jueves, junio 21, 2007

MATASANOS


(todo lo que sigue va a sonar a resentimiento y me importa un bledo)
Detesto a los médicos.
No a todos claro (tengo una tía que es médico y Bachelet, que goza de mi simpatía aunque no de mi adhesión política, también lo es), pero casi.
Detesto que cuando uno les dice “señor López” lo corrijan por “doctor López”, como si eso fuera parte de una condición social superior. No pasaría lo mismo con el profesor López, o con el simple cartonero López.
Los detesto porque creen que nos hacen un favor al atendernos y más encima nos cobran, y no precisamente barato.
Detesto que lucren de nosotros, pobres mortales, y nuestras enfermedades.
Detesto que nos usen para pagar sus autos último modelo y sus consultas en La Dehesa.
Detesto que nos hagan esperar tres cuartos de hora para luego echarnos una miradita en cinco minutos, extendernos una receta de mínimo $15.000.- y mandarnos de vuelta para la casa.
Detesto que si uno llega cinco minutos tarde te dejan para el final del turno, si es que.
Detesto sus rostros impávidos, sus ademanes robóticos, su falta de calidez para tratar a otro ser humano (que, dicho sea de paso, además está enfermo).
Detesto que te dejen con el torso desnudo para contestar una llamada personal en su celular.
Detesto que no te tomen en serio, que no te pregunten lo mínimo, que, luego de que uno les ha dicho que ha tenido fiebre alta, dolor de cabeza y vómitos, escriban en mi ficha que me atendió por “dolor en el pecho y tos” (a esta altura ya se nota que es personal el asunto).
Detesto a los médicos porque, después de haberle dicho que ayer sentía pésimo y que tuve que faltar al trabajo y que en ningún lugar pude encontrar hora de atención apenas me dio un papelito como justificativo, al estilo del colegio o de la universidad, ni siquiera una licencia médica, pese a que se la pedí.
Una vez, el hermano de la señorita C. justificó el alto costo de una consulta médica pues “había que recuperar la inversión”. He aquí el problema. Uno no debiera estudiar medicina para hacerse rico a costa de las enfermedades de otros. Deberían estudiar medicina por el interés de sanar a otros, de ayudarlos, y así ganarse el pan en una ocupación digna y hermosa.
Seguro que hay muchos médicos que están de acuerdo conmigo, y lo hacen de esta manera e incluso mejor.
Por eso les pido disculpas, porque hoy detesto a los médicos.

sábado, junio 16, 2007

Easy like a saturday morning

Sábado por medio, temprano en la mañana, paso por una calle donde se instala una feria libre.
Recién los feriantes están armando sus puestos de fierro, recién están cubriendo los armatostes con lonas listadas en azul y blanco, uniformaditos todos, obedientes y, seguro, también trasnochados. Van descargando los hombres los camiones, van desordenando cajas, sacos y colores: verdes distintos de acelgas, lechugas, repollos, achicorias, zapallos italianos, apios, pimentones; colores cálidos de naranjas, manzanas, ajíes; tonos de púrpura que se desparraman desde el claro rábano y el casi trasparente nabo hasta la sanguinolienta betarraga y la oscura berenjena. Hay también cebollas, puestos de ropa usada, repuestos para bicicletas, cachureos, libros. Hace tiempo me compré allí Ayer, de Juan Emar, a no más de doscientos pesos, una edición antigua y algo ajada.
Los feriantes y sus toldos de colores, su variedad de matices y olores, sus palabrotas gruesas para el oído dormido, el humo de sus cigarros y cafés, sus braseros de carbón teñido de blanco, sus mujeres con delantal y sus niños sonámbulos, todo este paisaje me sale al encuentro los sábados por la mañana -uno sí y otro no- mientras recorro esa calle habitualmente desierta en dirección a la cordillera nevada después de las lluvias. Aparecen los feriantes como sacados de un cuadro renacentista, reproduciendo sin querer esquemas áureos de composición, asomándose unos tras otros y escondiéndose, hurtándose a la vista y al recuerdo.
Camino, invisible, entre ellos, reconociéndolos, censándolos, tratando de grabar sus risas en el papel ajado de mi memoria somnolienta, dejando escapar las volutas de vapor que dibujan animales fantásticos frente a mis ojos, silbando sin querer una canción de White Stripes cuyo video clip dirige Michel Gondry, de quién vi la semana pasada La ciencia del sueño, una bonita fábula, una terrible fábula de amor e imaginación desbocada, conceptos que son un poco sinónimos en este mapa inconmesurable -feriantes incluídos- que se llama vida.
Y así va.