martes, marzo 28, 2006

Canciones Tristes


El escenario a oscuras. Cuatro lienzos verticales colgando en diferentes planos y alturas. Cada lienzo corresponde a un personaje y sobre estos se irán proyectando imágenes (dibujos, textos, cualquier cosa) mientras los personajes hablan y se desplazan sobre el escenario. Tal vez algún elemento más, una mesa y un par de sillas. Imagino la música como algunos acordes de cello -tal vez escalas-, el mismo cellista puede estar presente en escena, en un rincón, o ser uno de los personajes, de preferencia el PERSONAJE 2.
Cuando comienza se enciende uno de los lienzos del centro. Una figura a contraluz.
PERSONAJE 1: A veces me quedo mirando a través de la ventana. Me gusta mirar a través de la ventana. Recuerdo cuando era niño y afuera llovía y las gotas iban unas tras otras en interminable procesión. Me encaramaba sobre un sillón muy viejo, de cuero, y miraba hacia el jardín. Mi madre plantaba cardenales rojos y también rosas. A veces, cuando no llovía, la miraba ir de rosal en rosal desprendiendo los botones ya marchitos. Eso fue antes, hace mucho tiempo. Ahora miro por la ventana, sentado en la mesa, sin animarme a poner los pies en el balcón. Escribo. Miro por la ventana y escribo, escribo cualquier cosa, palabras, frases sueltas.
PERSONAJE 2: Me dijo muchas cosas durante esas tardes que nos juntábamos a tomar café. Me dijo que si yo fuese un árbol sería un eucalipto, que si yo fuese una casa sería una casa con muchos balcones, que si yo fuese un color sería el azul, que si fuese una flor sería un tulipán... Me dijo muchas cosas y muchas no me dijo. Sé que amaba el silencio, aunque nunca me lo dijo. Estoy segura de eso. O casi.
PERSONAJE 1: Caracol, por ejemplo. Es una palabra que me gusta mucho. También árbol, escarabajo, chimenea, ladrillo, mariposa, hipocampo, rinoceronte, escafandra, balaustrada, mirada, círculo... Hay otras palabras, pero no las recuerdo. Miro por la ventana sin animarme a salir al balcón y sentir la lluvia sobre el rostro. Cuando era niño no me detenía a pensarlo, simplemente corría hacia el jardín y me embarraba los pies y las piernas y las manos y la cara siempre lavada por la lluvia.
PERSONAJE 3: Cuando éramos niños vivíamos en un edificio, en el primer piso y teníamos un jardín lleno de flores. No nos dejaban jugar allí. Jugábamos en las escaleras y corríamos de arriba a abajo o viceversa en interminables carreras. Nunca me ganaba. Se tropezaba a mitad de camino y tenía que llevarlo hasta el departamento a cuestas. Nunca lo vi llorar y eso me enojaba. Otras veces jugábamos en su habitación y él se ponía una sábana sobre los hombros y sacaba un libro grandote ocultaba bajo la cama. No sabíamos leer, ni él ni yo. Simplemente se encaramaba sobre la cama, se ponía la sábana sobre los hombros y abría el libro en una página cualquiera. Yo lo miraba riéndome y él comenzaba a decir palabras una tras otra...
PERSONAJE 1: Caracol, árbol, escarabajo, chimenea, ladrillo, mariposa, hipocampo, rinoceronte, escafandra, balaustrada, mirada, círculo.
PERSONAJE 2: Caracol, árbol, escarabajo, chimenea, ladrillo, mariposa, hipocampo, rinoceronte, escafandra, balaustrada, mirada, círculo.
PERSONAJE 3: Caracol, árbol, escarabajo, chimenea, ladrillo, mariposa, hipocampo, rinoceronte, escafandra, balaustrada, mirada, círculo.
Se apagan las luces y el escenario queda a oscuras. Ahora se enciende el primer lienzo de la izquierda.
PERSONAJE 4: Se sentaba tardes enteras a mirar por la ventana, como si esperase algo. Era realmente un niño entonces, ni siquiera sabía leer. Miraba por la ventana o se encerraba en su cuarto con un volumen de la enciclopedia que ocultaba bajo la cama. Salía muy poco. Miraba por la ventana, seguía con los ojos los recorridos de las gotas de lluvia o jugaba a convertirse en flor, en árbol o un pequeño bicho que se arrastraba por toda la casa. No reía mucho, tampoco, tan raro, era un niño muy pequeño.
PERSONAJE 2: Me cantaba canciones al oído (el PERSONAJE 1 comienza a cantar muy despacio y poco a poco va aumentando el tono hasta obligar al PERSONAJE 2 a gritar), muy suave, porque decía que cantaba mal. No era cierto. Tenía una voz preciosa. Cantaba canciones tristes, de corazones rotos, de mujeres extraviadas, de hombres mirando por la ventana de una habitación vacía. Me cantaba al oído con los ojos cerrados, sentados en la oscuridad de un parque, oliendo la tierra húmeda bajo la hierba.
PERSONAJE 1 (cantando lentamente):
Ella te lleva abajo
a su sitio junto al río.
Tú puedes oír pasar los barcos,
puedes pasar la noche junto a ella
y sabes que ella está medio loca
pero eso es por lo que quieres estar allí
y ella te ofrece té y naranjas
que vinieron todo el camino desde China
y justo cuando tú quieres decirle
que no tienes amor que darle
ella te sintoniza en su longitud de onda
y deja que el río conteste
que tú siempre has sido su amante
y tú quieres viajar con ella
y tú quieres viajar ciego
y tú sabes que ella confiará en ti
porque tú has tocado su cuerpo perfecto con tu mente.
PERSONAJE 3: Cállate.
PERSONAJE 1: No lo haré.
PERSONAJE 3: Cállate de una buena vez.
PERSONAJE 2: Sus canciones eran tan tristes. A veces tomaba las servilletas de los Cafés dónde nos citábamos y anotaba algunas palabras o hacía dibujos de pequeños hombrecitos en las posiciones más increíbles. Están bailando, decía...
PERSONAJE 1: Están bailando.
PERSONAJE 2: ¿Cómo pueden bailar así, con las piernas trenzadas?
PERSONAJE 1: Simplemente lo hacen, te lo aseguro.
PERSONAJE 2: Y luego se quedaba mirando hacia afuera, a la gente que pasaba por la acera, hacia la calle, hacia la gente en la acera de enfrente, hacia la gente que tomaba café al otro lado de la calle.
PERSONAJE 4: Hacía dibujos en cualquier parte, en el alféizar de la ventana, en los sobres de las cartas que llegaban, en los bordes de las páginas de los libros, en las murallas de su habitación, en las murallas del baño y en los vidrios, en los espejos...
PERSONAJE 1: ¿Sabes qué es esto?
PERSONAJE 4: No lo sé.
PERSONAJE 1: Es un delfín rosado...
PERSONAJE 4: Los delfines rosado no existen, amor...
PERSONAJE 1: Sí existen, de verdad... Son largos, rosados y viven en los ríos de la selva y los indios creen que son espíritus de los antepasado muertos.
PERSONAJE 4: Dibujaba animales imaginarios, peces, cualquier cosa, y unos hombrecitos muy divertidos que parecían estar bailando.
PERSONAJE 3: Ahora canta.
PERSONAJE 2: Pero recién lo hizo callar.
PERSONAJE 3: Eso a usted poco o nada debe importarle.
PERSONAJE 2: ¿Cómo ha dicho?
PERSONAJE 3: Ya lo ha oído, no es necesario repetirlo. Quiero que cante.
PERSONAJE 2:
Ella te lleva abajo
a su sitio junto al río
Tu puedes oír pasar los barcos,
puedes pasar la noche junto a ella
y sabes que ella está medio loca
pero eso es por lo que quieres estar allí...
PERSONAJE 3: Cállese. No quiero oírla cantar a usted, por si no lo ha entendido bien.
PERSONAJE 2: Lo siento, de verdad, pero es que pensé...
PERSONAJE 3: Lo que usted pensó no me importa nada. Ahora canta.
PERSONAJE 1: No quiero.
PERSONAJE 3: Pero yo sí. Canta o tendré que golpearte.
PERSONAJE 1: He dicho que no quiero.
PERSONAJE 3 (gritando): Canta, canta, canta...
PERSONAJE 4: Amor, ven a mirar por la ventana, está lloviendo sobre el jardín.

miércoles, marzo 22, 2006

Rastros de humo


El hombre estaba sentado en un escaño de madera y fierro, bajo un farol del parque. Fumaba. Lucía pasó junto a él y lo miró de reojo. Le pareció que sonreía. No le dio importancia y siguió su camino. Cruzó el parque y salió justo en la intersección que formaba una punta de diamante. Siguió por la calle que estaba más hacia el sur y al cabo de una cuadra dobló hacia la izquierda. En la esquina había una librería. Se detuvo un momento para mirar la vitrina. Sobre la portada de un libro de poemas reconoció un cuadro de Mordecai Ardon titulado Unborn. A la cuadra siguiente dobló hacia la derecha y entró al bar.
No era muy tarde y el lugar estaba casi vacío. Pidió una cerveza en la barra. Estuvo de pie durante un rato, mirando la puerta después de cada trago. Entró una mujer que miró hacia el interior del bar y luego salió. También un sujeto que reía muy fuerte. No era muy alto, pero sí bastante corpulento, y hablaba en inglés. Lo acompañaba una muchacha pequeña de piel bronceada y pelo muy corto. Hablaba español e inglés y le servía de intérprete. Lucía los siguió con la mirada mientras se instalaban en una de las mesas cercanas a la cocina. Luego volvió a mirar hacia la puerta. Nadie entró por espacio de unos quince minutos. Lucía terminó de beber la cerveza y pidió una botella de vino blanco. El barman la miró extrañado. Ella no dijo nada más. Esperó que le entregaran la botella, descorchada, y la tomó por el cuello con la mano izquierda. Con la otra mano cogió una copa que el barman dejó sobre la barra y ocupó una mesa cerca de la puerta. Una corriente de aire frío se colaba cada vez que entraba alguien. Lucía miraba hacia la puerta y tomaba vino.
Estuvo allí sentada durante más de una hora. Se había bebido la mitad de la botella de vino cuando llamó al mozo y le pidió la cuenta. Jugaba con la copa sobre la mesa. La puerta se abrió un par de veces mientras esperaba para pagar. No puso atención a las personas que entraron. El mozo llegó hasta su mesa con una bandejita metálica y la boleta. Lucía ni siquiera la miró. Abrió su bolso y puso el dinero sobre la bandeja. Le preguntó al mozo si había algún problema con que se llevara la botella de vino. Él le dijo que no, pero que esperara un momento. El mozo fue hasta la barra y Lucía aprovechó para mirar hacia el interior del bar. Ahora apenas quedaba sitio para sentarse y la barra estaba llena. En la mesa con el sujeto que hablaba inglés y la muchacha de pelo corto estaban sentadas otras personas. Le pareció que eran tres, pero no estaba segura. El mozo volvió junto a su mesa. Tapó la botella con un corcho que traía en la mano.
- Para que no se derrame -dijo.
Lucía se lo agradeció con una sonrisa y salió con la botella en una mano. La noche estaba fresca. Apretó el bolso contra su cuerpo y recorrió el mismo camino por el que había llegado. La vitrina de la librería estaba apagada. Un poco antes de la punta de diamante había un par de teléfonos públicos. Buscó monedas en el bolso. Descolgó uno y se lo acercó al oído. No tenía tono. Probó con el otro teléfono. Esperó el tono, puso la moneda y marcó un número. Miró su reloj para estar segura de la hora. Tardaron un poco en contestar.
- Aló -dijo alguien de pronto.
Ella no contestó.
- ¿Aló? -insistió la voz.
Alejó el auricular de la oreja y lo puso frente a su rostro. Lo miró como si pudiese ver a través de él. Colgó y se quedó en esa posición durante unos minutos: una mano sobre el auricular, la cabeza inclinada hacia adelante y la botella de vino en la otra mano. Luego dio media vuelta y caminó hacia el parque.
El hombre continuaba sentado bajo el farol, en el mismo escaño de madera. Fumaba. Lucía se detuvo y le preguntó si tenía otro cigarro. El hombre buscó entre los bolsillos de su chaqueta hasta que sacó una cajetilla y se la entregó. Miró a Lucía de arriba a abajo mientras ella sacaba un cigarro. Cuando le devolvió la cajetilla, el sujeto le entregó un encendedor. Lucía lo miró. Era un encendedor azul, de plástico. Se sentó junto al hombre y puso el bolso sobre las piernas. Al tercer intentó consiguió que el encendedor soltara fuego. Se acomodó en el asiento, colocó la botella en el espacio que había entre ella y el hombre, y aspiró profundamente. El cigarro estaba algo fuerte. Tosió. Miró al hombre, pero éste no le prestaba atención. Le tocó el brazo para devolverle el encendedor. No dijeron nada por un tiempo. El hombre fumaba tranquilamente y Lucía no tosió más.
- Una vez nevó por aquí -dijo el hombre de pronto.
Lucía botó una bocanada de humo y miró al hombre. No le pareció muy viejo. Tenía el pelo corto, casi rapado, y miraba fijamente hacia adelante. Durante un segundo creyó ver que el color de sus ojos era café oscuro. Luego miró hacia el borde del parque, hacia la calle y los automóviles. Al otro lado de la calle pudo adivinar la balaustrada que anunciaba el borde del río.
- Era una locura -dijo el hombre-. El parque se llenó de niños que se lanzaban bolas de nieve, como en las películas. No sé de dónde salió tanta gente. Llegaban hasta aquí y abrían los brazos en cruz. Levantaban la cara con los ojos cerrados hasta que la nieve y el frío eran insoportables. Entonces sacudían la cabeza y se restregaban frenéticamente con las manos. Era una locura.
El hombre hizo una pausa para fumar. Lucía esperó a que dijera algo más, pero no lo hizo. Siguió fumando. Ni siquiera la miró. Entonces ella tomó la botella y con un poco de esfuerzo quitó el corcho que había puesto el mozo. Acercó el gollete a su boca y bebió un largo trago. El vino estaba frío. Le entregó la botella al hombre. Él bebió un trago y se la devolvió. Lucía miró en todas direcciones y no vio a nadie. Entre las sombras de una escultura le pareció que algo se movía. El hombre lanzó la colilla casi apagada al piso y de inmediato sacó otro cigarro. Lo encendió al primer intento.
- Yo estaba en el balcón y miraba -dijo el hombre-, no podía creerlo. Y la gente aquí abajo, en medio de la nieve. Duró apenas un par de horas, lo suficiente como para que todo esto se cubriese de blanco. Era una locura, nunca he visto algo igual. Todo blanco. Después se puso a llover y la nieve se derritió y se convirtió en barro. La gente se fue antes, claro. Nadie vio cómo el color blanco desaparecía. Un barro espeso, desteñido. Yo estaba en el balcón todo el tiempo. Mirando. Primero vi la nieve y luego el barro.
Lucía miraba hacia la escultura. Era una estructura de fierro, una especie de hemisferio armado con retazos de metal, de color rojo, pero bien podía ser que estuviese oxidada. Otra vez le pareció que algo se movía. Un par de siluetas salieron de detrás de la escultura. Caminaron un rato separados y luego se acercaron. Cuando llegaron a la luz Lucía vio que era un muchacho joven y una mujer. Respiraban con agitación. La mujer vestía un abrigo largo. Tenía el pelo desordenado. Cuando pasaron frente a ellos, abrazados, Lucía notó que el muchacho era mucho menor que la mujer. Ambos sonreían y caminaban mirando hacia el piso, como si algo se les hubiese perdido. También hablaban, pero en voz tan baja que Lucía no pudo oír nada. Pasaron frente a ellos sin mirarlos y se alejaron. Lucía tomó un trago de vino. Sostuvo la botella entre las manos por un rato.
- Creo que nunca podré ver algo parecido -dijo el hombre mirando la brasa de su cigarro-, la nieve, los niños, la gente con los brazos abiertos. Estaba en el balcón, aquí mismo, cruzando la calle. Vivía con mi esposa. Teníamos un Peugeot 404 de color azul y el techo se le hundió un poco con el peso de la nieve. Mi esposa y yo estábamos en el balcón, de pie, mirando hacia el parque. Mi mujer se reía. Ella estaba cerca de la baranda, yo más atrás. Le miraba el pelo y adivinaba cuando estaba riendo. Entonces ella se daba vuelta y me decía cosas como qué increíble o se ve tan bonito, no estoy muy seguro. En algún momento puso su mano sobre la baranda del balcón y la apartó enseguida. Está frío, dijo. Eso lo recuerdo perfectamente. Fue hace tanto tiempo y recuerdo esa frase como si hubiese ocurrido ayer. Está frío.
El hombre echó la cabeza hacia atrás y miró a Lucía.
- ¿Me daría un trago más de vino?
Lucía conservaba la botella entre las manos. Miró al hombre y se la entregó. Le pareció que sonreía. El hombre bebió brevemente y dejó la botella sobre el escaño. Se puso de pie. Miró a Lucía entre el humo del cigarro e hizo un movimiento de despedida con la cabeza. Lucía no dijo nada, lo miró alejarse con paso lento, las manos en los bolsillos y una estela de humo que cada cierta distancia se hacía más espesa. El hombre atravesó el parque y luego dobló por la calle del costado. Un poco más allá se detuvo y entró en uno de los edificios, una fachada de ladrillos con balcones rectangulares, de fierro. Lucía levantó la mirada y esperó. Ninguna ventana se encendió. Suspiró, tomó la botella y bebió lo que quedaba de vino. Jugó un rato con la botella. Luego la dejó sobre el escaño y se levantó.
Mientras caminaba por el parque comenzó a sentir frío. No había nadie cerca. De vez en cuando un automóvil pasaba por la calle. Le pareció escuchar el sonido del río. Iba mirando el piso, los brazos cruzados sobre el pecho. Al llegar al borde del parque levantó la cabeza en dirección al edificio con la fachada de ladrillos. En uno de los balcones distinguió una hilera de jardineras de las que colgaban flores. Estaba oscuro y no pudo ver nada más. Siguió por la vereda que bordeaba el parque hasta llegar a la punta de diamante. Siguió por el brazo de la calle que estaba más al sur. Buscó monedas en su bolso. Descolgó el teléfono que funcionaba y esperó a que diera el tono. Introdujo la moneda, miró durante un momento hacia la librería que estaba al cruzar la calle y marcó un número.

lunes, marzo 13, 2006

El otro (fragmentos aleatorios II)

5.
1974. La cantante estadounidense Connie Francis es violada en un motel de Long Island.
No sé exactamente porqué –intuyo que hay algo tras el gesto, un significado último, un designio- pero lo primero que encuentro al abrir el diario es una efeméride algo morbosa acerca de una cantante. Leo varias veces el párrafo, no más de tres líneas a una columna, y la imagino negra aunque sé muy bien que no era negra, espectral, el rostro iluminado por el neón parpadeante del motel, las piernas abiertas asomando bajo un vestido azul, tendida sobre una cama y rodeada por un charco de sangre seca.
Recorto el texto con los dedos y me lo meto al bolsillo. Cierro el diario. Miro por la ventanilla del bus, hacia las luces que se suceden una tras otra, luciérnagas eléctricas.
6.
¿Hay de verdad un más allá? Puedo sentir que sí, que de esa manera tiene que ser. Recuerdo a Vera, tendida boca arriba sobre la cama, los brazos extendidos, el libro de cubiertas anaranjadas entre las manos. Tal vez se sintió observada y por esa razón desvía los ojos hacia donde estoy sentado. Adivino una sonrisa en el gesto de la boca, deformado por la perspectiva. Podrían ser tantas cosas: asco, dolor, tristeza. ¿Acaso el único gesto posible es la sonrisa?
Pero el más allá, definirse como uno y lo que lo rodea, la alteridad. Pensar en el más allá en términos de más acá, de profundización, de inmersión en eso que es uno mismo, una suerte de herejía budista. Pintarse una puerta –una ventana, una rendija- en el interior más profundo, caminar hacia ella como una opción de reconciliarse con todo. Recuerdo una entrevista a Juarroz.
Levanto una ceja, movimiento que conozco y aparece cuando algo me inspira desconfianza.
Y cómo no, me digo mientras reconstruyo de memoria los muslos de Vera, la piel blanca y lisa, la curva de la cadera, los senos que se separan bajo la camiseta, el cuello, la boca musitando algo que no alcanzo a oír, las aletas de la nariz expandidas, los ojos, la frente, el cabello rojizo desparramado sobre la cama. Y cómo no, la desconfianza, adivinar la trampa, concebir la vida como un gran cepo. Claro, quizás allí está lo que creo buscar. No en escapar a la trampa sino lo contrario: denunciarla y lanzarme de cabeza al mismo centro, condenarme. Pero otra vez la noción de centro, de interior.
Recuerdo a Vera, leyendo sobre la cama un libro de Onetti recientemente adquirido, al otro lado del cuarto la ventana abierta, la primavera y el calor que cada vez se pone más acorde con la estación. Suspiro.
11.
Un trabajo de ocho a cuatro, a veces de tres a doce.
Encerrado en una pecera con bordes oxidados a veces me aparto del escritorio y miro hacia abajo, hacia la esquina de Teatinos y Huérfanos, las mujeres que trabajan en las oficinas del primer piso apoyadas contra la pared de vidrio, fumando y conversando. Me recuerda la historia del chico que, encerrado en un hospital, desde la ventana de su cuarto tiene vista a un patio rectangular donde van a fumar las enfermeras y los auxiliares. Todos los días, tres veces al día, se para junto a la ventana y las ve con el cabello suelto, las cofias en la mano, cada una repitiendo gestos y muecas, algunas riendo y las otras calladas.
A las mujeres del primer piso no las he visto nunca de cerca, no puedo distinguirlas entre sí desde la altura. Son más o menos como hormigas azules con los cuellos pintados de blanco.
12.
El absurdo evidenciado por tantas cosas, la música, las imágenes. Un escocés que se alistó en las huestes normandas sólo para componer marchas militares, para que la banda imperial de Guillermo el Conquistador tocase sus melodías al entrar en las ciudades que sucumbían al asedio. La historia lo borra, lo cubre de anónimo barro hasta que un inglés, siete siglos más tarde, lo redescubre y lo enseña al mundo –ese gigante que permanece dormido- y demuestre que ese escocés egoísta era un genio, que inventó el dodecafonismo, que se desayunó a Schönberg y a cuantos más.
El absurdo como algo concreto, una gelatina traslúcida e insabora, un mar de aguas muertas, un paso que no avanza ni retrocede, nada más un paso suspendido en el aire y que nunca acaba de concretarse. Tomar nota del absurdo como se hace un retrato: tantos rostros, tantas facciones, un cuadro de El Bosco, un cuadro de Bacon. El absurdo evidenciado de tantas maneras, puesto en el centro de las cosas, abandonado a la resignación y la soledad, aceptado para luego lapidarlo y escupirlo y resurrección de rigor al tercer día. Y así, minuto a minuto, ab infinitum.

martes, marzo 07, 2006

Extraños recorridos de las bocas

Miró por la ventana tratando de distinguir algo. El vidrio estaba empañado. Con la palma de la mano dibujó un cuadrado en el centro de la ventana. Vio los árboles del jardín y un automóvil que pasó por la calle. En la acera de enfrente una anciana barría las hojas y las amontonaba junto a la cuneta.
- ¿Y? -preguntó ella desde la cama.
Raúl se entretenía dibujando gatos y estrellas en el vidrio. Dibujó un gato, una estrella, otra estrella, un gato y una luna. Se asomó por el cuadrado y distinguió un par de palomas sobre la hierba del jardín. Se quedó unos minutos observando las ondas que provocaban las gotas que caían desde el limonero a un gran charco que se había formado junto a la puerta de la reja.
- Te estoy preguntando qué tal se ven las cosas del otro lado -insistió ella mientras se envolvía en una frazada.
Raúl se volteó y caminó hasta el armario. Abrió la puerta y buscó algo en el cajón de más abajo. Tiró sobre la cama una polera celeste con flores amarillas y unos shorts azules.
- Parece el Sahara allá afuera. No sé como no se deshidrata usted. Debe ser algo en su metabolismo, estoy casi seguro -dijo Raúl desabotonándose el pijama de franela.
Andrea se sentó en la cama y lo miró un segundo antes de desviar la vista hacia el cuadrado que Raúl había dibujado en la ventana. Luego miró el termómetro que estaba colgado sobre el televisor.
- Es muy temprano para juegos -rezongó- y, si mi vista no me engaña, creo ver que el termómetro no marca más de diez grados.
Raúl estaba ocupado con la pierna izquierda del pantalón del pijama e hizo una notable contorsión del cuello para mirar hacia el termómetro. Entrecerró los ojos y luego se sentó sobre la cama para facilitar la lectura del aparato.
- Efectivamente, el termómetro marca ocho punto cinco grados Celsius -asintió-, pero también es cierto que ese artefacto no siempre funciona como es debido.
Se acostó sobre la cama y con un veloz movimiento de la pierna izquierda logró liberarse del pantalón del pijama, que fue a caer sobre su mesita de noche y volcó una taza con un poco de té frío de la noche anterior.
Andrea miró el té que lentamente goteaba sobre la alfombra de color burdeos.
- Vas a tener que limpiar eso -dijo.
- Pelos de la cola -respondió Raúl.
Buscaba la etiqueta en el cuello de la polera para saber qué lado era el que iba para atrás y de pronto miró hacia Andrea con cierto aire ausente.
- ¿Cuántos grados Fahrenheit serán ocho punto cinco grados Celsius? -preguntó.
Andrea iba a decir algo y se quedó con la boca abierta, tratando de recordar.
- ¿No sabes? -preguntó Raúl.
Ella lo miró un segundo y luego se volvió hacia la ventana.
- ¿Por qué los gatos? -preguntó.
Raúl siguió su mirada hasta el vidrio y bostezó.
- ¿Sabes o no sabes? -insistió.
- Como cuarenta y ocho, creo. ¿Por qué los gatos?
Raúl terminó de ponerse la polera, se puso de pie y se contempló en el espejo de medio cuerpo de la puerta del armario.
- Fauna septentrional, tú sabes -dijo mientras giraba hacia un lado y otro para ver cómo lucía.
Andrea dejó de mirar hacia la ventana y se encontró con el reflejo de la cara de Raúl un el espejo.
- Esa polera es horrible. La tienes hace años y nunca te la pones.
Raúl hizo como si no hubiese oído nada. Andrea se levantó y caminó hasta la ventana. Miró a través del cuadrado y vio a la anciana barriendo las hojas en la acera de enfrente. Luego contempló los dibujos, que se deshacían en gotas que bajaban hasta la masilla del marco.
- ¿Y las estrellas?
Los shorts que Raúl había escogido le quedaban un poco grandes.
- Eso es interesante, estoy seguro que te das cuenta. Se trata de la paganización de ciertas creencias herméticas, algo así como la espera de un Mesías, un redentor que bajará de las estrellas.
- ¿Un gato que vendrá de las estrellas?
- Eso es más bien un pensamiento humano, creo. Antropomorfismo desatado, como si los gatos no fueran lo suficientemente perceptivos como para darse cuenta de que dos más dos no siempre es cuatro.
Andrea bostezó y volvió a la cama.
- Con ese atuendo te vas a morir de frío -dijo-. ¿Qué esperan entonces? ¿Un ratón?
Raúl escarbaba bajo la cama tratando de sacar una zapatilla que se encontraba más allá del alcance de su brazo. Se incorporó y recostó la cabeza en la cama para recobrar el aliento.
- Irónico destino sería ese, aunque eso de la enemistad de ratones y gatos no es más que otro esfuerzo del hombre para llevarlo todo a un plano que le sea accesible, justamente lo contrario de lo que sucede con esa zapatilla que no puedo sacar de debajo de la cama. Si logro sacarla me voy a nadar a la casa de tu hermana. Tal vez es un ratón, no lo saben ni se hacen ideas al respecto. Sólo esperan.
Andrea se cubrió hasta el cuello y se rascó suavemente el muslo.
- La piscina está vacía en esta época del año -dijo.
Raúl se sentó al borde de la cama con aire de triunfador. Sacudió la zapatilla y se la calzó en el pie derecho. Estiró la pierna delante de si y contempló unos segundos la zapatilla y sus cordones deshilachados. Cuando bajó el pie al piso, su rostro había cambiado de expresión. Se volvió hacia Andrea.
- ¿Sabes qué es lo realmente extraño? Lo extraño va más allá de las posibilidades que nosotros, pobres mortales, tenemos de comprender. Todo se trata de mensajes en clave, de criptogramas manifestados en el humo de un cigarro.
Andrea se incorporó a medias y abrió el cajón del velador. Revolvió unos papeles tratando de encontrar algo.
- No puedo encontrar los cigarros -dijo-, estoy segura de que los puse aquí.
- En fin -suspiró Raúl-. No te esmeres, quedaron en el bolsillo interior del impermeable que usaste anoche que a su vez se encuentra colgando de las perchas que hay detrás de la puerta y que tan gustosamente instalamos el verano pasado.
Andrea se sentó en la cama, arropándose lo más posible con la frazada.
- Eres un sol -sonrió-. Esa polera te queda horrible, si me permites.
- Claro que te permito -dijo Raúl mirándose al espejo-. Eso del sol viene muy bien considerando la cantidad de rayos UV que deben emanar de esta polera.
Andrea disimuló la sonrisa y se arrastró como una oruga hasta quedar detrás de Raúl.
- El bronceador lo pusimos en una caja de zapatos, en la repisa más alta del armario del pasillo -le dijo a través del espejo-. Junto con los adornos de pascua.
Él le sonrió y se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Antes de traspasar el umbral se detuvo. Se quedó de espaldas a Andrea unos instantes. Volteó la cabeza muy despacio.
- ¿No se vencen esas cosas?
- ¿Cómo?
- Igual que los remedios, tu sabes, si no los pones en el refrigerador o algo por el estilo.
Andrea meditó un momento y miró hacia la ventana.
- No lo creo -dijo-. En todo caso puedes leer la etiqueta.
- Tienes razón.
Después de decir esto, Raúl apoyó la espalda en el marco de la puerta. Andrea continuaba mirando la ventana.
- ¿Viste a la viejita de enfrente? -preguntó.
Raúl dirigió su vista a los vidrios empañados. De los gatos y las estrellas sólo quedaban un montón de caminos trasparentes.
- Siempre barre las hojas en la mañana -respondió y desapareció escaleras abajo.
Andrea se acurrucó en la cama esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse. Pensó que tal vez sentiría una corriente de aire frío después.
- ¿Te imaginas si en realidad el Mesías fuese un ratón? -gritó.
Nadie respondió. Andrea cerró los ojos y metió las manos bajo la almohada.
- La piscina no tiene agua en esta época -gritó.
Esperó unos segundos la respuesta. Se tapó la cabeza con la frazada. Entonces escuchó la voz de Raúl.
- Tal vez de eso se trata.
La puerta se cerró de golpe.