El hecho de levantarme temprano nunca me ha entusiasmado demasiado, y más bien mi humor se descompone que mejora cuando me veo obligado a sufrir las madrugadas. O ni tan madrugadas, también, no hay caso en querer disfrazar mis malestares. No me gusta levantarme temprano, punto.
Y si además la perspectiva del futuro es una calle repleta de gente y un sol de los mil demonios, mi humor tiene muy pocas posibilidades de encontrar un derrotero que sea más de su gusto. Quizás cuando era más joven y los desfiles de banderas rojas cortaban el viento de la mañana, cuando los gritos destemplados y ansiosos, cuando las carreras, cuando la rabia y la esperanza. Pero de eso hace tanto ya, supongo, y las banderas se han desteñido y las voces se han ido gastando cigarro tras cigarro.
Pero he aquí que una mañana, ante la iniciativa huracanada de la señorita C. no satisfecha con el partido de tenis de la tarde anterior, me encuentro de pie mucho más temprano que de costumbre y metido en un vagón de metro que se va llenando a medida que la línea se acerca al centro de la ciudad, y ya casi no hay oficinistas de camisa y corbata sino que por lo bajo me entierra el codo un cabro chico gritón y más allá veo a un grupo de muchachos con pinta de universitarios que ríen con escándalo. Todos lucen nerviosos, como si fueran invitados a una fiesta de cumpleaños que promete ser extraordinaria. Lo peor es que parece que vamos a la misma fiesta, pienso entre arrepentido y resignado.
En Los Héroes -la señorita C., como siempre, ha desoído mis sugerencias de bajar en Universidad de Chile y desde ahí caminar hasta el Mercado Central- es prácticamente imposible trasbordar hacia Cal y Canto. El andén está repleto y el primer tren que llega es demasiado corto para que los que hemos caminado hacia los extremos podamos abordar. Ni bien ha partido el metro con su vagido de cetáceo y nuevamente el andén se ha repletado y nosotros, pobres pajaritos, relegados otra vez al extremo de la multitud.
Ya en la fiesta, con globos y hasta challa flotando en el aire, resulta que el polvo y el sol no ayudan en nada a mejorar la situación. La gente se mueve como por inercia, se desplaza en grupos de un lado para otro, sin ponerse de acuerdo siquiera. Parten uno o dos hacia la derecha y al instante les siguen cinco, diez más. Caravanas de hormigas, hormigotas y hormiguitas circulan en interminables hileras que avanzan o retroceden, que se mezclan y dividen una y otra vez.
Tratamos de avanzar lo más posible, valiéndonos de los claros del parque y de la sombra de los árboles. Cuando ya nos parece que estamos suficientemente cerca, resulta que aún es demasiado lejos. Mi malhumor ha desaparecido y me ha dejado en modo logístico, tratando que la señorita C. no esté mucho al sol y alejándola de cualquier posible inconveniente.
- ¿Vienes a ver a la niñita? -le pregunta una chicoca a la señorita C. luego de llamar su atención con un suave golpe en la cabeza, como un cariño pero más brusco.
La que pregunta está subida sobre los hombros de su padre, quien parece llevar un buen rato en esa posición y tiene una cara de desmayo evidente.
La señorita C. le sonríe a la chica y responde afirmativamente con un movimiento de cabeza.
- Yo también -sigue la pequeña-, pero estamos tan lejos que no sé si se habrá despertado ya.
- No podemos ir más cerca -interrumpe el padre, disimulando la fatiga-, hay mucha gente.
- Pero desde aquí la podemos ver igual -dice la señorita C. con evidente emoción.
La niñita percibe su estado de ánimo, supongo, porque se deja llevar por una especie de entusiasmo contenido.
- Cierto, cierto -chilla-, y va a pasar por aquí al ladito y la voy a mirar y la voy a saludar con mi sombrilla porque es grande y yo chica y seguro desde arriba no nos ve mucho, ¿verdad?
- Es verdad -dice el padre, milagrosamente repuesto y sonriente.
- ¿Cómo te llamas? -pregunta la niña a la señorita C., quién responde, siempre sonriente.
- Papá, papá -chilla ahora más fuerte la niña- , se llama igual que yo, y vino a ver a la niñita, y está contenta, papá, papá, se llama igual que...
Un sonido fuerte, un aplauso mezclado con una expresión de asombro, llega desde más adelante e interrumpe a la pequeña. Una voz en francés comienza a dar órdenes que por la distancia son incomprensibles y a lo lejos vemos aparecer la cabeza de la enorme marioneta que comienza su periplo por la ciudad. Yo agarro la mano de la señorita C., preparado para hacer frente a la avalancha de personas que en ambos sentidos puede pasarnos por arriba.
Pero nada de esto sucede. La marioneta gigante comienza a abrirse paso lentamente y la gente se aparta sin problemas y la siguen con las bocas abiertas y los ojos brillantes. La muñeca avanza despojándose de su materialidad y convirtiéndose en un objeto mágico, provisto de vida, una mezcla entre Pinoccio y Gulliver, mirando condescendiente a sus espectadores, a un montón de adultos que por un par de días se convierten en niños, quizás por última vez en sus vidas.
Miro a la señorita C., que me devuelve la mirada desde sus pupilas brillantes y emocionadas. Va a pasar por aquí al lado, me dice como si fuera algo imposible. Sí le respondo, apretándole la mano para que sepa que estoy aquí, con ella, a su lado.
La foto fue tomada de http://www.lean.to/gallery/royaldeluxe