sábado, octubre 28, 2006

Historia de una ida y una vuelta II

Un sueño.
Una chica que recorre en bicicleta un camino, una chica con un vestido ligero, quizás con flores, y un camino de tierra, de esa tierra rojiza que hay sobre las quebradas que van a dar a la playa de Tunquén, un camino liso y polvoriento. Una chica que avanza en bicicleta y la bruma de la mañana que comienza a despejarse.
Al final del camino una casa blanca, enorme, con muros que se desploman y a la vez se mantienen en equilibrio por milagro, una casa donde las ventanas y las puertas parecen desquiciadas. La chica deja su bicicleta y se acerca a una puerta blanca como el resto de la casa. La puerta está abierta y se entorna sin ruido alguno y muestra un pasillo largo y luminoso que va a dar a una sala grande con un ventanal de muro a muro que mira hacia el mar. Pegado el muro sur hay un escritorio y sobre él una maquina de escribir y gran cantidad de papeles borroneados y corregidos con tinta púrpura. En el muro norte hay una repisa divida en segmentos cuadrados repletos de libros. La repisa cubre el muro completo y es también de color blanco, imposible determinar si es de madera o si es sólo una prolongación orgánica del muro.
Más allá del ventanal se puede ver el mar alborotado que se extiende hasta el horizonte ligeramente curvo. Ya no hay bruma y los rayos del sol se reflejan a destellos en las facetas triangulares de las olas, como un firmamento intermitente.
En el centro de la sala hay un sofá de tres cuerpos, de cuero rojo y patas de madera. En el sofá hay una mujer tendida, fumando. Junto al sofá hay un cenicero vacío. El cigarro de la mujer está completamente consumido y la ceniza forma una torre precaria que se niega a caer.
La chica, instalada en el umbral que separa el pasillo de la sala, observa el cigarro y la ceniza y el cenicero y el sofá rojo y la repisa de libros y el escritorio y la máquina de escribir y los papeles y el mar como pintado sobre la superficie de vidrio y otra vez a la mujer y sólo entonces se da cuenta que la mujer está desnuda. Entonces piensa: esto es un sueño.

martes, octubre 24, 2006

Monstruos

1

Una CIEGA sentada en una silla, con un bastón blanco entre las manos.

CIEGA: Había una vez un niño que no era un niño. Tenía los ojos grandes como canicas y las manos infladas y duras. El niño se paseaba por las tardes en la plaza mirando a los niños de verdad. El niño no sabía jugar. Sabía bailar, aunque lo hacía mal a causa de sus cortas piernas, y sabía silbar y a veces se le ocurrían cosas divertidas. Pero no se las contaba a nadie, porque no tenía nadie a quien contárselo. El niño caminaba tambaleándose, como si en cualquier momento se fuese a caer. No caía, el niño caminaba y no caía, miraba a los niños de verdad jugar juegos de verdad. Y no caía. Los niños de verdad crecieron, se hicieron grandes, y ya no jugaron más. El niño que no era un niño no creció, pero sí aprendió a jugar. El niño que no era niño salía por las tardes a la plaza a jugar, pero ya no había nadie. Y el niño se sentaba en una piedra y lloraba, de rabia y de tristeza.


2

Un ENANO y una CIEGA. La ciega está sentada en una silla, con el rostro hacia el frente. Lleva un bastón blanco que hace girar entre sus manos. El enano está a la izquierda, a un par de metros, junto a un tocadiscos viejo y una pila de discos, un poco más adelante que la ciega y dándole la espalda. Ruido de lluvia, lejana.

CIEGA: ¿Estás ahí?

Silencio.

CIEGA: ¿Estás ahí?
ENANO: Sí.
CIEGA: Entonces di algo.

Silencio.

CIEGA: Habla.
ENANO: ¿Qué quieres que diga?
CIEGA: No sé, cualquier cosa.

Silencio.

CIEGA: ¿Está lloviendo?
ENANO: No lo sé.
CIEGA: Creo que llueve. Puedo oír el ruido de las gotas al caer.
ENANO: Tal vez.
CIEGA: ¿Cómo era esa historia del circo?

Silencio.

CIEGA: ¿Por qué no hablas?

Silencio.

CIEGA: Recuerdo una tarde de otoño, el olor de la tierra húmeda, el crujido de las hojas bajo nuestros pasos, la brisa tibia...
ENANO: Encontrar sexos cuando busco ojos, erecciones cuando busco caricias... La oscuridad no es sólo la ausencia de luz, querida, hay tantas cosas que también pueden cerrarse sobre nuestros ojos y velarlos. Buscas respuestas, palabras que no existen, ilusiones mal definidas sobre una pantalla de plata. ¿Que hay para nosotros, entonces? Espacios truncados, ausencias. Te miro, a veces, y busco en tus ojos segados lo que tú buscas en mi cuerpo. Y no encuentro nada. Y no encuentro nada.
CIEGA: ¿Dijiste algo?
ENANO: No.
CIEGA: Me pareció escucharte.
ENANO: Es el ruido de la lluvia.
CIEGA: Tal vez.

La escena queda a oscuras. Se escucha el sonido de la lluvia, distante, y tal vez el ruido del bastón girando entre las manos de la ciega.

CIEGA: ¿Estás ahí?

Silencio.

CIEGA: ¿Estás ahí?
ENANO: Sí.
CIEGA: Puedo oír la lluvia cayendo en algún sitio, puedo oír tu respiración pausada. Sé que llueve y sé, también, que estás aquí, de pie, cerca del tocadiscos o mirando por la ventana que da a la calle.
ENANO: Por la acera de enfrente camina una mujer con un paraguas roto. Dos o tres varillas asoman entre la tela negra. La mujer es alta, como tú, y tiene el cabello rojo. Trata de no pisar los charcos. Está cubierta con un abrigo largo y sucio. Un perro asoma su cabeza entre los barrotes de una reja y ladra, amenazante, junto a la mujer. Ella se asusta, da un paso hacia el costado y tropieza. El paraguas cae a mitad de la calle. La mujer mira al perro, que sigue ladrando, y luego se vuelve lentamente. Se queda tendida sobre la acera, con la mano derecha metida en un charco, mirando el paraguas negro como si fuese un cadáver. Se queda tendida en la acera, inmóvil.
CIEGA: Sé que estás aquí.

La ciega comienza a tararear una melodía, tal vez un vals. Sobre la voz de la ciega y el sonido de la lluvia se oye el crepitar de un disco. Luego suena música, la misma melodía que la ciega tararea. Poco a poco su voz se va apagando, hasta que sólo se oye la música. Es una grabación en mal estado.


3

La música continúa sonando y la escena se ilumina. La ciega está de pie, tras la silla. En una mano lleva el bastón y la otra la tiene apoyada sobre el respaldo de la silla. El enano está sentado en la silla. Sus pies no tocan el piso. Ambos tienen el rostro hacia el frente.

ENANO: Me gusta esta melodía.

El enano comienza a tararear.

CIEGA: Cállate.

El enano no le hace caso.

CIEGA: Cállate.

El enano deja de tararear. Silencio.

ENANO: Eran buenos tiempos aquellos, sabes, ir de ciudad en ciudad, montar la pista, ensayar los saltos y los malabares...

Silencio.

ENANO: ¿Me estás escuchando?

Silencio.

ENANO: ¿Me estás escuchando?
CIEGA: Sí.
ENANO: Recuerdo muy bien todo, como si estuviese viendo una película. De ciudad en ciudad, sabes. Yo conducía un triciclo azul y otro enano iba sentado sobre mis hombros... ¿Te conté esa historia alguna vez?
CIEGA: Mil veces.
ENANO: El enano que iba sobre mis hombros hacía malabares con platos, a veces con clavas encendidas. A la gente le gustaba, es cierto... Solíamos aparecer después del carnaval de los ponies, todos blancos y con penachos dorados sobre la frente...

Silencio.

ENANO: Me gusta esta melodía.
CIEGA: Lo sé.
ENANO: ¿No te provoca bailar?

Silencio.

ENANO: ¿Quieres bailar?
CIEGA: No.
ENANO: ¿Estás cansada?
CIEGA: No.
ENANO: Esta melodía es realmente hermosa.

El enano se baja de la silla y comienza a bailar solo.

ENANO: Afuera llueve, las mujeres pasean con paraguas por la calle, los árboles tiemblan bajo las gotas que caen... ¿Puedes oír?
CIEGA: No oigo nada.

El enano no deja de bailar.

CIEGA: No hay imágenes para ti. Tocar tu rostro deforme, sentir tu respiración sobre mi pecho cuando me buscas por la noche, las uñas de tus pies enterrándose en mis muslos, tus dedos cortos apretando mis nalgas. Oír tus pasos sigilosos, tu presencia que es casi silencio. No hay imágenes para ti. Tampoco palabras.

El enano se detiene de pronto.

ENANO: ¿Dijiste algo?
CIEGA: No.
ENANO: Me pareció escucharte.
CIEGA: Es el ruido de la lluvia.
ENANO: Tal vez.

La escena queda a oscuras. La música se va apagando poco a poco y sólo queda el sonido de la lluvia, distante.

miércoles, octubre 04, 2006

Posibilidades para un relato

Image Hosted by ImageShack.us Primero, el metro.
Las hormigas, segundo. Es decir, la multitud hormilumpen o quizás hormigócrata que se desplaza por la estación Tobalaba, los múltiples recorridos que se entretejen como un tapiz enorme e indescifrable, como un baile de locos, como un juego de dioses niños encargados de reducir cualquier orden admisible a un cúmulo de cenizas.
Tercero: la conjugación de ambos elementos, la yuxtaposición de fotogramas, el juego posible de velocidades y detalles.
Ejemplo:
Un hombre sentado en la mesa de un café, escribiendo en una libreta Aló bolsillo blanca, como se lee en la tapa. Un hombre sentado y escribiendo y mirando de vez en cuando a su alrededor y frente a él una bandeja de plástico gris y un vaso de café a medio tomar y una servilleta arrugada y un par de sobres de azucar desgarrados y vacíos. Un hombre de traje, delgado y triste como pintura de El Greco, un hombre de ojos oscuros y negro pelo en desorden que escribe, entonces.
Otro ejemplo:
Una mujer subiendo la escalera del Metro. Una mujer de pelo corto y castaño y ojos del color de las hojas de los árboles en otoño. Una mujer joven y guapa, claro está, que trepa por las escaleras con calma, se podría decir que distraída, que ensimismada, lo suficientemente satisfecha con su vida como para no preocuparse de lo que le rodea.
Cuarto. Una mujer + un hombre. Una estación del Metro –la estación Tobalaba- a eso de las 08:55 de la mañana. El hombre ve a la mujer y piensa: es ella de nuevo. La mujer no mira a nadie y tararea mentalmente una canción de Rosalía de Souza.
Aquí, en rigor, es donde algo comienza a suceder o a moverse, donde los engranajes del relato o del destino o la voluntad de los hados comienza a jugar un papel importante, donde los caminos se acercan peligrosamente y donde las miradas colisionan con el estruendo de un choque entre témpanos a la deriva, y de pronto la realidad, ese montón de apariencias que llamamos realidad, o que por lo menos ese hombre de traje que escribe y esa mujer que termina de subir las escaleras llaman realidad, comienza a distorsionarse o quizás deberíamos decir a develarse, y el hombre de traje que piensa es ella de nuevo se queda mirándola fijamente mientras la mujer se detiene el instante justo para percibir la mirada y quedar atrapada en ella sin poder evitar sonrojarse, sintiendo de pronto que una puerta escondida en alguna parte se abre sin ruido y una luz como de primavera se instala en su interior. Todo esto viene en quinto lugar.
El resto, lo que sigue, podría ser una historia trillada, una promesa de futuro. Las mariposas en el estómago de ella y la mirada melancólica en los ojos de él, como una sombra que se alarga en el atardecer; las manos que se buscan, el ansia, las pieles que se encuentran en distintos paisajes, entre sábanas de diversos colores y amaneceres y desayunos y noches de luna. Así, como siempre, mientras él piensa cada vez que la ve es ella de nuevo y ella le sonríe desde lejos, desde un lugar distante y distinto, desde un lugar que le parece inalcanzable y eso le llena el pecho de ira y resentimiento mientras espera de pie en una esquina, en mitad de una noche convertida en verano, bajo la semipenumbra de una luminaria, las manos en los bolsillos de un abrigo demasiado grueso para la temporada.
Eres tú de nuevo, le dice cuando ya está cerca, cuando el aroma a jabón se le mete en la nariz como una hilera de hormigas negras. Eres tú de nuevo, repite con la voz ronca y la certeza de haberla perdido y ella lo mira sin entender, sin fijarse en la mano que sale del bolsillo empuñando el relámpago de acero que dibuja un semicírculo en el espacio que los separa y que, al mismo tiempo, por primera vez los une. Entonces el charco de roja sangre que como una estrella se esparce rodeando el cuerpo de la mujer tendido sobre el asfalto, el cuerpo solo y abandonado de la mujer que palidece entre esterores, los ojos abiertos y sin música apagándose en mitad de la noche.
Todo esto podría estar en séptimo y último lugar si no supieramos que la vida y la literatura son organismos extraños y tienden a la repetición, y en la estación Tobalaba del Metro hay un hombre de traje, delgado y triste, que se sienta a escribir en una libreta mientras toma café, un hombre que cada cierto tiempo aparece y se instala como en el palco de un teatro, esperando y buscando, ansiando encontrar.
Y eso sí sería parecido a un final.