martes, agosto 30, 2005

Islas

Se miran el uno al otro sin hacer gestos ni cruzar palabras. Ella enmarcada en una ventana amarilla cuyos bordes comienzan a descascararse por la insistencia de la humedad, él encuadrado en perfiles de aluminio que van cediendo poco a poco a los embates del óxido. Entre ellos sólo estaba la calle. Ahora, luego de las lluvias, un río caudaloso y desenfrenado los separa, una serpiente sucia que arrastra automóviles, árboles, cuerpos. Cuando él ve que un cadáver inflado como globo se acerca corriente arriba, mira a la chica fijamente a los ojos y le obliga a mantener este puente imaginario hasta que, según sus cálculos, el cuerpo ha desaparecido en el cruce de calles que hay más abajo y que se ha convertido en una laguna atravesada por traicioneras mareas. Así protege a la chica, o eso cree él, evitándole ver el rostro de la muerte paseando frente a su patio. Y así desde hace días, quizás semanas.
¿Cuánto tiempo habían sido vecinos, sin siquiera notar su presencia? Él trata de dormir pensando en ella, arropado en un par de frazadas secas que logró rescatar la noche del diluvio, y se acomoda sobre la cama de madera que cruje, húmeda, como un niño asustado. El silencio lo persigue de noche, apenas interrumpido por el estruendo de un tronco chocando contra las rejas de las casas, muchas de ellas en ruinas. Cierra los ojos y se refugia en la imagen de la chica, del naufragio compartido en los altos de las casas, de la distancia insalvable de la lluvia que no deja de caer, de las garras sinuosas del caudal que ruge como animal en celo. Cierra los ojos y trata de recordar alguna mañana en que se cruzaron, en que ella le dedicó una sonrisa, en que la vio alejarse vestida como colegiala y moviendo la mochila roja de un lado para otro. Entonces la mochila roja, la mancha roja que oscila entre los hombros difusos de una muchacha se convierte en ancla, en puerta al sueño, en anestesia para la fatiga y el frío y el hambre. Ya no necesita apretar más los ojos y su cuerpo se distiende y un sueño de sol y arenas blancas, de aguas mansas que acarician los pies, un sueño cálido lo cobija.
La mañana como todas las mañanas, lo primero mirar por la ventana hacia la casa de enfrente. Hasta hace unos días el ritual lo compartían con una vieja de cabellos desteñidos, que gritaba desde su ventana buenos días con una voz que más parecía el graznido de un pájaro. Pero ya la vieja no se asomaba por las mañanas ni a ninguna otra hora y era mejor no pensar en ello. Cuando llegaba el saludo matutino, cuando las ventanas quedaban frente a frente por primera vez cada día, no miraban hacia la ventana ahora vacía de la vieja. Lo habían decidido sin palabras, sin necesitarlas. Asomarse a la ventana hasta ver el rostro pálido de la chica, el cabello en desorden, la mano pequeña y delgada que se apoya contra el vidrio como un saludo de mudos. Él la mira y asiente con un movimiento de cabeza. Tiene la impresión de notarla más triste, de que sus ojos se han apagado desde el día anterior. Ella parece notar su desazón y le sonríe, por primera vez le hace un gesto que es más bien una mueca, una mala copia de una sonrisa, los dientes amarillos dibujando una media luna forzada en el rostro. Él abre los ojos, sin atinar a nada.
Cerca de mediodía él baja al primer piso descolgándose por los restos de la escalera, hundiéndose en el agua hasta la cintura para buscar restos de comida en la alacena. Alguna vez intentó bajar al sótano, pero en las aguas oscuras sintió el contacto viscoso de algo que no pudo precisar y desistió de seguir explorando. Busca en lo que queda del mobiliario latas de conservas que ya comienzan a escasear. Supone, tiene la esperanza de un rescate, pero ya no hay indicios de que eso vaya a suceder. Al principio, al día siguiente del diluvio, vio las siluetas de algunos helicópteros en el cielo. Ya no. Sólo el ruido del río que no cesa, carcomiendo poco a poco las calles, tratando de entrar a las casas y devorarlo todo. Un monstruo hambriento.
Por la tarde, luego de comer arvejas y una sopa de tomates fría, corre el vidrio de la ventana y deja que el aire frío y la lluvia le laven el rostro. La chica no asoma a su ventana, como suele hacer por las tardes. Trata de no darle importancia, pero no cierra la ventana ni se aparta de ella. Se queda acodado contra el alféizar, la mitad del cuerpo asomado hacia fuera, las gotas de lluvia rodando como perlas sobre el rostro, deslizándose hacia el cuello, metiéndose por la espalada. Mira hacia la ventana vacía de la chica, hacia el vidrio que comienza a teñirse de negro por la proximidad de la noche. La chica no está, no hay ojos que le devuelvan el reflejo de su rostro.
No cierra la ventana. Se vuelve hacia el interior del cuarto a oscuras y llega a tientas hasta la cama. Tendido de espalda, mirando el techo que adivina próximo y surcado por manchas de humedad y musgo, tampoco intenta cerrar los ojos. Siente el contacto frío del aire que entra por la ventana, las gotas de lluvia que dibujan círculos contra el piso. Oye el rugido del caudal abriéndose camino entre los patios, la arremetida definitiva de la bestia. Deja los ojos abiertos y espera.

jueves, agosto 25, 2005

Paréntesis

La muchacha asoma la cabeza por la ventana del auto que acelera de pronto y siente las agujas del viento chocando contra el rostro, la sonrisa que nace y se deforma como una flor que se marchita al contacto de la luz. Intenta abrir los ojos sin conseguirlo del todo, capturando apenas una franja horizontal de paisaje que se escurre como una acuarela entre sus párpados. Los dedos de la mano derecha, flectados sobre si mismos como una araña agazapada, apoyados en el canto de la ventanilla a medio bajar, los dedos de la mano derecha comienzan a palpitar mientras ella busca apoyo para sacar no sólo la frente y los ojos y la nariz y la boca sino que la cabeza completa y luego el cuello y los hombros y el automóvil acelera, lo puede sentir en la piel que se estira hacia atrás, la velocidad borrando su rostro y su sonrisa y la linea negra de las pestañas, la velocidad y el viento mezclándose con el cabello que se le ha soltado y de pronto, chúcaro, viene a golpearle la cara con el azote de un látigo.
Pero la muchacha es parte de ese viento que la arrastra, que lucha por arrebatarla del animal metálico que la transporta, que busca liberarla poco a poco, descoser cada union de sus vestidos, despojarla y desvestirla y devolverla a si misma para luego acariciar con su invisible lengua de hielo los rincones vacíos de recuerdos. Ella intenta sonreirle al viento, al amante terrible que le abofetea el rostro, que le presiona los senos contra las costillas, que se le mete bajo la falda sin piedad para congelarle el sexo y arrancarle una carcajada enloquecida.
Y es ya la mitad del cuerpo la que busca con ansias entregarse, la que siente el abrazo escurridizo y absoluto, la que se deja arrastrar al vértigo definitivo. Poco a poco ha tomado conciencia de su cuerpo expuesto al aire frío de la noche, poco a poco ha perdido el nombre y las palabras y los pocos amargos recuerdos que le iban quedando estaba claro que se quedaban con el bolso azul en el asiento del automóvil que comenzaba a remontar una pendiente, que se encaramaba sobre la ciudad y sus estrellas artificiales y abrir los ojos y buscar nuevas constelaciones, abandonada y feliz, olvidando las lágrimas que marcaron ríos en las mejillas, olvidando las palabras duras como piedras, los cuchillos disfrazados de caracoles.
Y ya es la mitad del cuerpo, es el vestido que se levanta bandera multicolor flameando como símbolo de todo lo perdido, como una llave que de pronto se encuentra en el bolsillo del abrigo y guarda con celo segura que en alguna parte hay una puerta que se abrirá sólo para ella. La puerta, la puerta, grita, sin saber si es miedo lo que le llena el estómago de saltamontes o es felicidad, la puerta, la puerta, grita y el tirón sorpresivo de su nombre pronunciado con rencor la devuelve con furia al asiento, la restituye en el silencio que se multiplica como amebas en el interior del automóvil (quizás la radio suena, qué importa), al aroma dulce del pino de vainilla que cuelga del espejo retrovisor, a las manos fuertes que mantienen quieto el volante, a la rabia incandescente de otros ojos, a las palabras que nuevamente comienza a escuchar, al discurso repetido y violento, al golpe soterrado, y mira hacia la derecha buscando las luces de la ciudad y poco a poco va bajando la ventanilla de la puerta y poco a poco va asomando la cabeza hasta que las palabras que no quiere oír se esfuman en la distancia.

domingo, agosto 21, 2005

El tesoro de los caracoles



El segundo cortometraje de Crisis, el primero se tituló Hong Kong.
Coincidiendo con el término del rodaje de XX, su tercer corto, el Jueves 25 de agosto a las 22:00, en el cine arte Alameda, se reestrena esta nueva cumbre del cine nacional (no son palabras mías, y por mencionar algo de currículum hay que decir que estuvo nominado al premio Altazor como mejor guión y ganó el Gran Premio del Jurado a la mejor obra Nacional en el 12° Festival de cortometrajes de Santiago), evento que será amenizado por las bandas nacionales Mosquito y Los Muebles.
No he tenido oportunidad de verlo, pero baste recordar que con El tesoro de los caracoles nuestro buen amigo se ha paseado por los más variopintos festivales.
La entrada cuesta $2.500.- y se promete fiesta para después, pero la verdad es que uno nunca sabe. También se les regalará el DVD del corto (que incluye, según palabras del director "varios extras") al las primeras 50 personas que lleguen.
Y los que no alcancen, de todos modos la pueden ver después: estará en exhibición en la sala 2 del mismo cine por algunas semanas.
Eso no más.

jueves, agosto 18, 2005

Martín en las ciudades XI

(Para leer el capítulo anterior, pincha aquí)
Despertó con violencia y la boca seca, ubicándose de pronto bajo la bóveda de cristal y los aromos y la hierba que le rodeaba, encontrándose con una silueta a contraluz de pie junto a él.
- Pensé que ya no vendría –dijo la niña, que mostraba dos hileras de parejos dientes blancos al sonreír.
Martín le devolvió la sonrisa mientras se incorporaba hasta quedar sentado sobre la hierba. Se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor, y respiró profundo. El perfume de los aromos invadió sus pulmones sin despertarlo del todo. Le parecía haber dormido durante días y abrió y cerró los ojos varias veces para espantar la somnolencia.
- ¿Y ahora? –preguntó Martín mirando hacia el horizonte verde que se perdía en la distancia.
La niña se había acercado hasta quedar bajo la sombra del árbol y colocó la mano sobre el hombro de Martín, que se volvió para mirarla. Llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico adornado con cilindros a la altura de las orejas y bajo el rostro sonrosado una blusa roja que parecía quedarle grande le cubría el torso. Un vestido amarillo bajaba hasta los pies desnudos, cuyos pequeños deditos se movían intranquilos.
- Hay que andar un largo trecho aún –respondió la chica con gesto severo-, pero no tanto como para asustarse. A mí, por lo menos, me encanta caminar. Sobre todo cuando el clima es tan agradable.
Moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, Martín asintió y se puso de pie lentamente. La niña se había adelantado un par de pasos y esperaba silbando una alegre melodía que se mezclaba con el viento, como si en otro sitio, no muy lejos, la misma música saliese de una vieja radio a transistores. Le hizo un gesto con la mano y se pusieron en camino bajo la luz que caía perpendicular sobre ellos, que no proyectaban sombra alguna sobre la alfombra de hierba.
A los pocos minutos de andar Martín volvió a escuchar la melodía. Miró a la niña, que caminaba a su lado, pero esta vez ella no silbaba sino que sonreía como si hubiese recordado alguna historia graciosa.
- ¿Escuchas? –preguntó Martín.
- Sí. Eso significa que ya estamos cerca o, por lo menos, que nos estamos acercando. Claro que no es lo mismo una cosa que la otra.
- ¿Y tú qué crees?
- ¿Acerca de qué?
- Si estamos cerca o sólo nos acercamos.
La niña se detuvo, pensativa. Miró a Martín y luego giró la cabeza en todas direcciones, como buscando algún punto de referencia. Las siluetas de algunos aromos se distinguían no muy lejos y ya no habían siquiera señales del muro que Martín había seguido antes de dormirse. Era fácil deducir que caminaban hacia el interior del jardín y no hacia sus bordes. Quizás lo que buscamos está en el centro de todo esto, pensó Martín observando también el paisaje y mirando luego hacia arriba, a la bóveda de cristal que le parecía cada vez más distante. Si es que es posible hablar de centro o de bordes, se dijo, pues aquí todo es más bien otra parte, un paisaje que deviene de sí mismo una y otra vez, Heráclito se moriría de a poco sin poder comprenderlo.
- Es difícil de decir –sentenció la chica sin perder la seriedad y llevándose un dedo a los labios-. Pero usted y yo escuchamos la música, lo que es una buena señal. Debemos seguir, no tenemos alternativa, y con un poco de suerte estaremos cada vez más cerca que si nos quedamos aquí parados pensando como filósofos muertos.
Martín se estremeció ante la posibilidad de haber dicho lo que pensaba en voz alta, aunque después de todo no era tan extraño. Buscó con la mano el bulto de la Chelonia en el bolsillo y se sintió más tranquilo.
Siguieron caminando y deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Luego de un tiempo que podían ser horas la música llegó a sus oídos claramente y pudieron ver a un centenar de metros a un grupo de personas que tomaba el sol en sillas de playa. La niña sonrió, tomó la mano de Martín y apuró la marcha.
Una silueta se enderezó sobre su silla como mirándolos y luego se paró y comenzó a caminar hacia ellos. Cuando ya podían ver claramente que la lona de las sillas de playa era roja y blanca y que al centro del grupo había una mesa con una radio de madera que lanzaba la música al aire, la señora de las iguanas abrió los brazos para recibirlos sin dejar de caminar.
- Querida –le dijo a la niña-, estábamos preocupados por ti. La señora con mundos apostó su nariz a que te habías perdido, aunque todo el resto sabíamos que eso era imposible y se lo dijimos. Incluso el señor con máquinas de afeitar le quito la palabra por diecisiete minutos.
La pequeña soltó la mano de Martín, que se detuvo para observar la escena, y corrió hacia la señora de las iguanas para treparse en su holgado vestido de flores y abrazarla con furia.
- Nunca me pierdo, nunca me pierdo –gritaba mientras corría e incluso un par de veces cuando estaba en los brazos de la señora.
Luego de intercambiar besos con la niña y de acomodarse una de las iguanas, que se le había sigilosamente deslizado hasta el hombro, la señora miró a Martín y le regaló una gran sonrisa.
- Usted también ha llegado –le dijo-, y ha llegado primero que el otro. Eso es bueno. Ahora vengan, por favor, y tomen un té helado con nosotros antes de seguir el camino.
Dejó a la niña sobre el suelo y le agarró la mano. Los tres caminaron ahora sin prisa hacia el grupo de personas en las sillas de playa, la señora con la pequeña adelante y Martín retrasado un par de pasos.
- Aquí están, ya han llegado –dijo la señora de las iguanas en voz alta-. Ya ve, señora con mundos, que no había motivo de preocupación y que no era más que una demora, de esas que por estos días abundan.
La señora con mundos se levantó de la silla con un vaso de té helado en la mano y miró con desconfianza a Martín. Era una vieja pequeña con el pelo largo y su gran nariz destacaba sobre el rostro arrugado y los ojillos perspicaces.
- Nunca estuve preocupada por esta mocosa –reclamó-, y menos por este que viene con ella. Lo que pasa es que ustedes son demasiado confiados, nada más.
- Deja ya de quejarte, vieja cascarrabias –dijo el señor con máquinas de afeitar-. Harías mejor en preparar más té helado para la chiquilla y su amigo. Hay que ver qué modales.
Y mientras hablaba se ponía de pie y a pasos cortos extendía la mano para saludar a Martín, que sonriendo la estrechó como si se tratase de un amigo de la infancia.

domingo, agosto 14, 2005

Treinta y dos

No hay velas.
No hay cansancio.
No hay resaca.
No hay soles que iluminen el día.
Anoche, antenoche, hace una semana, tenía treinta y uno.
Treinta y una arrugas dibujando mapas en mi rostro.
Treinta y una letras para escribir mi nombre.
Treinta y un lápices extraviados en mi cuarto.
Treinta y una canciones que no puedo borrar de mi cabeza.
Treinta y una películas que me han remecido las entrañas como los buitres de Prometeo.
Treinta y una hojas de árbol, una por cada otoño.
Treinta y un recuerdos que hacían mis noches menos solitarias.
A partir de hoy tengo treinta y dos y todo comienza de nuevo.
Treinta y dos colores para pintar sobre mis telas.
Treinta y dos libros nuevos en mis estantes.
Treinta y dos deseos que tengo tiempo para cumplir.
Treinta y dos latidos que me lanzan hacia adelante.
Treinta dos flores para los jardines del mundo.
Los espirales hegelianos alzan sus torres sobre los desiertos.
Nuevas costumbres acortarán mis días.
Hay sonrisas.
Hay cansancio de la noche en vela.
Del sexo con el primer albor de los párpados.
Hay sábanas en desorden.
Hay bocas secas de besos y vino.
Hay trescientos sesenta y cinco nuevas mañanas por delante.
Hay todo.
Un pájaro canta mientras a través de la ventana las nubes dibujan campos arados por gigantes voladores.

viernes, agosto 12, 2005

Mapa imaginario de Santiago: La Ciudad Blanca

Llegar en mitad de la noche, los ojos cerrados. El cuerpo zamarreado, borracho, cansado de tanto reír alrededor de las mesas, las piernas flojas. Siente la presión de las manos amigas que lo guían a tropezones, que no le avisan los desniveles, las aceras levantadas por las raíces de los árboles, las bajadas a la calle que adivina de adoquines. Camina sin conocer el rumbo por la doble noche de la ciudad y la ceguera voluntaria, esperando la sorpresa.
De pronto el silencio y la quietud, los pasos que se detienen y parece estar solo. Por un momento tiene miedo. No dice nada, aguza el oído intentando distinguir algún sonido. No muy lejos corren automóviles, pero su ruido llega hasta a él como atravesando una gruesa membrana de silencio. Se lleva las manos al rostro, a la corbata que hace las veces de venda y le cubre los ojos.
Agita la cabeza, como despertando de un sueño. Mira hacia los costados, hacia las casas blancas que le rodean, hacia el islote de paredes también blancas que divide la calle en dos. Las estrellas de la noche cálida, veladas por las luces del alumbrado público, no le sirven de referencia. No sabe dónde está ni como ha llegado.
Está solo en una ciudad blanca, rodeado de casas de dos pisos estilo neoclásico francés, todas idénticas entre sí y a la vez diferentes por mínimos detalles: la curva de la balaustrada, un bajorrelieve en el friso del pórtico, columnas levemente asimétricas. Respira profundo esperando que alguien aparezca, que otra vez las manos, que otra vez la venda. Y mientras espera, las paredes blancas refulgen en la noche como si nada más pudiese existir detrás de los muros que atraviesan el tiempo de décadas, como si el espejismo y el laberinto se conjugaran en una única y terrible pesadilla. Imagina al arquitecto desquiciado que lanzó al mundo sus simetrías engañosas, trazos perfeccionados de los espejos de Magritte.
De pie y solo, rodeado por casas blancas de dos pisos que parecen compartir una única fachada proyectada al infinito, bañados los zócalos por la marea pausada de lo adoquines, gira sobre si mismo, ya sin miedo, seguro de haber encontrado algo que había perdido y que, hasta ahora, no había extrañado. Comienza a caminar por la calle, internándose en la curva blanca de la ciudad blanca, perdiéndose en el desconocido trazado que se le ofrece como una camelia abierta a la noche.
(Calle Virginia Opazo, entre Salvador Sanfuentes y Alameda altura del 2.500)

miércoles, agosto 10, 2005

Se miran

© Constanza Núñez
Se miran, se tocan, mezclan las pieles envueltas en una nube de incienso, se buscan con las manos y con las bocas, se abren y se cierran, se ríen, se dicen, se cantan, se susurran, se dejan llevar por la música que habita en sus cabezas, apagan la luz, la encienden, se revuelcan sobre la cama y el piso y los muros, se desvisten con cuidado, se arrancan la ropa que cae como hojas de árbol en otoño, se gritan, se insultan, se acarician, se apartan, se señalan con dedos perfectamente rectos, se recorren, se conocen, se convierten en mapas y catálogos de discos o libros, se asoman a la ventana con los ojos sedientos de ciudad, se lanzan a recorrer los laberintos de concreto, se pierden, buscan otros labios, otras hambres, se encuentran, distintos y parecidos, se alejan unos centímetros para reconocer la comisura de los labios, el quiebre de la cintura y la cadera, las manos largas como de pianista aunque nunca ha aprendido a tocar piano, las manos pequeñas que danzan sobre las cuerdas de la guitarra, las voces, se hablan, desde la distancia infinita de una mirada, se hablan, se cuentan historias, se abrazan, se funden, se emborrachan, se besan en el hedor de un bus en la madrugada, se besan luego en las esquinas, contra los árboles, contra los carteles de tránsito, se esconden, las manos exploran inquietas de un lado para otro, reconocen los rincones profanados, lanzan carcajadas que son batir de alas, revisan el equipaje, abren los baúles y lanzan monedas en las fuentes, se acercan y se alejan, se aproximan, se electrocutan, se inmolan en la fogata crepitante, holocausto para dioses paganos, caminan en los paisajes guardados en los ojos, se repiten los sonetos de Ben Jonson, buscan y rebuscan el sabor de los perfumes, ella los jazmines y él el sudor amargo, se desnudan, se aman, se cansan, se agotan se duermen, se despiertan con ansiedad en mitad de la noche, se inventan nombres y constelaciones, se beben el uno al otro hasta saciarse, se apartan con movimientos bruscos, él de pie junto a la cama, el sexo lacerado, ella con los párpados entreabiertos, desnuda sobre las sábanas negras.
Se miran.

domingo, agosto 07, 2005

Martín en las ciudades X

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
Martín miró alternadamente las tres puertas, luego abrió la mano, contempló la Chelonia y se la guardó en el bolsillo. Caminó con decisión hacia la puerta de la derecha, tomó la perilla y la giró. Al abrir la puerta, el olor de los aromos en flor le pegó en la cara y la luz del sol lo obligó a cerrar los ojos.
Oyó el sonido que la puerta hizo al cerrarse, como el de una cucaracha aplastada entre las páginas de un libro, y abrió los ojos para encontrarse frente a un patio interior que debía ser muy grande, pues no alcanzaba a distinguir los muros que lo limitaban. Arriba, contrario a lo que pensó en un momento, no estaba el cielo, por lo menos no directamente, sino que había una bóveda de cristal que permitía ver más arriba lo que debía ser el color azul del cielo, aunque el sol, que lo inundaba todo con una claridad perturbadora, no aparecía por ningún lado.
A su espalda quedaba el único muro visible, una pared de concreto desnudo donde empotrada la puerta cerrada no ofrecía posibilidad alguna de volver a abrirse. No había perilla visible de su lado, del lado del patio cubierto de hierba larga y cuidada y poblado, por aquí y por allá, de frondosos aromos que ofrecían sus odorosas flores amarillas y su sombra. Martín estuvo durante un rato mirando la puerta, palpando los bordes sin intersticios entre la madera roja y el muro gris.
Respiró profundo, dejando que el olor de los aromos lo trasladase a una primavera distante, a los días a mediados de un agosto lejano agosto en que caminaba junto a un cerro con un sobre amarillo bajo el brazo. Y el cerro, claro está, la ladera del cerro cubierta también de amarillo y algo parecido a una ensoñación emanaba del perfume de las flores que colgaban en racimos de los árboles. La imagen inconclusa de algo que había sido o que sería, una especie de profecía quizás, pensaba Martín mientras comenzaba a caminar junto al muro y dejaba que sus nudillos se arrastraran sobre la suave superficie.
Qué había en el sobre, se preguntó de pronto luego de andar un rato, era pesado, eso puedo recordarlo, pero el contenido, qué había dentro del sobre, porque ahora no sé, ni siquiera puedo imaginarlo. Intentó sumar el sobre a los aromos y a la ladera inclinada del cerro pero el resultado no terminaba de cuajar en una imagen concreta. Papeles, seguro, pero qué. Se detuvo y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano. Había caminado demasiado y el calor y el perfume de los aromos lo tenía atontado.
Se apartó del muro en dirección hacia uno de los árboles, buscando su sombra. La hierba ofrecía un mullido asiento y poco a poco se fue estirando sobre el colchón verde hasta estar completamente acostado, distinguiendo entre las ramas del árbol los brillos que provenían de la cúpula como destellos intermitentes de artificiales estrellas. Tratando de controlar el sueño fue girando hacia su derecha, mirando ahora entre las briznas de hierba el horizonte que se perdía en la distancia.
Tuvo la impresión que la hierba bailaba, agitada por un viento que no podía sentir. Se incorporó de golpe, hasta quedar sentado y con las manos apoyadas sobre la tierra levemente húmeda. Miró hacia todos lados, ahora seguro que la hierba danzaba y arrojaba amarillos destellos al variar el ángulo en que reflejaba la luz. Otro recuerdo, pensó, una mañana de agosto (¿otra vez agosto?) en que un campo de trigo arrojaba desde su inmaduro verdor una luz amarilla bajo el sol. ¿Era realmente un recuerdo o actuaba sobre él una suerte de sinapsis motivada por una pieza de Chopin que de pronto comenzaba a surgir desde el silencio? Sacudió la cabeza, inútilmente. No pudo desprenderse ni del recuerdo ni de la musica.
Se dejó caer hasta quedar acostado otra vez. Cerró los ojos, sofocado. Y ahora fue la imagen de la mujer recostada sobre el diván la que le invadió, la mujer de pelo corto y oscuro que volvía a cantar en francés sin mover la boca. Cantaba rodeada de un resplandor áureo, como si desde una ventana que no podía distinguir entrase la luz del amanecer que teñía las paredes del cuarto. Y caminaba hacia ella lentamente, tranquilo, hasta acercar su mano al rostro blanco de la mujer, que esbozaba una roja sonrisa con los labios. Sintió entonces el contacto de la mano de la mujer en su hombro, sintió o imaginó el remezón cariñoso que parecía una caricia sin serlo en realidad.
Despertó con violencia y la boca seca, ubicándose de pronto bajo la bóveda de cristal y los aromos y la hierba que le rodeaba, encontrándose con una silueta a contraluz de pie junto a él.
- Pensé que ya no vendría –dijo la niña que mostraba dos hileras de parejos dientes blancos al sonreír.

jueves, agosto 04, 2005

Jueves A.M.

El paisaje se escurre, borroso, tras el vidrio empañado del bus. Un laberinto de calles oscuras que se suceden pobladas por las escasas siluetas que atraviesan la noche buscando refugio en las islas de luz que ofrece el alumbrado público. Hay también árboles, rejas coronadas con dientes de tiburón, perros que cobijados en los invisibles rincones. La música directo a los oídos mientras se inclina tratando de mirar la calle más allá de su reflejo, de su rostro con ojeras oculto a medias por un pasamanos de aluminio, de su cuerpo enfundado en el abrigo oscuro. Hace frío, piensa.
A heart that's full up like a landfill, / a job that slowly kills you, / bruises that won't heal. / You look so tired-unhappy, / bring down the government, / they don't, they don't speak for us. Escucha y cierra los ojos. El bus huele a humedad, a ropa sucia, a sudor. Corre sobre el asfalto inclinándose sobre las curvas, obligando a apretar la mano contra el aluminio, a inclinar el cuerpo para conservar el equilibrio. Abre los ojos para nuevamente perderse en el dibujo esquivo de la ciudad desierta y dormida, del espejo falso que le muestra la piel desnuda del mundo.
El bus avanza mientras los pasajeros hablan o duermen. Todos los asientos están ocupados y cinco o seis personas van de pie, entre ellos un grupo de muchachos que lanzan estridentes carcajadas al aire, ejercicios de cetrería violenta. Mira hacia atrás, hacia los chicos que se amontonan contra la puerta de bajada y gesticulan y abren la boca y cambian de posición. Está parado junto a ellos y no imagina de qué pueden hablar, no los escucha tras la música. I'll take a quiet life, / a handshake of carbon monoxide.
Una chica se levanta del asiento y se acerca a la puerta. Toca el timbre anunciando su parada. Los muchachos que están junto a la puerta, en lugar de hacerse a un lado, cierran filas contra la chica. Es bonita: tiene la piel blanca, con cara de escocesa, el pelo corto y castaño, viste un abrigo verde. El miedo salta sobre su rostro como una araña. Uno de los muchachos le coge una muñeca. Nadie en el bus parece darse por enterado. Algunos, los menos, vuelven a mirar y de inmediato se desentienden.
Pero él está ahí, junto a la escena, es parte de ella aunque no lo quiera. Mira fijamente al muchacho que ha tomado la iniciativa, busca sus ojos hasta encontrarlos y sostiene la mirada. El chico aguanta un minuto, dos. El bus se detiene, abre las puertas. La muñeca prisionera es liberada en un brusco ademán que es seguido por un par de palabras que se pierden en el aire frío que le golpea la cara. La muchacha baja y se queda mirando al bus que se aleja, lento como una ballena herida. La música sigue. This is my final fit, / my final bellyache.
Ahora es su turno. Se para delante de la puerta y presiona el botón anaranjado del timbre. Los muchachos lo miran sin decir nada y le abren paso cuando el bus se detiene. No los mira. Baja los tres peldaños de la escalera y pone los pies en la acera. Comienza a caminar muy lento, hacia el oriente, sintiendo -imaginando- el sonido de los charcos que pisa sin cuidado, imaginando el sonido de los otros pasos que han bajado del bus en último momento, imaginando que el ruido de los charcos es el mismo que hará su cuerpo cuando los cuatro chicos le caigan encima a golpes, una y otra vez, cuando lejos de terminar inicien cada vez con más rabia la cascada de nudillos y pies que irán estrellando contra su rostro, contra su espalda.
Such a pretty house / and such a pretty garden. / Silent, silence.