martes, septiembre 27, 2005

Ceremonias: prolegómeno


el nudo de la corbata negra serpiente que se enrosca alrededor del cuello caricia de seda amenazante y terrible piel de minúsculas escamas y no dedos que describe el dibujo incompleto del espiral autófago espiral trunco espiral yuxtapuesto desdoblado y entrópico núcleo de noche de fiesta y silencio centro neurálgico del futuro inmediato nervio tenso que abraza y cierra como un paréntesis de tela duplicado como todo cuello hombros barba labios ojos orejas pelo engominado en el espejo inverso mundo de plano cristal ventana condenada
devuelve la mirada enrojecida rodeada de crespas pestañas enyesadas en negro pálidos reflejos de Man Ray que se buscan entre los tules de vestidos y la soledad de la habitación y la luz que entra por la ventana y le dibuja las ojeras heredadas de la noche insomne arrebolada y entre triste y feliz observándose con fascinada atención como si fuera la última vez como si a partir de esa noche la crisálida fuese por fin rota y las alas tristes de la mariposa cautiva aletearan en la jaula de oro
las mancuernas cuadradas brillando con resplandores de soles gemelos en los puños blancos de la camisa mientras se acerca a la ventana y mira hacia el patio vacío y el aspersor que lanza sus brillos de plata al aire dibujando efímeros arcoiris que van y vienen entre los frenéticos parpadeos que buscan librarse de la modorra y la sensación de irrealidad de la ilusión de un futuro camino asfaltado y de pronto no hay más que un muro sin ventanas una enorme habitación blanca que se expande hacia todas partes dejándolo solo y vacío en el centro de la nada de esa nada que no admite interrogantes y le abofetea el rostro con guante también blanco como no
mezclándose en el fondo mentiroso del espejo que la fusiona con el muro que la convierte en mosca atrapada y moribunda y la náusea la obliga arquear la espalda y los blancos botones saltan describiendo parábolas perfectas en el aire enrarecido dibujando el recorrido de inexistentes planetas de hielo que van a estrellarse contra la alfombra color sangre la mirada paralela que los sigue y los lee como un libro abierto una puerta abierta a la profecía y la condenación y comprender de pronto como si alguien le rompiese un vidrio en la cabeza y los golpes en la puerta
en las puertas de dos habitaciones distantes y distintas donde por un momento se tendió un puente que ahora se desmorona desde sus tensores de fino algodón hasta las bases de blandos recuerdos y dos miradas que se cruzan delante de un espejo de dos caras dos pares de lágrimas que esbozan caminos truncados mientras alguien golpea la puerta primero y luego grita enfurecido/a y luego el silencio y la soledad y las ventanas que ya nunca volverán a encontrarse

lunes, septiembre 19, 2005

El regreso

Cuando despierto a mitad de la noche la encuentro sentada en la cama, mirando un punto distante que está más allá de la pared. Los cabellos de su nuca brillan por la luz blanca que entra por la ventana, los vellos de su brazo se iluminan como gotas de sudor.
Acerco mi mano a su espalda, sin completar la caricia.
- Ven a dormir –le digo.
Ella sonríe, o eso parece por el movimiento de su mejilla.
- Cierro los ojos y siento el olor de los medicamentos, de las paredes blancas, de las bolsas con suero que gotean como marcando una tiempo distinto –dice sin volverse.
Suspiro, recordando los fierros retorcidos del automóvil y la mancha de sangre con forma de estrella que se iba expandiendo sobre el asfalto de la calle, unos metros delante, rodeando el cuerpo pequeño y torcido, el cabello oscuro y desordenado. Pero no era la sangre de ella, no era su cuerpo ni su cabello.
- No es tu culpa –digo.
- No es culpa de nadie, supongo –responde y se recuesta a mi lado, rechazando el abrazo que le brindo.
Entonces soy yo el que no puede dormir. Y me parece oír, en algún lado, una carrera de pies descalzos acompañada de una risa. No es posible, pienso y cierro los ojos.
Durante el desayuno, se detuvo en mitad de un sorbo de café y en su rostro se dibujó una sonrisa nerviosa. Miraba directamente a la puerta de vidrio de la cocina.
- Ya viene –dijo.
La miré extrañado, siguiendo luego la línea recta que partía en sus pupilas dilatadas e iba a perderse en los árboles que oscurecían el fondo del patio. El sol de la mañana hacía resplandecer las briznas de hierba, agitadas por una leve brisa.
- No hay nada allí –le digo.
- Ya viene –insiste-, me lo dijo. Está lejos, pero quiere volver. Está lejos y tiene hambre y frío y ya viene en camino. Dijo que no se demoraba. Dijo que nos quería.
La sonrisa, ahora, va dirigida a mí, al igual que las palabras. Pero en sus ojos vidriosos se adivina la ausencia, la distancia ya instalada entre nosotros, entre ella y el resto, entre ella y la realidad.
Me despido con un beso en la frente y voy a trabajar. Paso todo el día sin hacer nada, preocupado. Llamo un par de veces a casa pero nadie contesta.
Cuando vuelvo, la encuentro sentada en el jardín, en una silla del comedor que ha transportado hasta allí. Las ventanas de la casa, todas las ventanas, están abiertas. Las puertas también, y las luces encendidas en todos los cuartos.
- Ya viene –me dice sin levantarse de la silla-. Está cada vez más cerca.
Entro a la casa y comienzo a cerrar puertas y ventanas. Ella no entra hasta pasada la medianoche, sollozando.
Estoy solo en la casa. Ella va a pasar unos días en lo de su madre, donde sin duda se sentirá mejor, sin estar rodeada de los recuerdos que la atormentan y que van quebrantando poco a poco su salud. No lo dice, pero sé que por las tardes se encierra en la habitación del hijo y mira sus juguetes, ahora tan inútiles. Entra al cuarto como un ceremonial, un ritual antiguo, abriendo la puerta muy lentamente como para no despertarlo. Pero no hay nadie a quien despertar. Camina de puntillas sobre la alfombra y saca los juguetes y los pone en orden sobre las repisas, los dispone en diferentes secuencias, alineados por tamaño o color, moviéndolos lentamente como si alguien acompañara el recorrido con una mano sobre la de ella. Todo eso lo sé, lo adivino.
Abro una botella de vino y lleno una copa. Recorro la casa poco a poco, revisando que las ventanas estén todas cerradas y las luces apagadas. El último cuarto por donde paso es la habitación del hijo. Abro la puerta. La luz está encendida y los juguetes alineados sobre el piso. No fue ella. Estuve aquí hoy por la mañana y los juguetes estaban guardados. Ella se fue anoche, entre convulsiones y llanto. No fue ella. Quizás sí, quizás también estoy nervioso. Apuro el vino y me agacho para poner los juguetes en el baúl. Un golpe suena en la ventana. Levanto la cabeza y no veo nada. Una rama, el viento, pienso.
Una vez que he guardado los juguetes, apago la luz, cierro la puerta y vuelvo a la planta baja. Enciendo la radio y lleno la copa nuevamente. Me acerco a la ventana y miro hacia el jardín. Junto a la reja me parece distinguir algo, una silueta. Las luces de un automóvil que pasa revela que allí no hay nada. Estoy nervioso, mis manos sudan. Un golpe sobre el vidrio, en alguna ventana que no puedo determinar. Giro sobre mis pies y recorro la casa dos veces seguidas. Siempre me detengo frente a la puerta cerrada de la habitación del hijo. Dos veces me encuentro de pie frente a ella y acerco la mano a la manilla sin completar el movimiento. Dos veces. Ahora lo que suena son golpes sobre madera.
Cuatro golpes que describen un ritmo conocido sobre la puerta principal. Bajo las escaleras casi corriendo. Dudo un momento antes de abrir la puerta, pero lo hago. No hay nadie en el umbral. Asomo la cabeza, me adentro unos pasos en el jardín. No cierro la puerta al volver sobre mis pasos. Miro escaleras arriba, inquieto, la copa vacía apretada en la mano. Subo lentamente.
La puerta de la habitación del hijo está cerrada, pero por el resquicio inferior se adivina la luz encendida. Giro la manilla redonda escuchando el mínimo ruido del picaporte cediendo. La puerta se abre sin sonidos mientras la copa estalla entre mis dedos, mientras mi sangre gotea sobre la alfombra, mientras mis ojos se van llenando lágrimas, de espanto.

sábado, septiembre 10, 2005

Escrito en el aire

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La mira antes de sacar la libreta del bolsillo, la mira directo en los ojos amarillos que sonríen mientras él saca una libreta del bolsillo del pantalón y la abre sobre la barra del bar, mientras él busca un lápiz en otro bolsillo, mientras la mesera les pide que por favor se cambien de lugares y terminan sentados en el extremo de la barra, casi encima de la máquina de schop, ella con sus ojos amarillos sonrientes y él escribiendo en una libreta con hojas blancas.
MANIFIESTO DEL DESPLAZAMIENTO
1. Nada ni nadie tiene un lugar.
2. Vete de todas partes.
3. Un labio nunca está en el lugar donde estuvo.
4. El movimiento es un estado natural.
5. Hay un espacio que se llama vacío y que de vez en cuando se abre ante nosotros
6. No hay reflejos bonitos.
7. Todos los espejos están rotos.
8. No hay alfileres suficientes.
9. De los desplazados será el reino de los cielos.
10. Heráclito es Dios.
Ella y sus ojos amarillos lo ven escribir, dibujar con tinta negra las letras sobre la hoja blanca y limpia, lo ven tomar un sorbo largo de cerveza cuando parece haber terminado y levanta la cabeza y la mira desde sus ojos oscuros, sonriendo. Ella le quita la libreta de las manos para leer y luego le quita el lápiz para dibujar mientras la música de Coltrane, por otro lado, por todos lados, dibuja peldaños gigantes en el aire.
Él la mira y no ve nada más, ni el grupo de hombres jugando cacho en el otro extremo de la barra, cerca de la puerta, ni las chicas alemanas que se han sentado junto a ellos y ríen con sonoras carcajadas ni la lluvia que ha comenzado a caer sobre la ciudad. Él la mira mientras ella dibuja con tinta negra y gráciles líneas, movida por la música y la noche, concentrada y asomando la punta de la lengua rosada entre los labios también rosados y húmedos y brillantes. Él la mira y acerca su mano fría a la mejilla blanca, esboza la caricia y las palabras salen de su boca: Silencio / tu rostro / tus manos / el dibujo de / tu sonrisa / el parámetro exacto / donde tu beso me encuentra / tu silencio / el nuestro / y otra cosa / la noche.
Y los ojos amarillos, como dos soles gemelos, le regalan luz diáfana, como si en mitad de la noche comenzara a amanecer.

lunes, septiembre 05, 2005

Biología marina

Las primeras gotas que caen estampan tímidos círculos sobre el suelo, humedecen los adoquines como pequeñas explosiones de oscuridad que poco a poco se propagan, reacciones en cadena silenciosas y verticales. Las primeras gotas, delgados centímetros de plata, van convirtiéndose en dedos gruesos que horadan con paciencia las piedras y las cabezas, van convirtiéndose en ruido sordo, en tambores mínimos que anuncian la llegada del diluvio, la carrera apresurada de los hombres en busca de refugio y la aparición de los animales que en el agua se deleitan.
Primero aparecen las medusas. Medusas negras, rojas, verdes, transparentes. Huyen de los bolsillos, de las carteras de las mujeres, de las mochilas de los jóvenes que las llevan así aprisionadas. Con movimientos certeros los propietarios las obligan a salir de su letargo y en un chasquido sorpresivo enfrentar al aguacero sus redondas alas. Hay aquellas que sumisas obedecen y gozosas dejan que las perlas transparentes las golpeen con violencia la piel reseca. Hay otras, sin embargo, que indómitas se resisten a las órdenes y dejan que las mareas invisibles jueguen con ellas y las arrebaten de las manos inexpertas.
Los domesticadores de medusas aparecen también en las esquinas, ofreciendo animalitos tristes que apenas conservan visos de voluntad, los bordes ajados deshaciéndose en hilachas, ofrecidas a precios irrisorios y ofensivos para su extinta majestuosidad, convertidas en baratijas que con dificultad pueden despegarse del piso mojado.
Así proliferan las medusas con sus hemisferios de colores cubriendo las cabezas de los amos durante el aguacero, amenazando con sus múltiples aguijones –aunque romos y sin veneno- los ojos y mejillas de los incautos, así van dibujando su coreografía circular entre las calles, sobre la superficie abierta de las plazas, disfrutando sin poder sonreír del retorno al elemento primario, de la pequeña fiesta que se les brinda.
Tras las medusas, cuando estas ya han instaurado su reino de círculos concéntricos, los niños-piraña comienzan a agruparse en las esquinas y a escrutar con ojos torvos la multitud que se desplaza desdibujada por el agua. Se agrupan como gotas de lluvia en las cunetas, primero uno, luego tres, después cinco, hasta formar un charco de veinte o veinticinco niños-piraña de respirar agitado, ansiosos y parlanchines. Los niños-piraña se cubren la cabeza con capuchones raídos, calzan zapatillas de chillones colores y no gustan de las medusas, más bien las detestan porque dificultan sus ataques e incluso en ocasiones se interponen entre ellos y las víctimas. En los rostros de los niños pirañas se adivinan cicatrices de aguijones, de colas, de lasa que en un batir apresurado terminaron alejándolos.
Observan, entonces, unos pocos encaramados en los bancos de las plazas como improvisados atalayas. Siempre hay uno, el mayor, que selecciona la víctima. Una mujer gorda con abultada cartera, un viejo de caminar dificultoso, un par de chicas jóvenes que charlan animadas con las mochilas en la espalda, cualquiera puede ser elegido. No hay razones estratégicas ni sentido común para la elección: es simple instinto el que se manifiesta.
Una vez seleccionado el blanco, los niños-piraña se despliegan sigilosos, cubierto el sonido de sus pasos por el percutir de las abundantes gotas contra el suelo, por el batir de alas de las medusas. Se abren como un abanico, rodeando poco a poco a su presa, cerrando sus flancos, cubriendo los puntos ciegos y coordinando cada paso mediante mínimos silbidos que se confunden con los arrullos de las palomas refugiadas en las cornisas. Rodean al muchacho, en este caso, que distraído camina escuchando a Yo-Yo Ma en su discman, disfrutando de las líneas de mercurio que dibuja la lluvia sin percibir ni adivinar los movimientos que se van concentrando en torno a él, preocupado de mantener la medusa negra firme en su mano.
Todo ocurre en un par de minutos. Un silbido agudo y las aletas filosas de los niños-piraña rompen la corriente de la multitud para abalanzarse rápidamente sobre el muchacho, rodearlo de manos que certeras lo golpean y despojan a un tiempo, que lanzan la medusa lo más lejos posible y ante cientos de ojos atónitos devoran al muchacho que grita y se retuerce y los sonidos secos de los huesos triturados y los sonidos húmedos de la carne y las entrañas que por momentos se mezclan con la lluvia que arrecia. Luego no queda nada, apenas unos jirones de ropa que se humedecen, apenas una pisada marcada con sangre sobre el piso.
Y las medusas siguen sus caminos, fieles sirvientes, y las nubes poco a poco se disipan, dejando paso a un sol de amarillos rayos que muestra la ciudad limpia, recién lavada por la lluvia.