viernes, mayo 16, 2008

Migraña

Mientras el metro se va desplazando, aéreo, sobre los tejados y las luces y la noche y de algún modo el reflejo del rostro constreñido por el dolor lo sitúa en otro sitio que es en realidad ninguna parte, el señor K. tiene la impresión que en alguna parte, tal como cuenta Borges, las puertas del cielo se abren.
Desfilan frente a sus ojos todos los fantasmas del pasado, rostros indistinguibles y episodios donde los nombres han sido borrados, gastados por la lluvia del tiempo. Esto es lo que tiene, entonces: un pasado de anónimos e imprecisiones. Esto es lo que tiene: anécdotas sin ubicación geográfica clara. Sin coordenadas no hay pasado. Hay metro y hay noche, hay olor a sudor, a suciedad, hay rostros cansados y somnolientos, hay borrachos, hay una especie de espera que no acaba.
Los analgésicos le hierven en el estómago cuando constata que lo que queda es el presente. Elabora listas mentales: películas, libros, música. Piensa en la señorita C. que en su casa está aprendiendo piano de oído no más, en la música de Preisner que ya toca, en la melodía triste de Saint Colombe encerrado en el cuartucho donde compone. Un recuerdo, claro, una transposición del presente recién extinto, una esperanza de futuro.
Metro, noche, luces que parecen moverse hacia atrás de algo, de un telón, de un arbusto oscuro que crece silencioso frente a una ventana de una casa que no conoce. El señor K. presiente, mientras naufraga en las palabras, el dolor que se avecina desde el centro mismo, la onda concéntrica que va a chocar contra las paredes del cráneo una vez, dos veces, treinta, cien. El origen de todo dolor está en el centro, piensa cuando la ola fría arrasa con todo, cuando cierra los ojos y se inclina hacia delante, cuando con la frente se toca la rodilla esperando que pase, que el presente vuelva a ser fugaz como siempre y el pasado retorne del limbo oscuro, del sótano vacío donde al parecer ha quedado atrapado.
Retumban las puertas y el cielo, que vienen a ser la misma cosa, cuando la cabeza estalla y el ser queda, por un instante, extático en la nada.

jueves, mayo 08, 2008

Anatomía de un gato III


Los chinos se habían instalado en la esquina sin ningún aspaviento. Primero llegó el chino alto y se puso a afinar una especie de violín con tres cuerdas. Estuvo durante un rato así, y alguna gente se puso a mirar. Se sentó, fumó un cigarro y luego volvió a la carga con el violín, tocando melodías y sonriendo a la gente que pasaba. Más tarde llegó otro chino, más pequeño y también más gordo. Mientras el chino alto tocaba, el pequeño sacó un flauta de bambú, ensalivó la boquilla y entró en la melodía que el chino alto tocaba desde hace rato como si nada. La gente se amontonó y seguramente ganaron buen dinero.

Ellos lo vieron todo desde el café.

- Esta ciudad está cada vez más extraña -dijo Alicia.

jueves, mayo 01, 2008

Sacco y Vanzetti

La noche anterior había caído una lluvia torrencial sobre Buenos Aires, con relámpagos que atravesaban el cielo porteño y recortaban las siluetas de los edificios contra el cielo como un antiguo decorado de set hollywoodense.
El señor K. y la señorita C. venían de una larga caminata por el parque 3 de febrero, donde se encontraron sin saber cómo con un busto de Borges, y de una frustrada visita al Jardín Japonés que tuvieron que abortar a causa de la peste de mosquitos que no dejaban de devorarlos con sus piquetes arteros e invisibles. Se desviaron hacia el MALBA, que recorrieron casi completo sin pagar la entrada, despistados como siempre. En un supermercado de Palermo terminaron comprando un malbec de Norton que los acompañó el resto de la tarde.
Puede que al hotel hayan vuelto caminando, puede que en colectivo o quizás en taxi. El asunto es que volvieron al hotel casi de noche y se detuvieron en la esquina de Irigoyen y Zeballos para fumar y sentarse a mirar un pequeño tíovivo quieto, silencioso, evidente contraste con el hormigueo de autos y personas que recorrían las calles desde y hacia el Congreso Nacional.
Había anochecido ya y no hacía frío. El cielo despejado, azul intenso, de la tarde se había ido cubriendo, poco a poco, con dramáticos nimbocúmulos que ahora se apretaban en una densidad gris y homogénea. Se levantaron, satisfechos y cansados, cruzaron la calle, entraron al hotel y en el bar pidieron un par de vasos y que les descorcharan el malbec. La chica del bar, sonriente, extrajo el corcho en cinco hábiles movimientos y les preguntó si no preferían copas.
Entonces estalló el aguacero. Imprevista y cálida, la lluvia cayó como una tromba desde el cielo. Fue la señorita C. la primera en salir a la calle. Sin pensarlo dos veces, atravesó el lobby del hotel, las puertas de vidrio y se instaló en mitad de la acera, con la cara hacia arriba, mientras el agua le rebotaba con fuerza en las mejillas, se le metía por el cuello y no tardó más que un par de minutos en quedar hecha una sopa. El señor K. dejó las copas y el vino en el bar, bajo la custodia de la chica, y fue tras ella, con el paso tranquilo que lo caracteriza. En la calle sintió, primero, la embestida del viento y luego todo no fue más que lluvia, una cortina transparente y sólida que apenas ofrecía resistencia.
Los relámpagos los sorprendieron en eso, riendo como locos, felices. En el estrépito se abrazaron y el señor K. habló de otra lluvia, distante en el tiempo y el espacio, de un primero de mayo en La Habana, también de noche, luego de haber marchado, por la mañana, junto con millones de personas frente al monumento a Martí y al mismísimo Fidel Castro.
La tormenta de Buenos Aires duró hasta entrada la madrugada. Al otro día la mitad de la ciudad estaba sin electricidad y sin agua potable y un par de edificios, contiguos a construcciones en obra, se habían derrumbado y dejado a todos sus habitantes en la calle. El aire de la ciudad estaba limpio como nunca y el viento volaba los paraguas de los caminantes.
Junto al hotel estaba el café de las madres de la Plaza de Mayo. Fueron temprano y compraron un par de libros. El señor K. encontró una polera estampada con una serigrafía de Sacco y Vanzetti, ejecutados en agosto de 1927 luego de un juicio oscuro y corrupto, y que se convirtieron en los Mártires de Chicago. Es en honor de ellos que se conmemora, cada primero de mayo, el Día Internacional de los Trabajadores.
El señor K. se compró la polera, como una especie de recuerdo que le gatilla muchos otros recuerdos, como una llave maestra para infinidad de puertas, y cada cierto tiempo la usa y la muestra orgulloso por las calles de este Santiago ignorante y sin memoria al que volvieron, si no recuerda mal, esa misma tarde ventosa que lloviznaba sobre Buenos Aires.