martes, septiembre 11, 2007

Bruxismo

De los muertos se levanta
un párpado, un aguijón, una pregunta

en su nueva batalla. Los vivos

están untados de espanto.


Juan Gelman,
El río.



De cara al cielo, con el silencioso viento agitando la hierba que le rodea, las nubes corriendo por el cielo como gacelas en cámara lenta. ¿Cómo había escapado? El recuerdo vago de las sombras, de los gritos, de la ampolleta colgando del cielo raso desnudo. Ahora tenía el cielo frente a los ojos, con las estrellas asomando a veces sí y a veces no, ahora estaba tendido sobre un campo de hierba verde –aunque a decir verdad esto del verde lo imaginaba: estaba de espalda contra el suelo y era de noche-, respirando lo que parecía la brisa de la primavera.
¿Podía, aún, recordar lo que era el verde y la primavera?
Hizo un esfuerzo y le pareció distinguir en la memoria una puerta entreabierta, un pasillo, las carcajadas groseras de los celadores, el miedo, el frío disfrazado de miedo o viceversa, el deslizar el cuerpo hasta el frío suelo de concreto y avanzar a rastras hasta un patio iluminado por faroles, asomarse a horcajadas a una ventana donde la figura de un perro se abalanzaba sobre un bulto que gritaba con voz de mujer. La certeza de la imagen le revolvió el estómago y una náusea de culpa le apretó la garganta.
Entonces había escapado del horror, había conseguido salir de nuevo al mundo. El cielo comenzaba a despejarse y las estrellas se instalaban definitivamente en compañía de una luna pequeña y apagada. ¿Era así la luna?
Abrió los ojos. La cachetada lo sacudió de la somnolencia y abrió los ojos. Reconoció las risas groseras de los carceleros, reconoció la silueta difusa del torturador que se cernía sobre su rostro. Detrás, colgando del cielo raso, la ampolleta sucia que iluminaba apenas el cuarto. Otra cachetada, despertar a la pesadilla nuevamente, el olor de su propia orina, de sus propias heces. No muy lejos el ladrido de un perro y el grito de una mujer. El cielo raso y sus diminutas grietas, como estrellas de polvo. Una tercera cachetada, el zumbido del generador, el cosquilleo inicial de la electricidad que más pronto de lo que quisiera lo obliga a arquear el cuerpo, a tratar de liberarse de las ataduras que lo fijan al catre de metal.
Hay una noche, pero en otro sitio, piensa, una noche con luna y estrellas y silencio y brisa como de primavera. Ahora a apretar los dientes y aguantar y dejar que por lo menos el silencio de su boca no condene a ningún otro.

sábado, septiembre 08, 2007

Postales

La calle Virginia Opazo, sus muros blancos en mitad de la noche, casas de fachada afrancesada, ventanas cuadradas y regulares capiteles, silenciosos y escondidos mausoleos.
Los puentes aéreos del pasaje Phillips, erosionados por el repique de las trasmisiones de radio Chilena, cubiertos de guano y plumas.
El viejo edificio del Partido Nacional, rodeado su mágnifico frontis romano por amarillas malezas, oculto en el patio interior un restorán que por las noches se llena de peruanos, cerveza y baile.
La plaza Brasil una noche de enero, hace mucho, cuando los siniestros juegos infantiles fueron testigos de nuestro primer beso.