martes, junio 28, 2005

Ofelia

El calor del agua tibia contra la piel, contra los pezones erectos, contra los poros que se van abriendo en la espera, en el entrecerrar los ojos e imaginar una charca distante, una rama de sauce que cede sobre el espejo de agua que la lluvia ha dibujado sobre las calles. Pero al abrir los ojos no hay arroyos ni bosques ni cantos de doncellas, al abrir los ojos está la bañera blanca que poco a poco se va llenando de agua, están las líneas negras que separan los azulejos del baño, más arriba está el muñón de la ducha que observa como un pájaro metálico el cuerpo desnudo de la muchacha que se deja acariciar por la piel suave del silencio. Pero tampoco es el silencio: es el sonido de la lluvia que golpea incesante el tejado, el sonido de las gotas que se van acumulando en la calle e inundan las habitaciones de las casas contiguas, que van lavando de letras los libros y despojando de toda suciedad las cosas. Ella sabe, con los ojos bien abiertos, que en algún lugar un cuadro de Millais flota a la deriva.
La espera es en sí el paso del tiempo sobre los surcos de la piel, el reloj de la sangre corriendo por las venas que azuladas se adivinan bajo la membrana que separa al cuerpo del aire, del agua, del sonido enloquecedor de la lluvia. Ella lo sabe todo desde que asomada a la ventana observó en la lejanía la silueta de un sauce que de alguna manera se le hacía conocido, un deja vú que también era espera, que también era soledad y el aroma de la ausencia tan reciente. Ella lo supo todo entonces, cuando sin quererlo recitó: He aquí romero, que es para el recuerdo / por merced, amor, recuerda / y trinitaria, para los pensamientos. Y también suspiró, y su suspiro empañó el vidrio de la ventana y ocultó el sauce y el recuerdo.
El agua tibia le ha cubierto hace rato el sexo, que ahora busca con las manos en desesperado intento por espantar la ilusión de que la rodean setos y el agua está fangosa y sobre ella flotan pequeños capullos blancos. Cierra los ojos buscando en la memoria el cuerpo del ausente, la solicitud del abrazo y el beso traicionados, la sal de estas nuevas lágrimas que se meten en su boca que suspira entrecortado. Otra vez las palabras, cálidas como el llanto, salen de sus labios titubeantes: ¿Y no retornará más? / ¿Y no retornará más? / No, no, es difunto /ve a tu propio túmulo / que no retornará más. Grita, o ella cree gritar, al momento que aprisiona las manos entre las piernas y el agua de la bañera se agita y cae al piso del baño con estrépito de cristales.
Todo esta dicho, entonces. El frío metal está a la mano y estirando el brazo puede ya alcanzarlo, sentir cierto perturbador escalofrío a su contacto, la ansiedad y las lágrimas desatadas mientras el charco que rodea la bañera se expande como un continente transparente. Se sumerge con los ojos cerrados y los abre bajo el agua. Dos, tres, cuatro movimientos estudiados que realiza sin temor, segura del camino, abierta ya la piel que deja escapar las rojas amapolas de la sangre que se desdibujan en el agua quieta, cada vez más quieta.
Quizás más tarde el hermano llegue, como debe ser, como ya una vez fue, para encontrarla sumergida en si misma, los hermosos ojos azules fijos en un sauce distante, el hermano cogiéndola entre sus brazos y murmurando, sin entender por qué, las palabras que una vez escribió el Bardo: Depositadla en tierra, / ¡que de su bella carne inmaculada broten violetas!.

sábado, junio 25, 2005

Martín en las ciudades IV

(Aquí puedes leer el capítulo I, aquí el capítulo II y aquí el capítulo III)
El gordo volvió con un café negro y humeante y al mismo tiempo, en la vereda de enfrente, apareció un hombre vestido con un traje parecido al que Martín llevaba. El hombre caminaba rápidamente, con un andar nervioso, y era largo y triste como una pintura de El Greco.
Martín lo vio acercarse, lo vio detenerse mirando repetidamente hacia el balcón, hasta que estuvo frente al edificio. Al parecer dudaba, pero finalmente, con un ademán particularmente dramático, atravesó las puertas con los vitrales y despareció en la sombra. Martín, sorbiendo el café, decidió esperar a que saliera.
El espacio del café era tan pequeño que parecía que las mesas estaban amontonadas unas contra otras, con los respaldos de las sillas sobresaliendo entre las superficies de melamina como si fueran aletas de tiburones. Martín se acomodó en el asiento llevándose la taza de café a los labios, satisfecho de tener suficiente espacio para moverse. Detrás de la barra, el hombre gordo lo miraba de vez en cuando mientras tarareaba lo que le pareció una canción de Frank Sinatra.
Observó el edificio de enfrente, fijando la mirada en el balcón del tercer piso, con su ventanal abierto. No tardó en aparecer allí el hombre delgado, afirmándose casi con desesperación de la baranda y mirando hacia la calle en ambos sentidos. Desde la distancia parecía nervioso y abatido. Martín lo vio meterse nuevamente al departamento y, notando una leve agitación en las cortinas de la ventana contigua al balcón, supuso que ahora revisaba el cuarto donde él había despertado. Estará echando de menos la corbata, pensó, y han matado a un hombre por menos.
Absorto en la adivinación de los movimientos del sujeto dentro del departamento –ahora revisa los cajones, primero con calma, luego con creciente angustia, arrancándolos de sus nicho de madera, lanzándolos a través del espacio limitado, estrellándolos contra el muro opuesto; ahora revuelve la ropa de la cama, se la lleva a la cara y la huele, contiene un sollozo desesperado, la rasga, se enjuga las lágrimas que involuntariamente le rasgan las mejillas; ahora sale del cuarto, llega al vacío iluminado por la luz que entra por el balcón, mira las paredes desnudas, no puede evitar imaginar una pintura de Hopper, busca con las manos la silueta de los cuadros ausentes, se aferra con las uñas a los clavos que apenas sobresalen, se cuelga de ellos hasta que un hilo de sangre corre por los muros, antes tan blancos-, Martín olvidó el café y la taza y cuando volvió por ellos el líquido ya estaba frío y amargo.
El hombre gordo estaba junto a él antes de llamarlo.
- ¿Otro café? –preguntó.
- Sí -dijo Martín mirando alternadamente al gordo y al balcón.
Durante lo que le pareció que era un cuarto de hora no sucedió nada. El nuevo café estaba más sabroso que el anterior, aunque Martín lo atribuyó a que de alguna manera las imágenes del hombre delgado arrastrándose dentro del departamento ya no eran tan claras. Primero era mi sueño, se dijo, ahora casi se convierte en el sueño de otro. Respiró aliviado mientras sentía el café caliente deslizarse hacia adentro, generando un núcleo de calor interno que poco a poco lo fue ganando en una especie de modorra. En la puerta del edificio de enfrente apareció el hombre delgado. Desde la lejanía pudo notar que había llorado largamente y parecía más tranquilo que a su llegada. La tristeza que antes se podía intuir ahora se había personificado en él mismo.
Martín buscó al hombre gordo tras la barra e hizo el ademán de escribir algo en el aire. Miró por la ventana para asegurarse que el sujeto en la otra acera seguía ahí, y efectivamente estaba. Parecía buscar algo en sus bolsillos, de donde sacaba gran cantidad de papeles que iba dejando caer descuidadamente a sus pies. De pronto se detuvo, mirando fijamente un papel que fue desplegando y en el que leyó algo que lo volvió al estado inicial de alteración. Se tomó la cabeza con las manos, arrugó el papel y lo arrojó contra el piso. Empezó a caminar rápidamente en la dirección contraria a la que había llegado.
- Su cuenta –escuchó Martín tras él, y al volverse se encontró con la mirada bovina del gordo.
- Gracias –respondió, más tranquilo de lo que esperaba.
Buscó en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo, sin asombro, un par de billetes color sangre que puso sobre la mesa.
- Es por una mujer –dijo el gordo.
Martín lo miró y se encogió de hombros.
- Una vez yo quise a una mujer –dijo el gordo mecánicamente-, una mujer hermosa que me regaló parte de su vida. Pero no me bastaba y tuve que tomarla toda.
Martín se levantó en silencio y esquivó la corpulencia inmóvil del hombre, que permaneció junto a la mesa hasta mucho después que nadie quedó en la calle y en las inmediaciones del café, la mirada extraviada en un paisaje del recuerdo.
Por su parte, Martín salió tranquilamente del café y cruzó la calle. Miró en la dirección hacia donde había partido el hombre delgado, aún sabiendo que era inútil y sin sorpresa se encontró con la calle vacía, iluminada por el sol de la mañana. Parece domingo, pensó Martín, mientras recogía el papel arrugado que yacía quieto como un armadillo asustado junto al muro. Lo abrió y leyó las letras negras sobre la superficie amarilla:
Diógenes el Cínico
Taxidermista
Avenida Kulczewski N° 941

viernes, junio 24, 2005

Extraños recorridos de las bocas

¿En qué parte del viaje nos habíamos distanciado, en qué lugar preciso, en qué inflexión del paisaje?
Mirando por la ventana del bus que avanza por la avenida, la camisa anudada al cuello por una corbata negra, pendiente de los movimientos de una grúa que levanta una pared de concreto como si fuera una pluma, mirando todo eso intenta precisar momentos esquivos y palabras que pudieron significar algo distinto una vez que salieron de los labios, mariposas convertidas en dagas de obsidiana, ardientes teas que, por ingenuidad o descuido, fueron vistas como caracoles arrastrándose sobre las hojas de un gomero.
Y de cualquier modo, con los ojos hacia afuera, pendiente de la mujer que en vano trata de atravesar la avenida con el niño en una mano y un carrito en la otra, de los obreros que le chiflan como toros en celo atrpados en increíbles estructuras de fierro oxidado, minotauros multiplicados en espera del sacrificio, apoyando la cabeza en el vidrio y entrecerrando los ojos para que el sol del invierno no le calcine la pupila, convirtiendo todo en un contraste de luz y sombra, perdiendo los detalles, convirtiendo la calle en un río y el muro de cristal que lo separa del mundo en una mebrana invisible que va cediendo, poco a poco, al recuerdo.
- Estás tan distante -había dicho ella.
- Es el invierno -responde él, como antes había esgrimido el otoño, el verano y la primavera.
- Ya no me quieres.
- Nunca he dicho eso.
- Lo sé. Pero es verdad.
- Hay una película nueva en el cine.
- Mírame.
- Y una exposición de Dittborn en el Bellas Artes.
- El hielo como una mariposa se posa sobre nosotros. Puedo sentir el frío.
- Como una mosca, querrás decir. Puedo sentir el hedor.
- Eres despreciable. No sé qué más decir.
- No digas nada.
- Te odio.
- Era mejor el silencio, ¿ves? Terminamos sacando las pistolas y después hay que limpiar la sangre.
- Tus palabras, tus juguetes. Ya olvidaste la mía, mi nombre, el nombre que tú me inventaste.
- Puede ser, puede que haya olvidado tu nombre, pero también he olvidado el mío.
- Ahora creo que nunca tuviste uno.
- El corazón se te seca cada vez que dices algo así. Detente ahora que eres joven, que sigues siendo hermosa.
- No te escucho. Veo tus labios moverse pero no escucho ningún sonido.
- Mejor así. Es como un punto final que no hay necesidad de colocar, que cáe por su propio peso.
¿Un portazo había sido ese punto final? ¿Una bofetada que le cruzó el rostro dibujando una marca invisible que lo marcaba para siempre?
El bus avanzaba sobre el paisaje de edificios y árboles raquíticos, el paisaje de una ciudad que en la distancia se convertía en silueta difusa, en una especie de humo que se desintegraba al contacto con el horizonte. Con la mano derecha buscó el nudo de la corbata y lo apretó, fuerte, hasta que casi no pudo respirar. Mejor así, pensó.

jueves, junio 23, 2005

Espejismos

Me gusta la palabra. Espejismos. Me recuerda un espejo redondo en el bolso de una chica. Me recuerda las películas donde el desierto del Sahara era el protagonista. Me recuerda que no somos sino eso, simulacros de vida, silenciosos fantasmas que luchan por sobrevivir en una realidad que está al otro lado del espejo.
Anoche la luna se veía enorme, golpeaba los vidrios con el sonido silencioso de un trueno blanco. Asomé la cabeza por la ventana para llamarla, asombrado y feliz, esperando buenos augurios como los antiguos buscaban estos signos en las tripas de las gallinas. Sol de invierno y luna de invierno, todo el mismo día, el día del We Tripantu, el año nuevo mapuche.
Viendo televisión me entero que ha caído un avión en Chaitén. Que murieron tres de los pasajeros y que sólo uno sobrevivió. Veo a un periodista preguntándole a la esposa del sobreviviente qué es lo que siente. La mujer, entre lágrimas de alegría, le dice que está contenta porque su marido está a salvo, que es un milagro. El periodista insiste, preguntándole: ¿Una segunda oportunidad? La mujer lo mira, asiente con un movimiento de cabeza y repite: Una segunda oportunidad.
Pero no fue la mujer la que dijo eso, sino el periodista. Ella sólo lo repitió. El tipo ya tiene la cuña de hoy, por supuesto: "Dios le ha dado una segunda oportunidad". Qué fácil caer en el lugar común y la manipulación. El lado divertido de esto es cuando veo las noticias y entrevistan a un testigo y habla igual a como lo hacen los periodistas televisivos, es decir: pésimo. Un vocabulario lleno de clichés que ni siquiera son pintorescos y que parecen sacados de un pabellón quirúrgico por lo asépticos. Me revienta cuando la gente entrevistada, sin ser peritos ni especialistas, dicen occiso en lugar de finado. En alguna parte nos perdimos, perdimos el dominio del lenguaje como cosa viva y lo dejamos encerrado en el televisor, donde poco a poco va dejando de respirar.
Apago la caja boba, pero en el diario no encuentro descanso. El Mercurio del 19 de junio, cuerpo D. En la página 6 se cita a un asesor de la abanderada de izquierda, sin dar nombre ni cargo. En la página 12 se cita a un personero que trabajo en (el Ministerio de) Transporte emitiendo una opinión que cualquier persona con un poco de sentido común puede tener. No hay nombre ni profundidad, ni figura ni fondo, ni significado ni significante. Es demasiado fácil este periodismo que inventa la realidad en lugar de mostrarla, que la acomoda al rating o las ventas, que no nos deja ver y entender lo que queremos ver y entender.
Por lo menos me reconcilié con la columna de Lafourcade, de la que era asiduo hace muchos años pero que luego renegé. Quizás es por una pequeño encuentro que tuve con él hace unos meses, y me pareció tan viejo y tan despierto a la vez que me inspiró algo de lástima. No lo sé, pero ese día me cayó bien y ayer completé el círculo leyendo y sonriendo cada tanto mientras lo hacía.
Hoy un matrimonio se quemó a lo bonzo frente al monumento a Salvador Allende, junto a La Moneda. No importa por qué lo hayan hecho, lo que importa es la decisión que tomaron, la forma en que la tomaron y la llevaron a cabo. La violencia, contra ellos y contra todos nosotros, como una bofetada de un guate de hierro. Ellos sí tienen nombre, aunque en realidad son sólo números, estadísticas, intención de voto. ¿Cuándo dejamos de preocuparnos por el ser humano?
Parece que vivimos en un país de anónimos, un país de fantasmas. En un desierto poblado de imágenes traslúcidas que sólo se ven los días de luna llena.

miércoles, junio 22, 2005

Sol de invierno

Recibí la llegada del invierno en la esquina de Manuel Montt con Once de septiembre, mirando hacia arriba para encontrarme con la luna llena justo encima, en el centro mismo de la cúpula de la noche. Y ya es invierno, pensé, sintiendo la leve embriaguez de la cerveza y el frío que luchaba por meterse en los intersticios de la ropa.
La calle estaba mojada y el vapor salía de las bocas formando transitorias figuras en el aire.
La calle también estaba vacía.
Es el invierno, quizás, me dijo Constanza, que sonreía y de los ojos le salían mariposas de colores.
Es la noche, le dije, es el espíritu ausente de eso que una vez hubo.
Ambos sonreimos.
Un chico me habla, en el bus, de sus gustos en lecturas.
Voy leyendo la correspondencia de Lezama Lima, de un lirismo casi impenetrable a veces y, paradójicamente, abierto siempre, sincero. El chico se sienta junto a mi y luego de un rato me pregunta qué leo. Le muestro la tapa del libro. Me pregunta quién es y le respondo que un escritor cubano, famoso por un libro fundacional como es Paradiso. El chico se encoje de hombros. ¿Estudias algo relacionado con la lectura?, pregunta. Pienso que la pregunta es idiota, pero le respondo de todos modos: no, me gusta leer. El chico suspira. De pronto tengo la impresión de que no sólo está borracho, sino que también está jalado. Hay algo impaciente en sus gestos y palabras, cierta agitación contenida.
A mi también me gusta leer, dice después de un rato. Y qué lees, le pregunto, es decir, qué autor te gusta o qué libro te ha gustado. Paulo Coelho, responde, y mi cara de decepción debe ser notoria por que se calla de inmediato. El alquimista me dejó marcando ocupado, dice luego, casi en un susurro. Vuelvo a mi libro. No hay puntos de encuentro posibles cuando enumera el resto de sus lecturas: El caballero de la armadura oxidada y Quien me escondió mi queso, entre otras.
Después se pone a hablar de un proyecto que lleva a cabo su padre acerca de los procesos previos a la guerra contra la Confederación Perú/Bolivia y de la importancia del combate naval de Iquique, de lo olvidado que tenemos a nuestros héroes. No sé porqué, pero cada vez que escucho la palabra héroe me salta en la cabeza la imagen de Víctor Jara, el gran olvidado. Esta vez ocurre lo mismo pero no le digo nada al chico. ¿Conoces algo de ese tema? Le digo que sí y en seguida le pregunto si ese trabajo que hacen tiene que ver con el tema de la expansión territorial, de la conquista e invasión de territorios por razones económicas de potencias primer mundistas. El chico se queda boquiabierto y por un rato me mira fijamente. Hay que tener una visión global, dice la fin. Global de qué, le respondo. Fue una gesta heroica, me dice. Heroica las pelotas, respondo, ya molesto. Fue una invasión instigada por intereses económicos extranjeros, fue una matanza, le digo, o no has escuchado de las atrocidades que cometió el ejército chileno en su paso por Perú. El chico calla y luego de unos minutos se cambia de asiento. Yo vuelvo a la lectura.
Hoy ya es invierno y hay sol, un sol suave, pálido, casi plateado. Por la ventana del cuarto entra la brisa última del otoño en retirada. La novela no avanza y no me importa. Escucho Push the button, de The Chemical Brothers. Parece ser la banda sonora ideal para hoy.
Sadré a dar un paseo y a abrazar desconocidos, a hablar sus lengua crípticas y olvidadas.
Nada importa hoy, primer día del invierno.
Tararear una canción nueva con la sonrisa pintada en la cara.

lunes, junio 20, 2005

Cartografía innecesaria

Recuperar lo perdido arrojando monedas a la fuente.
El camino oscuro, iluminado desde lejos por el firmamento de la ciudad, por los cometas rojos que se suceden en los cruces, por las lunas verdes que como ojos celosos nos contemplan desde las alturas. Manifestación de un reino de dioses niños, creaciones de ceniza y agua bailando en la orilla de un río que agoniza.
La ciudad se abre como una herida, late sordamente mientras las huellas se borran de su piel. Donde una vez hubo un árbol ahora hay concreto. Donde una vez hubo un nido ahora muere un viejo carcomido desde dentro por termitas de hielo.
Pintura y simulacro, incidencia permanente del espacio.
El camino oscuro, otra manifestación del tiempo, del aparataje del relojero, del crucigrama no resuelto.
Busco encontrarte. Lo necesito.
Busco saltar al vacío, rodar como una piedra cuesta abajo, estrellarme contra el asfalto negro de nuestras calles.
Busco sin tregua un revolver sin balas, un trueno callado que me abra las entrañas, que me sitúe en otro sitio.
Buscarte es un poco eso, pero no todo.
Buscarte también es buscarme, naufragar entre las ruinas de mi Acrópolis, ahora tan venida a menos, hogar de leprosos camaleones que han olvidado los colores.
Buscarme es distinguir entre todas las sombras que me rodean tu sombra, la silueta de eso que estaba y ahora parece tan distante, la miniatura de la noche que ha adquirido tu forma y tu presencia.
La soledad me acoje entre sus piernas cada noche.
Perdido en un territorio que he olvidado, que dejé a la deriva sin quererlo, debo desempolvar todos los libros antes de habitarme, abrir los postigos tanto tiempo descuidados, cortar la maleza que cubre el sol que tengo tatuado en el hombro. Hay tanto por hacer, y tan poco tiempo. Nada me parece conocido ya: donde antes había un árbol ahora hay concreto. Los mapas ya no sirven y entre las valijas encuentro una brújula inútil: apunta siempre hacia el norte.
Sentado frente a la ventana, duplicado en el espejo de la noche, cierro los ojos y me pierdo para, después del viaje por el negro Pontos, encontrarte.
Te busco.

domingo, junio 19, 2005

Vidas paralelas

En algún lugar de España una mujer recibe en su celular llamadas de la madre muerta.
En Trinidad y Tobago otra mujer llama al celular de su marido y la voz de un desconocido responde y le dice que el hombre ha muerto. Al mismo tiempo, en el mismo país, más de ocho mil personas se reunen en Puerto España para conseguir la marca del beso simultáneo de parejas más grande del mundo, sin conseguirlo.
En Singapur una hermosa joven que antes era hombre y campeón de boxeo estrena con éxito una obra de teatro inspirada en su propia vida.
En Argentina, siete pueblos con sus respectivos habitantes serán objeto de un remate a realizarse el próximo 30 de junio.
En el sur de Chile un grupo de carteros recibe un curso de instrucción para enfrentar a furiosos perros que dificultan su labor.
Un joven estudiante de arte roba escultura de Rodín como parte de proyecto para demostrar la vulnerabilidad de la dicotomía presencia/ausencia de la obra de arte.
Otro joven pasea por las calles de Toronto durante el festival de cortometrajes donde mostró su propia película y el vértigo lo paraliza a cuatrocientos metros sobre el suelo, de pie sobre un piso de cristal.
Más cerca, desde aquí dentro, desde esta silla y este teclado, intento terminar una novela que avanza a tropezones.
En el cuarto de junto mi padre se queja de un dolor de espalda que desde el viernes le viene a rondar, producto de lo que parecía ser un inocente choque de autos.
Más allá, en otro cuarto que siempre huele a incienso, mi hermana se prepara para celebrar como corresponde los 22 años que cumple mañana. Recuerdo que cuando nació había un temporal que arrastraba las techumbres como si fueran recuerdos en desuso.
Los ojos cansados repasan las letras que van brotando como tulipanes negros en la pantalla. Suspiro, levanto la cabeza y me encuentro con el Werther, de Goethe, junto al canto blanco del Retrato de un artista cachorro, de Dylan Thomas.
Otra vez la pantalla y algo que parece ser una espera que se prolonga en el silencio y la ausencia, en una historia que no termina de armarse a pesar de los esfuerzos, en la preparación del tour nocturno por los espacios virtuales que sigue a la publicación de este post.
Recuerdo haber leido no hace mucho que la cocaina que se comercializa en Chile está cortada, además de con leche, maicena y lidocaina, en un no tan pequeño porcentaje con Tanax.
Una preocupación menos. Ahora puedo estar seguro de no tener hormigas en el cerebro.

sábado, junio 18, 2005

Martín en las ciudades III

(Pincha aquí para leer el primer capítulo y aquí para leer el segundo)
Se vistió sin prisa, mirándose en el espejo que estaba pegado a la puerta del ropero. Una vez listo, se acercó a la puerta y giró la manilla, que se quejó con un chillido de rata asustada.
La habitación a la que entró estaba completamente vacía y en sus muros blancos podía adivinarse el lugar donde alguna vez colgaron cuadros, denunciados por una silueta de ausencia como una sombra estampada en las paredes de Hiroshima. Justo frente a la puerta que Martín acababa de abrir y cruzando el cuarto había otra puerta. Caminó hacia la izquierda, hacia un gran ventanal que partía la pared blanca y salía a un espacioso balcón poblado de maceteros con matas secas.
Martín salió y apoyó las manos en la baranda metálica para retirarlas de inmediato. Se miró durante unos segundos el polvo de óxido que había quedado pegado en sus palmas.
- ¿Habrá llovido? –se preguntó, levantando la cabeza hacia el despejado cielo azul.
No encontró ningún indicio de lluvia ni en el edificio ni en la calle, que se perdía hacia ambos lados, rodeada de viejos edificios de estilo francés. Giró la cabeza repetidamente, intentando reconocer la presencia de alguna esquina sin lograrlo. Luego cerró los ojos y respiró profundo. Sin embargo, pensó, huele a tierra húmeda. Se encogió de hombros antes de entrar nuevamente al cuarto, que recorrió un par de vez mirando detenidamente las paredes y los rincones, las marcas de los muebles en el piso, los clavos de los cuadros que no estaban, la pintura del techo descascarada y la lámpara de lágrimas sin ampolletas que colgaba en el centro.
Recordó entonces al hombre del teléfono y se acercó sin prisa a la puerta que no estaba abierta y que cedió sin ruidos para dejarlo parado en mitad de un pasillo de paredes rojas e iluminado con una luz tenue. Esto ya parece un sueño, pensó mientras anotaba en su memoria que había una letra G de color bronce pegada a la puerta que cerraba cuidadosamente tras él.
Avanzó por el pasillo, o retrocedió, en estricto rigor alfabético, hasta la puerta con la letra D y el nacimiento de una escalera que bajaba. Se fue saltando cada dos peldaños, aunque la escalera era mucho más larga de lo que pensaba y en el primer descanso encontró un pasillo igual al que acababa de dejar pero sin puerta alguna. Siguió bajando hasta encontrarse de pronto con una gran puerta de madera, con dos hojas y sendos vitrales de colores vivos representando escenas confusas donde infinidad de seres realizaban extraños rituales. Parece un cuadro de El Bosco, pensó Martín contemplando con interés las dos escenas prolijamente ejecutadas con pequeños vidrios de colores.
Al inclinarse para mirar un diminuto fauno que parecía tener sangre en el pecho pudo distinguir, a través de la transparencia roja, que al otro lado estaba la calle. Empujó la puerta y salió. La calle era tal como la había apreciado desde la ventana, primero, y desde el balcón, después. Ningún rastro de lluvia: los adoquines estaban completamente secos y no había agua apozada junto a la cuneta. Martín estiró los brazos mientras bostezaba y luego cruzó la calle y entro en el café que acababa de abrir.
El hombre gordo y vestido de blanco que atendía el café se acercó para tomar el pedido.
- Café negro –dijo Martín.
- Bonita corbata –dijo el gordo mientras anotaba.
Martín le sonrió como respuesta y el gordo dio media vuelta y fue a perderse tras la barra. Martín se acomodó el traje, mirando de reojo y con orgullo la corbata.
Había escogido una mesa junto a la ventana, lo que le permitía vigilar la entrada del edificio y, además, le daba una perspectiva inigualable del balcón del departamento y de la ventana donde había roto la cortina. Ya debería estar aquí, pensó Martín y lamentó no haber encontrado un reloj junto con la ropa.
El gordo volvió con un café negro y humeante y al mismo tiempo, en la vereda de enfrente, apareció un hombre vestido con un traje parecido al que Martín llevaba. El hombre caminaba rápidamente, con un andar nervioso, y era largo y triste como una pintura de El Greco. Martín lo vio acercarse, lo vio detenerse repetidamente y mirar hacia el balcón, hasta que estuvo frente al edificio. Al parecer dudaba.
Finalmente, con un ademán particularmente dramático, atravesó las puertas con los vitrales y desapareció en la sombra. Martín, sorbiendo el café, decidió esperar a que saliera.

viernes, junio 17, 2005

Pesadillas

Encerrado escribo, de pie o sentado, dormido luego de un sueño largo como un viaje, como un viaje del que escribo durante los días que se suceden, grises y lluviosos.
Hablo de un viaje que es la suma de muchos viajes, de sueños extraños donde aparecen fantasmas de niños y mujeres. Quizás me haya dejado sugestionar por algo que leí acerca de pesadillas recurrentes.
Este es un sueño nuevo, brillante y filoso como el canto de las navajas en las noches de los oscuros callejones. Es Temuco aunque no se parezca a Temuco, al menos a ese que recuerdo o imagino. Es una ciudad al sur de todo y una sala de clases y un niño muy pálido que mira todo desde un rincón y las niñas, porque sólo hay niñas en la sala, lindas niñas rubias y morenas y colorinas y de pelo color miel, y las niñas me miran con ojos temerosos, exigiendo una respuesta a la pregunta que nunca han formulado, una tabla de salvamento. El niño de pronto desaparece y les pido a todas que salgan y todas lo hacen menos una que se queda sentada en el pupitre, el pelo largo y negro y la piel tan blanca como la del niño que ya no está. Le pido que se vaya, ahora en una lengua desconocida, una mezcla de latín y alemán, y la niña me mira y apunta con el dedo a algo que va apareciendo como una nube de humo color magenta, algo que se va corporizando y es el niño otra vez, junto a mi, y el cuadro tiene algo de Velázquez, las figuras se alargan y la niña con el brazo estirado apuntando al niño que la mira fijamente y yo un espectador, el único, junto a una ventana que no estoy seguro que haya estado siempre allí. Y cojo al niño por el cuello y comienzo a apretar, siento algo blando que se escurre entre mis dedos, con la certeza que no es piel ni sangre -¿cómo puedo saberlo? ¿alguna vez he estrangulado a alguien?-, que hay algo más que comienza de pronto a colocar las cosas en su sitio, el grito de la niña que se abalanza sobre mi como un perro rabioso, como una hiena hilarante en busca del corazón o los pulmones, hambrienta y furiosa, y el cuello del niño que cede y me deja con su cabeza en la mano mientras el cuerpo inerte cáe al piso y se convierte en arena y la chica en medio de un salto animal queda congelada en el aire y comienza a desvanecerse, a transparentarse en silencio. La cabeza del niño en mis manos, ahora una especie de tótem de madera que lanzo hacia afuera por la ventana que se abre con el susurro del viento, una curva perfecta para caer en medio de un charco y desaparecer y entonces me doy cuenta que afuera está nevando y hace frío.
Despierto sudado, inquieto, alcanzado por el rayo terrible de la lucidez. Despierto y salto hacia la máquina cucaracha de ojo brillante, cíclope y ventana en mitad de esta otra noche, salto hacia el teclado que se come mis imágenes, que las convierte en signos blancos, en lectura, en el espejo de ese que sigue soñando, ahora con un transbordador que corta el agua del canal de Chacao con su quilla plana, un transbordador en cuya baranda está apoyado un hombre, un hombre delgado y triste que deja caer de sus manos viejas fotografías, un hombre que se deshoja lentamente, como un árbol en otoño.

jueves, junio 16, 2005

Perdido

Me gusta extraviarme, salir de casa y desaparecer por varios días.
Me gusta extraviarme en la noche de la ciudad hipócrita, beber hasta quedar borracho y abrir las puertas del cielo que se esconden en los callejones malolientes y siniestros, vagar con mis compinches por los barrios sucios y de casas viejas donde la luz se extingue antes de llegar al suelo, recorrer parajes de edificios grises donde los vidrios gritan como grillos enloquecidos, cantar hasta la madrugada mientras a mi alrededor, furiosos, los pájaros insomnes se esfuerzan por sacarme los ojos.
Me gusta cambiar de nombre como se cambia de piel, inventar vidas que no he tenido ni tendré, robar besos, mendigar caricias, desaparecer entre las sombras de los edificios buscando la esquina donde quizás alguna vez te encuentre, equivocarme todo el tiempo, sangrar mil veces por la misma herida, azotar la cabeza contra las paredes de ladrillo hasta demolerlas.
Me gusta cuando en mitad de la calle capturo una sonrisa, cuando en mitad de la vida me siento feliz rodeado de muerte.
Me gusta que mi reflejo saque la lengua al divisarme, que las viejas huyan espantadas al verme, que los peces se escondan entre las rocas al percibir mi silueta, que las fotografías nunca me hagan justicia.
Me gusta despertar en el lecho de mujeres hermosas, mirar unos ojos color miel que reflejan el sol que comienza a asomar por la ventana del cuarto, recorrer con el pincel cansado de mi mirada una espalda blanca, dibujar en el aire las nalgas redondas, la curva perfecta de los senos, la línea que quiebra el cuerpo y que se llama cintura.
Me gusta disfrazarme de astronauta y perderme en las estrellas de tu entrepierna, en la profundidad húmeda del beso que no acaba, de los puntos suspensivos que como clavos nos fijan en la retina de los espectadores, que ya suman varios miles.
Me gusta el sonido del aplauso cuando el cello enmudece, cuando las chicas dejan volar sus vestidos al viento, cuando en la imaginación alguien me espera sobre un telón rojo con una pistola en la mano, cuando la imagen de lo que soy se desdibuja y el mundo tiembla de miedo y a veces de alegría.

miércoles, junio 15, 2005

Fantasmas

La ausencia palpitante de otro cuerpo, el silencio disfrazado de lluvia que otra vez azota las calles de la ciudad dormida, de la ciudad que sueña con rascacielos que hieran las nubes. Esperando el trueno, me ha golpeado el rostro un rayo, me ha calcinado el cabello y me ha convertido en una masa de carne quemada que late como un corazón en agonía.
Los rincones se pueblan de fantasmas vistiendo túnicas de lágrimas, silenciosos acompañantes que en la nueva noche de la soledad abren sus ojos color oro y me muestran sus máscaras sin bocas. Uno, cerca de la ventana, se encoge sobre sí mismo. Otros dos, junto a un charco de agua lluvia, se funden en el abrazo definitivo, el espejismo del baile que hasta hace tan poco solía ser practicado en estos lares con frecuencia.
El bosque que ha crecido con el tiempo pasado yace marchito a mis pies, los troncos doblados hacia el suelo, las agujas de los pinos cristalizadas en escarcha esmeralda que se quiebra al mínimo contacto. La casa quedó vacía, se puebla de nuevas telarañas de bronce, de ruidos en las maderas agujereadas, de pasos que ya no estarán.
El lugar común de la tristeza me devora las entrañas, culpable de haber bajado con el fuego sagrado del Olimpo. Y a cada desgarro siento que hay algo que crece, que no para de crecer y que va cubriendo mis ojos y mi rostro.

martes, junio 14, 2005

Los otros

Entre la escritura de la novela que no avanza, que se entrampa en las fotografías de un protagonista que no se sabe bien si huye de los muertos o los persigue, que se maravilla ante los dibujos procaces de una púber, que comienza a naufragar en la desesperación de plazos que se acaban, de la imposibilidad de un final donde las imagenes son echadas al mar como cenizas de un cadáver; entre todo esto tambien yo sozobro, perdido y desorientado por la dirección de las nuevas corrientes oceánicas que me arrastran, rodeado de peces de colores que en medio de la oscuridad a veces brillan.
Y me busco, para no extraviarme del todo, cerrando los ojos.
Y me encuentro en la imagen contrastada que me devuelve la ventana en esta tarde de lluvia, de pelotas de fútbol que una y otra vez inflan las redes de un arco, repetición infinita y fractal del fracaso; de terremotos no tan lejanos que nos vuelven a abofetear el rostro insolente, que nos demuestran nuevamente la precariedad de la vida, pobres hormigas soberbias extraviadas en el cosmos.
Y encuentro a otros a los que he heredado, reflejos distantes que me condicionan como de alguna manera todos los que se llaman Pablo terminan pareciéndose en algo. Me encuentro con otras vidas que he tenido o me han inventado, con futuros o pasados posibles o soñados.
Bradbury, en Crónicas Marcianas (tengo una edición con prólogo de Borges que es una delicia y que ahora estoy releyendo por varias razones), escribe: "El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuelles vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba inútilmente de recoger los trozos del vaso".
Brecht, certero como un arquero mongol, dice en Historias del señor Keuner: "El señor K. estuvo esperando algo todo un día, luego una semana y por fin un mes entero. Al fin se dijo: Podría haber esperado perfectamente un mes, pero no ese día ni esa semana".
Por supuesto, nunca puede faltar Kafka, el señor K. por excelencia: "Al llegar K. ya era tarde. Una nieve espesa cubría toda la aldea. La niebla y la noche ocultaban la colina y ni un rayo de luz permitía ver el gran castillo. K. permaneció mucho tiempo sobre el puente de madera que iba de la carretera general al pueblo, con sus ojos levantados hacia aquellas alturas que parecían vacías", escribe en El castillo.
Más cerca en el tiempo y el espacio, en El nieto de Kafka Elbio Rodriguez Barilari no se anda con chicas: "El Señor K. engulle un puñado de anfetaminas. Después va hacia el fax. Pisa un montón de compact-disc que quedaron en el suelo. Resbala sobre los escurridizos estuches plásticos y cae contra el equipo de sonido".
Para terminar, y no por ello menos importante, Freud sindica otros comportamientos que son dignos de apreciar en El análisis de un caso de histeria: "Pero Dora sintió en aquel momento una violenta repugnancia; se desprendió de los brazos del señor K. y salió corriendo a la calle por la puerta interior".
¿Cuál de todos ellos soy o fui? ¿Cuál seré mañana, mientras busque en el espejo de la lluvia la imagen que nunca encuentro, un fotógrafo acodado sobre la baranda de un barco mientras ve que sus recuerdos se van hundiendo poco a poco en el mar del sur?

lunes, junio 13, 2005

Doppelganger

Eso era lo que decía Kyle MacLachlan al final de Twin Peaks, para cerrar con botón de oro la historia de chicas asesinadas, de espíritus malignos, mujeres que hablaban con troncos y enanos bailando delante de telones de color rojo. Lynch no se quedó ahí, por supuesto, y ha vuelto al tema de los dobles y del cambio de personalidad en Lost Highway y Mulholland Drive (no hay música, no hay orquesta... silencio... silencio, rezaba esa especie de hechizo que provocaba el enroque de almas). Y por si fuera poco, cada vez que retoma el tema se va poniendo más hermético.
Antes, Pedro Picapiedra tenía un doble perverso. Y Elizabeth Montgomery, en Bewitched.
Después, La doble vida de Verónica, una joya de Kieslowsky. Curioso que se incluyan en esa película composiciones atribuidas al holandés Van den Budenmayer, un inexistente músico barroco al que Preisner, el autor de la música para la película, usa de testaferro. Un juego como de muñecas rusas.
Hoy iba en el bus y pensaba en eso, en el doble, en ese otro que puede estar en algún sitio y cuyas acciones están condicionadas por las mías y viceversa. Alguna vez me han confundio con otra persona y me han dicho que soy igual al aludido. ¿Será que por ahí, más cerca de lo que supongo -siempre esperé que estuviese en otro lado del mundo, en Lisboa o en Praga, ojalá en Praga, recorriendo sus callejuelas antiguas, visitando sus librerías-, más cerca, digo, hay otro yo que circula libremente por la vida? A veces lo busco, es cierto, pero siempre con el temor a encontrarlo, a dar con el reflejo definitivo, con un espejo hecho carne. El otro que lleva una vida distinta, que tiene todo lo que no poseo -más o menos, da igual- que ha resuelto problemas que yo arrastro, que prefiere ver Cruzada a ver Metrópolis, que disfruta leyendo a Dan Brown y Paulo Coelho. O que, quizás, repite los mismos comportamientos y lleva una vida copiada al carbon, y ahora pienso que esta posibilidad es la verdaderamente escalofriante.
Por la ventanilla del bus miraba a las personas que como animaciones en cámara lenta iban dejando sus siluetas en mi retina. ¿Y los dobles, los otros de tantos que veía pasar de una lado para otro? ¿Existe acaso un mundo que se repite sobre si mismo, como diapositivas que se superponen sobre un muro? ¿Es eso lo que nos hace sentir menos solos en los momentos de tristeza, el saber que nuestro dolor es compartido por alguien más, alguien que quizás no está triste pero sin entender porqué se ha puesto a llorar y su esposa y sus hijos lo miran y le preguntan qué le pasa y se miran entre ellos con ojos de preocupación?
Hoy iba en el bus pensando en todo esto, mirando por la ventana la tarde que anunciaba lluvia, camino al ciclo de Fritz Lang que están dando en Goethe Institut, esperando encontrarme con María y su doble mecánico, su golem, con la redentora y con la bruja.

domingo, junio 12, 2005

Objetos perdidos

Estoy en un café, frente a la estación Bellas Artes del metro. En la mesa de junto hay un par de chicas que al parecer trabajan en una traducción, pues de vez en cuando hablan en noruego y escriben o tachan algo en uno de los muchos papeles que tienen desparramados sobre la mesa, entre dos vasos de jugo ya vacíos. Afuera llueve y la gente corre por la calle. Los paraguas florecen como invertidos tulipanes negros, proliferan con la humedad como hongos. Al rato las chicas se levantan y se van, dejando olvidado un paquete en una de las sillas. Le aviso al mozo, que las alcanza antes de que crucen la calle. Una de las chicas, rubia y alta, le agradece con una sonrisa.
Constanza me dice entonces que una vez se encontró una ilusión en el piso de un vagón del metro. Me cuenta con los ojos tristes que era un anillo bonito, de oro seguramente, y que se lo entregó a un guardia en la estación siguiente. Me dio tanta pena, dice, imagínate a quien lo perdió, imagínate lo que es encontrar una ilusión, un símbolo de amor y compromiso. Supongo que el guardia no lo entregó, que no hizo ningún esfuerzo por hallar al propietario, al que en alguna parte se mordía las uñas y quizás lloraba. Miro a Constanza, que está triste o quizás es el día y la lluvia y el frío. La miro y luego busco a través de la ventana el rostro de alguien más, de cualquiera.
Más tarde, mientras bebo cerveza con El cuervo en un restaurante frente a la plaza Brasil, llegamos a la conclusión de que lo que se nos ha perdido es la vida. Que en algún sitio dejamos de estar o dejamos pasar algo que era importante y que no vimos. O que tal vez vimos y nos hicimos los tontos. Dos tontos medio borrachos que se quejan de lo que no han hecho, presos de una sensación de callejón sin salida.
En París almacenan los objetos perdidos desde hace más de 200 años. Un vestido de novia, un cráneo, una pierna de madera o una barra de oro de un kilo. Casi todas las cosas consiguen devolverlas.
Todos hemos perdido algo o a alguien. He perdido libros, discos, recuerdos, abuelas, tíos. He perdido tiempo. Hay cosas que nunca se pueden recuperar y su llanto ausente nos acompaña siempre, como un vacío en mitad de la frente.
Debería hacer una lista, una larga lista en un papel blanco y escrita con tinta verde, por eso de la esperanza. Una lista interminable para enviar al Service des Objets Trouves, para ver si estos franceses tan eficientes me pueden ayudar.
En una de esas tengo suerte.

sábado, junio 11, 2005

Martín en las ciudades II

(Si quieres leer el capítulo anterior pincha aquí)
Cogió el auricular al cuarto timbre.
- ¿Aló? –dijo.
No respondieron. Martín puso atención y pudo oír ruido de calle, el murmullo de gente conversando en la distancia. También le pareció oír el sonido de una respiración apagada.
- ¿Aló? –repitió, acomodándose sobre el piso.
Escuchó un leve carraspeo, seguido por una voz de hombre que parecía dudar de algo.
- ¿Minerva?
- No.
- ¿Con quien hablo?
- ¿Con quiere hablar? –preguntó Martín.
- ¿Quién es usted? –grito la voz al otro lado.
- No es necesario que me grite –se quejó Martín, molesto-, basta que me diga con quién quiere hablar.
Hubo un sonido que parecía ser algo estrellándose contra un muro.
- ¿Qué hace usted ahí? ¿Dónde está Minerva? –grito el hombre.
- Ya le dije que no es necesario gritar –insistió Martín, que se sentía particularmente tranquilo.
El sujeto al otro lado de la línea gritó algo más que Martín no pudo entender y colgó. Martín apartó el auricular de su oído y lo volvió a su sitio mientras se ponía de pie. Miró por la ventana sin reconocer la calle. Se rascó la nalga derecha y recordó que estaba desnudo. Apartándose de la ventana fue a sentarse en la cama, entre las sábanas en desorden.
Observó la habitación, sin más mobiliario que el que había adivinado cuando abrió los ojos en la penumbra. Ahora que el cuarto estaba iluminado por completo vio que los muros estaban pintados de color verde pálido y que en la muralla de la derecha había colgada una pequeña reproducción de lo que parecía ser una pintura de Mordecai Ardon. Presa de la curiosidad, Martín se levantó y rodeo la cama para mirar más de cerca la lámina.
- Casi parece un original –dijo en voz alta mientras acercaba los dedos a la superficie rugosa de la pintura.
El teléfono volvió a sonar. Martín giró sobre sus talones y contempló el aparato negro que se estremecía a cada timbrazo. Parece una cucaracha, pensó. Luego del quinto timbre el bicharraco calló. Desde el otro lado del cuarto Martín tuvo la certeza de que eso no era bueno.
- Va a venir –dijo-, el teléfono dejó de sonar porque el sujeto ese ya viene para acá.
Comenzó a buscar algo de ropa. De la que el llevaba el día anterior no encontró rastro alguno. Y cuál fue el día anterior a éste, se dijo, me pregunto si hubo algún día anterior, porque esto más bien parece un comienzo que una continuación. Abrió las puertas del ropero que estaba junto a la puerta. Entre un montón de abrigos de mujer, de todos colores y tamaños, encontró un traje completo. Un par de camisas dobladas dentro de un cajón, en la parte inferior del ropero, junto con unos zapatos negros que estaban bajo la cama, completaron la indumentaria.
- Si hubiese una corbata –dijo Martín, mientras revolvía los cajones-, una corbata que haga juego con el traje y con esa camisa blanca. No pido más.
Y la corbata, una serpiente de color burdeo, parecía jugar a las escondidas con él porque dio con ella cuando ya había perdido toda esperanza, al fondo del cajón donde estaban las camisas.
Se vistió sin prisa, mirándose en el espejo que estaba pegado a la puerta del ropero. Una vez listo, se acercó a la puerta y giró la manilla, que se quejó con un chillido de rata asustada.

jueves, junio 09, 2005

Monos

Los recuerdos me atraviesan como flechas en esta tarde sosegada donde el frío me ha obligado a guardar reposo. Quizás porque la excelente cronista que es Carolina Moro me ha obligado al entregarme, como testigo de posta, el famoso MEME (¿qué diablos significa esto?) que anda circulando por ahí y me he visto en la obligación de retirar las telarañas del ático en busca de los viejos vinilos que harían la delicia de Crisis, quien supongo ya estará preparando las maletas para volar a las tierras del norte y hacer correr a sus caracoles.
La ventana oscura de la noche, esta vez sin silencios, me abre su ojo ciclópeo y me muestra una verdad: no estoy solo. Algunos hablan de bandadas de pájaros, otros de fraternidades mudas y una, esa que otra vez me ha dejado seco y solo, insiste en el símil de una suma imposible.
Los recuerdos, entonces. Varios recuerdos. El patio de infancia donde enterraba los soldaditos, sepulcros que se perdieron bajo el concreto de las ampliaciones, así como fueron removidos los limoneros y duraznos donde jugaba. Los dibujos animados que casi nadie recuerda, como Les Mondes Engloutis (que por estas tierras era conocida como Espartaco) y sus piratas cantantes, los coloridos Barbapapás que se transformaban en lo que querían y necesitaban. Las llamadas de noticias de la radio Cooperativa durante la dictadura. Los amigos del colegio, las primeras fiestas, las niñas que escondidas en los rincones esperaban para que alguien las sacara a bailar. Las carreras de posta con el equipo de atletismo del colegio, la adrenalina de la velocidad y las piernas que casi reventaban por el esfuerzo.
Tantas otras cosas que no puedo recordar, difusas imágenes que juegan conmigo desde eso que está atrás, muy atrás: todos los besos que ya no encuentro en ningún sitio, los dibujos que se fueron a la basura con los cuadernos escolares.
El presente. Una isla que desaparece devorada por el mar, los cisnes que mueren envenenados como tarde o temprano, parece, vamos a morir todos. La dictadura del mercado disfrazada de democracia, los dirigentes estudiantiles que vuelven a ser golpeados mientras vuelven a sus casas, agotados de pedir a voz en cuello que no les roben el futuro.
El MEME, al fin.
1. ¿Cuánto espacio ocupa la música en tu PC?
18.354.990.145 bytes (poco más de 17 Gygas)
2. Último disco que compraste.
Uff. Hace tiempo de eso y fue Hail to the Thief, de Radiohead, creo. Último disco que bajé: L'Ascenseur pour l'Echefaud, de Miles Davis.
3. Canción que estoy escuchando.
Rabbit in your headlights, de U.N.K.L.E.
4. Cinco canciones que escucho o tienen significado para mi.
La ciudad de la furia, versión unplugged de Soda Stereo con Andrea Echeverri, de Aterciopelados.
Un amor violento, de Los Tres.
A punchup at a wedding, de Radiohead.
Les feuilles mortes, de Miles Davis.
Smile, de Pearl Jam.

¿A quien le paso ahora el testigo?
Para que se entretengan cuando tengan tiempo y ganas.

miércoles, junio 08, 2005

Mil

Mil pares de ojos han pasado ya por estos patios, mirando desde la distancia la luz que se enciende en la ventana, escuchando desde la sombra del árbol el sonido de las teclas del ordenador que van dibujando paisajes sobre el teclado. Mil rostros se han enfrentado desde la ilusión del espacio abolido a este rostro binario que he inventado, que he convertido en espejo y ventana dibujada por infinidad de ceros y unos, manifestaciones absolutas del vacío y el todo.
En mis ojos han quedado grabados los pasos de los caminantes mientras en otro sitio, ajeno a esta tierra de letras sin sonidos, se abre una puerta a lo que parece ser la nada. Soy pesimista, de cualquier modo, y tal perspectiva no me asusta: siempre he visto vasos medios vacíos. Busco en esto -esto que dibujo ahora como el filigrana del humo del cigarro traza vericuetos en el aire frente a mi rostro, el de verdad- una respuesta, una palabra que responda a mi palabra, la pieza que falta del rompecabezas incompleto que vengo armando en la mesa del comedor desde hace vidas.
Es otra noche, es frío y silencio mientras cuento con prolijidad los rastros que han dejado los visitantes, los tulipanes que algunos se han llevado sin permiso, las ramas rotas en los arbustos, los nidos de hormigas que han sido pisoteados. Pero nada de esto importa y, por el contrario, me alegra. Esto más que un patio es una plaza, la ilusión de una noche de Magritte que sirve de celebración y casa abierta. Es un parque que no acaba, es un juego al que están siempre todos invitados.
Mil ojos, mil rostros, mil voces que no conozco. Una isla de alegría en este instante, la tabla del náufrago en mitad del oceáno.
Mil gracias.

martes, junio 07, 2005

Heridas

Como un perro vuelvo a casa, magullado y cubierto de costrones, las cicatrices nuevas brillantes encandilan. Vuelvo con la carne lacerada, sucio el rostro de sal y palabras, vuelvo con marcas de dientes en los flancos y en mitad del pecho -donde si no- la piel abierta como el telón de un teatro de mala muerte, la ventana sucia que mira al vacío.
Me revuelco en la sangre seca, tratando de aplacar el dolor que las uñas provocaron en mi espalda, los mapas de imaginarias tierras con los que he sido tatuado. Junto al sol negro que florece en mi hombro un hierro candente ha quemado la piel para dibujar una luna. En uno de mis muslos el mismo hierro dibujó una cruz.
En el umbral de una nueva muerte percibo una ciudad distinta, una ciudad con calles innombrables, con recorridos que quedan grabados como cicatrices sobre el concreto y cada huella es un estigma. Hay esquinas que hieden a cadáver, librerías que inevitablemente se convertirán en nidos de ratas, butacas de un cine donde han comenzado a brotar espinas.
No sólo yo agonizo: un libro completo de recuerdos arde en la hoguera de la noche.
No sólo yo caigo: las aves del cielo comienzan a arrastrarse como las hojas de un otoño en el infierno.
En alguna parte, lo sé, hay quien pasa por lo mismo, o quizás por algo peor. Egoísta y orgulloso, la certeza de este hecho nunca podrá mitigar mi sufrimiento.

lunes, junio 06, 2005

Estaba en llamas cuando desperté

Ardo por dentro.
Sin fuego, sin humo, como una luciérnaga, como un hierro blanco, incandescente, ardo.
Despierto temprano, mucho más de lo normal, inquieto, abrumado por imágenes del pasado inmediato, por tantas posibilidades que de pronto se abren, perdido en medio de un jardín donde los senderos se bifurcan. Mientras escribo escucho un disco de Miles acompañado por Barney Wilen, René Urtreger, Pierre Michelot y Kenny Clarke, Ascenseur pour l'echafaud, banda sonora para la película del mismo nombre que el 57 dirigió Louis Malle y que, si no me equivoco, fue su primera película. Cuenta la leyenda -en realidad me lo ha contado el bengalés, pero para el caso es lo mismo- que Miles improviso todos los temas mientras veía el copión del filme. Una imagen de antología: el perfil inconfundible del trompetista recortado por la luz que viene de la pantalla donde se proyecta la película.
Ayer estuve en el cumpleaños de Hugo, un amigo al que solíamos llamar guatón por razones obvias. Es curioso que a pesar del tiempo, de los kilos de menos y del estilo cool que ahora cultiva le sigamos llamando del mismo modo. Hoy es el cumpleaños del guatón, me dijo mi cuñada por teléfono en la mañana, te doy la dirección y nos encontramos allá. El ex-guatón trabaja de cobrador de entradas en la Maestra Vida. Es una especie de anfitrión, supongo, y le complica un poco el no saber casi nada de inglés aunque, por el contrario, es versadísimo en los procedimientos de la alquimia marxista. Tiene una pieza llena de libros de todo tipo, comics y ahora ha sumado una videoteca respetable.
Fui a su cumpleaños por la tarde, un poco para capear el frío y también para oxigenarme luego de escribir toda la tarde. Las letras intoxican, niños, manténganse alejados de ellas. Es como un solvente fuerte, supongo. Mientras iba en el bus con las manos bien metidas en los bolsillos del abrigo trataba de imaginar a la concurrencia de la reunión. A Hugo no lo veo casi nunca, y siempre que lo paso a saludar al trabajo es porque ya estoy bastante borracho y es bastante tarde. Además, ya hace un rato que cambié Bellavista por el barrio Brasil, o por una itinerancia por diferentes lugares, y no tengo la más mínima afinidad con la música tropical. Quizás me gusta Buena Vista Social Club y esa vieja música orquestal cubana pero nada más. Lo mío es más el beat (léase también bit) o la guitarra eléctrica bien fuerte.
Volviendo al tema, creo que la última vez que vi a Hugo fue en octubre pasado, cuando andaba con mi hermano celebrando un premio que me gané en la Municipalidad de Santiago por un cuento. Hugo nos acompañó en la celebración en la puerta de la Maestra Vida y le ayudé un poco con la comunicación bilingüe. Como premio nos regaló un par de stolich con tónica. Y ayer, oscuro ya todo, la ciudad dormida como un gran animal, mirando por la ventanilla del bus, trataba de imaginar los rostros del pasado que podría encontrar en casa de Hugo. En algún momento, sobrepasado por la posibilidad de un retroceso temporal, traté de acordarme de la mayor cantidad de personas de mi último curso en el colegio. Apenas llegué a cuatro, lo que no me dejó de parecer amargo.
Pero las cosas siempre son distintas a como uno se las imagina, simpre hay una flor en lugar de un cuchillo o, mejor aún, ceci n'est pas une pipe. En casa de Hugo no conocía a nadie. Ningún familiar, ningún conocido o conocida de nuestro pasado común. Borrón y cuenta nueva: además de mi hermano, su esposa e hija, estaban tres sujetos que en una esquina de la mesa se reían de todo, un tipo más viejo con su hija, otro tipo con cara de borracho y un par de chicas bastante lindas que de rato en rato se ponían a hablar en alemán y, estoy seguro, en algún momento de la noche se dieron un beso. No sé si respiré tranquilo al ver tanto desconocido o me entristecí más.
Mucho más tarde, luego de la torta, las velas, el vino y el ron Varadero (ayer me enteré que se fabrica en una localidad llamada Ciego de Ávila y no pude evitar pensar en El lazarillo de Tormes) con ginger ale y cuando todos se disponían a partir y seguir la fiesta en la salsoteca antes mencionada me di cuenta que una de las chicas, que usaba un abrigo verde muy cool, llevaba unos zapatos extrañísimos. Como la bruja mala del oeste, creo, no sé. Era como esa pizca de mentira que necesitamos para darnos cuenta de que lo que sucede es verdad, que no es un sueño. Una especie de pellizco al inconsciente.

domingo, junio 05, 2005

Martín en las ciudades I

El despertar siempre le resultaba terrible.
La primera impresión era el desarraigo, el exilio del mundo del sueño que era tan acogedor y tibio, el retorno a un cuerpo cansado, lento y pesado. No podía abrir de inmediato los ojos: tenía, primero que nada, que estar seguro de que había despertado, que no era una continuación del sueño, que no era una ilusión de la duermevela. Con los ojos cerrados comenzaba a respirar, a buscar olores conocidos, subía y bajaba el pecho concentradamente mientras con el oído intentaba reconocer los sonidos, el ajetreo en el piso de arriba, el ladrido de un perro que todas las mañanas le servía de despertador.
Sintió que algo no funcionaba. Entreabrió los ojos con desgano y en la penumbra del cuarto estiró el brazo, buscando el reloj en el velador. La mano sólo encontró un trozo de sábana que no debería estar ahí. Pensó que quizás, durante la noche y a causa del frío, se había refugiado en el rincón de la cama que daba a la pared. Intentó entonces un amago de giro que terminó por dejarlo tendido de espalda en la cama, con ambos brazos completamente extendidos.
Esta no es mi cama, pensó Martín sin atreverse a abrir los ojos, y este no es mi cuarto. Se replegó sobre sí mismo, formando un ovillo y volvió a tantear alrededor sin encontrar nada que pudiese servirle para orientarse. Respiró profundo y exhaló sonoramente. Al parecer estaba solo, pues nadie respondió a su señal. Vamos a ver, se dijo, esto debe ser un sueño. Desistió del pellizco de rigor para evitar el cliché y se cubrió la cabeza con la sábana.
Abrió un ojo. Como había supuesto, el lugar estaba a oscuras. La sábana era delgadísima, por lo que de haber luz tendría que distinguir alguna forma, o al menos un foco luminoso. ¿Era de día o de noche? Resolvió que finalmente no importaba, que lo central del asunto era determinar dónde estaba.
Súbitamente atemorizado se palpó el cuerpo con la mano derecha. Estaba desnudo. La erección que acompañaba cada uno de sus despertares se manifestaba tímidamente, por lo menos un signo de normalidad para tranquilizarse. Martín cerró el ojo que tenía abierto y luego de unos minutos se sentó en la cama y abrió ambos ojos.
La habitación era amplia y en la pared frente a la cama pudo adivinar la silueta de un ropero y lo que podría ser una puerta. La oscuridad no era completa y al girar la cabeza hacia la izquierda descubrió una ventana cubierta con gruesas cortinas que dejaban pasar algo de luz. Aguzando la mirada distinguió una mesa junto a la ventana.
- ¿Qué es este lugar? –preguntó en voz alta, en parte para exorcizar sus temores y en parte para no sentirse solo.
Se levantó de la cama y caminó hacia la ventana, asomándose con cuidado entre las cortinas. Afuera era de día y el trozo de calle que pudo ver estaba vacío. Tomó nota mentalmente que justo frente a la ventana, tres o cuatro piso más abajo, al otro lado de la calle, un hombre gordo vestido de blanco abría la puerta de un café.
- Es temprano todavía –dijo Martín.
El sonido del teléfono lo sobresaltó, haciéndole perder el equilibrio. Se agarró de una de las cortinas para evitar la caída pero terminó junto con ella en el suelo al tiempo que el teléfono sonaba por segunda vez. Se demoró un timbre más en habituarse a la intempestiva oleada de luz que había invadido el cuarto y descubrir que el teléfono, un aparato viejo de color negro y con disco, estaba sobre la mesa junto a la ventana.
Cogió el auricular al cuarto timbre.
- ¿Aló? –dijo.

sábado, junio 04, 2005

Guerra de mundos

Ya está disponible en la red el segundo programa de Guerra de Mundos, con una excelente selección de música que incluye a Miles Davis y Keith Jarrett, por el lado del jazz, y en rock alternativo nos traen a dos nacionales: Exsimio y, la estrella de la noche, Cangrejo. Este último grupo la lleva: ojo -y oreja- con ellos.

viernes, junio 03, 2005

Hipertexto

Ayer estuve con Crisis en el Normandie tomando una cervezas mientras conversábamos, por fin frente a frente luego de casi seis años sin vernos, desde que él partió a Inglaterra más o menos. Habíamos mantenido contacto virtual, eso sí, por lo que no hubo demasiado de eso que se llama poner al día. Nos dedicamos a comentar nuestras experiencias blogger (fue él quien demoniacamente me indujo a convertirme en este reflejo virtual) y a ponderar las posibilidades del soporte electrónico, quizás el más democrático -adjetivo bastante cuestionable pero no se me ocurre uno mejor- en este momento. Además que me parece que en un blog se potencia al máximo el uso de internet, se alcanza la cima en términos de comunicación. Crisis me contó que uno de los blogs más leidos en el Reino Unido era el de un camillero de un hospital público que contaba sus experiencias intrahospitalarias, con drogadictos portadores de VIH vomitándole encima y él tragándose el vómito. Estilo Bringing out the dead, de Scorsese, pero sin tanta poética barata. Comentamos que los blogs de habla, o letra, anglosajona son mucho más violentos. Estuvimos hablando de los blogger profesionales, es decir, que viven sólo escribiendo su blog y ganan dinero con eso.
Se me ocurre la idea de hacer una novela interminable, una historia de entregas diarias o semanales al estilo de los libros de Salgari. Se viene, de todos modos, y se llamará Martín en las ciudades, aunque no sé si hacer las entregas en este mismo blog o crear uno independiente. Ya veremos. Se me ocurre también que es posible hacer una novela que sea sólo hipertexto: una pantalla -sólo una- con el capítulo inicial y en cada palabra un vínculo a una imagen o un capítulo distinto, a un video o a un sonido. La novela como modelo para armar propuesta por Cortázar, la novela como laberinto propuesta por Bolaño.
Así con Crisis, que se fue a trabajar después del encuentro y creo que iba un poco borracho.
Luego me junte con el Bengalés, un hijo de Brahma que naufraga por estos lados y se dedica por el momento a tocar guitarra eléctrica en un grupo de Hip Hop repotente que se llama Da Rebelión. Con el Bengalés, que es un amigo más bien reciente pero parece que fuera de la infancia, estuve hasta las tantas de la noche bebiendo más cerveza en diferentes sucuchos del centro de Santiago. Hace rato que venimos acariciando la idea de una gran travesía americana, para lo que tendríamos que comprar una camioneta -y yo tendría que aprender a manejar- y partir hacia Baires para buscar a Javier, un muy buen amigo que nos ayudaría a completar la tríada cabalística. Y de Baires al norte, a Uruguay, Paraguay, Brasil y sigue contando, porque no paramos hasta Alaska. En una de esas todo resulta antes de lo previsto por diferentes circunstancias que se han ido precipitando como un alud de lodo. Y la metáfora vale tanto por la cinética como por la suciedad.
El Bengalés se fue a la pieza que arrienda en calle Miraflores y me dejó solo y varado en la Alameda, donde tuve que esperar un bus que no aparecía y no apareció hasta mucho después, cuando ya la tristeza que había evitado toda la noche, quizás aprovechándose de la borrachera, me goteaba de los ojos y la ciudad se iba poniendo borrosa y el sabor salado de la lluvia llegaba a mis labios.

miércoles, junio 01, 2005

Punto de fuga

Imposible no enterarse por la TV de la carrera por el queso, donde un centenar de personas se lanza colina abajo siguiendo un queso rodante que alcanza hasta 130 km/hr en la empinada pendiente de Cooper's hill, Brockworth, Reino Unido. Resultado: algunas fracturas, muchas magulladuras y cuatro victoriosos que como único premio se llevan un queso doble de Gloucester, el mismo que trataron de alcanzar durante la carrera. Lo que en realidad me resulta curioso de todo esto es la ridiculización que nuestros lectores de noticias hacen de esta competencia, mirándola como un bicho raro. No es la misma cara que ponen cuando en alguna pobre localidad de nuestro país se ponen en campaña para hacer la longaniza más grande del mundo. Entonces sus ojitos brillan, extasiados en una suerte de patiotismo, como diría Cortázar.
Hoy por la tarde paso escribiendo, escuchando el disco The blue train, de Coltrane, y antes a In-Grid con el álbum La vie en rose.
Buena tarde para escribir, y aquí les ofrezco un adelanto de lo que hago:
"Andrés ya se sentía borracho, y ni hablar de la marihuana. Se había dejado resbalar en el sillón todo lo que le permitía la inmovilidad de su pierna y miraba hacia sus amigos, instalados los tres en el sofá, compartiendo el vino y pareceres diversos acerca de la arquitectura de los cementerios y los rituales funerarios, casi olvidados de Alicia y de su ausencia. Andrés entrecerró los ojos, de pronto se sentía enormemente cansado. Entrecerró los ojos, entonces, y vio a Alicia de pie junto a la ventana abierta, vestida como el día del accidente, y estuvo tentado a decirle hola amor, cómo estás. Ve bultos o escucha voces, pensó sonriendo pero lo mismo Alicia seguía ahí, mirándolo como tantas veces cuando no hacían caso del murmullo general y se dedicaban exclusivamente a mirarse. Alicia, se dijo Andrés e hizo un pequeño esfuerzo para ejercitar la posible telepatía que Pablo le había atribuido. El fantasma -porque no podía ser otra cosa- le sonrió desde la ventana y luego se esfumó en una nubecita violeta que se mezcló con el humo del cigarrillo que había encendido Daniel. Andrés se acomodó en el sillón, enderezando la espalda, y solicitó con amabilidad un cigarrillo para su propio disfrute.
Mientras aspiraba con ganas un Marlboro que le hizo picar las aletillas de la nariz, comenzó a hablarles del viaje. Los otros tres se quedaron callados un rato, escuchándolo y pensando que otra vez jugaba, pero apenas notaron que a pesar de la borrachera la cosa iba en serio se pusieron a emitir opiniones y consejos, que para eso se juntaban casi siempre con la excusa del vino y otras sustancias. El viaje, decía Andrés una y otra vez, esperando que el fantasma de Alicia apareciera nuevamente junto a la ventana, lo que no sucedió."

Pesadillas

Me paso el día frente al computador, escribiendo como loco. Ahora que lo escribo y luego lo leo, me doy cuenta que no se puede escribir de otro modo. Hay que estar al otro lado de la cerca, mirar la vida desde la alteridad, ergo estar alterado. El fotógrafo viaja cada vez más al sur, se va perdiendo en el recuerdo difuso de una chica que murió a su lado mientras hablaban de mariposas o de una película de Greenaway, ya no lo recuerdo bien. Es la hora y la ansiedad.
No sé si voy a dormir. Suele pasar que estos días de palabras tengo pesadillas. Sueño con enormes máquinas de ecribir que se convierten en bicharracos sedientos de palabras, al estilo de Burroughs el yonki. Cucarachas viscosas y mal olientes. Sueño también con bosques y lagos y castillos. No es broma. Y siempre hay algo que falta, que me hace sentir que todo se puede desmoronar en cualquier momento, como un vidrio que es atravesado por una piedra. Es terrible, un poco como la escalofriante secuencia de la borrachera en Dumbo, la película de Disney.
Es tarde para seguir escribiendo. Supongo que no hay otra que irse a la cama y leer alguna cosa, un cómic o un libro de cartas de Lezama Lima que es casi tan difícil de leer como Paradiso.
Otra vez silencio y soledad.