Estar asomado al balcón, sentado cómodamente en ese trozo de cielo mientras atardece y después de la marihuana y la cerveza, mirando hacia el horizonte encendido a medias cubierto por el edificio de enfrente, por esa colección de ventanitas de calendario de adviento que se comienzan a encender o abrir o cerrar sin orden aparente, mirando la pared de ladrillo que oculta parte de ese otro cielo –no de aquel del que cuelga el señor K. en ese momento, no, sino otro espacio que se dibuja tanto en la distancia como en la imaginación, palabras que vienen un poco a convertirse en sinónimos al sentir el viento que sube de la costa y le acaricia la cara y le revuelve el pelo demasiado largo ya- y lo desdibuja y a la vez lo acota.
Y comenzar a escuchar la voz de una mujer que llama a su hija, supone, una mujer ya algo vieja, la voz rasposa llamando Albertina, Albertina y luego callando en espera de una respuesta que no llega y al otro lado de la calle y el parque el edificio de ladrillos y sus ventanas. El señor K, desde el balcón, observa una ventana que se enciende, multicolor, con las luces de un árbol de pascua y otra que se apaga luego de que un hombre con la cara pintada por la tristeza se detuviera junto a la puerta abierta y volviese el rostro como buscando algo. Observa una ventana sobre la que hay pegada una estampa de Jesús bonachón y con la palma abierta en un gesto de advertencia más bien severo y que contradice la quietud de su semblante y en el extremo superior del edificio su mirada se encuentra con un par de muchachitos regordetes que asoman sobre el borde de la ventana como en una cuadro de Rafael, la mirada y el pensamiento extraviado. Y nuevamente la voz de la mujer, Albertina, Albertina, y el silencio del atardecer como respuesta.
El parque silencioso se convierte en un eco vacío mientras la noche va ganado terreno, piensa el señor K. cerrando los ojos para disfrutar del viento con olor a mar, a sal y mareas, que completa el cuadro. Cada ventana una vida, se dice chasqueando la lengua seca contra el paladar, y cada vida un misterio. Un par de chicos que observan divertidos a una mujer que llama desde la ventana a su hija, una mujer de mediana edad, el rostro deslavado y las manos manchadas, asomada a la ventana y llamando a su hija y mirando al parque vacío que se agranda ante sus ojos como un monstruo dormido, como un corazón negro que late cada vez más lento.
El señor K. abre los ojos y en sus pupilas se reflejan –o eso cree él- los cuadrados minúsculos de las ventanas del edificio que ahora se mezcla con la noche cerrada y con el silencio cada vez más espeso y con la ausencia de viento que ha dejado espacio justo para oír una vez más la voz de la mujer llamando, ya no con un grito sino con un sollozo sordo, con la última llama de esperanza quemando como un trozo de carbón sus labios. Albertina, Albertina, escucha apenas el señor K. antes de levantarse y dar la espalda al mundo para sumirse en la oscuridad de su propio espacio.
Y comenzar a escuchar la voz de una mujer que llama a su hija, supone, una mujer ya algo vieja, la voz rasposa llamando Albertina, Albertina y luego callando en espera de una respuesta que no llega y al otro lado de la calle y el parque el edificio de ladrillos y sus ventanas. El señor K, desde el balcón, observa una ventana que se enciende, multicolor, con las luces de un árbol de pascua y otra que se apaga luego de que un hombre con la cara pintada por la tristeza se detuviera junto a la puerta abierta y volviese el rostro como buscando algo. Observa una ventana sobre la que hay pegada una estampa de Jesús bonachón y con la palma abierta en un gesto de advertencia más bien severo y que contradice la quietud de su semblante y en el extremo superior del edificio su mirada se encuentra con un par de muchachitos regordetes que asoman sobre el borde de la ventana como en una cuadro de Rafael, la mirada y el pensamiento extraviado. Y nuevamente la voz de la mujer, Albertina, Albertina, y el silencio del atardecer como respuesta.
El parque silencioso se convierte en un eco vacío mientras la noche va ganado terreno, piensa el señor K. cerrando los ojos para disfrutar del viento con olor a mar, a sal y mareas, que completa el cuadro. Cada ventana una vida, se dice chasqueando la lengua seca contra el paladar, y cada vida un misterio. Un par de chicos que observan divertidos a una mujer que llama desde la ventana a su hija, una mujer de mediana edad, el rostro deslavado y las manos manchadas, asomada a la ventana y llamando a su hija y mirando al parque vacío que se agranda ante sus ojos como un monstruo dormido, como un corazón negro que late cada vez más lento.
El señor K. abre los ojos y en sus pupilas se reflejan –o eso cree él- los cuadrados minúsculos de las ventanas del edificio que ahora se mezcla con la noche cerrada y con el silencio cada vez más espeso y con la ausencia de viento que ha dejado espacio justo para oír una vez más la voz de la mujer llamando, ya no con un grito sino con un sollozo sordo, con la última llama de esperanza quemando como un trozo de carbón sus labios. Albertina, Albertina, escucha apenas el señor K. antes de levantarse y dar la espalda al mundo para sumirse en la oscuridad de su propio espacio.