viernes, mayo 26, 2006

Les feuilles mortes


17 de julio

Hoy cumplí treinta años. Estoy de pie frente a una nueva ventana, en un departamento de calle Bandera, en un tercer o cuarto piso. Es casi seguro que es un cuarto piso: hay una sensación de altura que no se puede explicar. Ahora me veo de pie (esto no puede ser cierto, claro, no puedo verme, lo que yo veo es otra cosa, es el paisaje sucio de la ciudad, los tejados grises y cubiertos de hollín) junto a la ventana mientras Luciano ríe celebrando las bromas que en un pésimo español hacen las dos chicas francesas que viven aquí. Busco la cajetilla de cigarros en el bolsillo del pantalón, busco también el encendedor de plástico verde que compré por la mañana. Pienso en mi madre, en la pobre Inés, siempre tan correcta y elegante, pienso en ella acostada en la cama de un hospital público, en las paredes amarillas que la rodean, en un hipotético charco de orines que comienza a asomarse bajo su cama. Enciendo el cigarro y aspiro fuerte, mirando por la ventana hacia los tejados cubiertos de hollín que se dibujan, opacos, bajo el cielo nítido y estrellado de Santiago durante el invierno.
Me enteré de la muerte de Bolaño por la tarde. Lo dijeron en un programa de radio entre dos canciones de Salvatore Adamo, que al parecer vuelve a estar de moda. A Inés, a mi madre, le encantaba Adamo, o le encanta, no sé. Recuerdo haber escuchado sus canciones cuando niño, sentado en la gran mesa del comedor, después del colegio. También recuerdo las fanfarrias que anunciaban las noticias en radio Cooperativa. Lo curioso, en realidad, no es el recuerdo, sino el efecto dominó que se produce cuando uno entra a la habitación cubierta de polvo que es la memoria: descubres primero una tortuga que tuviste de niño y de ahí todo se te viene encima, un verdadero alud de imágenes, olores y sensaciones, como el truco del mago que saca pañuelos de colores desde el sombrero.
Me enteré de la muerte de Bolaño mientras tomaba un café en la esquina de Huérfanos con Estado, observando a través de la ventana –otra ventana, más grande, más luz- un kiosco de diarios repleto de revistas pornográficas, por lo menos desde el lado que yo podía ver. Ya a esa altura del día me había fumado cerca de diez cigarrillos y tenía el estómago vacío. Luciano no había montado su puesto de pinturas en la Plaza de Armas y al telefonearle me aseguró que más tarde nos veríamos, que no me preocupara por dinero, que podría asegurarme algo mientras buscaba un nuevo trabajo. Y entre un cigarro y el sorbo del café me entero de la muerte de Bolaño. Luego de un primer momento con la mente en blanco –lo que sucede siempre que escuchamos o vemos algo que es difícil de creer, no por que nos parezca imposible que esté sucediendo sino porque en realidad estamos muy lejos de comprenderlo a cabalidad- las ideas comienzan a cruzar una a una por mi cabeza: la monografía imaginaria acerca de escritores con filiación nazi en latinoamérica que por absurda resulta mucho más creíble, una pista de hielo encerrada en un caserón junto al mediterráneo, la muchacha italiana cuyo hermano está obsesionado con una estrella del cine porno, los muchachos irrefrenables que recorren el desierto de Sonora y luego el desierto del mundo, que buscan algo parecido a la verdad en la poesía y en la vida, un espacio que podríamos llamar puerta o ventana y que se nos ofrece con su pálida luminosidad desde algún sitio.
La cajetilla azul de los cigarros yace a mis pies, vacía, mientras, apoyado en el antepecho de la ventana cuadrada, me asomo sobre los techos cenicientos de la ciudad. Luciano se acerca con un vaso de vino y me palmotea la espalda antes de volver con las chicas francesas, bastante ebrios los tres. Ciudad, Santiago, repito en silencio. Ciudad, Santiago. Vuelvo a pensar en la pobre Inés, ya tan vieja, tan cercana a la nada. Luciano y las francesas continúan riendo, sentados en el piso de madera del departamento. La cajetilla azul vacía a mis pies y el último cigarro se extingue entre los dedos índice y medio de mi mano derecha como la ciudad se extingue, poco a poco, bajo los tejados sucios y los gritos –más bien aullidos- de un niño en algún lugar de este edificio, los gritos –o aullidos- de un niño o quizás una mujer que se mezclan con una figura, una silueta oscura que por un instante se dibuja en mi retina. Ciudad, Santiago, repito como exorcizando fantasmas que no existen.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuando yo me enteré dela muerte del gran Bolaño, iba en un taxi y lo oí por radio. Nunco tomo taxis, pero ese día lo tomé para enterarme. (Tenía más de treinta :) )

pomelo dijo...

el efecto domino que se desencadena cuando se desempolva solo un recuerdo es impresionante.
quiza por eso es tan dificil olvidar.

Anónimo dijo...

deberías seguir escribiendo...

Anónimo dijo...

Oye rotillo te copiaste el nombre de un periodico boli.

El señor K. dijo...

El nombre, antes del periódico boliviano, corresponde a un libro de Roberto Arlt.
A ese libro hace referencia el nombre de este blog, nada más para consignar un hecho de la causa.

Roberto_Carvallo dijo...

viva bolivia y bolaño que los dos empiezan con B. de burrooooooo


como las tontas opiniones anominas...

ahi que hacer cargos de las estupideces que uno dice.....


adios señor K

Anónimo dijo...

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