miércoles, julio 26, 2006

El origen del mundo II

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15 de enero
El calor no da tregua, aunque a nadie parece importarle aquí en la pensión y prefieren hablar del partido de fútbol que televisaron anoche.
Ayer me acosté temprano, luego de beberme una botella de pésimo vino que me vendió la patrona. Hoy por la mañana salí a recorrer el pueblo con demasiadas expectativas, pensando que quizás en algún recorrido anterior pasé algo por alto. Todo se reduce a diez manzanas de casas bajas, exceptuando la pensión y el edificio del correo, justo al otro lado de la calle, que tienen dos pisos. La pintura de las fachadas está desteñida y los colores, si es que alguna vez los hubo, ya no se reconocen. El espino parece ser el árbol característico de la zona, pues no sólo pueblan todas las aceras –las con pavimento y las de tierra- sino que se pueden distinguir por los costados de los caminos que salen del pueblo. Nada interesante para pintar.
Hay algo curioso que casi olvido anotar: no he visto ningún signo de actividad en los alrededores. Sólo campos yermos rodeados de cercas a punto de caer. También descubrí, por el camino que va al oeste, un sendero que se encumbra hacia los cerros que separan al pueblo de la costa. Durante el almuerzo uno de los pensionistas, un viajante que se dedica a la venta de peines plásticos, mencionó que siguiendo esa ruta se llega a un salto de agua espectacular. Ese es el adjetivo que el viajante usó. Supongo que podría darme una vuelta por esos lados y explorar.
El resto de la tarde lo pasé desnudo sobre la cama, intentando dormir. Leonor avisó por medio de una nota que no podía venir hoy. Hoy no puedo, nos vemos mañana. Besos, Leonor. Estaba escrito con lápiz grafito sobre una esquela rosada. La letra es torpe, parece demasiado infantil. ¿Demasiado infantil? No entiendo que quiero decir con eso. El mensaje me lo entregó la patrona después de almorzar y aprovechó para preguntar si quería otro vino para esta noche. Le dije que sí y sonrió.

16 de enero
En las sábanas ha quedado impregnado el vaho de sudor que rodea a la patrona. Cuando desperté ya se había ido, pero su presencia se hizo casi insoportable al poco tiempo de estar consciente. Tuve que saltar de la cama para abrir las ventanas y dejar que la brisa caliente limpiara el aire. Por alguna razón no quiero que el olor de la patrona persista hasta que llegue Leonor. Luego de beber un café bien cargado en el comedor vuelvo a mi cuarto para disponer del atril, los tubos de óleo y los pinceles. No vi a la patrona, pero una de las muchachas de la limpieza pasó junto a mi mesa y me sonrió, cómplice.
Leonor llegó más tarde de lo acordado, pasado el mediodía. Llegó como un vendaval contándome atropelladamente de un paseo a la playa que había dado ayer con sus hermanos, emocionada porque se habían quedado hasta el atardecer y el horizonte se había incendiado de un rojo tan intenso que incluso había sentido miedo. Mientras ordeno los materiales y corro la cortina para que entre más luz, Leonor no para de hablar y hojea, inquieta, algunos libros de pintura que tengo sobre la mesita de noche. Cuando ya está todo listo la miro, sin animarme a interrumpir su monólogo, entretenido con los guiños que, involuntariamente, hace con la nariz cuando algo le parece divertido.
De pronto se calla y me mira, ausente. Parece casi al borde del llanto cuando estalla en una carcajada. Las mejillas se colorean de rubor y baja la mirada como si la hubiese sorprendido en algo malo. Luego cierra el libro de golpe y me dice que cuándo empezamos, que tiene que volver a almorzar a su casa. Me acerco, la tomo de la mano hasta sentarla en una silla junto a la ventana, donde la luz del sol hace resplandecer los pequeños vellos de su cara. Te ves linda, le digo, y ella sonríe. Comienzo a dibujar el rostro de Leonor sobre la tela, con sólo un trazo defino su pequeña nariz respingada, esbozo con pequeños puntos las pecas de las mejillas, busco el brillo de sus ojos con la opacidad del grafito. Los ojos son verdes, aunque dependiendo de la luz a veces parecen grises.
La primera pincelada es, como siempre, la más difícil. Esta vez comienzo con el contorno del hombro y me detengo en la curva del cuello. Leonor me mira, las pupilas dilatadas y la respiración intranquila. Me mira de una forma nueva, y la segunda pincelada se vuelve más difícil que la primera, un trazo enrojecido que completa la línea del mentón hasta la sien izquierda. La imitación de Leonor va apareciendo en la tela poco a poco, como el comienzo de una oración, un grito desgarrado, una súplica: todo al mismo tiempo.
Una hora y media más tarde Leonor se despide con un beso en la mejilla y me deja solo en el cuarto, con el olor a solvente, con la tela que se termina de secar en un rincón, vacío de mi mismo, particularmente exhausto. Me tiendo en la cama sabiendo que con el calor será imposible dormir. Giro la cabeza hacia la mesita de noche y entonces noto que el libro que estaba hojeando Leonor era de Courbet.

17 de enero
He soñado con la patrona. Está junto a mi cama, enfundada en el horrible delantal de diario, con los labios pintados de un rojo encendido. Siento una mezcla de fascinación y miedo ante esa imagen que de pronto me recuerda a una acuarela de Schiele, y en el estómago tengo un frío que quema. Camina hacia mí, despojándose lentamente de su vestidura, mostrando sus senos redondos y firmes, sus pezones demasiado pequeños, casi como lunares en mitad de los pechos. Me mira con condescendencia, casi con lástima. Por la puerta del cuarto entran las muchachas de la limpieza, con los cabellos sueltos ondeando al viento, desnudas, exhibiendo sin pudor sus cuerpos raquíticos, sus senos caídos, sus piernas casi sin carne, sólo hueso y pellejo, más demonios del austriaco enloquecido. Las muchachas se acercan a la patrona y la ayudan a quitarse la túnica –porque de pronto tiene una túnica de seda amarrada a la cintura-, arrodillándose junto a ella, acariciando sus muslos abundantes y sus caderas, tocando la piel lisa del trasero con las puntas de los dedos. Sólo entonces la veo completamente, la descubro, mudo. Un estambre de negro cabello que nace un poco más abajo del ombligo y se va haciendo cada vez más abundante hasta perderse en la entrepierna. Trato de moverme, de huir, pero no puedo. Ya la patrona está montada sobre mi, sonriendo, el rostro rígido como una estatua. Y sobre mi falo erecto se cierne un bosque de pelos que parecen separados de la mujer, como un parásito que la utiliza de huésped. Un momento antes que me devore despierto bañado en sudor. Aún era de noche.
Caminé hacia la ventana, excitado. Contemplé la oscuridad de las calles y la claridad con la que las estrellas dibujaban secretos mapas en el cielo, sin poder calmarme del todo. Cerré los ojos, invocando la imagen del sueño, y me metí la mano bajo el calzoncillo. Luego salí del cuarto y me escabullí por el pasillo hasta el cuarto de la patrona. La puerta estaba sin llave y entré. La oscuridad era casi completa, sólo un delgado haz de luz se colaba entre las cortinas. Adiviné la posición de la cama por la respiración. Mientras me acercaba podía sentir como esa respiración se agitaba cada vez más, podía casi imaginar el movimiento de fuelle de su pecho. La mujer estaba desnuda y puso resistencia al sentir mis manos en su cintura: me arañó los brazos y el pecho. Cuando la penetré dejó escapar un débil gemido y luego sentí sus piernas rodeando mi cintura.
Leonor vino a mediodía y le dije que no tendríamos sesión porque no me sentía bien. Como ella se puso triste le prometí que, si quería, mañana podríamos dar un paseo al salto de agua. Ella se puso a reír y se fue cantando por la calle. Después de almuerzo, adolorido por la noche en vela, me fui a dormir la siesta. Con los ojos cerrados oí el ruido de la puerta que se abría. Olí el sudor de la patrona, el sonido que hacía al desvestirse, el movimiento de la cama mientras se tendía junto a mí, mientras su mano buscaba en mi vientre y comenzaba con el rito, mientras me exploraba con la boca entreabierta. Con los ojos cerrados me dejé llevar, una y otra vez, entre sus piernas.
Desperté a casi a la hora de la cena, solo en la cama.

lunes, julio 24, 2006

El origen del mundo I

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13 de enero
Luego de una semana de indecisión, hoy comencé a pintar. La chica que me sirve de modelo, Leonor, ya se ha ido y el calor del cuarto es sofocante.
Miro por la ventana hacia la calle de tierra que me separa de los demás como un pequeño desierto, hacia las aceras apenas sombreadas por los espinos, caricaturas raquíticas de árboles de verdad. Respiro profundo, me deleito con el aroma a solvente que tanto molesta a la dueña de la pensión, una amable mujer que lleva la casa con la ayuda de dos muchachas jóvenes que se encargan del aseo y una gorda que nunca sale de la cocina.
La patrona debe haber pasado hace poco los cincuenta y a veces, cuando camina entre las mesas durante el almuerzo, deja una estela casi imperceptible de sudor. Por la noche se instala en la sala a ver televisión con los pensionistas, bien vestida –es un decir- y maquillada. La primera vez que la vi arreglada me sorprendí y hasta me pareció guapa. Creo que fue la tercera o cuarta noche desde que había llegado al pueblo. La sorpresa se justifica, de cualquier modo, porque durante el día se envuelve con una especie de delantal raído y lleno de manchas que le da un aspecto desagradable. Algo tiene en esos momentos que me recuerda a un viejo grabado que vi de niño, donde aparecía un grupo de cortesanas romanas en un festín y al costado, casi fuera del encuadre de la lámina, un par de gordas alcahuetas ataviadas con un trozo de tela que les rodea el cuerpo. Mecanismos de la memoria.

14 de enero
Ayer terminé sin problemas un retrato de Leonor y dejé a medio camino otro. La chica estaba muy emocionada por servir como modelo y se reía todo el tiempo, mientras desde detrás de la tela yo iba inventándole anécdotas para que se relajara. Quedamos en que vendría diariamente por un par de horas y que yo la pintaría en diferentes actitudes. Es linda la chica, y se lo he dicho.
Hoy vino vestida con una camiseta blanca y una falda verde que le llegaba bajo las rodillas. Su rostro es redondo con una pequeña nariz respingada, rodeada de pecas, al centro. El pelo, liso y oscuro, cae sobre sus hombros redondos cubiertos con diminutas perlas de sudor. Tiene una risa clara, y cuando uno la mira directo a los ojos se ruboriza.
Casi toda la sesión de hoy la dedicamos al segundo retrato. Cuando ya terminábamos, uno de los tirantes de su camiseta se deslizó desde su hombro hasta la mitad del brazo. El nacimiento redondo de su seno derecho quedó al descubierto durante un momento. Pude ver la piel más blanca en ese lugar, y un pequeño lunar que quizás anunciaba la proximidad del pezón. Cuando se dio cuenta de la dirección de mi mirada, con ambas manos se cubrió hasta el cuello. Le dije que había pintado desnudos muchas veces, que no se inquietara. Ella seguía mirándome sin decir nada, hasta que de pronto saltó de la silla y salió corriendo del cuarto sin despedirse.
Pienso en Leonor durante toda la tarde, vuelvo una y otra vez al pliegue de la axila desde donde se iniciaba la curva de su pecho. Miro el retrato que quedó sin terminar, definitivamente excitado. Puedo imaginar a Leonor desnuda, una estampa que es la suma de todos las cuerpos que he visto en mi vida, en definitiva no el cuerpo de Leonor sino cualquier otro con la cara sobrepuesta de la chica. Cierro los ojos y dejo que la imaginación haga el resto, ahogando un gemido de placer cuando la ansiedad es liberada.

martes, julio 18, 2006

SangredeperroS (inicio)

Image Hosted by ImageShack.us“A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce...”

Homero,
Iliada, rapsodia II.


Mirar a través de la bruma que se desliza sobre el agua tranquila de la bahía, una especie de gimnasia mental; tratar de sobreponer imágenes y recuerdos y sentir como un nudo en la boca del estómago, un malestar nuevo, como si algo estuviese a punto de suceder. Oscar fuma su cigarro con ganas, mira el humo que baja a mezclarse con la bruma. Como si algo fuese a suceder, es tan terrible sentir esto, piensa, mientras Julia se pasea con indiferencia por la habitación, mientras la oigo ducharse por las mañanas, antes de partir al aeropuerto. El malecón parece vacío de punta a cabo. Oscar mira la vereda de piedras coloniales, la calle y al otro lado los portales. Figuras oscuras se mueven entre las sombras, seguramente niños. ¿Y si no fueran niños? Hay tantas cosas que no sabremos, amor, tantas criaturas ocultas en las sombras. Los añosos portales de la ciudad vieja se descascaran sobre las aceras de piedra, a lo lejos un sonido de barco, desde el Castillo la luz del faro que ilumina el horizonte, las callejuelas del Barrio Viejo que desembocan en el malecón tienen vidas distintas, desbarrancan por las noches y los amaneceres. El asombro, el conocer poco a poco la respiración fatigada de la ciudad, los recovecos del silencio y el olvido. En algún lugar estará Moucheboeuf fumando un cigarro, anotando cosas en un papel arrugado y viejo. Un espejo, piensa Oscar sentado sobre el malecón, también fumando, también buscando un espejo que le traiga de vuelta la imagen de hombre solo y expectante. Y tal vez eso era lo peor, la espera, el saber que inevitablemente las cosas se nos vienen encima como avalanchas y nunca hay mucho que hacer, siempre reaccionar de la mejor manera posible. Eso que se llamaba mejor manera posible nunca era tal, de cualquier modo, y siempre ir a tropezones, unos más acertados que otros. Los espejos, pensaba Oscar mientras una muchacha y su novio se acercaban caminando desde el norte, la chica con una minifalda anaranjada y una polera que casi mostraba el nacimiento de los senos, el muchacho con una camisa amarilla y larga y pantalones de pana, arrastrando una bicicleta vieja que rechinaba un poco al avanzar. Los miró pasar junto a él y los siguió con la mirada durante un tiempo, los vio hacerse pequeñitos y desaparecer para el lado menos iluminado, hacia la estacion de trenes y el puerto, las bodegas. Pensó -creyó que era así, una impresión vaga- que al muchacho le brillaban los ojos y que la chica tenía el rostro ligeramente sonrosado. Qué va a ser, se dijo Oscar lanzando lejos la colilla del cigarro casi desarmada entre los dedos y encendiendo de inmediato otro cigarro que se encargó de denunciar la boca seca. La ciudad parecía tan lejos, a veces, y era como un cuadro, como un libro, como una mosca parada sobre una aguja. Otros hubiesen dicho un ángel, se dijo, otros hubiesen utilizado otras palabras, otras imágenes, buscarían otras cosas tan distintas. ¿Qué es lo que buscaba Oscar, sentado sobre el borde del malecón, aspirando con avidez un cigarro de tabaco rubio? No lo sabía y tal vez no le importaba, de alguna manera era la inercia matizada de escepticismo, el saber -casi una certeza dolorosa, cicatriz en carne viva- que cualquier cosa era imposible: Julia era imposible, de partida, y la lejanía, el abandonar la tierra templada con estaciones obedientes para caer en un trópico rebelde y antojadizo. Pero en ese momento la decisión pasaba por otras razones, se justificó con descaro, con el querer apartarse de los círculos demasiado conocidos, demasiado caminados, el barro hasta las rodillas. No era tan así tampoco, pues lo primero que de alguna manera le había golpeado de San Cristóbal no fue la humedad o el calor o los mosquitos sino la repetición de los rituales. Tal vez otros nombres, otras calles, otras muertes, y aún así los ritos -los holocaustos secretos, los sacrificios a dioses más personales que colectivos- parecían ser los mismos. Pero esa pequeña proporción de duda que arbitrariamente incluía dentro del hilo de la reflexión no era más que un escondite, un quitarle el cuerpo a la certeza y con ella también a la costumbre, a la rutina de las mañanas en la Agencia de Prensa. La lejanía, había pensado un rato atrás, balanceándose sobre la muralla de piedra del malecón, sintiendo el agua mansa a su espalda -pero eso era aquí, pues seguramente a la altura del túnel y luego hacia el norte, hacia Paseo y quizás más allá, las olas estarían rompiendo con fuerza-, la bruma que se disipaba en la noche, la bocina grave de un remolcador que hacía su ruta de entrada al puerto. La imposible lejanía, se dijo y aspiró el cigarro hasta que el humo le picó en la nariz, ya casi decidido a salir a la Plaza de Armas y luego seguir por Obispo hasta La lluvia de Oro y Moucheboeuf, que estaría sentado en mitad del bar con una cerveza tibia al frente. Pero había tanto que decir, aún, y esa sensación extraña, esa especie de indefinida premonición.

viernes, julio 14, 2006

Medias para señoritas importadas III

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- ¿Estás de vacaciones? -pregunta la muchacha mientras se acerca a la ventana que mira hacia San Lázaro.
Oscar abre los ojos con dificultad. La habitación en penumbras gira alrededor de la cama. Trata de fijar la vista en la muchacha junto a la ventana, asomando los ojos por las rendijas de las persianas de madera, girando con lentitud el pasador para dejar entrar la luz del sol y una bocanada de aire caliente y con olor a café.
- Es un crimen lo que haces -rezonga Oscar cubriéndose la cara con la almohada.
La muchacha sonríe y asoma la mitad del cuerpo hacia la calle.
- Las personas se ven pequeñitas desde aquí -dice.
Una sensación de calor sube por el esófago de Oscar. Consigue resistir una primera embestida pero la segunda resulta fatal. Apenas tiene tiempo de saltar de la cama y correr los tres pasos que lo separan de la puerta del baño para vomitar dentro del excusado. Durante unos minutos se queda hincado de rodillas sobre el piso de baldosas rojas. El mareo lentamente desaparece. Se pone de pie y busca a tientas el botón para liberar el agua del estanque. Lo presiona y no sucede nada.
- No hay agua -grita.
La muchacha aparece en el umbral.
- Estás hecho un desastre -dice meneando la cabeza.
Oscar permanece de pie frente al excusado, sin abrir los ojos, apretando inútilmente el botón de desagüe.
- Ahí puse un poco de agua hace un rato -agrega la muchacha-, en ese balde que está en la ducha.
La muchacha desaparece. Oscar mira hacia el umbral vacío y luego se acerca al balde con agua. Sumerge la cabeza en él. Se levanta y deja que el agua le escurra por la espalda. Se mira sin mucha atención en el espejo y vuelve al dormitorio. La muchacha está asomada por la ventana.
- Tengo que irme -dice sin mirarlo.
Oscar enciende el ventilador que hay sobre la mesita de noche y se sienta en el borde de la cama.
- ¿Tienes algo que hacer? -pregunta.
La muchacha se aparta de la ventana y se arregla la falda. Lo mira y sonríe.
- Voy a comprarme medias -responde.
Camina hacia la cama y se detiene junto a Oscar, que mira detenidamente las gotas que caen de su cabeza para formar un charco sobre las baldosas.
- Son cuarenta -dice la muchacha.
Oscar levanta la mirada, recorre los muslos, la falda, la camiseta gris, los mínimos senos, el cuello, la sonrisa, los ojos, el cabello tomado en la nuca. Es casi una niña, piensa. Luego estira la mano hacia la mesa de noche y toma la billetera. Saca dos billetes de diez y uno de veinte. La muchacha los coge y los cuenta sin dejar de sonreír.
- ¿Estás de vacaciones? -pregunta.
La ventana abierta, el aire caliente y el olor a café. El sol reflejándose en las baldosas del piso.
- No -responde Oscar e intenta sonreír.
Una nueva arcada le sacude el vientre. Aparta a la muchacha para llegar al baño. Se sienta en el piso, frente al excusado, luego de vomitar. Apoya la cabeza en la pared y cierra los ojos esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse.
(La imagen que encabeza el relato es de autoría del fotógrafo Marco Paoluzzo)

miércoles, julio 12, 2006

Medias para señoritas importadas II

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Ahora si es tarde, piensa Oscar. Avanza por las callejuelas del barrio viejo decidido a caminar hasta el apartamento que ha alquilado. El recorrido no es largo: por Obispo hasta la manzana de Gómez, cruzar el Parque Central hasta el Hotel Inglaterra, meterse por San Lázaro, dos calles, tres pisos, una puerta azul. La botella con un poco de ron en la mano. Un grupo de mujeres camina unos metros más adelante. Ríen con fuerza y se dan empujones unas a otras. Oscar las alcanza. De reojo mira sus caras. Las ojeras las delatan, una excavación violeta bajo los ojos.
Oscar se detiene frente a la demolición que hay en la esquina de Obispo y Cuba. Trozos de sanitarios y gruesos cables desparramados entre columnas y piedras blancas. Un par de hombres duermen junto a una estatua de aspecto griego. Oscar destapa la botella y bebe un último trago. ­Deja la botella vacía junto a un montón de escombros. El grupo de mujeres se ha adelantado, ya no puede verlas. Sigue recto por Obispo. Mira hacia el interior de los bares. Horario continuado, una noche permanente circulando entre las mesas. Un hombre duerme junto a un vaso de cerveza bajo la mirada indiferente del garzón. Un hombre sospechosamente parecido al otro que dejó varias calles atrás, sobre una mesa plástica con vista a una plaza. Todos los borrachos se parecen, piensa Oscar.
Las calles vacías, el asfalto húmedo cubriendo los adoquines y el calor. Oscar camina con paso lento, nunca completamente borracho. Todas las tiendas cerradas. Una droguería, la vitrina repleta de frascos de color marrón con pequeñas etiquetas blancas. Oscar se detiene frente a los frascos, la mirada fija en un punto más allá de la vitrina. Un hombre pasa a su lado montado en un carro a pedales. Le grita algo. Oscar no alcanza a entender. Lo ve alejarse, doblar en una esquina, desaparecer. Otra vez la vitrina. Los frascos alineados uno junto a otro, las etiquetas indescifrables. Otra noche, otro lugar, piensa Oscar y se aleja, vuelve a sus pasos sobre el asfalto húmedo.
La gente reaparece antes de llegar al Parque Central. Los taxis se amontonan en la calle. Las mujeres que vio antes están sentadas junto a los automóviles, conversan con los conductores. Un murmullo se extiende desde ellos. Oscar busca dónde sentarse. Finalmente opta por el frontis de una librería cerrada. Al otro lado de la calle hay un restaurante de comida italiana. En la esquina está el lugar donde Hemingway venía a emborracharse. Apoya la cabeza contra la reja de la librería. Entonces la ve, casi una niña. La muchacha está de pie en la esquina.
(La imagen que encabeza el relato es de autoría del fotógrafo Marco Paoluzzo)

lunes, julio 10, 2006

Medias para señoritas importadas I

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¿Y estás muy triste de amor,
Galán cobarde y sin seso?
Amor menguado, no es eso:
Amor cuerdo no es amor.

“Dolora Griega”,

José Martí.



La muchacha está de pie en la esquina. Una falda corta y ceñida a los muslos, una camiseta gris. No lleva sostenes. Los pezones sobresalen de la superficie redonda de los senos. Es casi una niña, piensa Oscar sentado en una de las mesas que hay dispuestas fuera del bar, frente a la plaza. Una mesa plástica de color verde y encima una botella de cerveza. En la etiqueta de la botella puede distinguirse el perfil de un indio. Oscar se lleva la botella a los labios. El calor. No muy lejos se oye el sonido de una ola que revienta contra el malecón.
Los músicos ya han dejado de tocar. Un par de acordes parecen flotar en el aire, sobre el murmullo. La plaza está repleta de gente. En la mesa de la izquierda un gordo de piel rosada y pelo muy corto y rubio le mete mano a una negra que ríe mostrando todos los dientes. En la mesa de la derecha tres mujeres esperan clientes. Son mayores que la muchacha. Oscar pide otra cerveza. El garzón se aleja con paso lento. Un negro enorme metido dentro de unos pantalones también negros y una camisa que le queda chica. Una corbata de moño al cuello. Con este calor, piensa Oscar. Mira hacia la esquina. Un grupo de gente le impide ver a la muchacha. Lo más seguro es que se ha ido, un cliente o quizás puro cansancio.
Cierra los ojos. Cierra los ojos y respira profundo. Oye los pasos que se acercan y el sonido de la botella contra la mesa. Un ruido sordo, casi inaudible. La sombra del garzón. Abre los ojos. El negro se ve más grande parado junto a la mesa.
- ¿No va a comer nada? -pregunta sin mirarlo.
- No lo creo -responde Oscar.
El negro suspira mirando hacia la oscuridad donde puede adivinarse la línea de la bahía.
- Lleva toda la noche bebiendo -dice el negro como si le hablase al aire.
Oscar asiente con un movimiento de cabeza.
- Todo el día -aclara.
El negro sonríe. Saca un destapador del bolsillo y abre la botella de cerveza. Se queda de pie, las manos apoyadas en el respaldo de una de las sillas.
- ¿Los músicos ya no vuelven? -pregunta Oscar por decir algo.
- No, ahora tocan en otro lugar.
El negro continúa quieto, la mirada perdida en dirección al mar.
- Qué calor -dice Oscar.
El negro lo mira y vuelve a sonreír.
- Debería estar aquí en agosto.
Se aleja con paso lento. Antes de entrar al bar se detiene en una mesa donde un hombre se ha dormido junto a un vaso de ron. Le toca el hombro, lo sacude. El hombre no despierta. El negro suspira, mira hacia la bahía, da media vuelta y entra en el bar.
El hombre gordo se ríe a carcajadas, salpica la mesa con saliva. La negra también se ríe pero más tranquila. Una risa estudiada. Las mujeres de la derecha no beben nada. Permanecen sentadas, esperando. De pronto llega un muchacho y les hace una seña. Dos de las mujeres se levantan y siguen al chico sin alcanzarlo nunca. Desaparecen tras la esquina del malecón. La otra mujer juega con un lápiz labial. Hace dibujos sobre la mesa sin quitarle la tapa.
La muchacha está de pie en la esquina. Oscar la mira mientras termina la cerveza. El gordo de la mesa de junto casi revienta de risa. La negra le tiene la mano sobre el muslo, muy cerca de la ingle. El gordo se pone cada vez más rosado, la camisa blanca empapada de sudor. Va a reventar, piensa Oscar. La muchacha continúa en la esquina. No hace gestos, no sonríe a los turistas que pasan junto a ella. Cualquiera de los muchachos que pasean en bicicleta por la plaza podría ser su novio. Oscar baja los ojos. La mesa de plástico verde, la botella vacía, la borrachera arrastrada durante días. Mira hacia la esquina nuevamente, pero la muchacha ya no está. Levanta la mano y espera que el garzón negro llegue junto a la mesa.
- Un vaso de ron -dice Oscar.
El negro mira hacia la bahía.
- Está borracho -dice.
Oscar asiente con un movimiento de cabeza.
- Entonces que sea una botella -corrige.
El negro lo mira y sonríe. Da media vuelta y camina hacia el interior del bar. Se detiene un momento junto al hombre que duerme pero esta vez se limita a mirarlo. El negro desaparece en la entrada del bar.
(La imagen que encabeza el relato es de autoría del fotógrafo Marco Paoluzzo)