martes, julio 18, 2006

SangredeperroS (inicio)

Image Hosted by ImageShack.us“A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce...”

Homero,
Iliada, rapsodia II.


Mirar a través de la bruma que se desliza sobre el agua tranquila de la bahía, una especie de gimnasia mental; tratar de sobreponer imágenes y recuerdos y sentir como un nudo en la boca del estómago, un malestar nuevo, como si algo estuviese a punto de suceder. Oscar fuma su cigarro con ganas, mira el humo que baja a mezclarse con la bruma. Como si algo fuese a suceder, es tan terrible sentir esto, piensa, mientras Julia se pasea con indiferencia por la habitación, mientras la oigo ducharse por las mañanas, antes de partir al aeropuerto. El malecón parece vacío de punta a cabo. Oscar mira la vereda de piedras coloniales, la calle y al otro lado los portales. Figuras oscuras se mueven entre las sombras, seguramente niños. ¿Y si no fueran niños? Hay tantas cosas que no sabremos, amor, tantas criaturas ocultas en las sombras. Los añosos portales de la ciudad vieja se descascaran sobre las aceras de piedra, a lo lejos un sonido de barco, desde el Castillo la luz del faro que ilumina el horizonte, las callejuelas del Barrio Viejo que desembocan en el malecón tienen vidas distintas, desbarrancan por las noches y los amaneceres. El asombro, el conocer poco a poco la respiración fatigada de la ciudad, los recovecos del silencio y el olvido. En algún lugar estará Moucheboeuf fumando un cigarro, anotando cosas en un papel arrugado y viejo. Un espejo, piensa Oscar sentado sobre el malecón, también fumando, también buscando un espejo que le traiga de vuelta la imagen de hombre solo y expectante. Y tal vez eso era lo peor, la espera, el saber que inevitablemente las cosas se nos vienen encima como avalanchas y nunca hay mucho que hacer, siempre reaccionar de la mejor manera posible. Eso que se llamaba mejor manera posible nunca era tal, de cualquier modo, y siempre ir a tropezones, unos más acertados que otros. Los espejos, pensaba Oscar mientras una muchacha y su novio se acercaban caminando desde el norte, la chica con una minifalda anaranjada y una polera que casi mostraba el nacimiento de los senos, el muchacho con una camisa amarilla y larga y pantalones de pana, arrastrando una bicicleta vieja que rechinaba un poco al avanzar. Los miró pasar junto a él y los siguió con la mirada durante un tiempo, los vio hacerse pequeñitos y desaparecer para el lado menos iluminado, hacia la estacion de trenes y el puerto, las bodegas. Pensó -creyó que era así, una impresión vaga- que al muchacho le brillaban los ojos y que la chica tenía el rostro ligeramente sonrosado. Qué va a ser, se dijo Oscar lanzando lejos la colilla del cigarro casi desarmada entre los dedos y encendiendo de inmediato otro cigarro que se encargó de denunciar la boca seca. La ciudad parecía tan lejos, a veces, y era como un cuadro, como un libro, como una mosca parada sobre una aguja. Otros hubiesen dicho un ángel, se dijo, otros hubiesen utilizado otras palabras, otras imágenes, buscarían otras cosas tan distintas. ¿Qué es lo que buscaba Oscar, sentado sobre el borde del malecón, aspirando con avidez un cigarro de tabaco rubio? No lo sabía y tal vez no le importaba, de alguna manera era la inercia matizada de escepticismo, el saber -casi una certeza dolorosa, cicatriz en carne viva- que cualquier cosa era imposible: Julia era imposible, de partida, y la lejanía, el abandonar la tierra templada con estaciones obedientes para caer en un trópico rebelde y antojadizo. Pero en ese momento la decisión pasaba por otras razones, se justificó con descaro, con el querer apartarse de los círculos demasiado conocidos, demasiado caminados, el barro hasta las rodillas. No era tan así tampoco, pues lo primero que de alguna manera le había golpeado de San Cristóbal no fue la humedad o el calor o los mosquitos sino la repetición de los rituales. Tal vez otros nombres, otras calles, otras muertes, y aún así los ritos -los holocaustos secretos, los sacrificios a dioses más personales que colectivos- parecían ser los mismos. Pero esa pequeña proporción de duda que arbitrariamente incluía dentro del hilo de la reflexión no era más que un escondite, un quitarle el cuerpo a la certeza y con ella también a la costumbre, a la rutina de las mañanas en la Agencia de Prensa. La lejanía, había pensado un rato atrás, balanceándose sobre la muralla de piedra del malecón, sintiendo el agua mansa a su espalda -pero eso era aquí, pues seguramente a la altura del túnel y luego hacia el norte, hacia Paseo y quizás más allá, las olas estarían rompiendo con fuerza-, la bruma que se disipaba en la noche, la bocina grave de un remolcador que hacía su ruta de entrada al puerto. La imposible lejanía, se dijo y aspiró el cigarro hasta que el humo le picó en la nariz, ya casi decidido a salir a la Plaza de Armas y luego seguir por Obispo hasta La lluvia de Oro y Moucheboeuf, que estaría sentado en mitad del bar con una cerveza tibia al frente. Pero había tanto que decir, aún, y esa sensación extraña, esa especie de indefinida premonición.

5 comentarios:

alikis dijo...

Aquí una criatura oculta entre las sombras de la noche, atisbando el desenlace de esa premonición.

Saludos Señor K

Indianguman dijo...

También curiosa, una historia que atrapa, un chileno en Cuba, qué irá a descubrir en ese escenario que recreas con tanta textura? Y Oscar, no sé si es por la inicial o por el exilio, pero me recuerda al "héroe" de Rayuela

Saluditos

Loredana Braghetto dijo...

King Lear: They told me I was everything. ‘Tis a lie, I am not ague-proof [= immune to fever].

William Shakespeare (1564–1616), King Lear

fgiucich dijo...

Un inicio prometedor. Abrazos.

Anónimo dijo...

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