viernes, abril 28, 2006

Un año, cuarenta y tres mil novecientas catorce miradas

A veces se mira para atrás y no hay rastros que denuncien el camino avanzado. Otras veces, sin embargo, uno gira la cabeza y se encuentra con un reguero de palabras, con manchas de colores, con besos que han quedado suspendidos en el tiempo, con heliotropos enloquecidos que giran sus pétalos como las aspas de un helicóptero en miniatura.
A veces no nos queda nada y otras encontramos el sabor dulce del recuerdo. Tengo una caja de recuerdos aquí, una caja con textos reciclados y nuevos, con suspiros y lágrimas y grandes carcajadas como paréntesis de absurdo. Tengo una huella clara sobre la nieve del tiempo para sentarme a descansar y mirar y releer y odiar y querer.
Ayer la señorita C. estuvo de cumpleaños y como primer presente recibió ocho rosas rojas. Antes que eso una canción le fue dedicada, aunque eso recién lo sabrá mañana cuando a eso de las 12:45 escuche la radio Concierto y mi voz se despida de los oyentes y le anuncie el regalo, con retraso pero regalo al fin. Eso, no más.
Los aymarás piensan que lo que tenemos delante es el pasado, y que es el futuro lo que tenemos a nuestras espaldas. Hago trampa y con el rabillo del ojo busco un atisbo de porvenir. Veo luz, veo soles y lluvias, veo muchas risas.
Y gracias a los casi 44.000 que han paseado sus ojos por este patio virtual, por este espacio acotado de mi mismo, por esta ventanita abierta, por esta puerta de letras y preguntas.
Gracias.
Update 1:
Esto no es una despedida, es una celebración (de hecho ya estoy medio pasado de copas).
Update 2:
12:45, Radio Concierto, Mi Personal
1. Fake plastic trees, Radiohead.
2. I just don't know what to do with myself, White Stripes.
3. Bitter swett simphony, The Verves.
4. La corbata de mi tio, Los Ex.
5. El triste, de José José en versión de Julieta Venegas.
6. Un amor violento, Los tres (esta dedicada a mi hermosa mitad, como escribía Emar hace tanto tiempo ya)

martes, abril 25, 2006

"Catorce leonas movidas ocultamente por un resorte oculto movido por el león"


Acerqué los labios al oído izquierdo de mi esposa y le murmuré dicha frase. Me miró ella con el rabo de un ojo y a su vez me murmuró:
- Literator.
Como fuese, aquella uniformidad llegaba a lo majestuoso. Así, al arrimarnos al foso que circundaba el vasto espacio que se les tenía reservado, las catorce leonas dormidas, sea por tierra o sobre peñascos, sea encaramadas en los árboles, dormían, digo, en idéntica pose. Pasado un minuto, todas movieron la cola una vez no más. Pasó otro minuto y se estiraron bostezando y mostrando las garras, hecho lo cual se levantaron y se sacudieron como los perros lo hacen al salir del agua. Entonces, bruscamente, volvieron sus cabezas hacia nosotros y nos miraron con total, con petrificante fijeza. Aquí se produjo un hecho curioso. Hasta ese instante el Zoo había estado lleno de ruidos diversos provenientes de los demás animales, de las aves, del viento en los árboles y aun de la ciudad contigua. Ruidos humanos no los había, pues sólo mi mujer y yo estábamos allí. Pues bien, junto con mirarnos todas ellas cesó todo ruido, aun el más ínfimo murmullo y cayó sobre nosotros un silencio absoluto, negro, que nos paralizó. Con este silencio, pudieron los veintiocho rayos de esos ojos atravesarnos el cuerpo entero con tanta facilidad y agudeza que sentimos de arriba abajo, cada uno de nosotros, catorce dolorcillos finos, estridentes, que nos perforban para ir a clavarse en el suelo, muy atrás. Aquello empezó a hacerse intolerable.
- ¡Vamos, vamos! -díjele a mi mujer-. Si seguimos así, van quedarnos en la sangre, circulando, varios pedazos de miradas de leonas y ello no es posible, pues aún tenemos, mitad mía, muchas cosas que hacer en esta vida.
- Es verdad -me respondió-. ¡Vamos!
Ayer,

jueves, abril 20, 2006

Noches

primera noche

es quizás el calor, cómo saberlo. Estar bocarriba sobre la cama, quizás tratando de ver algo, escuchando los ruidos de la calle, las respiraciones, mirar a través de la cortina azul, la brisa, una luz tenue. Abrir los ojos, los agujeros de la nariz y de la piel, soltar el cuerpo, esperar. Un frío primero, un suspiro, un latido. Buscar con las manos, la piel tibia, el dibujo blanco bajo las sábanas a cuadros. La explosión roja sobre la almohada -pero él no mira, imagina, adivina, inventa-, la explosión roja y oscura escondiendo la mitad del rostro, otros ojos cerrados, otra nariz dilatada. Un suspiro. El silencio

segunda noche

el movimiento del bus, la cadencia de las ballenas amarillas que nos adelantan, la sensación de estar sofocado, apretado. Así respondieron los nuevos diseñadores al desafío Drive, una mujer sentada sobre la acera, un hombre cubierto de mantas, un perro, el reflejo de un cartel rojo en la ventana más alta de la esquina suroriente de la Biblioteca Nacional, el sabor de la cerveza y el cigarro en la boca, en el estómago la resaca del vino y la noche -otra, igual y tan distinta, la noche, y ahora tan fácil adivinar el silencio tras el tronar de la ciudad- abierta como una cicatriz frente a los ojos, otra cicatriz en mitad del rostro. El bus y una niña con la cara pegada al vidrio, la esquina amarilla con gente y luces. Tal vez luego, y esto lo intuye, vendrá un sueño funesto, plagado de visiones terroríficas, superposiciones, imágenes mezcladas y desteñidas, el mundo a través de la gasa. Las calles se le repiten sobre la cara, un espacio repetido y vacío

tercera noche

wake from your dreams the drying of yous tears today we escape we escape pack and get dressed before your father hear us before all hell break loose breathe keep breathing dont loose your nerve breathe keep breathing i cant do this alone sing us a song a song to keep us warm theres sucha chill sucha chill you can laugh a spineless laugh we hope your rules and wisdom choke you now we are one in everlasting peace we hope that you choke that you choke we hope that you choke yhat you choke we hope that you choke that you hope

cuarta noche

por la tarde había caminado por tantos lugares, mirando ventanas y preguntando cosas a la gente sentada en las fachadas de las casas. Había reconocido calles extraviadas, ventanas que sobrevivían en el recuerdo, algún ruido, algo de música. Caminó durante largo rato, casi siempre mirando hacia arriba, cambiando continuamente de vereda, deteniéndose cada cierto trecho y anotando en una hoja blanca con líneas horizontales rojas, también tachando. Caminaba por gusto, por el puro placer de andar solo por las calles, jugando a estar preocupado, silencioso y concentrado. Buscaba, sin duda, pero algo que era distinto al propósito más concreto. Buscaba más allá, y encontraba. Una casa de frontis amarillo que un día lo -los- sorprendió durmiendo sobre el tejado, una plaza de juegos monstruosos cuya hierba es la más fresca la segunda noche de cada año. Recorrer era comenzar a trazar mapas, escoger ciertos itinerarios posteriores, aclimatarse. Pero también había otra cosa: era tristeza que quedaba como un leve charco transparente a su paso, caracol triste y taciturno

quinta noche

las letras sobre la pantalla y la espera, la ausencia de las voces, del calor, la distancia. Palabras extrañas, muertos desconocidos

sexta noche

primero sería el calor, una suerte de ubicuidad y tras la cabeza el sonido del mar distante, el sonido de las olas y el murmullo de la arena barrida por el viento. Esto empezaba a ganar terreno a medida que la tarde se convertía en noche y un grupo de alemanes se amontonaba sobre una vieja que retrataba a una niña colorina en la esquina de la Plaza de Armas; ganaba terreno y poco a poco las cosas se transformaban, la playa se abría como una caracola destripada frente a sus ojos, sentía el calor en la planta de los pies desnudos, el sol impío sobre la cabeza, una gota de sudor salado bajando por el cauce de la espalda. Más allá -¿a qué distancia terrible?- podía ver el cuerpo de la mujer desnuda, el quiebre de la cintura y la curva de las caderas blancas, la cabeza de lado, el cabello desordenado como un montón de hojas rojas sobre la arena, los brazos descansando, invisibles, sobre unos senos redondos que sólo adivinaba, pues la mujer le daba la espalda desde la arena y el viento, blanca como un lirio, dormida. Sintió que iba a sonreir y despertó

séptima noche

la ciudad dormida, las calles escondidas en la oscuridad que trepa con su manada de animales diminutos por las paredes. Olor a orina, a gatos, un tufo rancio exhalado por miles de bocas que duermen. El humo del cigarro sube ligero por el aire caliente, sin dispersarse hasta fundirse con la noche. Hay estrellas, hay pasos que suenan distantes, confusos, perturbando con sus descuidado andar el silencio de este cementerio. Miro a través de las telarañas tejidas por la oscuridad, te distingo, hermosa y perdida, terrible, en la esquina a la que no podré llegar hoy: el cansancio me aprieta los músculos, los ojos se nublan y las cosas que me rodean se convierten en espectros inmóviles y acechantes. De cualquier modo te busco, sintiéndome morir a cada paso, dejando tras de mi una estela de sangre, de baba, de olor a jazmines que alguna vez conocí en un patio de la infancia. Muero por ti, y no me importa

octava noche

el encuentro

sábado, abril 15, 2006

Tengo un sueño


Tengo un sueño
que no es un sueño
es un libro
un cuaderno
un montón de papeles
donde las letras
transforman / invierten
las palabras
un juego de púberes enloquecidos
en un patio de cenizas
en un bosque de murciélagos
Está el sueño
este sueño
la larga calle y los faroles
adoquines
corazones huecos
las piedras que lloran en silencio
Tengo un sueño
abierto como un ojo entre las nubes
un dibujo de humo en el vacío
Tengo un sueño
una vida que se escurre
como arena
entre mis párpados

jueves, abril 06, 2006

Noche de domingo


No era precisamente buscar lo que hacía, pensó Juan deteniéndose en la esquina de Estados Unidos con Namur para mirar el sobrerrelieve con los elefantes y el caracol. No era buscar porque ese hecho hubiese supuesto una primera intención: encontrar. Juan iba por las calles casi vacías como quien recorre paisajes conocidos confirmando las precisiones de un mapa que ha caído en sus manos. Repasaba recuerdos, palabras que lo asaltaban a la vuelta de algunas esquinas. Como ahora, mirando la insólita escena de los elefantes, pensaba en Laura y un vestido horrible que alguna vez se puso para salir un domingo. Un vestido verde con lunares azules. Nunca caminaban hasta tan tarde, de cualquier modo, siempre había que volver a casa porque lunes temprano café y esas cosas, no era demasiado el tiempo de exposición a las miradas de otros.
A Laura le gustaban los elefantes y podía quedarse mucho tiempo frente a ellos, en silencio, a veces sentada en la cuneta de la esquina opuesta. A Juan los elefantes no le daban precisamente lo mismo, nada más parecía que los miraba desde otro sitio. Le parecía curioso ese sobrerrelieve, algún significado oculto debía tener y para eso bastaba fijarse en la curiosa intersección de calles en la que se encontraba ubicado. Y a pesar que esta vez no buscaba nada -y de eso estaba seguro- se quedó casi un cuarto de hora mirando a los elefantes y el caracol y ya no pensando en Laura sino en algún mensaje cifrado, un criptograma que podría hallar mirando con atención las figuras de los paquidermos y, en especial, la del caracol.
Tenía ganas de orinar. No quería hacerlo en la calle y decidió que lo mejor era ir hasta el baño del cine. Caminó por Namur hacia la Alameda con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. No era de extrañar que los automóviles fuesen escasos, pues en noche de domingo y con ese frío eran muy pocos los que salían a la calle. Y porqué había salido él, entonces, se dijo al llegar a la Alameda y recibir de lleno en el rostro la estela de aire frío que dejaba un bus a su paso, porqué había salido si las tardes en casa de Gómez solían ser tan confortables, con pan tostado y conversaciones bastante entretenidas, era seguro que se había instalado en la sala con algún muchacho que lo había abordado en el café para enseñarle sus manuscritos o algo por el estilo, y presintió que justamente allí estaba la respuesta. La presintió apenas, pues no pudo aclarar del todo esas imágenes difusas que se le venían a la cabeza. Apuró el paso hacia el oriente sin dejar de mirarse de reojo en los vidrios ahumados que cubrían la planta baja del edificio. Una debilidad, pensó, eso de mirarse al espejo cada vez que pasaba frente a uno. Pero narcisismo accidental, aclaró, pues no buscaba los espejos sino que simplemente los encontraba. Frunció el ceño extrañado por la reiteración en ciertos conceptos, reiteración para nada casual, como bien podría suponerse, pero otra vez las respuestas se le daban a medias, o más bien a jirones. Por suerte el cine estaba aún abierto, seguramente a la espera de la salida de los asistentes a la función de la noche.
En el hall, frente a la boletería, colgaban varias fotografías gigantes. Alguien le había comentado algo acerca de las fotografías, tal vez Javier. Desde el café del segundo piso llegaban los acordes pegajosos de una salsa o un merengue, ritmos que para Juan resultaban indistinguibles. No dejaba de ser extraño, claro, pues a Laura le gustaban tanto esos ritmos tropicales y en todos los años de convivencia algo se le podía haber pegado, pero nada, incluso en las salidas a bailar con amigos los fines de semana: Juan siempre en la mesa, muy cómodo frente a un vaso de ron o una cerveza. Tampoco le disgustaban, eso lo tenía bastante claro, sólo no le provocaban nada. Cuando exponía, sin ninguna pretensión, esta postura Laura lo miraba con cara de disgusto que quería parecer broma pero no lo era. Replicaba algo que él nunca escuchaba porque ya a esa altura estaba pensando en otra cosa, en el ciego que se ponía a vender cuchillos a la salida del banco o algo por el estilo. Y se lo decía a Laura, que definitivamente hecha una furia se encerraba con seguro en el baño por mucho rato, y Juan se imaginaba que estaba depilándose o tal vez cortándose las uñas, esas cosas para las que se encerraba con seguro en el baño.
Caminó escuchando la cancioncita pegajosa que venía del café, una letra que hablaba de amores no correspondidos, y mirando con cierta atención las fotografías que colgaban en el hall. Algo le pareció raro cuando vio la primera -un sujeto con el pelo demasiado corto y vestido con traje oscuro-, como que algo se escondía o tal vez trataba de manifestarse en una segunda lectura, la intención no era precisamente la imagen sino algo detrás de ella. Pero las ganas de orinar se hicieron más intensas y al resto de las fotografías les dio una mirada ligera mientras se encaminaba rápidamente hacia el baño.
Se entretuvo contemplando el chorro de orina mientras intentaba mover una pastilla azul que había en el fondo del urinario. La orina le caía encima e instantáneamente se teñía de azul y flotaba un instante entre burbujas antes de desaparecer por el desagüe. El baño estaba también vacío -como todo, pensó Juan- y el olor a desinfectante era bastante molesto. Oyó un ruido tras él pero no le dio importancia. Miraba su reflejo distorsionado por los azulejos blancos del muro. Era como mirar a alguien a través de una ventana y de una fuerte nevada. Una imagen distorsionada, como todas, pensó Juan, filtros sobre filtros, recuerdos mediatizadores, silencios y hasta el ruido del vuelo de un mosquito podía transformar las cosas en algo tan distinto de lo que eran. Ni hablar de las palabras, cuchillos de doble filo, de triple filo, caracoles -la reiteración, otra vez- sigilosos pero terribles. El ruido que había sentido antes se repitió. Era como si algo se arrastrase con mucho esfuerzo.
Terminó de orinar, se acomodó bien el calzoncillo y se subió el cierre. Lanzó una mirada panorámica a las puertas de los cubículos y caminó silenciosamente hacia los lavamanos. Dejó correr el agua durante algún tiempo y luego metió las manos. Se mojó la cara. Cerró la llave y el ruido se repitió casi en el mismo momento. Esto no puede ser una coincidencia, pensó. Retrocedió hasta quedar en línea con las puertas de los cubículos. El primero tenía la puerta abierta y allí definitivamente no había nadie. Pero había tres más con la puerta cerrada.
- ¿Hay alguien? -preguntó en voz tan baja que se sintió ridículo.
Se inclinó y miró por debajo de las puertas. En la última, la del rincón, vio un par de zapatos oscuros en una posición bastante incómoda. No se movió de inmediato. Esperó durante algún tiempo, hasta que uno de los zapatos se arrastró varios centímetros, repitiendo el mismo sonido que había escuchado antes. Juan se puso de pie y caminó hacia la última puerta tratando de no hacer ruido. Qué estupidez, se dijo. Llegó junto a la puerta y golpeó con los nudillos.
- Oiga -dijo.
Del otro lado no contestaron. Golpeó otra vez, con más energía.
- Oiga -repitió.
El zapato se arrastró hasta que (supuso Juan) la pierna se estiró por completo, entreabriendo, de paso, la puerta. Juan miró con precaución por la abertura. Distinguió un pantalón oscuro, un trozo de camisa blanca (le pareció ver la tapa de un bolígrafo en el bolsillo), un trozo de corbata y la cabeza de un hombre inclinada hacia adelante.
- Oiga -insistió sin atreverse a abrir del todo la puerta.
El hombre no contestó. Juan miró el zapato que asomaba hacia afuera y retrocedió hacia los lavamanos. Dejó correr el agua pero a último momento decidió no mojarse la cara. Volvió a pararse frente a la puerta del último cubículo. Tomó el borde con la mano derecha y abrió. El hombre siguió inmóvil. Juan hizo un ademán de acercarse y tocarle el hombro pero desistió.
- ¿Está usted bien? -preguntó.
Miró al hombre durante algunos minutos. Era un sujeto joven, tal vez la misma edad que la suya, el pelo corto, la corbata apretada al cuello de la camisa. Un oficinista, pensó, o un ejecutivo. De vez en cuando se volvía hacia la entrada del baño, esperando a alguien, cualquier persona que apareciese en ese momento. Una esperanza vana, como siempre, pensó, pues según sus cálculos faltaba al menos media hora para el término de la función de la noche. Luego notó que no podía ver las manos del sujeto, pues estaban ocultas bajo una chaqueta que tenía doblada sobre las piernas. Al costado izquierdo del retrete distinguió el bulto de un maletín. Era un maletín viejo, raído en las esquinas. Estará borracho, se dijo mientras volvía a mirar hacia la entrada del baño. Pero nadie vino, como bien sabía que iba a suceder, y se armó de valor para avanzar hacia el sujeto y darle una leve sacudida en el hombro.
- Oiga -dijo. El hombre se movió apenas y luego de un instante su cabeza y todo el cuerpo se fueron hacia la derecha, hasta chocar contra el muro del cubículo. Juan dio un salto hacia atrás, confundido. Al mirar con atención vio una mancha oscura en la camisa del sujeto, a la altura del abdomen. La chaqueta se deslizó sobre el maletín y una de las manos quedó colgando al lado del cuerpo. Un líquido viscoso apareció en la base del retrete. Juan miraba con los ojos muy abiertos. Se quedó así mucho rato, con la espalda apoyada en el hueco que había entre un urinario y la pared, mirando al hombre, mirando el maletín, mirando la sangre que se había detenido justo en el barrote que delimitaba el cubículo. Coincidencias, se dijo, y al parecer repitió la palabra durante un largo tiempo -un tiempo sin nombre, el espejo roto que aparece donde menos se le espera- pues lo siguiente que escuchó fue el sonido de las puertas del cine que se abrían, el rumor de los pasos desahogando la sala, los comentarios, un muchacho que entraba en el baño y lo miraba con cara de sorpresa, otros hombres, muchos hombres, todos orinando y mirándolo, hasta que uno se acercó a dónde Juan estaba y miró -apenas un segundo, nada que pudiese importar- hacia el cubículo abierto y el cadáver y la sangre y gritó y Juan supo que eso era lo que faltaba para completar el cuadro.