miércoles, enero 31, 2007

Cuando fuimos pequeños

El hecho de levantarme temprano nunca me ha entusiasmado demasiado, y más bien mi humor se descompone que mejora cuando me veo obligado a sufrir las madrugadas. O ni tan madrugadas, también, no hay caso en querer disfrazar mis malestares. No me gusta levantarme temprano, punto.
Y si además la perspectiva del futuro es una calle repleta de gente y un sol de los mil demonios, mi humor tiene muy pocas posibilidades de encontrar un derrotero que sea más de su gusto. Quizás cuando era más joven y los desfiles de banderas rojas cortaban el viento de la mañana, cuando los gritos destemplados y ansiosos, cuando las carreras, cuando la rabia y la esperanza. Pero de eso hace tanto ya, supongo, y las banderas se han desteñido y las voces se han ido gastando cigarro tras cigarro.
Pero he aquí que una mañana, ante la iniciativa huracanada de la señorita C. no satisfecha con el partido de tenis de la tarde anterior, me encuentro de pie mucho más temprano que de costumbre y metido en un vagón de metro que se va llenando a medida que la línea se acerca al centro de la ciudad, y ya casi no hay oficinistas de camisa y corbata sino que por lo bajo me entierra el codo un cabro chico gritón y más allá veo a un grupo de muchachos con pinta de universitarios que ríen con escándalo. Todos lucen nerviosos, como si fueran invitados a una fiesta de cumpleaños que promete ser extraordinaria. Lo peor es que parece que vamos a la misma fiesta, pienso entre arrepentido y resignado.
En Los Héroes -la señorita C., como siempre, ha desoído mis sugerencias de bajar en Universidad de Chile y desde ahí caminar hasta el Mercado Central- es prácticamente imposible trasbordar hacia Cal y Canto. El andén está repleto y el primer tren que llega es demasiado corto para que los que hemos caminado hacia los extremos podamos abordar. Ni bien ha partido el metro con su vagido de cetáceo y nuevamente el andén se ha repletado y nosotros, pobres pajaritos, relegados otra vez al extremo de la multitud.
Ya en la fiesta, con globos y hasta challa flotando en el aire, resulta que el polvo y el sol no ayudan en nada a mejorar la situación. La gente se mueve como por inercia, se desplaza en grupos de un lado para otro, sin ponerse de acuerdo siquiera. Parten uno o dos hacia la derecha y al instante les siguen cinco, diez más. Caravanas de hormigas, hormigotas y hormiguitas circulan en interminables hileras que avanzan o retroceden, que se mezclan y dividen una y otra vez.
Tratamos de avanzar lo más posible, valiéndonos de los claros del parque y de la sombra de los árboles. Cuando ya nos parece que estamos suficientemente cerca, resulta que aún es demasiado lejos. Mi malhumor ha desaparecido y me ha dejado en modo logístico, tratando que la señorita C. no esté mucho al sol y alejándola de cualquier posible inconveniente.
- ¿Vienes a ver a la niñita? -le pregunta una chicoca a la señorita C. luego de llamar su atención con un suave golpe en la cabeza, como un cariño pero más brusco.
La que pregunta está subida sobre los hombros de su padre, quien parece llevar un buen rato en esa posición y tiene una cara de desmayo evidente.
La señorita C. le sonríe a la chica y responde afirmativamente con un movimiento de cabeza.
- Yo también -sigue la pequeña-, pero estamos tan lejos que no sé si se habrá despertado ya.
- No podemos ir más cerca -interrumpe el padre, disimulando la fatiga-, hay mucha gente.
- Pero desde aquí la podemos ver igual -dice la señorita C. con evidente emoción.
La niñita percibe su estado de ánimo, supongo, porque se deja llevar por una especie de entusiasmo contenido.
- Cierto, cierto -chilla-, y va a pasar por aquí al ladito y la voy a mirar y la voy a saludar con mi sombrilla porque es grande y yo chica y seguro desde arriba no nos ve mucho, ¿verdad?
- Es verdad -dice el padre, milagrosamente repuesto y sonriente.
- ¿Cómo te llamas? -pregunta la niña a la señorita C., quién responde, siempre sonriente.
- Papá, papá -chilla ahora más fuerte la niña- , se llama igual que yo, y vino a ver a la niñita, y está contenta, papá, papá, se llama igual que...
Un sonido fuerte, un aplauso mezclado con una expresión de asombro, llega desde más adelante e interrumpe a la pequeña. Una voz en francés comienza a dar órdenes que por la distancia son incomprensibles y a lo lejos vemos aparecer la cabeza de la enorme marioneta que comienza su periplo por la ciudad. Yo agarro la mano de la señorita C., preparado para hacer frente a la avalancha de personas que en ambos sentidos puede pasarnos por arriba.
Pero nada de esto sucede. La marioneta gigante comienza a abrirse paso lentamente y la gente se aparta sin problemas y la siguen con las bocas abiertas y los ojos brillantes. La muñeca avanza despojándose de su materialidad y convirtiéndose en un objeto mágico, provisto de vida, una mezcla entre Pinoccio y Gulliver, mirando condescendiente a sus espectadores, a un montón de adultos que por un par de días se convierten en niños, quizás por última vez en sus vidas.
Miro a la señorita C., que me devuelve la mirada desde sus pupilas brillantes y emocionadas. Va a pasar por aquí al lado, me dice como si fuera algo imposible. Sí le respondo, apretándole la mano para que sepa que estoy aquí, con ella, a su lado.

miércoles, enero 24, 2007

El país falsificado o el imperio del gólem


El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

J. L. Borges,
El Gólem


No hay que confundir mentir con falsificar.

Mentir tiene que ver con decir algo que no es cierto, falsificar con hacer que algo que no es legítimo lo parezca. Así, en primera instancia la mentira tiene que ver con la falta de verdad y la falsificación con la apariencia de verdad. Se trata, en este último caso, de la manipulación de alguna cosa –de alguna realidad- para que parezca lo que no es, independiente si esta apariencia tiene que ver con la calidad o no de verdad de dicho objeto, sino más bien con su precaria condición de simulacro.

Un gólem es un simulacro de hombre, por ejemplo, un modelo de arcilla que pretende convertirse en lo que no es mediante el poder de la Palabra, en este caso el nombre de Dios. Alguien, un ministro, un candidato a la presidencia, dice que es algo o que hizo algo, y para demostrarlo muestra un papel que lo acredita. Sin embargo, el papel que muestra no se corresponde ni con una realidad histórica ni personal. Este sujeto, como el gólem, graba sobre su frente la palabra que le da pretendida vida y falla, pues el signo primordial no es falsificable, apenas lo es el objeto al que alude. No puedo escribir silla sobre una mesa y pretender de ahí en más que la mesa se ha convertido en una silla.

La falsificación es, a mi parecer, y junto con la falta de ética, una de las formas más graves de corrupción, a nivel tanto individual como colectivo. La falsificación implica, en primer lugar, mala intención y, en segundo lugar, un profundo desprecio por el otro, por aquel al que se intenta hacer creer lo que no es.

Chile es, en este momento, un país falsificado, una copia pirata de lo que debería ser una nación. Una mala copia. No sólo por hechos recientes, sino más bien por comportamientos generalizados que se han convertido en normales, aceptados sin críticas.

Un ejemplo de ello son las encuestas. Estos instrumentos, diseñados para mostrar o diagnosticar fenómenos que se manifiestan en la sociedad, se han convertido en modeladores del sentir y pensar de esa sociedad a la que se supone diagnostican. La opinión de 2000 personas, lejos de ser un simple muestreo, pretende convertirse en la voz autorizada de 15 millones de chilenos. Se falsifica un país completo dependiendo quién pague por el estudio.

Otro ejemplo podría ser la proliferación de querellas que con grandes aspavientos se presentas en los tribunales de justicia y de las que luego nada se sabe, la mayoría de las veces porque no son jurídicamente sustentables o porque, simplemente, los querellantes no siguen el proceso. Hay aquí una falsificación de persecución de justicia, o en el mejor de los casos de legalidad, que no tiene ningún fondo que la apoye, simples maquetas de cartón piedra que el tiempo se encarga de deshacer.

Chile se ha convertido en un simulacro de democracia donde el juego del poder pesa más que las necesidades de los ciudadanos, que por su parte no son más que simulacros de sí mismos, muñecos de arcilla felices con sus tarjetas de crédito y códigos de barras, cuyas opiniones son extractadas literalmente de los noticieros de televisión, carentes de voz o, en todo caso, de acción que acompañe a la voz que de vez en cuando surge, aparece como último vestigio del sentido común.

jueves, enero 18, 2007

Obituarios


La verdad es que a demasiados funerales no he ido, iba pensando de camino a la casa de la señorita C., más bien a pito de nada o quizás influenciado por el calor insoportable que reina en la linea 1 del metro y por Vespucio una caravana de autos que avanza lento y parpadeando sus intermitentes como pidiendo disculpas o tratando de dar lástima, decenas de pares de pequeños ojos brillantes y rojos como si recién hubiesen parado de llorar. Y al frente de la caravana una de estas nuevas carrozas funerarias con mucho vidrio, algo así como una invitación obligada a mirar el cajón y asegurarse que sí, que hay muerto y que el taco hay que aguantarlo porque la buena crianza y etcétera.
Entonces pienso: la verdad es que a demasiados funerales no he ido (ahorá sé que el pensamiento vino directo de la caravana y no fue antes, que no fue el calor ni el metro ni la canción de Lou Reed que de pronto me había puesto a tararear) y asiento con la cabeza mientras coincido con un semáforo en rojo y los autos, grises la mayoría, se suceden a mi derecha con dirección norte. En uno de los automóviles veo a una niña que lleva la cabeza apoyada contra el vidrio de la puerta y deja ver en su cara una mueca inconfundible de pesar.
Recuerdo, entonces, haber asistido al funeral de Allende, que más bien fue el traslado de sus restos desde Valparaíso al Cementerio General, y haberme trepado con Raúl sobre un mausoleo para mirar todo desde arriba y gritar con rabia y pena porque en ese momento era difícil no sentir rabia y no sentir pena. Ese mismo año había seguido el féretro de Clotario Blest por las calles de Santiago, tan diferente entonces (más ingenuo, más humano) del de hoy, con un sentimiento similar. Y después, mucho después, el de Gladys Marín donde con la señorita C. apenas pudimos tomar las fotos que queríamos, apretujados en todo momento por una multitud que parecía tener voluntad propia, independiente de cada uno de sus integrantes, sumida en una especie de inconsciente fluir que nos terminó arrojando, bajo un sol inclemente, en la entrada principal del cementerio donde los oradores de turno se llenaban la boca de palabras que nadie oía.
Pero esos no son más que funerales símbolicos. No quiero decir que no se entierre un cuerpo, o no se creme un cuerpo, una persona, en ellos. Pero hay la distancia de lo simbólico, que para mi, al menos, es más la extinción de una idea o parte de ella y no la muerte como angel negro en la cabecera de una cama.
Otra cosa, más cercana pero igual de impersonal, fue la muerte de un compañero de trabajo. El tipo era dibético y parece que lo picó una araña y la herida nunca cicatrizó del todo y finalmente se le gangrenó la pierna y no mucho después murió. Tuve que ir al velorio en representación de los compañeros de oficina -habíamos hecho una colecta para la madre sobreviviente, una señora dulce y resignada como suelen serlo las viudas, que ya lo era- y de pronto me vi atrapado en la capilla, junto al ataúd abierto, por un grupo de señoras que se puso a rezar como si el muerto fuera de ellas. Digo esto porque luego me enteré, por boca de la madre, que no las conocía y que eran parte de los servicios funerarios o algo así.
Más cerca aún. Cuando estudiaba arte en la Chile conocí a un tipo que podía dar el tono de cualquier aspiradora que escuchara. Le encantaba hacerlo. Así lo conocí, junto a su novia de entonces, sentados en los asientos de cuero de una notaría del centro mientras esperábamos la firma del notario en una carta poder o algo por el estilo. No estábamos en el mismo taller pero nos juntábamos casi a diario a almorzar en el casino. Recuerdo una memorable guerra de cáscaras de naranja, el postre del día, que tuvo visos de apocalipsis una tarde de invierno y lluvia. Luego nos vimos más seguido porque ambos fuimos electos como delegados para el centro de alumnos de la facultad. Y después dejé la carrera y nos distanciamos, como suele pasar. Nos juntamos un par de veces y supe que su chica lo dejó y se fue a vivir al norte, creo que cerca de Chañaral. Él tuvo un hijo con otra chica -quizás estoy contando los hechos al revés, y luego de esto o por causa de esto vino la ruptura- y se fue a Brasil de vacaciones. No volvió. Fue a nadar y no volvió. Me imagino que fue por la tarde y que el sol estaba enrojeciendo y que corría un viento como quieto cuando se metió al agua trasparente del Atlántico. Lo imagino, nada más. La verdad es que no sé si repatriaron su cuerpo y tampoco sé dónde está enterrado.
Parece que en mi familia la gente no se muere, pienso mirándome en el espejo del ascensor ascensor del edificio donde mora la señorita C., acomodándome los lentes sobre el tabique de la nariz. O quizás se murieron todos antes, corrijo.
Menos dos.
Tuve un tío que murió de un paro cardiorespiratorio. Era alcohólico, desde hace muchos años, y tenía tatuado el chuncho de la U en el brazo. Uno de esos tatuajes viejos, como hechos con lápiz scripto, desteñido ya cuando yo era muy chico y lo acompañaba a cambiar libros en una caseta de madera donde me prestaban unas revistas de Superman de Editorial Novaro. Así aprendí a leer. Cuando murió yo estaba en casa de mis padres, vivía allí, y era hora de almuerzo. Sonó el teléfono. Me levanté de la mesa y fui a contestar. La tercera persona que supo que mi tio había muerto fui yo. La primera fue mi abuela, que lo encontró bocaabajo en el cuarto y la segunda mi tía, que vivía con ellos. Tuve que darles la noticia a todos en mi casa e, incluso, hacer un par de llamadas a otros familiares. No fue terrible ni nada, contrario a lo que esperaba. Marcaba un número, escuchaba la voz que saludaba al otro lado, saludaba yo también y lo soltaba. Se murió, decía, o algo así. Directo y sin rodeos. Fui al hospital pero no vi el cadáver allí, sino en el velorio. Al funeral no fui, o por lo menos no lo recuerdo.
Entonces resulta que al único funeral que realmente he asistido fue al de mi abuela, la misma que encontró a su hijo muerto sobre su propio vómito. Ya era vieja, eso sí, cuando la edad es ya una especie de callejon sin salida y te has ido extinguiendo, consumiendo, reduciéndote inevitablemente a la mínima expresión. Fui al velorio y al funeral, aunque no participé en la misa. Cargué una de las manillas del ataúd con tres o cuatro primos más, lo metimos dentro del cementerio de San Bernardo y lo llevamos hasta la misma tumba de mi abuelo, donde también la enterraron a ella. Me pidieron que dijera unas palabras y las dije. Dije que había que rescatar ese recuerdo preciso que es como una foto para llevar con nosotros lo que nos quedaba de allí en adelante. Que la muerte es un hecho de la vida y que la vida de la abuela ya estaba completa, que había sido larga y fructífera, que no había nada que lamentar. Que había que sonreír cada vez que alguien dijera su nombre o la recordara en silencio. Mis tías y tíos lloraron.
Cuando terminé de hablar se hizo el silencio y de pronto un amigo de la familia se puso a cantar. Y luego otro, y luego mis primos y mis tíos, todos juntos cantaron la Internacional. Mi abuela había trabajado en una salitrera y era comunista de tomo y lomo. Yo no canté porque no recordaba la letra.
Entonces la señorita C. abre la puerta y me mira como extrañada y me abraza y me hace entrar como si estuviera enfermo, como si me fuera a morir en cualquier momento.

martes, enero 02, 2007

Declaración

La señorita C.
Un lugar en la penumbra y como mediador un caleidoscopio, un par de botellas de vino y las sonrisas y los vasos vacíos, otros caleidoscopios que se suman y los ojos que se encuentran y la ciudad de noche y el olor a alcohol mezclado con los besos. Pero eso fue antes, claro, porque hubo un antes además de los sueños y las señales, de la búsqueda desesperada del lobo aullando a la luna entre los edificios y los bares, antes de los trasnoches sonámbulos por calles de adoquines gritando a voz en cuello sin que nadie responda a la llamada. Eso fue antes, mientras me desangraba junto a la cuneta – la línea de la calzada, dicen en Argentina-, mientras en aviones trataba de ampliar el radio de búsqueda, mientras en el recuerdo hacía lo mismo. Todo esto fue antes, antes del caleidoscopio que a su vez fue un antes, un prolegómeno entusiasta de esa otra noche que a pesar de ser enero y verano estaba fría como una botella de vino blanco, como la sala de un teatro donde Paulina Urrutia era Santa Juana de los Mataderos, mira las vueltas de la vida, la misma Urrutia que ahora se encumbra en los cielos inalcanzables y sucios del poder, la misma, en ese entonces pregonando las palabras de Brecht el inconforme y eso también fue antes, si la memoria no me falla, e incluso antes estuvo El Entusiasmo con la voz de Javiera Contador en el cuerpo de Maribel Verdú, otra cosa extraña, y la Plaza Pedro de Valdivia y su puente a oscuras y un libro, mi libro, pasando de mis manos a las tuyas, dedicado y todo, mi libro, mis palabras, dibujándose con algo más concreto que el aire frente a tu rostro.
Todo, todo esto fue antes, cuando poco a poco me encontré en tus ojos y tus labios, cuando por fin mis mapas dejaron de ser territorios nebulosos y se convirtieron en paisajes reconocibles: la hondonada de tu vientre, las alturas de tu pecho, las sinuosas dunas de tu espalda. Las cosas volvieron a tener nombre y vuelven a tenerlo hasta hoy, las palabras volvieron a tener sentido y de pronto el corazón volvió a ser corazón y la piel piel y esa noche, la noche del día segundo del último año del siglo pasado, cuando me encaramé sobre la mesa del café Barroco para besarte, mientras cerraba los ojos para lanzarme al espacio vacío que nos separaba y que desde ese momento quedó abolido para siempre, entonces los labios –entumecidos y resquebrajados- volvieron a ser labios.
Ahora, desde la distancia de este nuevo tiempo, de este nuevo siglo, también, todo lo que recuerdo es un antes que se prolonga e invade el presente, que se cuelga de las gotas de agua que se juntan en un rincón de la memoria, de tantos libros y películas (After life, por ejemplo), de tantas peregrinaciones conjuntas, de tantas soledades y espacios que ya hemos compartido, de tantas distancias y lágrimas, una antes que es como un animalito vivo, palpitante, y que nos sonríe desde ese otro momento siempre inconcluso que es el futuro.
Y así, entonces, tanta vuelta para decirte que te quiero.