lunes, noviembre 28, 2005

Mapa imaginario de Santiago: Breves coordenadas

1. La mala vida
Las ventanas de la calle Eyzaguirre se abren sin pudor a la noche poblada de improvisados faroles rojos, ampolletas pintadas con témpera que se descascaran levemente con cada hora que pasa. Es apenas una cuadra –entre San Diego y Nataniel Cox- donde los perfumes dulzones se mezclan con el hedor ácido de los cuerpos y el humo de los cigarros que no cesa hasta el amanecer. Durante el día las ventanas permanecen cerradas como los ojos de las mujeres que descansan en las habitaciones oscuras, soñando con una noche distinta, con una noche sin hombres jadeando como cerdos sobre ellas.
2. Transparencias
La duración del Concierto en mi menor de Van den Budenmayer, en su versión de 1798, coincide con el tiempo en que se recorre caminando, sin prisa, el trozo de Parque Forestal comprendido entre las calles José Miguel de la Barra y Estados Unidos. La voz de la soprano aparecerá en el momento justo en que una pareja se besa sobre el pasto y dejará de cantar ante el escaño donde duerme el mendigo cuyo hedor avinagrado hace retroceder a las palomas. Finalizado el recorrido, apenas quedará el olor a tierra húmeda y el silencio que precede a la lluvia.
3. Corregidor Zañartu
Vivo en una calle de nombre horrible. Antes no: la nombraban como se nombra el pasado luminoso, época de sífilis y esclavos, cuellos almidonados y genocidios. La llamaban de otro modo, como un viejo señor maestro de putas y borrachos, improvisado lecho de adoquines entre los charcos y el orín de los caballos. Nada queda ya de aquella hermosa calle: quizás el olor de los borrachos, quizás el cadáver de una vieja puta. Nada queda ya. Un nombre horrible, palabras devoradas por los hongos. Vivo en una calle abandonada por la historia, criadero de piojos y libros viejos.
4. Pesadillas
Hay plazas ocultas entre las callejuelas de Santiago, esparcidas sin propósito ni orden entre céntricos edificios de espejos o viejos cités que se descascaran por el lado de San Pablo. Son plazoletas mal iluminadas, amobladas por excéntricos paisajistas que mezclan faroles de bronce a la usanza clásica con escaños híbridos en los que resulta difícil diferenciar la madera del concreto. Es un territorio que por las noches se puebla de monstruos, andrajos que se arrastran, desperdicios que la ciudad vomita; monstruos que llegan para dormir protegidos por la sombra, protegidos por el sueño de esa otra pesadilla que llamamos vida.

jueves, noviembre 24, 2005

Rock & Roll still alive

Como siempre en carrera contra el tiempo, el señor K. se acomoda nervioso en el asiento del copiloto mientras el automóvil se sumerge en las entrañas de la ciudad para comenzar el recorrido por los túneles urbanos. En la radio suena Across the Universe en versión de Fiona Apple, y eso no es suficiente para quitarle la cabeza la posibilidad de un choque contra cualquiera de los bólidos que despreocupados adelantan en zigzag. Y si no es un choque será un embotellamiento, piensa y mira a la señora K., que en realidad es aún la señorita C., y le sonríe y ella le pone la mano en la rodilla y ejerce una suave presión y de pronto no hay ni choque ni embotellamiento ni nada y resulta que con media hora de adelanto buscan estacionamiento en el descampado que rodea el estadio, lejos, en el extremo oriente de la ciudad. Anochece y las luces de las calles se van prendiendo abajo como tímidos cocuyos.
Hay que aclarar que al señor K. no le atraen demasiado las manifestaciones gregarias y que ante todo prefiere un poco su silloncito y la música o las conversaciones o ambas cómodamente al alcance de la mano. Y claro, alguna vez Amnesty, Silvio, Inti Illimani, Serrat, cosas de esas. Y también una vez Julieta Venegas, regalo de cumpleaños para la señorita C., a escasas tres filas de butacas del escenario, casi como estar en el living de la casa. Mientras caminan hacia la entrada del estadio, el señor K. abraza a la señorita C. un poco emocionado, repasando conciertos de Los Tres, Café Tacuba, Gonzalez y los asistentes. Sabe que muchos no recuerda y que muchos no han sido. Se muerde el labio de sólo pensar en White Stripes.
El asunto es que de pronto, luego de un rato de espera parados sobre la cancha, mirando atentos las nubes oscuras que amenazan con soltar un nuevo aguacero, las luces del estadio se apagan. Ovación y Rock & Roll. Las manos golpeándose como si fueran un solo par, las bocas coreando hasta desgarrarse mientras no muy lejos, en el escenario, Vedder & CO. se lucen con la potencia de tres guitarras, un bajo y una batería. Rock del bueno, el mejor. Y entonces el señor K recupera una imagen de si mismo que había olvidado, que le permitía disfrutar de todo sin tantas preguntas y mira a la señorita C. y le planta un beso tan largo como una canción y se pone a saltar y cantar. Como todos. Se deja envolver por los recuerdos y la música tanto tiempo esperada y le importa un rábano quedar difónico o torcerse un tobillo y se siente vivo, por dentro y por fuera.
Más tarde, cuando las luces vuelven a encenderse y el silencio comienza a mezclarse con el frío, el señor K. y la señorita C. se sientan en la comodidad del automóvil y vuelven a mirarse y vuelven a besarse.
- Me duelen los pies, las piernas y la espalda -rezonga la señorita C. con deliciosa sonrisa mientras arranca el auto.
El señor K. mira hacia los pares de luces que lentamente se van colocando en fila y siente algo dentro que late como si fuera un corazón. Está seguro que le brillan los ojos y por momentos teme que se le escape alguna lágrima. Me estoy volviendo viejo, piensa y sonríe.
La señorita C., por reflejo más que por otra cosa, acerca la mano a la radio para encenderla, pero el señor K. le toma la mano con suavidad y la aparta del botón negro.
- Ahora en silencio, mejor -le dice y ella responde con un beso suve, la caricia de una flor sobre los labios.
Siguen la hilera de autos que bajan despacio del cerro, callados. Y sin querer, o queriendo ambos pero sin decirlo, comienzan a tararear las canciones, todas las canciones, y sonriendo repiten el concierto completo pero sólo para ellos esta vez.
Sólo para ellos.

viernes, noviembre 18, 2005

Escenas Caucasianas

Al dormitorio apenas asomé la cabeza y eso bastó para darme cuenta de que allí no estaba. Ocupé más tiempo en la cocina, pero ni rastros de Vincent. Abrí el refrigerador y saqué un tarro de atún. No pude encontrar el abrelatas. Con un cuchillo logre romper el tarro y luego hice palanca hasta conseguir un boquete por el que pudiese pasar el atún. Vertí el atún en el plato de Vincent y, sólo entonces, recordé que primero debía desaguar el tarro. No me importó. Además, me había cortado un dedo.
En el bus me miraba la vendita pegada en el pulgar. Era tarde y no había casi nadie en el bus. Detrás del chofer iba una mujer durmiendo. Llevaba un bolso apretado contra el abdomen, lo apretaba con ambas manos. De vez en cuando despertaba, levantaba la cabeza y miraba por la ventana. Luego se volvía a dormir. También había un hombre con una cotona celeste y un gorrito que decía El Mercurio. También dormía. Apoyaba la cabeza contra el vidrio y con una de sus manos afirmaba un canasto que había en el asiento contiguo. El canasto estaba cubierto con un trozo de tela blanca y parecía que iba a caer al pasillo, pero no cayó. Yo miraba hacia afuera y trataba de recordar si la ventana de la cocina había quedado abierta, para Vincent. A veces me miraba el pulgar y lo presionaba ligeramente hasta sentir un dolor que era como el pinchazo de una aguja. A mi lado, en el asiento del pasillo, un hombre con chaqueta de cuero negro leía un libro. Era un libro delgado y tenía letra grande, pero no conseguí ver de qué se trataba. Me puse de pie para bajar y el hombre tuvo que apartar las piernas. Entonces vi un dibujo en el libro. Recordé el dibujo: era Papelucho Detective. El bus se pasó dos cuadras después que toqué el timbre.
La puerta del departamento la abrió alguien a quien yo no conocía. No me dio mucha importancia, sólo abrió la puerta y se fue. El departamento era pequeño y estaba lleno de gente. Algunas personas me saludaron y me preguntaron por Lucía. Yo me encogía de hombros cada vez que me preguntaban. No tenía más respuestas que ésa. Lo único que podía decir de Lucía era que dejó a Vincent en casa. Logré escabullirme hasta el balcón. Una pareja se besaba, apoyada en la baranda. Una mujer se asomó, miró a la pareja, me miró y luego desapareció. Yo miraba hacia abajo. Un camión pasó lentamente, rociando con agua la calle. La mujer volvió y me entregó un vaso. La miré un instante y luego di un trago. Estaba fuerte.
La mujer se llamaba Ivonne y estudiaba veterinaria. Me preguntó varias cosas y yo mentí. Dije que era periodista y venía llegando de África. Ella me dijo que había visto en TV un programa acerca de Liberia y que le parecía horrible. Seguí mintiendo y le dije que justamente había estado en Liberia. Le conté varias cosas que había visto en el mismo programa de TV. Pareció impresionada. Miré mi vaso. Estaba vacío. La miré y le pregunté si era tan amable de traerme otro trago. Sonrió con una sonrisa diferente a la de Lucía. Yo también sonreí, pensando en eso. Ella se acercó y me besó muy suave, en la boca. Antes de que desapareciera le pregunté si le gustaban los gatos. Ella volvió a sonreír y atravesó el ventanal.
Soñé con Lucía. Era el día que llegó con Vincent envuelto en el chaleco. Lucía estaba mojada, del pelo le caían gotas que formaban un charquito a sus pies. Afuera llovía. Vincent tiritaba, pequeño entre sus manos. Lucía me miró desde la puerta. Sabía que no podía decirle no. Aún así, dije que no me gustaban los gatos. Ella dijo que yo era un ogro gruñón. Le dije que ella era una hermana de la caridad. Me mostró la lengua. Yo hice lo mismo. Ése fue el sueño. Igual al recuerdo, aunque no confío mucho en mi memoria. A veces agrego detalles, a veces los quito.
Desperté algo sobresaltado, con la sensación de que Vincent me lamía la cara. Lucía lo dejaba entrar a la habitación cuando yo me había dormido. En las mañanas me lamía la cara. Yo despertaba y le daba un manotazo. Vincent no estaba sobre la cama, a pesar de que la puerta del dormitorio estaba abierta. Me levanté. El piso estaba frío. Caminé a la cocina. La ventana estaba abierta y el atún en el plato de Vincent intacto. Sonó el teléfono. Pensé que tal vez era Lucía. Dejé que sonara tres veces. Descolgué. Era Ivonne, la veterinaria. Me preguntó si quería ir al cine por la tarde. Dije que sí. Me dijo hora y lugar y yo anoté en un papel. Después de colgar volví a la cocina. Me apoyé en la muralla y me dejé caer lentamente hasta el piso. Miré el plato de Vincent y cerré los ojos. Sentí cómo la vendita se iba despegando, con una mínima cosquilla, del pulgar.

viernes, noviembre 11, 2005

Calor

Las calles exudando un aire caliente que sube entre los edificios en invisibles filigranas, que se mete por la nariz y los poros y parece por un momento que es imposible respirar y entonces el olor a caucho quemado y humo te trae de vuelta, te deja sumergido en la suciedad de los buses y automóviles que colapasan las calles adoquinadas, el estertor de las bocinas y las voces que se mezclan como cuerpos blandos y sudorosos, laberintos de carnes y pieles, hombres gordos que avanzan entre la multitud como diminutos icebergs en proceso de destrucción, los mendigos esperando la muerte desde sus reductos de sombra, estirando las llagadas extremidades a la indiferencia y la nada, el rostro de una chica que se recorta como un cuadro de Lempicka, la visión pasajera de algo que debe ser la belleza, mezcla de delicado snobismo con cierta salvaje hombría, el sol que desde la perpendicularidad incendia las formas y se refleja mil veces en las ventanas y las superficie de azogue de los edificios, que multiplica las llamas de Roma en los cientos de ojos que ignorantes buscan protejerse con manos de condenada carne, el sonido destemplado de los bronces que desde el odeón vociferan algo que se parece a Piazzola y los monos que camuflados saltan entre las palmeras con chillidos imperceptibles, enloquecidos ensayando piruetas al compas de la música mientras en las mesas rojas el ámbar de la cerveza va dibujando movedizos mapas de ignotos territorios, va desplazándose quieto el aire a medida que la noche gana terreno y la música se extingue y el dibujo retruca las formas difusas de los hablantes, de los silenciosos ojos que se miran o no se miran y las manos que aletean en busca del esquivo frescor, de la promesa de la noche casi presente que se interrumpe de pronto y en un intersticio de silencio deja oír los gritos de la amante despechada que sobre la hierba exige explicaciones, otra vez el calor que no cesa y que devora lentamente a la noche ingenua con luna creciente, que devora a la chica que ahora llora sola en la sombra de una plaza, la cerveza y su estela amarilla de libaciones no es nunca suficiente para conjurar el infierno que se cierne anticipado, el desierto que poco a poco va ganando terreno y cubriendo la ciudad, el perenne reloj de arena, el laberinto definitivo que va sepultando los recuerdos bajo sus muros de aire ligero, un ojo, un rostro, un cuerpo, dos, la sentencia no cumplida de la pasión, de ese silencio que sigue y que ya no estará más.

viernes, noviembre 04, 2005

Mañanas

El señor K. abre primero un ojo y luego el otro, casi siempre angustiado por la sensación de que algo ha perdido.
Los abre lento, como si con el pausado movimiento fuera rasgando el aire quieto de la habitación en penumbras, como si desde ese momento las primeras coordenadas del día se fueran situando en los rincones de la casa y de la ciudad. Los ojos son ventanas, piensa siempre en ese momento en que las formas van dibujando la realidad invertida en su retina, riéndose del cliché y al mismo tiempo disfrutándolo. No es que precisamente le gusten las frases hechas, pero debe reconocer que hay ciertas sonoridades más que auditivas que le seducen, como si las palabras fueran llaves, pasaportes a cualquier lado, por último viejas fotografías con recuerdos que uno ha ido olvidando con el tiempo.
Abre primero un ojo, entonces. Generalmente el izquierdo, cuyo párpado se tensa poco a poco y como el telón raído de un teatro va levantándose hasta descubrir el iris marrón y la dilatada pupila, el cielo negro de la noche ya pasada atrapado en el centro del ser. Luego el ojo derecho, luego las pestañas que se separan como medusas batiéndose en retirada a sus abisales moradas. Man Ray, piensa a veces y a veces no.
Es quizás el movimiento imperceptible del dedo meñique lo que sigue, pero de esto el señor K. ya no tiene certeza, envuelto en un remolino de recuerdos e imágenes que se le viene encima como un alud de barro, renaciendo en la trampa autoimpuesta de la vida, entregándose ya por completo a la rutina y no tan rutina de las horas que le amenazan agazapadas bajo la cama. Él lo sabe y las espera, y se deja golpear y avasallar por el tiempo, que finalmente no es más que un accidente como cualquier otro, como caerse en bicicleta o irse cabeza abajo desde la parte alta del semicírculo que dibuja un columpio en el aire.
Es quizás el dedo o no, quizás el pie que gira, el pene que despierta irguiéndose bajo las sábanas, el hombro que busca acomodarse en la almohada, el recogerse sobre sí mismo pensando en algo que vagamente cree haber perdido.
Salta de la cama y al contacto de los pies con la alfombra sigue un estiramiento general que pone cada hueso en su sitio y un poco le disloca el espíritu, lo vuelve a reenmarcar en la realidad gobernada por la perspectiva y la gravedad, los ojos ya preparados para correr las cortinas azules y dejar que la luz del mundo le contraiga las pupilas y un nuevo aire, sucio pero fresco, renueve la atmósfera cargada de sueño de la habitación. En algún lugar una chica canta i watch it lift up to the skyi watch it crush meand then i die. El señor K. la escucha y sonríe con tristeza, como se sonríe por las mañanas.
Sin querer, entonces, roza con la mano la piel del pecho y se encuentra con la superficie seca y tirante que rodea a la cicatriz.
Corre hacia el baño para mirarse al espejo. No necesita encender la luz para distinguir tres líneas rectas que convergen en la mitad exacta del pecho, tres líneas de piel plegada y seca, marchita. Busca la silueta de su rostro a contraluz en el espejo y vuelve a mirar una y otra vez la cicatriz. Acerca sus manos, separa la piel, la carne, la sangre. Busca con desesperación, sabiendo de antemano que es inútil. De pie frente al espejo, en un baño a oscuras, desangrándose sobre el lavamanos, el señor K. se queda con el pecho abierto y vacío, regurgitando una mezcla de risa y llanto.
Y así, todas las mañanas.