martes, noviembre 28, 2006

Flor de ceniza

Ceniza

Un pequeño texto hace tiempo habitante de esta pizarra virtual y ahora publicado por los amigos de la Revista Indie.

jueves, noviembre 23, 2006

Ectopia cordis

corazón
De alguna manera fue sucediendo, como un proceso subterráneo que escapa a la vista y que se anunció, si es que a eso se le puede llamar anuncio, con un cosquilleo a la altura del pecho, del lado izquierdo, y terminó hoy, o quizás anoche, eso no puedo precisarlo. Y si todo fuese tan fácil como sumar dos más dos o explicar el mecanismo de expansión interdimensional de un tessaratto, entonces no tendría que estar aquí diciéndole esto. Me pondría de pie en mitad de la sala, carraspearía ligeramente para aclarame la garganta y atrer la atención y diría algo así como mirad o tal vez he aquí o una de esas frases que tienen cierto valor dramático manoseado y cliché.
Fue el cosquilleo, lo primero. No sé si fue un día o dos, pudieron ser hasta tres. Luego nada, hasta hoy. Puede inferir, por supuesto, que el mentado cosquilleo no tuvo nada que ver, que a lo mejor ni siquiera existió, que no es más que un mecanismo de la razón para mentenerme cuerdo, después de todo, que es un salvavidas que me lanza el subconsciente para que mi realidad no caiga hecha pedazos como un espejo. Desde el cosquilleo, decía, nada hasta hoy por la mañana (entonces todo sucedió, o terminó de suceder, anoche), cuando me levanté de la cama y al momento de sacarme el pijama y meterme a la ducha lo vi.
Qué importaba el cosquilleo premonitorio, entonces, qué valor podría tener el recuerdo impreciso frente al vapor de la ducha que corría desenfrenada y el espejo que efectivamente cayó al piso cuando de un manotazo lo aparté de mi vista –me aparté, usted entiende- y fue a convertirse en pedacitos de azogue que rodearon mis pies desnudos e indefensos, animalitos lampiños rodeados de cuchillos. Y como siempre, lo inmediato posterga lo importante, no fuera cosa que Laura, más tarde, o los niños, se imagina. Salir al pasillo para buscar la escoba y la pala y limpiar prolijamente el piso del baño, escarbar en los rincones inaccesibles para evitar cualquier accidente porque, esto es sabido, a mi la sangre me descompone. Pero me descompone de verdad, quiero decir: me pongo blanco como hoja de cuaderno de dibujo y a los segundos me desvanezco. Mariquita, me dirá, pero bueno, qué se le va a hacer.
Sin espejo, con el piso del baño despejado, la ducha corriendo y la impresión inicial superada, nada más que hacer que seguir la rutina diaria. Es decir: no se había acabado el mundo tampoco. Quizás se tratase de un caso en un millón, cómo saberlo, y no era para tanto, entonces, pues otros cinco mil tipos se habían levantado esta misma mañana, o ayer o quizás lo harían dentro de una semana, y se mirarían al espejo con la misma cara de sorpresa y espanto que yo lo hice. Así, pensando todo esto, me iba bañando y cada vez que llegaba al pecho tomaba más precauciones que de costumbre y al final opté por lavarme sólo con agua, sin jabón, para evitar irritaciones o infecciones, igual se notaba que el asunto era delicado.
Claro, luego vino la ropa, el tratar de acomodarse la camisa y ahí jugar con las posibilidades: un botón suelto, dos, quizás la corbata de un color parecido para taparlo a medias, quizás lo mejor era caminar como encorvado para disimular el bulto que por suerte no manchaba y al parecer todo seguía funcionando a la perfección. Porque me di el tiempo de mirarlo, cómo no. Y es que era un pequeño milagro, algo tan delicado, el pilar de todo. Acompasado a quién sabe qué metrónomo secreto, marcaba su propio tiempo y uno iba viendo cómo cambiaba de color y se contraía, a veces, y de pronto también parecía que iba a explotar. Fue en eso cuando miré el reloj y me di cuenta de la hora.
No es excusa para haber llegado tarde, eso lo tengo claro, pero tampoco es cosa de todos los días que a uno se le salga el corazón del pecho, jefe, y le quede a flor de piel como una plantita que asoma desde la tierra de una maceta. Por supuesto, aquí mismo puede usted verlo, fíjese, si parece otra cosa tan distinta a esos esquemas de la escuela, hasta inspira algo de ternura. Supongo que puede tocarlo si quiere, pero hágalo con cuidado, por favor, seguro que es sensible y se resiente si lo hace muy fuerte.

sábado, noviembre 18, 2006

Otra noche

Se miran a veces. La mayoría del tiempo sucede en la escalera, mientras ella bota la basura y oye el portazo que la anuncia. Acto seguido aparece bajando los escalones de dos en dos, con el estuche del violín en la espalda. Saluda con una sonrisa y se pierde en el descaso del segundo piso. Deja un aroma dulce a su paso, una estela dorada. Entonces dejar caer la basura por el ducto y oír como se desliza chocando contra las paredes sin poder determinar si alguna vez alcanza el fondo, si alguna vez se estrella contra algo.
De día el departamento se siente solo. No queda más que encender el computador y probar un par de líneas. Las palabras no siempre fluyen como se desea y por eso prefiere escribir de noche, cuando siente el trajín de la muchacha en el piso de arriba. El sonido del violín -a veces la muchacha se queda practicando hasta muy entrada la noche- le provoca escalofríos, le ayuda a convocar las letras, las oraciones que le sirven para completar las imágenes. De día no sucede lo mismo. Intenta escribir, se pasea por la habitación, se recuesta en la cama, se levanta, saca un libro, trata de leer algo, se asoma al balcón y mira hacia la calle a mirar otras muchachas y compararlas con la violinista del piso de arriba.
El teléfono. Dejar que suene, mirar por el balcón hacia los edificios cercanos. El teléfono. Retroceder hacia el interior y acomodarse en el sillón antes de contestar. Una invitación al cine. Anota lugar y hora en una servilleta que encuentra sobre la repisa de los discos. Por lo menos la tarde justificada. La tarde. Seguramente una película europea y una conversación acerca de las posibilidades del arte. Algo bien visto. Un bar con velas en las mesas, imágenes gastadas. Qué hacer. Sentarse frente al computador y mirar la pantalla vacía. Esperar. Dejar que los minutos pasen hasta que sea hora de meterse en la ducha y salir y olvidarse de todo por unas horas.
Bebió de más. Apenas da con el agujero de la cerradura del departamento. Gira la llave y deja que la puerta se abra sola, que choque suavemente contra el muro. Se apoya en el umbral y se quita los zapatos. Entonces la oye. Un murmullo que baja por las escaleras. Duda. Pone más atención. Sollozos. Deja los zapatos afirmando la puerta, para que no se cierre. Sube los escalones con cuidado. Al llegar al descanso distingue a alguien sentado en la oscuridad. Tiene un bulto junto a ella. La reconoce. Sube un par de escalones más y ella se percata de su presencia. Le sonríe entre las lágrimas y el cabello que le cubre el rostro. Le tiende la mano. Ella sigue sonriendo. Toma el estuche del violín y se pone de pie. Baja los escalones con cuidado. Siente su mano fría. La estrecha. Bajan lento, muy lento.
Entran al departamento sin encender la luz. Ella camina hasta el balcón. La alcanza. Le acaricia el hombro, el cuello. Ella se deja hacer. Se acerca más. La abraza por la cintura. Ella se estremece. Se gira de pronto y se miran a los ojos. Siente sus manos en la espalda. Se besan. Ella tiene los labios pintados. Saborea el beso. Las manos se cierran encima de los cuerpos.
- Siempre nos vemos en la escalera -dice la violinista.
Sentir sus manos en la espalda, en el pecho.
- Te ves linda cuando bajas así, rápido.
La caricia se hace más profunda. Le arranca un suspiro.
- No sé si tú te veías linda botando la basura -bromea la violinista.
Se miran. Ambas sonríen.
- Cuando niña metía gatos por el ducto de la basura y los oía caer, pero parecía que esos tubos no tenían fondo -dice ella.
La violinista deja sus manos quietas y mira hacia el lado.
- A veces esos tubos terminan en una caldera -dice.
- Lo sé -responde ella-. Ahora tengo pesadillas con gatos.
La violinista sonríe y le acaricia el rostro. Buscan sus labios. El sabor del lápiz labial ha desaparecido.

lunes, noviembre 13, 2006

Noche estrellada

Image Hosted by ImageShack.us Ella lloraba. Él miraba hacia adelante, más allá del parabrisas, a la luz que se iba diluyendo hasta desaparecer y ocultar la calle en la oscuridad. No habían estrellas ni luna. Él cerró los ojos.
- Lo siento - murmuró.
Ella lloraba, cabizbaja. No dijo nada. Se encogió de hombros y siguió sollozando en silencio.
- De verdad -insistió él.
La oscuridad se cerraba en torno al automóvil. La calle silenciosa en la madrugada, apenas el ruido del motor encendido. Él acercó su mano al pelo de ella. La caricia quedó incompleta. Sostuvo la mano en el aire durante unos segundos y luego la retiró.
Ella levantó la cabeza y miró hacia adelante.
- Es tarde -susurró.
Él asintió con la cabeza.
- Lo que pasa es que no confías en mi - dijo ella sin mirarlo.
Él también miró hacia adelante. La calle desierta. A lo lejos distinguió las luces de otro automóvil. Demasiado lejos. El ruido del motor.
- No es cierto -dijo.
Ella mantuvo la mirada fija en el trozo de calle iluminada que tenían delante.
- Estoy muy molesta -dijo ella.
- Lo sé -respondió él.
Buscó la mirada de ella. La contempló de perfil. Las lágrimas aún humedeciendo las mejillas.
- Estoy realmente molesta -insistió.
Él se llevó las manos a la cara.
- Te dije que lo siento -dijo.
Silencio. El sonido del motor encendido. El maullido de un gato sobre un árbol. Las luces del auto dibujando un trozo de calle, un trozo de solera, un trozo de césped y un trozo de árbol. El gato en la oscuridad. Se oyó un crujir de ramas.
- Si de verdad me quieres... -comenzó a decir ella.
Él apartó las manos de su rostro y la miró. Ella continuaba con la mirada fija en la calle delante del auto.
- Te quiero -dijo él.
- Si de verdad me quieres -continuó ella- saldrás del auto y te pararás ahí en frente.
Él sonrió.
- Lo haré -dijo.
Ella miraba hacia adelante con los ojos muy abiertos.
- Estoy muy molesta -dijo.
Él se acercó y la besó en la mejilla. Abrió la puerta del auto.
- Podría atropellarte -dijo ella.
Antes de salir la miró sonriendo.
- Confío en ti -dijo y salió del auto.
Cerró la puerta y caminó para quedar frente al automóvil. Se acercó hasta que sus piernas tocaron el parachoques. Ella lo miró desde el interior. Las lágrimas se habían secado sobre las mejillas. Él sonreía. De pronto abrió los brazos en cruz. Ella se pasó la mano por los ojos y también sonrió. Soltó el freno de mano, puso primera y aceleró.