeza pero intuyo cierto nivel de verdad en este rumor- que fueron lanzados al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados de pies y manos y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay ya muchos viejos. Como te imaginarás, no pudieron sobrevivir a la nube de polvo. La bronquitis y todo tipo de enfermedades respiratorias los diezmó, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era todo inútil, claro. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los deudos se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Se dice que finalmente fueron trasladados en camiones a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad para ser sepultados en fosas comunes. La verdad es que a nadie le importa demasiado.
Me quedo casi toda la mañana sentado en un escaño de la Plaza Central, observando a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas, como debes suponer. Me conoces y es inútil tratar de pintarte una imagen de mí que te resultaría extraña: me voy a la Plaza Central por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que te hablo no son las mismas que tú recuerdas. Hace muchos años que te fuiste, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, de partida. Pero las palomas, de eso quería hablarte. Nuestras palomas son ahora del tamaño de una gallina y al menor descuido te puede sacar un ojo. Casi no vuelan, pero sus precipitadas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Catedral se encargan de mantener su población controlada, si me entiendes.
Por las tardes voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda del Mercado Central para conseguir un poco de arroz y verduras a precios obscenos. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio de la Facultad de Derecho, convertido ahora en matadero para los perros que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues el hedor de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una sonrisa y me acompaña hasta el auditorio del segundo piso, donde se dictaban las clases de Derecho Romano, que ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia que escoltan a los convoyes con el arroz que se reparte en los diversos mercados de la ciudad. Esos mismos escuadrones son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez del Crimen, pero esto no es seguro pues toda la información que puedas conseguir se basa en rumores. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros esta noche para recibir mi paga diaria.
No puedo contarte más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá de tres cuerpos, con un tapiz que alcanzo a distinguir, o imaginar, verde. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en el bolsillo, el ruido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es tarde.