miércoles, septiembre 27, 2006

Pasajero en tránsito II

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Claro que las ventanas nunca dan precisamente al oleaje inmóvil de las dunas de un desierto africano, así como tampoco suelen tener vista al mar color acero, agitado y rabioso, de ese Chile ya distante, o a la oscuridad verde y pacífica del la selva negra alemana. Nunca o, en el mejor de los casos, apenas un atisbo del deseo: el viento seco del Sahara, el graznido destemplado de las gaviotas, el rumor de las hojas agitadas por una mano invisible o crepitando bajo el peso de unos pies desconocidos. Todo esto pensaba mirando el techo, o más bien trataba de pensarlo y ordenarlo de manera que le pareciera inteligible mientras desde la calle le llegaba el sonido de los automóviles que frenaban y tocaban la bocina, de las voces que se elevaban una por encima de la otra, que se superponían como planos traslúcidos en esa otra ventana que era la imaginación y que tampoco, en la mayoría de los casos, estaba orientada hacia donde uno hubiese preferido.
Se levantó despacio, tratando de no perder la hebra de sus pensamientos, buscando con la mirada la botella de cerveza a medio tomar, recorriendo con pasos lentos el piso de baldosas de la habitación. Encontró la cerveza en el alféizar de la ventana y la bebió de un sorbo. Estaba caliente y le revolvió el estómago. Ni hablar de fumar, pensó mirando hacia la calle, hacia la procesión de carretelas arrastradas por muchachos, interrumpida de pronto por la irrupción de una vieja y destartalada camioneta que trataba de abrirse paso por la estrecha calle a toda costa. Y entonces otra vez las bocinas y las maldiciones y el polvo que sobrevolaba esa parte de la ciudad como una antigua plaga bíblica.
Cerró los ojos un momento y respiró profundo el aire con olor a café, tabaco, a especias y fritangas que se vendían al regateo en el mercado. Pensó en otros olores (en las flores con forma de trompeta de un jardín, en un perfume –Tresor u Opium, quizás-, en el sudor sobre la suave piel de una chica, en el pelo revuelto y salvaje de otra), en otros lugares que ahora parecían imposibles, temporal y espacialmente, en otros lugares que ya no existían en su presente sino en el pasado que lentamente se desdibujaba al imponerse en el olor del café que se hizo potente y terminó por abrirle nuevamente el apetito y las ganas de fumar.
De debajo de la cama sacó los zapatos de lona, se puso la camisa y abrió la puerta del cuarto. Antes de salir miró hacia le ventana, dispuesta simétrica a la puerta en la pared opuesta, y lejos, sobre las siluetas de los edificios de color arcilla que le obstaculizaban parcialmente la vista, pudo distinguir la muralla de la ciudad vieja, los almenares derruidos y uno que otro estandarte que flameaba al viento. Sonrió, giró sobre sus talones y luego de cerrar la puerta bajó de dos en dos los peldaños de piedra de la escalera del hotel.

martes, septiembre 19, 2006

Pasajero en tránsito

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Entonces, después observar por un rato las vibraciones del ala a través de la ventanilla redonda del avión, vuleve un poco a sí mismo tratando de precisar las coordenadas exactas que motivaron la huída, el pasaje one way en clase turista, la noche de borrachera y la silueta difusa de la puta que en la oscura esquina le bajó el cierre y buscó con mano torpe el pene lánguido para metérselo en la boca. Pero de esto ya duda un poco, de la puta y la esquina, de la borrachera no, claro, pues el dolor que perfora el lado izquierdo de su cabeza es la huella y testimonio de su verdad, y de la huída tampoco, pues tiene una ventanita redonda junto a él que le muestra un trozo azul y sereno de cielo y al otro lado tres hileras de asientos vacíos y cada seis o siete minutos la aeromoza que aparece con su cara sonriente para ofrecerle alguna cosa y de ahí los tres Jack Daniels que nuevamente le han puesto en la cuerda floja del recuerdo y la imprecision de los hechos que le preceden e incluso los que le depara el futuro, si es que existe un espacio o un tiempo determinado que se pueda llamar de esa manera.
Lo concreto: el pasaje en avión y el avión mismo. La esquina y la puta, verdades probables justamente por lo absurdas.
Quedaba como hecho fehaciente la noche previa al viaje, lanzado a una ciudad a la que daba la espalda y había olvidado desde antes de partir, una ciudad que no existía sino en la memoria y en la mentira del pasado ficcionado, una ciudad en que las calles ya no tenían nombres reconocibles, que los perdieron desde el momento mismo en que la empleada de la aerolínea había emitido el ticket al compás del ruido de la impresora, en que las párticulas de tinta se fueron adhiriendo al papel para darle un nuevo nombre y un nuevo propósito, más allá de la simple negación o la oscura melancolía, del corazón roto en pedazos que dicha sea la verdad era y sería por un buen tiempo la única motivación de sus actos.
El cuarto Jack Daniels enfriaba la palma de su mano aparecido de quién sabía dónde, y como acto reflejo se llevó el vaso a la boca hasta sentir el líquido también frío pero que de alguna manera le quemaba el esófago. Volvió a inclinarse sobre la ventanilla, entrecerrando los ojos ante la luz del sol e intentando distinguir algo en la distancia. Esto es el océano, pensó, esto es el cielo o esto es la suma del océano y el cielo y eso significa que esto es la eternidad y el infinito. En alguna parte, se dijo, más allá de todo, este avión va aterrizar y mi nombre ya no tendrá importancia alguna y todo no será más que una especie de sueño, una rueda para ratones imparable y vertiginosa.
Se acomodó en el asiento mullido del avión y trató de dormir, invadida su cabeza por las imágenes de vasos que chocaban o sencillamente se quebraban en su mano, de mujeres silenciosas que desde los oscuros callejones le llamaban con señales luminosas emitidas por sus ojos, del olor penetrante del alcohol que desde algún lugar entraba en una habitación pequeña, con una ventana sin vidrios franqueada por postigos de madera y no muy lejos el horizonte del desierto dibujado como el lomo amarillo de un monstruo dormido.
Entonces estoy soñando, pensó, y muchas horas después la azafata sonriente y bilingüe lo despertaría para avisarle que tenía que abrocharse el cinturón porque iban a hacer tierra y él la miraría sin despertar del todo y le diría: Qué linda manera de decir las cosas tiene usted.

lunes, septiembre 11, 2006

Nocturno de Santiago IV

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Ahora desde otra ventana, desde otro reflejo, desde el silencio del espacio magnificado –multiplicado- y vuelto al revés por la noche de azogue que se convierte en espejo; desde otra altura y otra pecera, pobre axolotl, contemplando la ciudad que se dibuja más allá del parque y del río y el cerro y el extrarradio sucio que parece pertenecer a otra realidad, desde el simulacro de una vida diferente, desde un punto de vista que no es tal, desde la prescindencia del rostro trasnochado que se desdibuja y se vuelve pensamiento, idea, apenas una filigrana del humo del cigarro.
Desde este nueva atalaya, torre de frágil cristal que apenas se equilibra, la mirada se estrella contra la barrera invisible del muro de vidrio y más allá nuevamente la noche, otra noche, otra madrugada, otros caminos recorrridos por las estelas blancas y rojas de las luces de otros automóviles; la mirada como un dardo que recorre y destruye, que va aboliendo distancias e incongruencias de la perspectiva, la mirada cansada que se busca a sí misma en la oscuridad de los párpados que, cada veintidós segundos exactos, se cierran, que se encuentra en las letras que desde el cíclope electrónico le devuelven una imagen distinta, una traducción, una aproximación o, quizás, sólo una apariencia.
La noche, entonces, la ciudad y la noche abrazadas en la inmovilidad mientras los dedos saltan con velocidad de pulga sobre las teclas, contraste brusco y necesario, el repiqueteo al que siguen las letras y al que preceden las palabras. La noche, la noche abierta en la promesa de un futuro no cumplido, en la proximidad del amanecer y las costras de realidad reveladas, la presencia de lo verosímil como convención y acto de fe, la noche como antónimo para todo y para todos, como ausencia y fragilidad, como necesario fin del tiempo y ocultamiento del espacio.
La noche y la ciudad convertidas en el mostruo primigenio y oculto, en el secreto que nunca se revela, en la palabra que no se pronuncia pero se intuye, en el suspiro, en el beso y la caricia que no se completan. La noche y la ciudad como otra noche y otra ciudad, si es que existe esa posibilidad, la repetición constante del juego, la búsqueda y el encuentro.
Y en algún lugar de este silencio que me absorbe, tengo la certeza, tú duermes y amarillos tulipanes pueblan tus sueños.