miércoles, mayo 31, 2006

Les feuilles mortes II


18 de julio
Luciano y yo hemos pasado la noche en el departamento de las francesas, Luciano en el cuarto con una de ellas y yo envuelto en un saco de dormir en el piso de la sala. Casi no dormí. Temprano en la mañana apareció una de las muchachas, la más alta, y me ofreció una taza de café. Le pregunté cómo había pasado la noche.
- Follando –me dijo.
Más tarde ayudé a Luciano a montar el puesto de pinturas en la plaza y me quedé con él casi todo el día. Está de buen humor. Me habla de los incendios que asolan Portugal y me dice que en Europa los viejos caen muertos como moscas a causa del calor. De vez en cuando alguien se acerca a preguntar por las pinturas, acrílicos que dibujan a fuerza de espátula muros de adobe y oleaje que revienta en un imaginario litoral.
Luciano es un tipo grande, más que yo sin duda, macizo, de espalda ancha, y luce una tupida barba en la que ya asoman no pocas canas. Podría decirse que a causa de su tamaño y contextura, que bien podría confundirse con la de un leñador en un bosque de secoyas gigantes, resulta intimidante pero no es así. Hay algo en su manera de mirar y de hablar que lo sitúa más cerca del que le oye, que de alguna manera envuelve y elimina cualquier temor. Gracias a él las chicas francesas han aceptado que me aloje en el departamento por un tiempo. Gracias a él, también, es que dispongo de algún dinero cuando me encuentro necesitado y sin un peso. Como he dicho antes: Luciano es más grande –más alto, más fornido- que yo y también tiene más edad. Debe estar ya por los cincuenta o cincuentitrés, no lo sé y nunca le he preguntado. En la explanada que hay frente al edificio de correos la gente se iba congregando, curiosa y risueña, para mirar la rutina de un mimo que se dedica a ridiculizar a los transeúntes que atraviesan su radio de acción.
Me paso la mañana leyendo Diario del año de la Peste, de Defoe, único libro que ahora poseo y que compré por quinientos pesos a un librero que se instaló cerca del metro Los Héroes, y fumando reclinado sobre un incómodo banco de madera que Luciano dispone para sus ocasionales acompañantes, adivinando las miradas que me dirigía desde sus ojos oscuros, desde su rostro cuadrado enmarcado por la barba y el cabello largo y desordenado. A veces, también, me ponía a mirar sus pinturas, los álamos en un segundo o tercer plano, la cordillera nevada casi fundida con el cielo, el tono metálico del mar que rompe, invariablemente, en la misma playa solitaria. Una suerte de espejos, pienso o recuerdo haber pensado en el momento, de especular devolución. De vez en cuando alguno de los dos decía algo, casi siempre Luciano era el que hablaba y yo me limitaba a responder brevemente.
- Las chicas esas son estupendas –decía, por ejemplo, o: Un día de estos te vienes a mi taller para que veas otra cosa, no esta mierda de paisajes que la gente compra como arte.
Yo sonreía, sin importar que esa invitación, repetida en incontables ocasiones, nunca se concretase, sin importar su ingenuidad al decir que la gente compraba sus pinturas como arte cuando en realidad los compraban como adornos más o menos feos para sus salas y comedores. Más allá, sobre las escalinatas de la catedral, sobre la muchedumbre que celebraba las payasadas del mimo, un grupo de mujeres rigurosamente vestidas de negro levantaba las fotografías de sus familiares desaparecidos.
- Este es un país sin historia –dijo Luciano luego de seguir la dirección de mi mirada-, es decir: este no es un país. Aquí la gente no se mira a los ojos, tienen algo como un miedo subterráneo que les impide mirarse al espejo. Nadie conoce los ojos del otro, somos como un país de ciegos pero peor. Ni siquiera podemos convertirnos en nuestro propio oráculo pues, como sabrás, cualquier vidente que se digne de tal debe ser completamente ciego.
Y se reía con ganas, divertido con la mención del vidente que, a mi parecer, era bastante notable aunque demasiado visitada. Nada de esto se lo dije, por supuesto, y le sonreí reiterando mi interés en el incendiario verano europeo.

19 de julio

Una de las francesas se llama Agathe y la otra Aude.
La primera de ellas, Agathe, es quien la otra noche durmió con Luciano, situación que se viene reiterando, por lo que me contó ayer el mismo Luciano, desde hace más o menos un mes. Ella es flaca y desgarbada, estudió Educación Diferencial pero se dedica al malabarismo en la ciudad de Lille, una suerte de capital del circo en Francia y su ciudad adoptiva, pues ella nació en Bourdeaux. Como malabarista, su especialidad son las pelotas para hacer sus trucos y es bastante buena: puede mantener hasta cinco pelotas en el aire. También practica por las tardes con un sombrero hongo, que se ha comprado en una tienda de Rosas con Veintiuno de mayo. Hasta ahora parece haber progresado bastante, pues ya puede hacerlo rodar de una mano a la otra, recorriendo los brazos y pasando, no sé cómo, sobre sus hombros. Agathe es blanca, pecosa y rubia. Creo que tiene los ojos verdes y el poco español que conoce está relacionado con la jerga incompresible de los malabaristas. Tiene un novio en Bélgica, que la acompañó hasta Brasil, antes de venir a Chile. A ella no parece importarle demasiado, y parece que a Luciano tampoco. Agathe no va al cine, no le gusta leer y son muy pocos los temas que tenemos en común.
Aude es pequeña y menuda, el pelo ensortijado y castaño oscuro y tiene la piel bronceada. También es pecosa y definitivamente más linda que Agathe. Tiene una mirada vivaz y sus silencios tienen más que ver con eso, con el silencio, que con su desconocimiento del idioma: Aude habla el español razonablemente bien para alguien que lo practica desde hace sólo tres meses.
Ambas fueron compañeras en la universidad y la una arrastró a la otra –Agathe a Aude, se entiende- a este periplo latinoamericano que comenzó en un encuentro de malabarismo en Río de Janeiro para luego viajar a Sao Paulo, donde Agathe se despidió de su novio, llamado Ettienne y que, al parecer, es uno de los mejores malabaristas de Europa. Después siguió una feria en Buenos Aires, en un baldío cercano al aeropuerto donde el barro les llegaba hasta las rodillas, y un encuentro en Chile, siempre siguiendo a la trouppe de malabaristas europeos y latinoamericanos, en una parcela en Pirque (el mejor de todos los festivales, me dice Agathe escogiendo muy bien las palabras). Ahora esperan por una amiga que debe llegar a mediados de agosto para viajar juntas hasta Chiloé, donde se realizará la siguiente feria de malabaristas. De lo que he escuchado, la amiga parece ser una escocesa que conocieron en Buenos Aires y se dedica a la fotografía o al cine, punto que no he podido aclarar pero que, a la larga, no tiene mucha importancia.
La tarde de ayer y la de hoy la pasé fumando y tomando café junto a la ventana del departamento, concentrado en la forma en que los tejados van dibujando horizontes diagonales bajo el cielo. También ayude a Agathe con algunas observaciones respecto a sus trucos con el sombrero que, al parecer, le fueron de mucha ayuda y agradeció sinceramente. Aude no estuvo ayer por la tarde ni hoy por la mañana y, según lo que me explicó su compañera (o lo que pude entender de su explicación), no pasa mucho tiempo en el departamento y se dedica a recorrer la ciudad y conocer todo lo que pueda ayudada por su handbook y su español terrible.
Pero antes de anochecer Aude volvió con una bolsa de naranjas, otra de manzanas y un par de botellas de vino que no tardamos en descorchar. Casi todo lo que sé de ellas fue lo que me contaron hoy, antes de salir. Había llegado Luciano y Aude tenía sueño, por lo que me despedí a eso de la medianoche y fui en busca de cualquier bar concurrido por los poetas de turno. Y, tal como lo esperaba, conseguí seguir bebiendo y pude comer algo a costa de este grupo selecto que mucho tiene de extravagante y nada de maldito, como ellos quisieran.

viernes, mayo 26, 2006

Les feuilles mortes


17 de julio

Hoy cumplí treinta años. Estoy de pie frente a una nueva ventana, en un departamento de calle Bandera, en un tercer o cuarto piso. Es casi seguro que es un cuarto piso: hay una sensación de altura que no se puede explicar. Ahora me veo de pie (esto no puede ser cierto, claro, no puedo verme, lo que yo veo es otra cosa, es el paisaje sucio de la ciudad, los tejados grises y cubiertos de hollín) junto a la ventana mientras Luciano ríe celebrando las bromas que en un pésimo español hacen las dos chicas francesas que viven aquí. Busco la cajetilla de cigarros en el bolsillo del pantalón, busco también el encendedor de plástico verde que compré por la mañana. Pienso en mi madre, en la pobre Inés, siempre tan correcta y elegante, pienso en ella acostada en la cama de un hospital público, en las paredes amarillas que la rodean, en un hipotético charco de orines que comienza a asomarse bajo su cama. Enciendo el cigarro y aspiro fuerte, mirando por la ventana hacia los tejados cubiertos de hollín que se dibujan, opacos, bajo el cielo nítido y estrellado de Santiago durante el invierno.
Me enteré de la muerte de Bolaño por la tarde. Lo dijeron en un programa de radio entre dos canciones de Salvatore Adamo, que al parecer vuelve a estar de moda. A Inés, a mi madre, le encantaba Adamo, o le encanta, no sé. Recuerdo haber escuchado sus canciones cuando niño, sentado en la gran mesa del comedor, después del colegio. También recuerdo las fanfarrias que anunciaban las noticias en radio Cooperativa. Lo curioso, en realidad, no es el recuerdo, sino el efecto dominó que se produce cuando uno entra a la habitación cubierta de polvo que es la memoria: descubres primero una tortuga que tuviste de niño y de ahí todo se te viene encima, un verdadero alud de imágenes, olores y sensaciones, como el truco del mago que saca pañuelos de colores desde el sombrero.
Me enteré de la muerte de Bolaño mientras tomaba un café en la esquina de Huérfanos con Estado, observando a través de la ventana –otra ventana, más grande, más luz- un kiosco de diarios repleto de revistas pornográficas, por lo menos desde el lado que yo podía ver. Ya a esa altura del día me había fumado cerca de diez cigarrillos y tenía el estómago vacío. Luciano no había montado su puesto de pinturas en la Plaza de Armas y al telefonearle me aseguró que más tarde nos veríamos, que no me preocupara por dinero, que podría asegurarme algo mientras buscaba un nuevo trabajo. Y entre un cigarro y el sorbo del café me entero de la muerte de Bolaño. Luego de un primer momento con la mente en blanco –lo que sucede siempre que escuchamos o vemos algo que es difícil de creer, no por que nos parezca imposible que esté sucediendo sino porque en realidad estamos muy lejos de comprenderlo a cabalidad- las ideas comienzan a cruzar una a una por mi cabeza: la monografía imaginaria acerca de escritores con filiación nazi en latinoamérica que por absurda resulta mucho más creíble, una pista de hielo encerrada en un caserón junto al mediterráneo, la muchacha italiana cuyo hermano está obsesionado con una estrella del cine porno, los muchachos irrefrenables que recorren el desierto de Sonora y luego el desierto del mundo, que buscan algo parecido a la verdad en la poesía y en la vida, un espacio que podríamos llamar puerta o ventana y que se nos ofrece con su pálida luminosidad desde algún sitio.
La cajetilla azul de los cigarros yace a mis pies, vacía, mientras, apoyado en el antepecho de la ventana cuadrada, me asomo sobre los techos cenicientos de la ciudad. Luciano se acerca con un vaso de vino y me palmotea la espalda antes de volver con las chicas francesas, bastante ebrios los tres. Ciudad, Santiago, repito en silencio. Ciudad, Santiago. Vuelvo a pensar en la pobre Inés, ya tan vieja, tan cercana a la nada. Luciano y las francesas continúan riendo, sentados en el piso de madera del departamento. La cajetilla azul vacía a mis pies y el último cigarro se extingue entre los dedos índice y medio de mi mano derecha como la ciudad se extingue, poco a poco, bajo los tejados sucios y los gritos –más bien aullidos- de un niño en algún lugar de este edificio, los gritos –o aullidos- de un niño o quizás una mujer que se mezclan con una figura, una silueta oscura que por un instante se dibuja en mi retina. Ciudad, Santiago, repito como exorcizando fantasmas que no existen.

viernes, mayo 19, 2006

La noche no caía


- ¿No le preocupa esta situación?
- ¿Para qué? Es tan grande la vida. Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos desdichados
.

Roberto Arlt,
El juguete rabioso.
Durante un rato miró hacia la puerta de la casa. Le pareció notar alguna clase de movimiento en el interior y dejó el cigarro suspendido a mitad de camino hacia la boca. La brasa ardía callada, expectante, destellando cuando a veces el aliento de Arturo la encontraba en su camino. Finalmente no ocurrió nada: la puerta permaneció cerrada, oscura, rodeada por el desencajado marco de madera incrustado como a la fuerza en el adobe de la fachada.
No le importaba esperar. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo e intentó acomodarse en el escaño de madera donde estaba sentado, cuidando no perder de vista el muro blanco garabateado con spray, las ventanas ciegas de la planta baja y la luz tenue que se adivinaba tras las cortinas del balcón del segundo piso. Aspiró el cigarro con fuerza para luego dejar que el humo escapara por la boca como una cascada invertida. Hacía frío y casi no pasaban automóviles por Agustinas hacia Cumming. Pronto sería medianoche.
Arturo miró el reloj. Llevaba exactamente tres horas y cuatro minutos sentado en el mismo escaño, desde que el sujeto al que había seguido atravesó el hueco oscuro de la puerta y se apagaron las luces del primer piso. Al principio merodeó por los alrededores, repasando de memoria el mapa que había confeccionado y verificando que las calles estuviesen vacías. Finalmente escogió uno de los escaños del parque Portales para esperar, ubicándose a unos cincuenta metros en diagonal a la casa, cubierto a medias por el tronco de un plátano, cerca de la esquina hacia donde el sujeto caminaría al salir de la casa.
Apretó el cigarro entre los labios antes de tomarlo con los dedos y arrojarlo a la calle. La brasa dibujó un pronunciado arco para luego estrellarse contra los adoquines. Allí permaneció encendida durante algunos segundos antes de extinguirse. Arturo miró hacia la puerta, paciente. Jugó a imaginar el interior de la casa. En la planta baja estaría el comedor y quizás un pequeño living. Sobre la mesa cuadrada un mantel blanco con dibujos de flores y sobre el mantel un par de tazas, una de ellas vacía y la otra con un poco de café frío. En la pared norte, junto a la escalera, hay una fotografía colgada: un hombre delgado y una mujer robusta de semblante severo están de pie tras una niña con vestido de primera comunión. También hay un maltratado aparador color caoba donde se amontonan infinidad de pequeños adornos –animales fabricados con conchas o cuescos de duraznos, angelitos de loza, imágenes de Santa Teresa de los Andes, un reloj detenido, varias botellitas de Coca-Cola, pequeños platos de cobre, un par de vasos que sirven de florero para algunos claveles secos-, objetos cubiertos de polvo y un libro de tapas negras que, seguramente, es una Biblia. Quizás hay alguna alfombra barata sobre el piso de cemento teñido con tierra de color, eso no puede precisarlo Arturo que mira ahora hacia la ventana del segundo piso, donde una sombra oscurece por un instante las cortinas.
En el segundo piso, ocupado por un pequeño baño y el dormitorio, está el sujeto que ha venido siguiendo desde hace dos semanas. El hombre no tiene nada de particular. Es pequeño, algo regordete, y trabaja como médico en una consulta en el centro, a la entrada de Victoria Subercaseaux, frente al cerro Santa Lucía. Es un hombre de hábitos definidos y bien organizado, lo suficiente para que el tiempo le alcance para atender a sus pacientes, estar con sus hijos (dos, un niño y una niña), consentir a su mujer y tener como amante a una muchacha que trabaja en un café de la galería Pacífico. Vive en La Reina y dos veces por semana visita a la muchacha del café en su casa, una construcción de adobe con la blanca fachada cubierta de graffitis y dibujos obscenos.
Arturo encendió un nuevo cigarro pensando en lo que sucedía en la habitación, en el hombre anudándose la corbata, en la mujer que lo mira desde la cama, arropada con las mantas. Es más joven que él, tiene el pelo negro y desordenado, aunque habitualmente se lo amarra en la nuca con una cola de caballo. Su rostro es pálido y tiene unos enormes ojos oscuros. Mientras el sujeto acaba de vestirse ella permanece callada. Luego él se da la vuelta y la mira con ternura. Se acerca a la cama para besarla y prometerle alguna cosa –Arturo no puede imaginar qué le dice-, para acariciarle la mejilla y el cuello antes de bajar por la escalera y salir a la calle y caminar las dos cuadras que lo separan del automóvil, estacionado estratégicamente en un discreto callejón.
Las luces de la planta baja se encendieron y al momento siguiente el sujeto apareció en el umbral. Arturo alcanzó a ver el color verde de los muros antes de que el sujeto bajara a la acera, cerrando la puerta tras de sí. Cuando el hombre llegó a la esquina y cruzó la calle, Arturo se incorporó lentamente, arrojó el cigarro a medio fumar hacia el tronco del plátano y se fue caminando por un costado del parque con las manos en los bolsillos del abrigo. Sólo cuando faltaba media cuadra para llegar al callejón donde estaba el automóvil Arturo atravesó la calle y apuró el pasó.
El sujeto miró un par de veces hacia atrás, pero no parecía nervioso. En la siguiente esquina, la del callejón, dobló hacia la derecha. Sacó del bolsillo las llaves del auto y desconectó la alarma con el control remoto. Bajó a la calzada y luego se inclinó para abrir la puerta del conductor. En ese momento le pareció sentir un dolor a la altura de los riñones. Trató de incorporarse pero algo lo empujaba contra el automóvil. El dolor se hizo cada vez mayor y una mano le cubrió la boca. Se orinó encima. Poco a poco su escasa resistencia al ataque fue cediendo y comenzó a sentir frío. La mano que tenía sobre la boca apretaba cada vez más fuerte. El sujeto se dejó caer pesadamente sobre el charco que su sangre iba dejando en la calle.
Arturo metió el cuchillo en una bolsa plástica que llevaba con él y luego se inclinó junto al cuerpo para confirmar que estaba muerto. Tuvo cuidado de no pisar la sangre mientras buscaba en los bolsillos del sujeto hasta encontrar la billetera. Se incorporó y guardó la billetera en el abrigo, junto con la bolsa del cuchillo. Caminó hasta la esquina y miró hacia ambos lados. Cuando estuvo seguro que nadie lo había visto encendió un cigarro, atravesó el parque en diagonal hasta la esquina de Agustinas y Sotomayor y se fue caminando hacia el oriente.

viernes, mayo 12, 2006

Un puñado de niebla espesa como la muerte


Sentado en el asiento anaranjado del Metro, junto a la ventana, el señor K. observa a la distancia la ausencia de paisaje. Es temprano y la niebla cubre la ciudad completa, dejando apenas visibles las siluetas de los edificios que a lo lejos esbozan la linea de un posible horizonte. No se ve gente en las calles y de vez en cuando un par de luces, seguramente un automóvil, pasa junto al tren por lo que debe ser una calle, por eso que debajo de la niebla que lo cubre todo debiese ser un automóvil y una calle y una ciudad a medio despertar.
El señor K. se acomoda en el asiento y aparta la vista del exterior. El tren también está vacío. Puede adivinar, al otro extremo, al comienzo de ese pasillo interminable que ahora se le antoja sacado de una película de Kubrick, le parece adivinar la presencia de alguien. Inclina su cuerpo hacia el pasillo para poder ver mejor, pero si hay alguien está tan lejos que es imposible asegurarlo. El tren está vacío, entonces, piensa el señor K. y vuelve la mirada hacia el mundo gris y plano que le rodea. En mitad de su campo visual un círculo blanco intenta vanamente abrirse paso entre las nubes. Sol de otoño, mortecino, un agujero incandescente, una ventana de luz que de pronto es cubierta por un muro de concreto.
Las puertas de todo el tren se abren acompañadas de una grave sirena. Nadie entra. Durante largos tres minutos las puertas permanecen abiertas y nadie entra o sale. Otra vez la sirena. Un instante antes que las puertas se cierren dos mujeres se deslizan hacia el interior del tren. El señor K. puede ver a una, que es ancha de hombros y tiene el pelo corto y teñido de rubio y viste una minifalda negra. A la otra mujer no la ve pero la intuye por el sonido de los pasos que oye a su espalda, unos metros más atrás, al final del tren.
La chica corpulenta se detiene un momento a mirarlo mientras el tren reanuda la marcha. Es blanca y tiene los ojos grises o azul muy claros. Luego se sienta frente a él, al otro lado del pasillo. Por alguna razón que no entiende el señor K. imagina a la segunda mujer también blanca, pero con el pelo negro y largo, vestida con un abrigo de cuero que le cubre hasta más arriba de las rodillas. Vuelve a mirar hacia la ciudad inexistente, hacia las calles despobladas de sonidos y de sombras y por un momento le parece que el tiempo se ha detenido. El trengusanometálico se arrastra con rapidez sobre los rieles de acero oxidado, o eso parece.
Se suceden tres estaciones, se abren y cierran las puertas tres veces y seis veces suena la sirena de advertencia. Nadie sube al tren y tampoco nadie baja. La niebla no permite ver más allá del borde de la vía e incluso en las estaciones lo que se distingue es, con suerte, un par de metros del anden. Mientras el tren está en marcha el único sonido que se escucha es la respiración agitada de la segunda mujer, que lleva un ritmo sincopado y que en ocasiones le parece que se acerca sigilosamente.
El señor K. mira su reloj, mira hacia afuera buscando el sol que ha desaparecido del todo y luego suspira. Antes de ponerse de pie mira a la chica corpulenta, que no ha dejado nunca de mirarlo, y le sonríe. La chica responde con una mueca nerviosa que coincide con una agitación extrema en la respiración de la otra mujer. Debe tener cierto parecido con Meg White, piensa el señor K. cuando se para frente a la puerta en espera de la siguiente estación. Cierra lo ojos mientras el tren poco a poco se detiene y suena la sirena de advertencia, mientras las puertas se abren y la niebla afuera le espera, mientras tras su espalda el sonido atropellado de unos pasos se abalanza sobre él y poco a poco se mezcla con una especie de gruñido, con un sonido como dentaduras que chocan entre sí.

viernes, mayo 05, 2006

Laberinto

De qué puede tratarse todo, mirándolo desde el lado más accesible, pensando las cosas desde el lado más accesible, lo que no necesariamente debe significar el más cómodo. Por una parte aceptar el absurdo como un sandwich entre lo macro y lo micro, las situaciones que de verdad suceden: la fisión de un átomo de nitrógeno y la extinción de una galaxia. La desconexión del todo, el no percibirnos como simples hormigas –esto es casi parafraseando a Nietszche, lo que haría, sin dudas, las delicias de Alfredo- termina por distanciarnos de un acceso menos mediatizado –y al decir esto en el fondo quiero decir análisis y comprensión- a eso que solemos llamar realidad y no es más que la convención y el sobreentendido. Quizás este punto pase por un vistazo más profundo, primero que nada, a la forma, a la actitud que podemos tomar frente a esta extraña entidad que antes mencionábamos, una especie de enfrentarse a la poesía profunda que menciona Juarroz pero desde un punto de vista más cercano, acercando a la cotidianidad la posibilidad del sentido último o, por el contrario, la identificación del sin sentido. Pensarse como personajes de un guión, expertos en improvisación sobre una partitura enrevesada pero accesible. De esto se trata todo, de medirse a través de la calidad de vida, de las posibilidades que uno quiere para uno. Ojo, pues con esto lo que busco –a estas alturas es imposible disfrazar que hablo a título personal- no es el imponer límites, sino proponer un reconocimiento de lo que realmente somos, como seres transitorios, y tal vez no aspirar a la paz eterna; se trata sin duda de una invitación más abierta, a una entrevista a un yo más interno, naufrago y perdido. De cualquier modo Juan empezaba a reconocerse dentro del esquema que alguna vez Laura había diseñado para él. Juan caminaba por la calle desierta de la madrugada, repitiendo calles y recorridos, haciendo recursivos los recorridos, tratando de eliminar la recurrencia en búsqueda de una posibilidad mayor, de un espacio continúo donde el desarrollo -otra vez llamo la atención sobre esto- pueda manifestarse en diferentes estratos de las vivencias que reconocemos como una vida. Restringir estas situaciones a áreas intelectuales o elementalmente sensibles nos empobrece, pues tanto como antes denotaba la poca conciencia de entorno, incluso considerando una situación inmediata, eso que llamamos realidad, reconocer una transitoriedad sin trascendencias, un estar aquí y ahora.