viernes, abril 27, 2007

Cumpleaños de la señorita C.

"Qué puede haber sino silencio en mitad de una noche sin tu silueta completando el esquema de la constelación más cercana, qué puede haber sino la soledad cuando la luz de tu sombra no se dibuja en ninguna puerta. Entonces los espacios se van vaciando de tu presencia, lo que de algún modo también significa que yo me voy vaciando de ellos, voy suspendiendo mi existencia en una suerte de limbo otoñal, cercado por las amarillas hojas de los plátanos orientales."
Así comienza la carta, las letras vertidas en la madrugada como palabras de un náufrago delirante en medio de un océano denso y oscuro. Una carta lenta, fuego silencioso que se arrastró frente a los ojos como un reguero de sangre. Así no más.
Después vinieron otras cosas, menos fiebre y más sonrisa: comprar un alfajor y un berlín para desayunar con la señorita C. en su nuevo aniversario, un ramo fresco de flores blancas con centro de un amarillo intenso, de aspecto salvaje y a la vez ingenuo, que le iluminaron el rostro como si recién amaneciera en su cuarto, una larga conversación acerca de las propiedades curativas de los imanes, mi condición de karma en su vida -según la misma tía de los imanes-, revisar las fotos del viaje a Baires, que resultaron ser muchas menos de las que pensabamos y que consideramos normales para una pareja de vacaciones (me encanta una donde aparezco mirando un busto de Borges en el Parque 3 de febrero, y otra donde aparece la señorita C. iluminada por el sol del atardecer en la estación San Isidro), encargar una torta de bizcocho y piña para la celebración, sin mucha crema y cubierta de merengue, ir en bus y en metro leyendo Moros en la costa, de Ariel Dorfman, una novela del año '72 que es una extraña mezcla de voces y silencios, de imágenes enrevesadas y críticas literarias a libros que nunca existieron, y de aquí en más el resto del día es pura presunción, pues nótese que el aquí es realmente un aquí y también un ahora, es este momento preciso en que termino este párrafo con este punto.
Será más tarde, entonces, después de una siesta y de envolver el regalo, un libro de fotografía de tamaño bastante considerable, después de recoger la torta y viajar por la noche casi invernal de Santiago, será después de la fiesta familiar y las copas de vino que podré nuevamente mirar los ojos límpidos y emocionados de la señorita C. para brindar con nuestras pupilas como con vasos rebosantes de ambrosía, si se me disculpa la cursilería.
"Entonces hoy, como siempre y para siempre, vengo a tí apenas vestido de noche, armado con una letra en una mano y un signo de interrogación en la otra, con un beso incompleto en los labios, vengo a encontrarte en este terreno oscuro de la madrugada mil veces revivida. Caigo en la noche, inocente, como se cae en el sueño infantil de las sábanas recién planchadas, caigo en tí como en una piscina de dulce agua, de argentino brillo y fulgor, un océano lunar y propio. Caigo una, dos, treinta veces, diez mil novecientos cincuenta veces. Y luego, muy después, siglos más tarde, despierto y te miro. Digo entonces: esto debe ser la belleza. Despierto y te miro. Digo entonces: ya no hay nada que me falte, y aunque todo me faltase, con esta imagen me bastaría para convertir todo el mundo en tu jardín, en tu parque personal poblado de baobads y pájaros multicolores."
Así termina la carta. Aquí las palabras reconocen que no bastan, que no son suficientes. Aquí el corazón se abre para dar paso a una musiquita alegre, a un ritmo apropiado para tan augusta celebración.

martes, abril 24, 2007

Pequeño trozo de otoño transubstanciado en papel y tinta


Una pareja se besa y un niño mira hacia la oscuridad del túnel. Una mujer abre su cartera y saca un espejito redondo. La primera hoja que aparece en su mano es anaranjada y pequeña. La segunda hoja es más grande, quizás de álamo. Las cinco siguientes parecen arrancadas de un jardín japonés. El niño ve con la boca abierta cómo las hojas salen de la cartera y caen al piso del vagón. La muchacha, olvidando a su amante, deja escapar un grito de espanto que se pierde en el olor del bosque que lentamente se va cerrando alrededor.

(Este cuento, cuyo título es simplemente Otoño, acaba de aparecer en Santiago en 100 palabras: los 100 mejores cuentos, librito que pueden retirar gratuitamente durante la semana en la Biblioteca de Santiago)

lunes, abril 09, 2007

La ciudad y las ciudades

Dentro de cada uno de nosotros hay una ciudad.
No me refiero a una metáfora del cuerpo, con sus arterias, órganos y tejidos. Digo: dentro de cada uno de nosotros hay una ciudad, con sus calles, edificios, parques, ríos, perros vagos y personas. Hay una ciudad hecha de costumbres, de códigos, de silencios y soledades, de esquinas peligrosas, de paranoias -unas más acentuadas que otras, por supuesto-, de sonidos y de olores. Tenemos nuestras propias líneas de metro -subte, le dirían allende la cordillera-, nuestras autopistas, nuestras formas de conducir, nuestros automóviles y nuestras bicicletas. Insisto: no es una alegoría.
Es como una especie de sello de agua, como parte integrante de eso que llamamos identidad. Es parte de la forma que tenemos para concebir la realidad que nos rodea, de relacionarnos con ella, de reproducirla e incluso de crearla, si viniese al caso; es el filtro a través del que casi siempre vemos, medimos y juzgamos al mundo, el conocido y el por conocer. Es nuestra propia privada ventanita que nos cobija y proteje y, casi siempre, aisla.
No digo que sea malo, de ningún modo. Uno debe estar parado en algún sitio para poder caminar, para dar un primer paso hacia eso otro que se nos ofrece o que nos llama. Y por parado me refiero a geográficamente situado, mas no encerrado. Hay que saber mirar hacia dentro, a nuestra propia ciudad, para lanzarse hacia el exterior.
En Buenos Aires, por ejemplo, los automovilistas dejan mucho que desear. Sin ofender, claro, pero ¿quién puede concebir manejar con las luces apagadas por la ciudad? Este hecho, que es sin duda peligroso -tanto para el que maneja como para el potencial atropellado, sea en Rodriguez Peña o en la Nueve de julio-, es, también, parte del discurso o del ser porteño. En Santiago no podríamos concebirlo y si vemos a alguien sin luces por la calle le hacemos señas desde la vereda para que las encienda. En Buenos Aires, las manos se nos acalambrarían de tanto hacer agitarlas.
No hay ciudades buenas ni malas. Lo que hay es una gran cantidad de ciudades distintas: ciudades con el olor del smog y la asepsia de la modernidad, ciudades con olor a corbatas y maletines, ciudades con olor a petróleo y puerto, ciudades con olor a tierra y animales, ciudades con olor a árboles y alegría. Ciudades con música tecno, ciudades con rock & roll, ciudades con ritmo de salsa o meregue, ciudades donde no se escucha nada, apenas la respiración de los que duermen.
Eso no más.
Ahora mismo me voy a dar una vuelta por mi ciudad, mi ciudad querida, envuelta por la noche y el frío, silenciosa bajo el murmullo de los televisores, cegada por las luces del consumismo, acotada por la pobreza disfrazada.
Voy y vuelvo.

miércoles, abril 04, 2007

Manifestación empírica de la Teoría de los Sistemas Complejos


How happy is the blameless Vestal's lot! / The world forgetting, by the world forgot. / Eternal sunshine of the spotless mind! / Each pray'r accepted, and each wish resign'd...

Alexander Pope


Los recuerdos, entonces. Ese laberinto inconmesurable de imágenes, olores, sabores y sonidos, de texturas: la forma en que vienen y van, quiero decir, en que se entrecruzan, en que se llaman unos a otros, en que juegan y se separan, en que se buscan ansiosos, en que simplemente se olvidan, se relegan al rincón del ático cubiertos de polvo y telarañas, en que se tachan o se subrayan con tinta negra o violeta o verde o roja.
Haciendo zapping me encuentro con Quiz Show y recuerdo haberla visto en el Yara, en La Habana, donde curiosamente la gente habla todo lo que le da la gana en el cine y nadie reclama. Recuerdo esa tarde calurosa en La Habana, luego de haber comprado la colección casi completa de Carpentier (digo casi, escribo casi, porque los libros que no compré ya los tenía) y de haber descubierto a Roque Dalton. Recuerdo haber bajado hasta el malecón después del cine, haberme sentado durante un rato a mirar el mar mientras el día se apagaba y las calles se iban haciendo oscuras, recuerdo haberme fumado un porro y llegar caminando hasta La lluvia de Oro, en Obispo con Cuba, en la Habana vieja, donde me junté con Rodrigo y Marcelo, a quienes hace mucho no veo.
Recuerdo que una de las películas que más me gusta, desde niño, es Gente como uno, también dirigida por Robert Redford, la primera que dirigió. Recuerdo que Rob Morrow, el protagonista de Quiz Show era también protagonista de Northern Exposure, una serie como pocas que transcurria en Alaska, en un pueblito llamado Cicely. Y entonces las cajas chinas de la memoria: recuerdo un capítulo donde un lote de japoneses va admirar la aurora boreal y terminan follando en la nieve, pues al parecer el fenómeno algo tenía que ver con la fertilidad. Recuerdo a John Turturro, otro de Quiz Show, en Barton Fink, sentado en las butacas del Normadie mientras John Goodman -otro John, mire las coincidencias- desta el infierno en el hotel y los papeles murales se despegan de las paredes como cáscaras de manzana. Recuerdo que Ralph Finnes siempre me ha parecido gay. Sin ofender.
Más tarde, leyendo Imagen de John Keats -hoy los John abundan, parece-, de Cortázar, me encuentro con algunas versos de Alexander Pope, que no era precisamente romántico como Keats y Shelley y Byron pero que, desde su cómoda butaca y chimenea y pipa, también tenía su qué. Y entonces recuerdo que he recuperado Eternal Sunshine of spotless mind luego de mucho, con una versión de la película completa comentada por Gondry y Kaufman que es una verdadera clase de cine, y entonces recuerdo también que la primera vez que la vi fue con la señorita C., en el living de su casa, tirados sobre la alfombra, y a cada tanto nos mirábamos con los ojos brillantes, quizás por la ausencia de luz o quizás por la emoción. Recordar nada más todo esto y poner la película en el DVD y la cancioncita de Jon Brion, el mismo que hace la música para Magnolia, y la playa y la nieve.
Y así, más recuerdos.
Y así, ab infinitum.