viernes, marzo 30, 2007

Souvenirs

Obras cumbres, Sumo.
40 obras fundamentales, Astor Piazzola.
Son, Juana Molina.
Martín Fierro, José Hernández.
Imagen de John Keats, Julio Cortázar.
El grado cero de la escritura, Roland Barthes.
El rayo que no cesa, Miguel Hernández.
Museo, Borges y Bioy Casares.
Antología de la literatura fantástica, Borges, Bioy y Ocampo.
Los días mejores, Dos Passos.
Un día en la vida de Iván Densinovich, Solzhenitsyn.
El oro, Blaise Cendrars.
El reto, Chejov.
El desprecio, Alberto Moravia.
Moros en la costa, Ariel Dorfman.
Cuentos que me apasionaron, Ernesto Sábato.
Valer la pena, Juan Gelman.
La villa, César Aira.
Viaje por el Scriptorium, Paul Auster.

miércoles, marzo 28, 2007

Viajes


¿Qué es un viaje sino una suerte de paréntesis, un sueño prolongado, una interrupción de la rutina?
Luego no quedan sino recuerdos esquivos, un par de fotografías, algunas frustraciones e infinidad de preguntas.
Por lo pronto, el paréntesis se cierra y la vida vuelve a sus cauces habituales, abandonando la ciudad de las cúpulas y los conductores rabiosos, de los grandes parques y los mosquitos antropófagos.
Más adelante, supongo, se entrará en detalles, en contar anécdotas, enumerar visitas y paseos, contar los adoquines de las calles de Palermo o las estaciones de tren que separan Retiro y Mitre, Maipú y el delta del Tigre, los mendigos que duermen en las estaciones del subte, la estatua de minerva con la mano cercenada en el parque Lezama (donde Martín vio por primera vez a Alejandra), la calle Jorge Luis Borges que termina en la plazoleta Julio Cortázar, la noche que se cerró sobre las callecitas para más tarde iluminarlas con rayos que partían de lado a lado el cielo y luego la lluvia que cayó sorpresiva y violenta, como telón traslúcido de un teatro que termina la función.
Tantas cosas para contar.
Y esto nunca fue una caverna para el disfrute del eco. Siempre hay alguien que lee, que observa y sonríe. Esto es apenas una pizarra, un silencio que se prolonga dibujado con palabras.

miércoles, marzo 21, 2007

Primera estación

Todo viaje comienza mucho antes de zarpar el barco o despegar el avión, mucho antes de descubrir un nuevo cielo o un idioma extraño. Todo viaje comienza en el deseo, en el anhelo y la curiosidad, en ese cosquilleo imperceptible por moverse, en ese instinto nómade y oculto.
Todo viaje tiene cosas buenas y malas, más de las primeras que de las segundas, of course. Incluso antes del viaje mismo, en todo el prolegómano que es buscar pasajes y comenzar a buscar lugares y horarios y precios y tratar de hacer coincidir todo con los tiempos personales, siempre escasos. Las cosas malas pueden ser , a mi parecer, dos: el stress previaje, el último o penúltimo día cuando justo la tarjeta del banco no funciona o el hotel te informa, muy a destiempo, que no tiene habitaciones disponibles, imponderables de ese estilo; y lo otro es el retorno, la sensación de no haber perdido el tiempo pero sí que faltó mucho, que no me senté en el banco de la plaza donde Sábato da inicio a Sobre héroes y tumbas, que no ví el partido de Racing contra Arsenal, que no estuve en la dársena un atrdecer viendo llegar y salir barcos, que me faltó un día, dos, cinco, catorce, meses, una vida.
Las cosas buenas son las más, sino todas. Mirar un océano distinto, un atardecer distinto, sentir olores y sabores distintos, renovar la mirada, refrescarla, hacer todo lo que se tenía planeado y lo que no, inventarse una vida momentánea, reencontrarse con caminos o hacer nuevos, tantas, tantas cosas que no puedo enumerar no porque no tenga ganas sino porque al pensar en ellas se me llena el corazón de alegría y no puedo seguir escribiendo mientras me río.
Todo esto es un viaje, y mucho más. No es vacacionar. No es ir de shopping por el weekend. Es convertirse por un rato en el turista accidental y dejarse llevar por los ciclos lunares y los nuevos paisajes, un poco a la deriva y un pococon la brújula siembre amarrada al fondo del bolsillo.
Eso. Unos días en Baires, una escapadita a Colonia del Sacramento (no a Montevideo, sólo por tiempo, aunque las ganas no faltaron de pararse en Durazno y Convención escuchando a Los Olimareños) y una agenda copadísima, para ir acomodando el lenguaje.
No sé si esto se cierra por un tiempo o no. No hay cartel que diga: CERRADO POR VACACIONES. Quién sabe, quizás un post internacional, quizás no.
No importa.
Segunda estación: aeropuerto.

miércoles, marzo 14, 2007

Sala de espera

Reflexiones varias que se yuxtaponen en la cabeza del señor K. mientras la sala de espera de la consulta dental se llena de madres con hijos chillones, cabras chicas de uniforme que no tiene idea qué es Pink Floyd pero tienen entradas de las más caras para Roger Waters, varios adictos al mp4, señoras que no paran de contarse la vida de sus respectivos hijos casi todos abogados o médicos, a veces toda esta fauna junta, a veces unos, a veces otros, nunca ninguno. Todo esto con la banda sonora de Pasiones y sus increíbles historias de inmadurez emocional lindante con la llana estupidez:
cabras chicas de mierda
idea para guión: un chico de clase media baja sale a buscar trabajo mientras en casa espera suegra mala onda y novia medio adolescente embarazada. Empieza como comedia absurda y termina como drama naturalista
ver películas de cine social
callen a ese niñito, por favor
esto está tardando más de la cuenta
¿inventarán las historias de Pasiones?
parece que esa señora se va a desmayar
desde acá escucho la música de ese tipo, debe ya tener daño auditivo severo
no haber traído un libro
la chica de ese rincón tiene pinta de alemana
cabras de mierda (repetido varias veces, como un mantra improvisado)
menos mal que me senté justo debajo del televisor
todas las miradas colgadas de la tele
no haber traído el discman
The good, the bad and the Queen
un poco de silencio, por favor
terminar la novela del asesino
terminar la novela para cabros chicos
parece que nunca me van a gustar mucho los niños
revisar las opciones de viaje a Montevideo desde Baires
checar si se necesita visa para pasar a Uruguay
a ver si me entretengo con esto (sacar la cámara digital y hacer unos pequeños shots con el modo vídeo)
podría hacer un corto con material así
revisar lo que grabé en el PC para ver las texturas y empezar a darle vueltas a un guión
cabras de mierda, por fin se van
ya queda poco para las vacaciones
ahí viene la señorita C., pobrecita, viene con los ojos medio llorosos
un beso y un abrazo
qué rico olor
por fin la calle, el silencio disfrazado de bullicio, el sol que acaricia la piel, el mundo.

martes, marzo 06, 2007

Convalecencia

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Tarde en el hospital,
Carlos Pezoa Véliz






No me enfermo con facilidad. A decir verdad, no me enfermo casi nunca. No recuerdo la última vez. Cuando chico sí, me enfermaba de amigdalitis tres o cuatro veces por año. Por esa razón me hacían comer cualquier cosa que tuviese yodo. Recuerdo claramente un pequeño cangrejo, de color rojo oscuro y que no medía más de dos centímetros de diámetro. No era necesario comerlo pero lo hice de todos modos: me lo puse en la boca y apreté los dientes y sentí el sonido como de un maní con cáscara que se pisa y el sabor ácido corriendo por mi lengua. No fue desagradable, o por lo menos no tengo un recuerdo desagradable de eso. Con las amigdalitis lo único desagradable eran las inyecciones, dolorosos pichazos que cada año aumentaban sus dosis e intensidad. Luego la amigdalitis se fue y no volvió más. Hubo incluso un amago de operación que se canceló justamente por porque me enfermé de amigdalitis.
En general las veces que me enfermaba no estaban tan mal, salvo las molestias propias de cualquier enfermedad. Me pasaba las tardes en cama, viendo televisión o durmiendo. Cuando tuve sarampión comencé a leer en serio. Me gustaba leer de antes, claro. Había leído para entonces El principito, que fue mi primer libro, un compendio de cuentos de Wilde, Juan Salvador Gaviota, la serie completa de Papelucho, Niebla, Demian, algunos cuentos de Cortázar y Borges. Casi todas las lecturas eran de colegio, obligatorias, pero no me parecían mal. Cuando tuve sarampión cambié de folio, en lo que respecta a la lectura. Me aburrí de jugar con el Commodore 16 que teníamos en casa, tomé El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, y decidí que quería ser escritor. Ja. Es raro recordarlo ahora. Tenía doce años y al año siguiente escribí mis primeros cuentos y gané mi primer premio en un concurso escolar: un libro de Dostoievsky, El jugador, y un bolígrafo que, lo recuerdo claramente, era de plástico con colores verde y blanco.
Vengo saliendo de un estado gripal más o menos agudo, según diagnosticó el médico, un sujeto simpático que quiere comprarle una casa a su hijo. Me habló de eso durante todo el tiempo que estaba en la consulta, mientras me examinaba, mientras me extendía la receta y mientras firmaba los tres días de licencia para el trabajo. He pasado en cama buena parte de los dos últimos días, terminando de leer Moby Dick, que tengo pendiente desde hace tiempo y se me ha puesto cuesta arriba. No escribo mucho por estos días.
Y me acordé, ahora, de Tarde en el hospital, un poema de Pezoa Véliz (el jovencito de la foto que encabeza este post) que me encanta y emociona, quizás porque de alguna manera me identifico con él. Lo escribió en Valparaíso después del terremoto de 1906, cuando debio estar internado en el hospital Alemán de esa ciudad por la fractura de ambas piernas producto de la caída de un muro de adobe sobre él. Pezoa Véliz canta a la simpleza, al infortunio y al desgarro del ser humano que encuentra cada vez menos espacio en el mundo que le rodea. Representa, de algún modo, un bastión tardío del romanticismo atrapado ya en los engranajes de la industrialización y la creciente marginalización y empobrecimiento de las poblaciones rurales. Es curioso notar que no hay ira en las letras de Pezoa Véliz: lo que encontramos en él es una suerte de nostalgia que idealiza y desgarra al mismo tiempo, cierta irónica resignación ante una existencia corta y aciaga.
Moriría tres meses antes de cumplir los veintinueve años, el 21 de abril de 1908, en el hospital San Vicente de Paul de Santiago, víctima de la tuberculosis y sin ver publicado ninguno de sus escritos.