lunes, diciembre 18, 2006

Liturgia

La madona sistina



Estar asomado al balcón, sentado cómodamente en ese trozo de cielo mientras atardece y después de la marihuana y la cerveza, mirando hacia el horizonte encendido a medias cubierto por el edificio de enfrente, por esa colección de ventanitas de calendario de adviento que se comienzan a encender o abrir o cerrar sin orden aparente, mirando la pared de ladrillo que oculta parte de ese otro cielo –no de aquel del que cuelga el señor K. en ese momento, no, sino otro espacio que se dibuja tanto en la distancia como en la imaginación, palabras que vienen un poco a convertirse en sinónimos al sentir el viento que sube de la costa y le acaricia la cara y le revuelve el pelo demasiado largo ya- y lo desdibuja y a la vez lo acota.
Y comenzar a escuchar la voz de una mujer que llama a su hija, supone, una mujer ya algo vieja, la voz rasposa llamando Albertina, Albertina y luego callando en espera de una respuesta que no llega y al otro lado de la calle y el parque el edificio de ladrillos y sus ventanas. El señor K, desde el balcón, observa una ventana que se enciende, multicolor, con las luces de un árbol de pascua y otra que se apaga luego de que un hombre con la cara pintada por la tristeza se detuviera junto a la puerta abierta y volviese el rostro como buscando algo. Observa una ventana sobre la que hay pegada una estampa de Jesús bonachón y con la palma abierta en un gesto de advertencia más bien severo y que contradice la quietud de su semblante y en el extremo superior del edificio su mirada se encuentra con un par de muchachitos regordetes que asoman sobre el borde de la ventana como en una cuadro de Rafael, la mirada y el pensamiento extraviado. Y nuevamente la voz de la mujer, Albertina, Albertina, y el silencio del atardecer como respuesta.
El parque silencioso se convierte en un eco vacío mientras la noche va ganado terreno, piensa el señor K. cerrando los ojos para disfrutar del viento con olor a mar, a sal y mareas, que completa el cuadro. Cada ventana una vida, se dice chasqueando la lengua seca contra el paladar, y cada vida un misterio. Un par de chicos que observan divertidos a una mujer que llama desde la ventana a su hija, una mujer de mediana edad, el rostro deslavado y las manos manchadas, asomada a la ventana y llamando a su hija y mirando al parque vacío que se agranda ante sus ojos como un monstruo dormido, como un corazón negro que late cada vez más lento.
El señor K. abre los ojos y en sus pupilas se reflejan –o eso cree él- los cuadrados minúsculos de las ventanas del edificio que ahora se mezcla con la noche cerrada y con el silencio cada vez más espeso y con la ausencia de viento que ha dejado espacio justo para oír una vez más la voz de la mujer llamando, ya no con un grito sino con un sollozo sordo, con la última llama de esperanza quemando como un trozo de carbón sus labios. Albertina, Albertina, escucha apenas el señor K. antes de levantarse y dar la espalda al mundo para sumirse en la oscuridad de su propio espacio.

miércoles, diciembre 13, 2006

Yo detesto a Pinochet

Pinochet
El señor K definitivamente no celebró la muerte de Pinochet. Había despertado recién cuando supo y tuvo que sobreponerse a una resaca de aquellas antes de digerir la noticia. Aunque digerir, lo que se dice digerir, ya lo había hecho, poco a poco, durante la semana que había pasado desde que el tirano había entrado casi muerto al Hospital Militar. Apenas le quedaba rumiar la tristeza y la rabia acompañándolas de un vasito de Coca-cola para apagar el incendio interior provocado por las celebraciones del cumpleaños de El Cuervo, demasiado regadas, si se miraban en perspectiva. Así que de celebraciones ya tenía suficiente.
Pero se ha dicho que había tristeza y rabia.
Tristeza porque los que celebran brindando con champaña solían ser otros, los animales que rieron mientras el palacio de La Moneda era derrumbado por los proyectiles. El señor K. sabe muy bien que no es quién para juzgar, muchas veces, las acciones de otros, y comprende la alegría y el alivio. El señor K. nació apenas veintiocho días antes del golpe y recuerda con mucha claridad las tanquetas que se paseaban por las calles, el toque de queda, el silencio forzado. Recuerda muy bien el hedor de la muerte –del miedo a la muerte- que rondaba las calles de Santiago, los apagones y el sonido de las metralletas montadas sobre jeeps militares. Todo eso sucedió, el señor K. lo vio y oyó directamente y eso nadie puede negárselo, así como tampoco un pequeño sentimiento de alivio, una sensación placentera como de animalito que toma sol por la mañana.
La tristeza tenía que ver también con los recuerdos relacionados con sus 17 primeros años de vida, con canciones de Víctor Jara –con las manos destrozadas de Víctor Jara, con la sangre de Víctor Jara cubriendo las baldosas del entonces Estadio Chile-, con algún compañero de curso que fue detenido y torturado, con esas nubes que le cubren los ojos cuando ve Estadio Nacional o La Batalla de Chile.
Hubo rabia, también. Rabia en dos partes. La primera al ver a ciertos personajes de derecha tratando de rescatar algo bueno de la dictadura y de la figura de Pinochet. Obviamente los DDHH no se mencionaron, pero sí una supuesta modernización económica que se traduce en el paso más bien traumático de un modelo agrario latifundista y de producción primaria a un modelo de mercado que permite la existencia de capital especulativo y la concentración del capital y los medios de producción en muy pocas manos. Al señor K. no le gusta hablar de libre mercado porque, la verdad sea dicha, no cree en la existencia, o por lo menos en el real funcionamiento, de este. Se habló de esto pero no de habló del desempleo, ni de los cinco millones de pobres que habían para el 90, ni del daño previsional, ni de la disminución de las pensiones, ni de la municipalización de la educación. Supone el señor K. que, para algunos, es mejor no hablar de ciertas cosas y llenarse la boca con supuestos discursos de unidad nacional.
De ahí mismo derivó la segunda rabia, la nocturna, cuando acompañado por la señorita C. se infiltraron entre los manifestantes que gritaban frente a la Escuela Militar. No deja de pensar el señor K. que es curiosa la decisión que tomaron esa noche, la de ir a espiar a los momios. Y entonces escuchar gritos como “Allende murió por hueón, hueón, hueón”, “Gladys Marín, la puta del país” y “Marxista, culiao, matamos a tu hermano”. El señor K. piensa que hay viejas de mierda que ya no tienen vuelta, que van a morir momiasmomias y nada que hacer con eso. Pero ver a un grupo de cincuenta o sesenta cabros de 15 o 17 años gritando contra la UP (¿perdón?) sí que le descompone el estómago. Y cómo no, si esos son los nietos o hijos o sobrinos de los Larraín, de los Claro, de los Longueira y de los Matthei, de todos esos que esa misma mañana llamaba a la unidad y la reconciliación.
El señor K. en definitiva, no celebró nada ese día domingo, día internacional de los DDHH, y terminó a eso de la madianoche con un sabor amargo en la boca del estómago, muy parecido al que le acompañó durante las primeras horas.
Y al señor K., en definitiva, no le interesa ser políticamente correcto y está seguro de detestar a Pinochet y a lo que representa y no sentir ningún respeto por él o por su familia, ni lástima ni compasión. No le interesa hablar de unidad sino hay verdad y justicia, y sin darse cuenta de la rabia pasa de nuevo a la tristeza y de ahí un paso al llanto, porque las cosas siguen igual que siempre pero muy bien maquilladas, porque murió Pinochet, porque el muy hijo de puta no se pudrió en la carcel. Y no cree el señor K. que estas sean expresiones de odio, sino apenas manifestaciones del sentido común.

lunes, diciembre 04, 2006

Matar a los viejos (a propósito de los recientes acontecimientos)

Matar a los viejos“La gente lo mira y llora al mirarlo y al llorar lo ignora o parece ignorarlo, mirado desde más lejos”
Matar a los viejos,
Carlos Droguett

Un nuevo dictador llega a la ciudad, a un futuro en que Pinochet no es más que una atracción de zoológico, una bestia de circo decadente confinada en su jaula del Parque Metropolitano donde los visitantes se detienen a mirar cómo se alimenta de carne cruda.
Carlos Droguett (Santiago, Chile, 1912; Berna, Suiza, 1996) escribió este texto entre 1973 y 1980 e intenta situarnos en esta posibilidad de un futuro Santiago enmudecido, donde un anónimo viajero se instala en La Moneda y los viernes por la tarde hecha a volar papeles desde el balcón presidencial. No papeles cualquiera: se trata de una suerte de bandos donde se enumeran los crímenes de los condenados a muerte. Soplones, proxenetas, vendepatrias, traidores y, principalmente, viejos.
Se trata de una ciudad irreconocible, reconstruida por Droguett desde la distancia del exilio en Suiza, donde las calles se tropiezan una y otra vez entre sí, una aproximación a través de los sueños, quizás un primer esbozo de la demencia desatada e imparable; una ciudad con la muerte instalada como eje central, con la resignación y la apatía como constantes de vida. Hay algo en esto de premonición, de oscura y terrible profecía para un país cansado y despojado de su historia.
¿Dónde buscar los paralelos de esta novela de Droguett, cuáles son sus intenciones? Desde el inicio busca provocar: la sola dedicatoria le impidió ser publicada en España en 1981 y seguramente le costó la exclusión de las Obras Completas del autor publicadas por Editorial Universitaria en el 2000. Droguett aspira al todo: a metaforizar una situación de inhumanidad instalada en la sociedad chilena; a rescatar la poesía desde una prosa febril, densa, de difícil acceso; a retratar una clase manchada por la sangre, los viejos, símbolo ya no de sabiduría sino de decrepitud y decadencia moral.
¿Y los paralelos? Droguett no se anda con rodeos. Su novela es una abierta crítica a la clase política, al Estado, al Ejército y a la Iglesia, instituciones añejas que predican desde el púlpito de la inmoralidad. Habla de los que se llenaron de sangre las manos, de los que pidieron la intervención militar y se enriquecieron con ella y mintieron para no dejar de enriquecerse. Se trata sin duda de un texto tendencioso, para nada ambiguo, en el que nombres como los de Pinochet, Merino, Aylwin y Frei se asocian a esta clase condenada al paredón, un gran murallón instalado a un costado del rio Mapocho, cerca del Museo de Bellas Artes, donde los perros van a beber sangre después de los fusilamientos.
Droguett va más allá, sin embargo. Poco a poco va manifestando dentro del relato la paradoja de lo inevitable, del ser humano enfrentado a sí mismo y a su futuro. Cuando los viejos comienzan a escasear, los jóvenes, los que presenciaban entre vítores y aplausos el escarnio y muerte de los condenados, toman conciencia de lo que viene: ellos serán los próximos viejos. Es necesario intentar a través del sacrificio (la entrega del reconocimiento de lo que somos, en plural, de irradiar la verdad desde el centro mismo del ser) romper el círculo de muerte, y con esto Droguett nos muestra que quizás hay redención posible para la sangre que se ha derramado, que no todo esfuerzo vano, que a veces es suficiente la sensatez de uno para terminar con la locura.