sábado, junio 18, 2005

Martín en las ciudades III

(Pincha aquí para leer el primer capítulo y aquí para leer el segundo)
Se vistió sin prisa, mirándose en el espejo que estaba pegado a la puerta del ropero. Una vez listo, se acercó a la puerta y giró la manilla, que se quejó con un chillido de rata asustada.
La habitación a la que entró estaba completamente vacía y en sus muros blancos podía adivinarse el lugar donde alguna vez colgaron cuadros, denunciados por una silueta de ausencia como una sombra estampada en las paredes de Hiroshima. Justo frente a la puerta que Martín acababa de abrir y cruzando el cuarto había otra puerta. Caminó hacia la izquierda, hacia un gran ventanal que partía la pared blanca y salía a un espacioso balcón poblado de maceteros con matas secas.
Martín salió y apoyó las manos en la baranda metálica para retirarlas de inmediato. Se miró durante unos segundos el polvo de óxido que había quedado pegado en sus palmas.
- ¿Habrá llovido? –se preguntó, levantando la cabeza hacia el despejado cielo azul.
No encontró ningún indicio de lluvia ni en el edificio ni en la calle, que se perdía hacia ambos lados, rodeada de viejos edificios de estilo francés. Giró la cabeza repetidamente, intentando reconocer la presencia de alguna esquina sin lograrlo. Luego cerró los ojos y respiró profundo. Sin embargo, pensó, huele a tierra húmeda. Se encogió de hombros antes de entrar nuevamente al cuarto, que recorrió un par de vez mirando detenidamente las paredes y los rincones, las marcas de los muebles en el piso, los clavos de los cuadros que no estaban, la pintura del techo descascarada y la lámpara de lágrimas sin ampolletas que colgaba en el centro.
Recordó entonces al hombre del teléfono y se acercó sin prisa a la puerta que no estaba abierta y que cedió sin ruidos para dejarlo parado en mitad de un pasillo de paredes rojas e iluminado con una luz tenue. Esto ya parece un sueño, pensó mientras anotaba en su memoria que había una letra G de color bronce pegada a la puerta que cerraba cuidadosamente tras él.
Avanzó por el pasillo, o retrocedió, en estricto rigor alfabético, hasta la puerta con la letra D y el nacimiento de una escalera que bajaba. Se fue saltando cada dos peldaños, aunque la escalera era mucho más larga de lo que pensaba y en el primer descanso encontró un pasillo igual al que acababa de dejar pero sin puerta alguna. Siguió bajando hasta encontrarse de pronto con una gran puerta de madera, con dos hojas y sendos vitrales de colores vivos representando escenas confusas donde infinidad de seres realizaban extraños rituales. Parece un cuadro de El Bosco, pensó Martín contemplando con interés las dos escenas prolijamente ejecutadas con pequeños vidrios de colores.
Al inclinarse para mirar un diminuto fauno que parecía tener sangre en el pecho pudo distinguir, a través de la transparencia roja, que al otro lado estaba la calle. Empujó la puerta y salió. La calle era tal como la había apreciado desde la ventana, primero, y desde el balcón, después. Ningún rastro de lluvia: los adoquines estaban completamente secos y no había agua apozada junto a la cuneta. Martín estiró los brazos mientras bostezaba y luego cruzó la calle y entro en el café que acababa de abrir.
El hombre gordo y vestido de blanco que atendía el café se acercó para tomar el pedido.
- Café negro –dijo Martín.
- Bonita corbata –dijo el gordo mientras anotaba.
Martín le sonrió como respuesta y el gordo dio media vuelta y fue a perderse tras la barra. Martín se acomodó el traje, mirando de reojo y con orgullo la corbata.
Había escogido una mesa junto a la ventana, lo que le permitía vigilar la entrada del edificio y, además, le daba una perspectiva inigualable del balcón del departamento y de la ventana donde había roto la cortina. Ya debería estar aquí, pensó Martín y lamentó no haber encontrado un reloj junto con la ropa.
El gordo volvió con un café negro y humeante y al mismo tiempo, en la vereda de enfrente, apareció un hombre vestido con un traje parecido al que Martín llevaba. El hombre caminaba rápidamente, con un andar nervioso, y era largo y triste como una pintura de El Greco. Martín lo vio acercarse, lo vio detenerse repetidamente y mirar hacia el balcón, hasta que estuvo frente al edificio. Al parecer dudaba.
Finalmente, con un ademán particularmente dramático, atravesó las puertas con los vitrales y desapareció en la sombra. Martín, sorbiendo el café, decidió esperar a que saliera.

6 comentarios:

Carolina Moro dijo...

El café negro sobre la mesa y los ojos puestos sobre la calle, al otro lado de la calle. La puerta de vidrios rojos y las escaleras que suben, los pasos que suben. La habitación de la que acababa de salir. El pasillo antes de la habitación. La letra D, la letra G. Los cuadros que no están.

El café negro sobre la mesa y los ojos puestos sobre la calle. Sobre el hombre que entra por donde él acaba de salir.

Y la espera. La espera de mademoiselle M, claro.

Anónimo dijo...

Va muy bien, con excelent ritmo, mantiene el efecto de seguir esperando que sucede a cada momento.
Talentoso.

Fab Llanos dijo...

creo que merezco más de esto. Continuará?

Carolina Moro dijo...

El silencio. Lo mismo digo. El sofá es confortable y tres personas contemplan disimuladamente el reloj. Ella cruza las piernas, le gusta hacerlo, pero algo de silencio es necesario. Un rato más. Minutos quizás. Quién sabe.

Cpunto dijo...

(yo quise que él pasara la mano lentamente por esas manchas de la pared, que buscara las cabezas de los clavos con las yemas de los dedos con desesperación...)
sí, miramos de la vereda del frente,

C.

Miss Mag dijo...

Buen blog Sr. K
Srta. M.