El calor del agua tibia contra la piel, contra los pezones erectos, contra los poros que se van abriendo en la espera, en el entrecerrar los ojos e imaginar una charca distante, una rama de sauce que cede sobre el espejo de agua que la lluvia ha dibujado sobre las calles. Pero al abrir los ojos no hay arroyos ni bosques ni cantos de doncellas, al abrir los ojos está la bañera blanca que poco a poco se va llenando de agua, están las líneas negras que separan los azulejos del baño, más arriba está el muñón de la ducha que observa como un pájaro metálico el cuerpo desnudo de la muchacha que se deja acariciar por la piel suave del silencio. Pero tampoco es el silencio: es el sonido de la lluvia que golpea incesante el tejado, el sonido de las gotas que se van acumulando en la calle e inundan las habitaciones de las casas contiguas, que van lavando de letras los libros y despojando de toda suciedad las cosas. Ella sabe, con los ojos bien abiertos, que en algún lugar un cuadro de Millais flota a la deriva.
La espera es en sí el paso del tiempo sobre los surcos de la piel, el reloj de la sangre corriendo por las venas que azuladas se adivinan bajo la membrana que separa al cuerpo del aire, del agua, del sonido enloquecedor de la lluvia. Ella lo sabe todo desde que asomada a la ventana observó en la lejanía la silueta de un sauce que de alguna manera se le hacía conocido, un deja vú que también era espera, que también era soledad y el aroma de la ausencia tan reciente. Ella lo supo todo entonces, cuando sin quererlo recitó: He aquí romero, que es para el recuerdo / por merced, amor, recuerda / y trinitaria, para los pensamientos. Y también suspiró, y su suspiro empañó el vidrio de la ventana y ocultó el sauce y el recuerdo.
El agua tibia le ha cubierto hace rato el sexo, que ahora busca con las manos en desesperado intento por espantar la ilusión de que la rodean setos y el agua está fangosa y sobre ella flotan pequeños capullos blancos. Cierra los ojos buscando en la memoria el cuerpo del ausente, la solicitud del abrazo y el beso traicionados, la sal de estas nuevas lágrimas que se meten en su boca que suspira entrecortado. Otra vez las palabras, cálidas como el llanto, salen de sus labios titubeantes: ¿Y no retornará más? / ¿Y no retornará más? / No, no, es difunto /ve a tu propio túmulo / que no retornará más. Grita, o ella cree gritar, al momento que aprisiona las manos entre las piernas y el agua de la bañera se agita y cae al piso del baño con estrépito de cristales.
Todo esta dicho, entonces. El frío metal está a la mano y estirando el brazo puede ya alcanzarlo, sentir cierto perturbador escalofrío a su contacto, la ansiedad y las lágrimas desatadas mientras el charco que rodea la bañera se expande como un continente transparente. Se sumerge con los ojos cerrados y los abre bajo el agua. Dos, tres, cuatro movimientos estudiados que realiza sin temor, segura del camino, abierta ya la piel que deja escapar las rojas amapolas de la sangre que se desdibujan en el agua quieta, cada vez más quieta.
Quizás más tarde el hermano llegue, como debe ser, como ya una vez fue, para encontrarla sumergida en si misma, los hermosos ojos azules fijos en un sauce distante, el hermano cogiéndola entre sus brazos y murmurando, sin entender por qué, las palabras que una vez escribió el Bardo: Depositadla en tierra, / ¡que de su bella carne inmaculada broten violetas!.
La espera es en sí el paso del tiempo sobre los surcos de la piel, el reloj de la sangre corriendo por las venas que azuladas se adivinan bajo la membrana que separa al cuerpo del aire, del agua, del sonido enloquecedor de la lluvia. Ella lo sabe todo desde que asomada a la ventana observó en la lejanía la silueta de un sauce que de alguna manera se le hacía conocido, un deja vú que también era espera, que también era soledad y el aroma de la ausencia tan reciente. Ella lo supo todo entonces, cuando sin quererlo recitó: He aquí romero, que es para el recuerdo / por merced, amor, recuerda / y trinitaria, para los pensamientos. Y también suspiró, y su suspiro empañó el vidrio de la ventana y ocultó el sauce y el recuerdo.
El agua tibia le ha cubierto hace rato el sexo, que ahora busca con las manos en desesperado intento por espantar la ilusión de que la rodean setos y el agua está fangosa y sobre ella flotan pequeños capullos blancos. Cierra los ojos buscando en la memoria el cuerpo del ausente, la solicitud del abrazo y el beso traicionados, la sal de estas nuevas lágrimas que se meten en su boca que suspira entrecortado. Otra vez las palabras, cálidas como el llanto, salen de sus labios titubeantes: ¿Y no retornará más? / ¿Y no retornará más? / No, no, es difunto /ve a tu propio túmulo / que no retornará más. Grita, o ella cree gritar, al momento que aprisiona las manos entre las piernas y el agua de la bañera se agita y cae al piso del baño con estrépito de cristales.
Todo esta dicho, entonces. El frío metal está a la mano y estirando el brazo puede ya alcanzarlo, sentir cierto perturbador escalofrío a su contacto, la ansiedad y las lágrimas desatadas mientras el charco que rodea la bañera se expande como un continente transparente. Se sumerge con los ojos cerrados y los abre bajo el agua. Dos, tres, cuatro movimientos estudiados que realiza sin temor, segura del camino, abierta ya la piel que deja escapar las rojas amapolas de la sangre que se desdibujan en el agua quieta, cada vez más quieta.
Quizás más tarde el hermano llegue, como debe ser, como ya una vez fue, para encontrarla sumergida en si misma, los hermosos ojos azules fijos en un sauce distante, el hermano cogiéndola entre sus brazos y murmurando, sin entender por qué, las palabras que una vez escribió el Bardo: Depositadla en tierra, / ¡que de su bella carne inmaculada broten violetas!.