jueves, agosto 30, 2007

La mujer del peluquero

Hoy, aprovechando el sol primaveral, tomé la bicicleta y me fui a cortar el pelo. No es menor el hecho considerando que la última vez fue en el distante mes de marzo o, siendo optimista, en abril. La verdad, es que ir a la peluquería me complica tanto como ir al dentista. Básicamente, y esto se aplica tanto a las peluquerías como a las consultas dentales, se trata de lo siguiente: las hay que parecen confiables y serias pero que cobran tanto que no me animo a entrar en ellas y las hay, por el otro lado, tan baratas que uno las mira desde fuera y da como una desconfianza culposa el entrar.
En marzo, o en abril como ya se ha dicho, encontré una solución a este problema. Recordé una peluquería en mi antiguo barrio donde atendía un tal Mario y algunas otras peluqueras. Mario era un tipo medio afeminado, rubio y chico, que se movía de un lado para otro con una agilidad inexplicable y, al decir de las señoras concurrentes en el local, era un excelente peluquero. No debo haber tenido más de 15 la última vez que me corté el pelo en ese lugar. Luego me convertí en habitué una academia de peluqueros que funcionaba en un departamento en Lastra con Independencia, donde acudía mensualmente a raparme y me entretenía escuchando las conversaciones de las estudiantes, señoras ya pasaditas en años y otras más jóvenes, algunas casi niñas, mezcladas con uno que otro chico/chica. Era realmente, y ahora que lo recuerdo no puedo pensar de un modo distinto, una suerte de comedia de la vida representada en grandes dramas y pequeñas envidias o rencores. Además, era baratísimo: creo que nunca pagué más de $500 por el servicio.
Pero la peluquería de Mario seguía existiendo, y yo la veía cada vez que salía a la avenida a tomar micro. Pero Mario ya no estaba. Recién entonces me enteré de la existencia de la esposa. No sé porque medio -seguramente mi madre, o mis hermanos más pequeños- me llegó la noticia: Mario se había suicidado. El mito del barrio era que se había colgado ahí mismo, en la peluquería, luego de limpiar y cerrar por dentro. De esto no tengo certeza. Entonces apareció la esposa, que seguramente se llamaba Denisse como la peluquería, y se hizo cargo del negocio. Y las viejas siguieron tiñéndose y emperifollándose en las mismas sillas y con las mismas tijeras pero ahora sin Mario sino con la esposa.
Eso fue hace muchos años y desde entonces me fui del barrio y he naufragado de peluquería en peluquería siempre en el momento límite en que el largo del pelo ya es incontrolable y desarrolla voluntad propia.
Y como decía, en marzo (quizás en abril), decidí volver a la vieja peluquería de Mario, sin Mario por supuesto. Sorprendentemente el lugar aún existía y era la esposa, la viuda de Mario quien estaba a cargo. La primera vez, en marzo o abril, casi no hablé con ella. Hoy sí. Hablamos de un montón de cosas: del feriado del 17, de los estilos de peinado actuales, de mi trabajo y del suyo. Le pregunté si vivía cerca y me dijo que antes sí, pero que luego se había cambiado. Agregó que hace mucho se había cambiado de casa y por un momento se detuvo, dejó la tijera quieta en el aire y miró hacia afuera por la gran vitrina que da a la calle. Yo la miraba por el espejo, seguro que ella en ese momento recordaba a Mario, y el momento fue triste y a la vez reconfortante. Fue como un par de extraños que se cruzan en la calle y por un momento, un instante, creen reconocerse.
Volví a mi casa montado en la bicicleta y con el pelo corto, con un dedo de largo en los costados y en la nuca y dos dedos en la parte superior de la cabeza. Volví feliz y renovado.
Había pensado escribir un post acerca de Cortázar, a noventa y tres años y cuatro días de su natalicio, o de Umbral, a pocos días de su muerte, pero terminé hablando de mi infancia y otras muertes.
Debo mencionar que en el MySpace de María Perlita hay un vínculo para el post anterior, por lo que me siento honrado por decirlo de algún modo. Y así las cosas, he aquí la banda sonora para hoy:


miércoles, agosto 22, 2007

Panc con pebre

La sala repleta hasta los pasillos, gente sentada en el suelo o tratando de acomodar las sillas que aparecieron de pronto para unos pocos escogidos. La señorita C. y el Cuervo buscan donde sentarse pero es inútil. En el escenario hay una mesa con un Mac Book y una lámpara como de velador, tres sillas, un bajo, dos guitarras electricas y una de palo. El público es mayoritariamente femenino, en grupos o en solitario. La cita era a las 22:00 pero ya llevamos, fácil, quince minutos más. No importa mucho, de cualquier modo, pues deja tiempo para tomarse un vaso de vino en la entrada o darse una última vuelta por el baño.
Finalmente se apagan las luces y anuncian que no se pueden consumir comestibles ni bebidas dentro del recinto y que se dará inicio a la presentación de María Perlita, novel artista que nos convoca en la fría noche de Santiago. Aunque lo de novel no es tan así, pues ya lleva un tiempo cantando esta chica, según escucho decir a un concurrente, en bandas como CHC y Elevador y que además teloneó a Olivia Ruiz en su gira por Chile. Ninguno de estos nombres me suena y, luego de encoger los hombros, me acomodo en el piso mientras frente a mi pasan tres chicas con latas de cerveza en la mano, en abierta trasgresión a lo anunciado por parlantes un minuto antes.
Pero no es María Perlita quien aparece en el escenario, sino un sujeto rapado con una pequeña consola que instala en una mesa plegable. No se presenta ni saluda, sino que de inmediato hace sonar una melodía bien pegajosa sobre la que ensaya todo tipo de efectos y distorsiones. Al final de la canción recibe un aplauso tibio. Un nuevo tema, bien parecido al anterior. El Cuervo me dice, de manera muy acertada, que parece música de película chilena. Al final del segundo tema el aplauso es mayor, pero la verdad es que se está poniendo fome. Mientras dura el tercer y último tema pienso que hay música para escuchar en casa y otra para ver en vivo: definitivamente este es el primer caso. El tipo rapado, que se hace llamar o pertenece a un colectivo llamado El sueño de la casa propia, se despide con un movimiento de mano y desaparece con su consolita.
Entonces sí, María Perlita se toma el escenario, acompañada por Nataniel Cox, en bajo y guitarra, Patricio Muñoz, el hombre orquesta, y Francisca Benítez, la mujer coros. La voz de María Perlita es notable, juega con las melodías y las inflexiones desde el primer tema. Abusa también, a veces, de su calidad vocal, reiterando tarareos que podrían omitirse dentro de la estructura de la canción. No importa. Suena y se ve bien. Los coros y la instrumentación, a pesar que podrían tildarse de minimalistas -término al extremo manoseado para referirse al los actuales "cantautores independientes" nacionales-, tienen una fuerza que llega por el lado de la simpleza. Tres o cuatro acordes de guitarra y un par de bases lo es todo en estas canciones de letras sencillas que hablan, principalmente, de amores desencontrados, rozando el cliché y salvándose con cierto toque de humor e ironía.
Todo bien. Distinta de Javiera Mena y Francisca Valenzuela, más entretenida sin duda, con más complicidad con el público. Parecida a ratos a la Christina Rosenvinge (sin Subterráneos) de Continental 62, a ratos a lo primero de Juana Molina, en la época de Rara, María Perlita logra crear un ambiente íntimo al que ayuda, sin lugar a dudas, la iluminación que acompaña el show y la disposición de la audiencia. Recorre los once temas del disco como un paseo por un paisaje conocido y recorrido muchas veces. No hay errores y si mucha buena onda.
La gente lo está pasando bien y al final de cada canción, literalmente, ovacionan a María Perlita. Una chica que está sentada delante se atreve a decir que es lo mejor que le ha pasado a la música chilena, afirmación cuestionable por donde se mire. A los tres o cuatro temas ya se nota que la simpleza está a punto de perderse en la monotonía. Los acordes como de fogata de playa –por lo básicos, no por lo trillados- difícilmente sustentan un show completo. Demasiada tranquilidad para mi gusto. Pero, otra vez y justo a tiempo, María Perlita se salva. Empiezan a aparecer algunos rasgueos más potentes en la guitarra eléctrica, tímidos en principio, pero cada vez más frecuentes hacia el final de la tocata. Tras esa invernal tranquilidad que trasuntan las canciones comienza a adivinarse cierta energía subterránea que, de alguna manera, parece inherente a esta chica de falda que levanta las cejas mientras canta y parece estar a mitad de camino entre la timidez y el dominio del escenario.
Pienso por primera vez en el título del disco, “Panc”, e imagino que la referencia evidente no puede ser gratuita. Empezó la presentación con “Naúfrago” y “Aquí y ahora” (cuyo video, realizado con stop motion, se encuentra en YouTube) y termina con Llamada, canción con intenciones bastante más roqueras. En el infaltable bis María Perlita se luce con una versión hot de “Caliente, caliente”, de Rafaella Carrá, y lo que anuncia como adelanto de su nuevo disco (“que está aquí”, dice apuntándose con un dedo la cabeza), una suerte de ranchera llamada “No me convencerás” y que recuerda los mejores tiempos, para mi gusto, de Julieta Venegas, opinión que comparte la señorita C.
Y, como siempre que se acaban las cosas, las luces terminan de encenderse y la gente se va, murmurando, unos con una sonrisa pintada en la cara y otros no tanto, mientras nosotros nos vamos a Galindo, donde Casas Patronales Carmenere, chorrillana y variopintas discusiones.

lunes, agosto 13, 2007

Invierno en el país de Alicia


Lo primero es el olor a orines avinagrados y el movimiento pesado de los bultos que se refugian en las sombras de la escalera de una estación de metro, de los niños que se amontonan como cachorros en los rincones o los borrachos que duermen cubiertos con hojas de periódico. Así amanece cada día en la ciudad, esto es lo primero que el sol toca y descubre y revela. Luego, unos minutos después apenas, vendrán los otros, los que con overoles azules se encargan de remover los cadáveres, los cuerpos momificados de los que no soportaron el frío.