viernes, diciembre 30, 2005

Notas en azul vincapervinca

claro, entonces aparecer por la puerta como si nada, la cara limpia por la lluvia y tal vez la luz de algún farol por ahí. y decir limpia era también decir clara, y con esto el mapa quedaba al descubierto y podía leerse como quién dice como un libro abierto aunque sin duda la cosa no es tan fácil y sin duda también hay que tener ciertas aptitudes cartográficas. el sujeto de pie en la puerta, de eso se trata; también de la lluvia que va quedando adherida a sus pasos, una huella invisible pero táctil, una especie de cicatriz escurridiza. el tipo entra y se queda de pie justo en el umbral, línea imaginaria como tantas, con una maleta en una mano y un paraguas en la otra y parece que espera
hay tantas cosas que esto puede decir, el simple hecho de escoger una maleta y no un girasol, un paraguas y no un cuchillo, que el sujeto entre y no salga, que sea una puerta y no una chimenea. pero a pesar de todo la elección no es excluyente sino que hace evidentes todas las posibilidades que no fueron, la lectura va siempre más allá, se mira con la esperanza de distinguir algo del mundo que sin duda hay más alla de la línea -y ya ves, uno ni se da cuenta y se le empiezan a colar, los límites como parte de la memoria universal- del horizonte.
y está también la espera de la lluvia, el mirar al cielo con una expectativa culpable. mirar ya implica ventana y vidrio y en caso primero implica ojos memoria recuerdos
sentarse a veces a mirar las palabras dibujar espesos bosques sobre el papel
no siempre lo que sabemos es verdad, y es mucho más posible que la verdad sea justamente eso que no sabemos
la forma en que las ideas aparecen: un olor a damascos, la fachada de una casa, un viaje en bus. Primero aparece una especie de bolita en el cerebro, un coágulo indefinido que a veces tiene un ojo y a veces un ojo y una oreja
primero el coágulo, luego una especie de definición vaga, como enfocar el objeto, entender sus direcciones, las líneas que se dibujan con más fuerza, los rincones ocultos. De ahí para adelante se puede deformar a antojo, eso da lo mismo: el coágulo es una cosa distinta a lo que tenemos después en la mano, un objeto no tan preciso pero sin duda más acotado, los límites más definidos pero inevitablemente uno que otro detalle inesperado, producto del azar o de una feliz causalidad

martes, diciembre 27, 2005

Geometría

(Este texto corresponde a un fragmento de la novela Dioses Personales, premiada con una mención honrosa en los Juegos Literarios Gabriela Mistral el año 2000)

- Se llama círculo al conjunto de una circunferencia más los puntos interiores de la misma - dijo Jenny.
Pablo, que estaba acodado en el balcón y observaba a los niños jugar en el parque, giró la cabeza un poco sorprendido.
- ¿Cómo has dicho? -preguntó hacia el interior del departamento.
Jenny estaba recostada en el sofá con un volumen de la enciclopedia entre las manos. Miró a Pablo y luego continuó leyendo.
- Aunque a veces se confunden ambos conceptos, obsérvese que, geométricamente, la circunferencia es una línea; en cambio, el círculo es una superficie.
Los niños seguían persiguiéndose entre gritos y saltos, dibujando círculos -circunferencias, pensó Pablo, aunque comenzar a relacionar de manera tan próxima las cosas resultaba una suerte de paranoia por causa de esa puerta que Jenny comenzaba a abrir sin querer, aunque cómo saberlo, tal vez ella estaba más cerca de lo que él había imaginado nunca, sentada junto a él en la cuneta, los dos al mismo lado de la calle, los territorios completamente superpuestos- alrededor de los árboles y los automóviles estacionados ordenadamente frente a los edificios, buscando escondites tras los medidores de agua y los arbustos de los jardines. Pablo optó en ese momento por abandonar el balcón y seguir de cerca la lectura de Jenny pues a esa altura de las revelaciones era mejor estar atento que hacerse el tonto y pasarse el resto de la vida buscando respuestas que en algún momento se tuvieron al alcance de la mano.
- ¿Qué lees? -preguntó mientras se sentaba en la alfombra, frente a Jenny pero al otro lado de la sala.
Jenny giró la cabeza hacia la izquierda y le sonrió.
- Figuras geométricas, geometría, matemáticas, tomo 3 de la Enciclopedia Autodidáctica Océano -respondió sin dejar de sonreír.
La luz de la tarde se iba extinguiendo poco a poco. Pronto sería hora de encender la lámpara para seguir leyendo, pero eso a Jenny parecía no importarle demasiado. De algún modo, pensó Pablo, se sentía comprometida con las palabras que había comenzado a leer en voz alta seguramente al azar. Imposible era pensar que hubiese leído la última carta de Oscar, así como era imposible que se hubiese metido a revisar las libretas y los papeles que Pablo guardaba en las carpetas. Y aunque Pablo no era particularmente celoso con el asunto del metrocuadrado, entre ambos habían establecido un tácito pacto de no intromisión en esos espacios -para Pablo esto era más que nada sus papeles y para Jenny los cactus, la enciclopedia y a veces la puerta del refrigerador tapizada con papelitos recordatorios- que ambos conservaban un poco para sí, el pequeño jardín donde a veces se encerraban a oler camelias o simplemente a estar solos y tranquilos. Tal vez había sido el interés no disimulado que Pablo manifestó desde el balcón al escuchar las primeras palabras lo que la impulsó a seguir leyendo, o la comprensión de que las palabras que estaba comenzando a pronunciar tenían importancia más allá de si mismas, que su significado de algún modo secreto los acercaba y estrechaba la grieta que era la enfermedad, el espacio insalvable que la muerte había instalado desde un principio entre ambos.
- Posiciones relativas de dos circunferencias. Dos circunferencias pueden ser: Concéntricas. Son circunferencias que tienen el mismo centro y distinto radio -leyó Jenny.
El mapa se iba aclarando muy lento, en la misma medida que por oposición la sala iba quedando en penumbras que no tardarían en espesarse. Pablo, sentado al otro extremo de la sala, veía apenas la silueta de Jenny recostada sobre el sofá y, encima de ella, la fotografía de la luna como subrayando y confirmando cada palabra que ella pronunciaba sin apresurarse, otorgándoles un peso y una cadencia que era difícil pasar por alto.
- Excéntricas interiores -continuó Jenny-. Cuando estando una dentro de la otra, no tienen el mismo centro ni ningún punto en común. Tangentes exteriores. Cuando, estando una fuera de la otra, tienen un punto en común o de contacto. Tangentes interiores. Cuando, estando una dentro de la otra, tienen un punto único de contacto. Secantes. Tienen dos puntos de contacto. Exteriores.
- ¿Exteriores? -interrumpió Pablo.
Oyó el crujir del sofá bajo el peso de Jenny.
- Eso nada más, exteriores -dijo Jenny-. Exteriores. Cuando, estando una fuera de la otra, no tienen ningún punto de contacto.
Por el balcón entraba la luz amarillenta del alumbrado público y dibujaba un trapecio de bordes difusos sobre el cielorraso. Eso era lo único que Pablo podía ver en la sala, sin contar con la fotografía de la luna que parecía resplandecer sobre el muro. Sintió un ligero dolor en la espalda y se acomodó de manera que sus piernas quedaran plegadas frente a él para apoyar el mentón sobre las rodillas. Desde el otro lado de la sala le llegó el ruido que Jenny hacía al pasar las páginas de la enciclopedia. Le pareció extraño que pudiese seguir leyendo en la oscuridad pero prefirió no decir nada.
- Radio -leyó Jenny-. Es el conjunto de puntos del plano que están entre el centro y un punto cualquiera de la circunferencia. Arco. Es la parte de la circunferencia comprendida entre dos puntos.
Ahora el silencio también se instalaba en la sala, como si hubiese esperado el momento en que la oscuridad completara su tarea para salir y hacer de las suyas. Ya no se oía el murmullo de los niños jugando en el parque. De vez en cuando el sonido de un automóvil que circulaba por la avenida lograba pasar entre los edificios y llegar, muy tenue, hasta ellos. A Pablo también le parecía oír música, pero eso podía ser perfectamente producto de su imaginación. Mecanismos de defensa, pensó.
- ¿Estás ahí? -dijo Jenny desde el sofá.
Pablo buscó en sus bolsillos la cajetilla de cigarros y los fósforos antes de responder.
- Aquí estoy -respondió.
Trató de hacer el mayor ruido posible con el celofán de la cajetilla mientras sacaba el cigarro -el último que quedaba- y luego lo encendía. Aspiró profundo y la brasa iluminó parte de su rostro.
- Corolario -dijo Jenny-. El área de un sector circular es equivalente a la de un triángulo que tiene por base la longitud del arco que limita al sector y por altura el radio de la circunferencia.

viernes, diciembre 23, 2005

Jirafas


A las jirafas les gustan los puentes. A las jirafas también les gustan los rios. Si un puente describe su medialuna sobre un río uniendo ambas orillas y una jirafa pasa sobre ese puente que pasa sobre ese río, esa jirafa será en extremo feliz. Moverá su cabeza hacia adelante y atrás en señal de aprobación -las jirafas no emiten sonido alguno, a eso se deben sus enormes ojos tristes- y, eventualmente, bailará la danza de la felicidad de las jirafas. Una vez, en un largo y arqueado puente que pasaba sobre un caudaloso río, se encontraron un grupo de jirafas y con gran jolgorio todas danzaron hasta muy entrada la noche. Cuando la luna estuvo alta en el cielo y teñía la estructura del puente con un brillo de plata, una joven jirafa que por primera vez veía un puente sobre un río cayó al agua. El baile cesó y todas se acercaron a la baranda y miraron por ultima vez los ojos jóvenes y tristes que se hundían en silencio. Cuando la ultima onda de agua se calmó las jirafas formaron un círculo y realizaron la danza de la tristeza y lloraron con lágrimas espesas y calladas. Pero a pesar de eso a las jirafas les gustan los puentes y los ríos y aún más los puentes sobre los ríos, porque las jirafas son seres muy sensatos y saben que todo tiene su precio.

lunes, diciembre 19, 2005

Los amigos de Ignacio

A veces Ignacio decide dar una recepción en su departamento, que es pequeño y siempre está el inconveniente de tener el refrigerador en el living.
Ignacio elabora la lista de invitados con esmero, tratando de incluir sólo a los amigos más cercanos, que no son pocos. Tras efectuar las correspondientes llamadas telefónicas, se lanza de lleno a la elaboración del menú para la recepción, consistente en varias ensaladas y un asado de vacuno al horno. Acto seguido, Ignacio debe salir a hacer las compras, que no sólo abarcan los comestibles sino que también considera un reabastecimiento de platos y vasos para la ocasión. Esta vez Ignacio opta por productos mexicanos, muy a la moda, y adquiere dos docenas de platos amarillos de cerámica e igual cantidad de vasos de un hermoso color azul. Para variar, Ignacio no lleva suficiente dinero y debe sacrificar un par de ensaladas y el taxi de vuelta porque los vasos le han encantado.
De vuelta en casa, Ignacio se pone a preparar la cena, posponiendo el baño tan necesario después de caminar quince cuadras cargando varios kilos de carne y verduras, sin contar los platos y los vasos, cuyo peso no hay que desestimar. A mitad de la ensalada de choclo el timbre de la puerta se deja oír y Andrés se apodera de la sala con su torbellino de historias que nunca dejan de ser entretenidas pero son tantas e Ignacio está tan cansado. Andrés anuncia su aporte, consistente en dos botellas de tequila, gentileza de una hermosa cajera de supermercado con quién mantiene cierta clase de relación íntima. Ignacio vuelve a la cocina, donde el calor es considerable y la pequeña ventana no es suficiente para dejar circular el aire. Ignacio descubre que algunos desagradables olores están emanando de sus axilas.
El timbre suena otra vez y Andrés, que está por terminar un largo elogio a la vista que Ignacio tiene desde su ventana, abre la puerta para encontrarse con Silvia, Cacho, Horacio y un trío de polacos que se encontraron la noche anterior en un bar de Avenida Portales. Ignacio puede oír la mezcla de inglés, polaco y es-pa-ñol-mo-du-la-do que se desgaja en el living mientras confirma que el asado está en su punto y todo está listo y el baño -que en las actuales condiciones deberá ser en extremo rápido y no todo lo relajante que él había imaginado mientras caminaba las quince cuadras de vuelta a casa- es el paso siguiente para el exitoso desarrollo de la reunión. Cuando con paso veloz atraviesa el living, saludando a la pasada a Silvia, Cacho, Horacio y los polacos cómodamente instalados en los numerosos cojines que hay esparcidos por el piso, el timbre anuncia a nuevos asistentes y esta vez son Marcelo, Mariano, Celeste -siempre tan bonita, envuelta en esos levitantes vestidos orientales-, Constanza, Ernestina y unos amigos de Valdivia que están de visita en casa de Pablo que no pudo venir por resfrío pero te envía todos sus saludos. Los recién llegados se manifiestan conformes con la asistencia y a su vez aportan dos cajas de cerveza que quién sabe dónde traía escondidas Mariano, que por su corpulencia podría esconder hasta a un hipopótamo. Ignacio no alcanza a llegar al baño pues uno de los polacos se le adelanta, con el estómago revuelto por el tequila.
El siguiente en llegar a la reunión es Franz, siempre tan correcto y formal, con su novia, que es concertista de cello y viene llegando de una gira por EEUU. Así las cosas, el living casi no da abasto para tanta gente y al arribo de un nuevo grupo, constituido por Carmen, Manuel, Milenka y el otro Manuel, la concurrencia comienza a expandirse hacia el pasillo que da al dormitorio y el balconcito con vista al parque. Ignacio ya ni oye el timbre cuando a través del humo de los cigarros distingue a Francisca, Raúl, Víctor, Ema y Margarita que ya vienen un poco borrachos y, como no traían ningún aporte, pasaron al almacén que está cruzando la calle y que asombrosamente estaba abierto y se trajeron una considerable provisión de vinos y, de pasada, a Giovanni, tan amable y buen mozo que Francisca no se le descolgó del brazo.
Ignacio pulula así toda la noche de grupo en grupo, alternando todo tipo de conversaciones, siempre con su agua mineral en la mano -a la sazón, Ignacio no bebe-, hasta que por fin llega al balcón y a Celeste que mira a las estrellas con esa cara que le es tan propia y le recuerda siempre a esas actrices de película francesa con tristeza en la mirada. La saluda como si nada y sin asombro nota que ella es la única que no ensalza la vista que desde el departamento se tiene del parque y eso le llena a Ignacio el corazón de flores. Pero nada es perfecto, como siempre ha pensado Ignacio, y comienza a sentir el cabello pegoteado, le duelen los pies y el olor a transpiración se le hace casi insoportable. Para colmo de males desde la cocina le llega el ruido de platos rotos y es la novia de Franz, que es esquizofrénica pero él no le había querido contar a nadie para no prejuiciarlos. Giovanni, que le estaba cantando a Francisca en un rincón, entró justo cuando la novia de Franz lanzaba el tercer vaso mexicano hacia la pared. Tal vez debido a su sangre italiana Giovanni es tan práctico y le dio una cachetada a la novia de Franz. La cachetada surtió un milagroso efecto que fue inversamente proporcional en Franz, que se lanzó como un energúmeno sobre el sonriente almacenero, derribando de pasada las ensaladas, precariamente equilibradas en el lavaplatos, y la mayoría de los platos mexicanos.
El resto se le escapó a Ignacio y recién recobró el control cuando se fueron todos y se encontró solo en el living mirando los trozos de cerámica amarilla y cristal azul desparramados por el piso. Los tres polacos, que habían pasado toda la noche sufriendo en el baño los efectos del tequila, se encontraban ahora en plena posesión de la cama de Ignacio. Pero eso distaba de preocuparle, pues Ignacio pensaba en que no se había despedido de Celeste, siempre tan hermosa y distante.
Por eso lloraba Ignacio, pues ni los platos ni los vasos azules le importaban.

miércoles, diciembre 14, 2005

Preguntas, libros y un largo etcétera


La simpática Pancha me ha endosado uno de esos famosos memes (la memética es un asunto de lo más interesante, by the way) que abundan en la llamada blogósfera, un montón de puntos virtuales e inconexos que muy bien vienen a demostrar, dentro de sus posibilidades y limitaciones, la factibilidad de la teoría de los sistemas complejos aplicada a las relaciones sociales y/o comunicacionales. En fin, yo que borro cualquier mail que parezca sospechosamente una de esas cadenas sin darle la oportunidad de respirar ni una vez ante mis ojos, creo que esta vez responderé a la tarea para la que he sido requerido con el mayor de los gustos, mientras de fondo Coltrane arrastra su Blue Train por la tarde calurosa de Santiago.
Danke schön, Fraülein, ich stehe Ihnen zur Verfügung.
¿Estás atrapado en Farenheit 451...Qué libro te gustaría ser?
Para seguir con el lugar común: muchos. Pero a veces hay que escoger, y mirando la biblioteca que está delante de mi rostro, el canto rojo de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, me salta a la cara como un escupo, como un golpe de puño que te rompe la nariz, como el haz de luz que ciega y purifica.
¿Alguna vez te enamoraste de un personaje de ficción?
Talita Traveler, de Rayuela, por elegir a alguna de Cortázar. Me encanta cómo se presta al absurdo de los locos que la rodean, estando ella tan cuerda, como en la parte que se encarama a una tabla para atravesar de una ventana a otra en busca de una bolsa con clavos y los otros dos atrás -cada uno en su propio atrás, claro- hablando de la nieve en las estepas mientras el sol como ojo de Polifemo le quema piel a la chica.
¿El último libro que compraste?
Dos, ambos de César Aira. La abeja y Los misterios de Rosario. Un dato exclusivo para los habitantes de Santiago: estos libros están como a diez lucas en la Feria Chilena del Libro, pero justo al frente, en la Librería Chilena, al lado del cine Lido (Huérfanos con Mac Iver) los encontré a sólo mil pesos.
¿El último libro que leíste?
Obviamente, los dos antes mencionados. Pero antes me había leído De tu tierra y El camarada, de Cesare Pavese, y La Hierba roja, de Boris Vian.
Los cinco libros que llevarías a una Isla desierta, según Orden de preferencia:
Los siete locos, de Roberto Arlt; Catedral, de Raymond Carver; Tan triste como ella y otros cuentos, de Juan Carlos Onetti; El hombre que fue Jueves, de G. K. Chesterton, y Abaddón el exterminador, de Ernesto Sábato (lista aleatoria dictada por el paseo de la mirada sobre los cantos de los libros: se me quedan fuera Baudelaire, Goethe, Shakespeare, Auster, Cortázar, Droguett, Joyce, Thomas, Kafka, Borges, Bolaño, Chejov, Rojas, Plutarco, Miller, Bukowsky, Burroughs, Kerouak, Huxley, Carpentier, Jarry, Lezama Lima, Sartre, Camus, Tolkien, Coloane, Juarroz, Emar, Dostoievsky, Homero y un larguísimo etcétera y esto ya va sin links porque me cansé y me perdonarán una autocita en el link referente a Onetti).
Listo. Este meme no se lo endoso a nadie. Como quien dice, dejo la pelota picando y el que quiere responde y el que no hace la lista en su cabeza. Por que eso pasa.

martes, diciembre 13, 2005

Homenaje



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Maldigo del alto cielo
La estrella con su reflejo
Maldigo los azulejos
Destellos del arroyuelo
Maldigo del bajo suelo
La piedra con su contorno
Maldigo el fuego del horno
Porque mi alma está de luto
Maldigo los estatutos
Del tiempo con sus bochornos
Cuánto será mi dolor.

Maldigo la cordillera
De los andes y de la costa
Maldigo señor la angosta
Y larga faja de tierra
También la paz y la guerra
Lo franco y lo veleidoso
Maldigo lo perfumoso
Porque mi anhelo está muerto
Maldigo todo lo cierto
Y lo falso con lo dudoso
Cuánto será mi dolor.

Maldigo la primavera
Con sus jardines en flor
Y del otoño el color
Yo lo maldigo de veras
A la nube pasajera
La maldigo tanto y tanto
Porque me asiste un quebranto
Maldigo el invierno entero
Con el verano embustero
Maldigo profano y santo
Cuánto será mi dolor.

Maldigo a la solitaria
Figura de la bandera
Maldigo cualquier emblema
La venus y la araucaria
El trino de la canaria
El cosmo y sus planetas
La tierra y todas sus grietas
Porque me aqueja un pesar
Maldigo del ancho mar
Sus puertos y sus caletas
Cuánto será mi dolor.

Maldigo luna y paisaje
Los valles y los desiertos
Maldigo muerto por muerto
Y al vivo de rey a paje
Al ave con su plumaje
Yo la maldigo a porfia
Las aulas , las sacrsitias
Porque me aflije un dolor
Maldigo el vocablo amor
Con toda su porquería
Cuánto será mi dolor.

Maldigo por fin lo blanco
Lo negro con lo amarillo
Obispos y monaguillos
Ministros y predicantes
Yo los maldigo llorando
Lo libre y lo prisionero
Lo dulce y lo pendenciero
Le pongo mi maldición
En griego y español
Por culpa de un traicionero
Cuánto será mi dolor.

viernes, diciembre 09, 2005

Acerca de la ubicuidad de la tortuga

Un antiguo pergamino, dudosamente atribuido a los pertenecientes a la Biblioteca de Alejandría y firmado por un sacerdote egipcio llamado Senusert -a quien el egiptólogo Sir Anthony Carlsright[1] insiste en identificar como el Faraón Senusert I, de la Dinastía XII, conocido como cultor de las ciencias y la religión-, nos da un primer indicio del maravilloso fenómeno que pretendemos develar. “Durante mi estadía en Aethopia y ante la insistencia de ciertos nativos, pude observar un prodigio por completo desconocido por nuestros astrólogos y hombres sabios (...); se trata de un pequeño lagarto no mayor que una palma de ancho que aparece en distintos lugares casi al mismo tiempo”[2].
A pesar de la poca importancia que suele atribuirse a estas narraciones y aunque es casi seguro que su inclusión en el texto de Carlsright es accidental esta breve crónica es determinante. Puede apreciarse en los jeroglíficos egipcios a partir del año 2000 a.C. (periodo en que gobernó la Dinastía XII) la presencia de tortugas en los cuadros en que el Faraón aparece manifestando el don de la ubicuidad, capacidad heredada de los dioses. Y, sin lugar a dudas, la descripción de Senusert corresponde a la llamada Tortuga Blanda, que se encuentra en Tanzania y no mide más de cinco centímetros de diámetro.
Aunque la relación pueda parecer arbitraria, referiré más crónicas que evidencian la posible ubicuidad de la tortuga terrestre.
El conocido filósofo presocrático Xenón de Elea (s. V a.C.) llegó a formular su célebre paradoja a través de la observación de la tortuga terrestre, común en Europa y Medio Oriente, a la que accedió gracias a unos mercaderes de paso en Elea. No es casual entonces que compare la trayectoria de una flecha con la lentitud de una tortuga. Uno de los textos de Parménides dice al respecto: “Al atardecer me alcanzó Xenón muy alterado y ansioso de participarme sus observaciones de la tortuga que consiguió con los navegantes. Hablaba muy rápido y cuando por fin se tranquilizó pude enterarme de cierto fenómeno que se manifestaba en el animal. Es un misterio, dijo Xenón, que si la dejo un momento en la hierba cerca de los roqueríos, al momento siguiente la encuentre sobre la arena, casi al lado del mar. Dijo también que había teñido el caparazón de la tortuga para comprobar que era la misma y el resultado no varió. A mi me pareció muy asombroso y le rogué dejarme solo para reflexionar sobre esa maravilla”[3].
Otro texto llegado hasta nuestros días es una breve crónica perteneciente a Siger de Brabante[4] que hace relación con el testimonio de un hombre que participó en la recuperación de Jerusalén en el año 1228 d.C., por las tropas de Federico II de Alemania: “El anciano hizo relación a tortugas gigantes que pertenecían a los moros y podían salir de un cajón completamente sellado sin ninguna dificultad ni acto de fuerza. Refirió esto como una demostración del carácter sacrílego de los ocupantes de los Santos Lugares y encomendándose luego de cada palabra a nuestro Señor Jesucristo”.
Testimonios no faltan por todo el globo. Desde los tiempos antiguos hasta nuestros días se narran leyendas de fabulosas proezas relacionadas con tortugas terrestres, tanto en la Polinesia como en la América ecuatorial[5]. A fines del siglo XVIII, el fabulista español Tomás de Iriarte retoma un antiguo tema ya tratado por Esopo en el siglo VI a.C. Se trata de la célebre narración La liebre y la tortuga, en la que algunos estudiosos entrevieron una tácita confirmación de la posible ubicuidad de la tortuga. Este grupo, encabezado por el eminente sabio francés Agustin Moucheboeuf, sostuvo que la tortuga no ganó la carrera por negligencia de la liebre sino porque desde el mismo momento de la partida “ya se hallaba en la meta”[6]. La liebre volvió la cabeza, postula Moucheboeuf, y entre el polvo de su carrera no vio a la contrincante, y no la vio porque la tortuga no estaba detrás, sino delante, en la meta, en virtud de cierta capacidad metafísica que ciertos escritos orientales atribuyen a las tortugas y otros animales mitológicos, como el dragón[7]. Sin embargo, algunos pensadores posmodernos de la Escuela de Caracas dan una nueva interpretación a la fábula, diametralmente opuesta a la moraleja de Esopo e Iriarte y a la metafísica de Moucheboeuf: se plantea que la tortuga, ubicua o no, ganó simplemente porque la liebre “no se detuvo ni a comer ni a dormir, sino que comprendió lo poco significativo de su propósito y encontró algo más interesante que hacer”[8].
La capacidad ubicua de las tortugas terrestres parece haber sido recientemente comprobada por los experimentos del físico austríaco Johannes Ulrich en su laboratorio de Manfredonia, al sudeste de Italia. Allí observó por más de diez años los comportamientos del Galápago común y pudo comprobar que la aparente inmovilidad de la tortuga no es más que una manifestación física de ciertos fenómenos de traslación no sólo en el espacio, como inferían los antiguos, sino también en el tiempo, fenómeno que es posible describir como, en palabras de Ulrich, “una serie de movimientos ondulatorios de la materia relativa, realizados a una velocidad absolutamente imposible de cronometrar, una especie de aberración a las dimensiones conocidas”. “He observado estos testudínidos”, continúa Ulrich, “cambiar de lugar durante un parpadeo. Lo he presenciado. He visto -o he creído ver- como aparecen y desaparecen en fracciones de nanosegundo. Los procesos fotográficos resultan inútiles. Sólo cuento con mis notas y mi memoria. A veces pienso si acaso de verdad existen, si no serán más que un juego especular, una increíble ilusión óptica, tal vez el mismo y único animal repetido miles de veces, millones de veces en tiempo-espacios diferentes. Es en esos momentos cuando se me eriza la piel y creo ser un entrometido en el Gran Misterio, casi a punto de tocar la mano de Dios...”[9]
[1]Sujetos y objetos del Antiguo Egipto; Carlsright, Sir Anthony (traducción de Manuel Sánchez Serra); Ediciones G.P., Barcelona, 1959
[2]La traducción del griego original es de Carlsright y la localización geográfica se basa en uno de los mapas del alejandrino Claudio Ptolomeo, realizado durante el siglo II d.C.
[3]Parménides (540 - 470 a.C.), discípulo de Jenófanes y maestro de Xenón de Elea. En su extenso poema Perifiseos (o Sobre la Naturaleza) encontramos un par de versos que se refieren a la ubicuidad de la tortuga relacionándola con las cualidades del Ser, a saber: el Ser es único, inmóvil, eterno, continuo e indivisible. El texto aquí citado corresponde a una traducción apócrifa de Plinio Aulio Agerio (203 -251 d.C.), pensador romano que plagió textos de Parménides y que más tarde se convertiría al cristianismo.
[4]Siger de Brabante (1235 - 1281 d.C.), seguidor del Averroismo. Su principal tesis consistió en la negación de que existieran una variedad de almas y postuló el monopsiquismo. También defendió el principio de eternidad del mundo, excluyendo la creación.
[5]En el primer caso pueden revisarse las notas de Sebastián el Cano antes de la muerte de Magallanes, donde refiere creencias de los indígenas de Papua acerca de viajes de antiguos monarcas sobre los caparazones de tortugas. En el segundo caso, remítase a algunas anotaciones que figuran el bitácora de viaje del Beagle durante su paso por las Islas Galápagos.
[6]Agustin Moucheboeuf (1832 - 1891) publicó esta teoría en 1876 bajo el título de Metafísica y evolucionismo en un folletín de circulación restringida cuyo único ejemplar se conserva, en microfilms, en los Archivos Nacionales de París. Esta teoría forma parte de un ensayo en que el francés pretende refutar la teoría evolucionista de Spencer, negando la existencia de sólo dos aspectos de la materia orgánica (lo biológico y lo social) y postulando un único estado de búsqueda permanente del trascendencia del Ser sobre el tiempo y el espacio aparentes.
[7]Un texto hallado en 1933 en la zona norte del Yang-Tse-Kiang y que data de los primeros años de la Era Cristiana, presuntamente redactado durante el reinado de Kuang-Wu-Ti, sucesor del gran emperador Wu-ti, nos habla de la naturaleza supraterrenal de la tortuga y de la rivalidad de éste animal con el dragón. Esta narración está corroborada por las múltiples interpretaciones que a lo largo de los siglos se le han dado a El libro de las mutaciones.
[8]Fisiognomonía o el rescate de Lavater; varios autores; Editorial Criptograma, Caracas, 1989.
[9]El texto pertenece a una carta dirigida a Lotte, su hija, fechada el 27 de Abril de 1995. Una semana más tarde, Ulrich muere accidentalmente en la cercana ciudad de Foggia, víctima de un auto-bomba estacionado frente a la oficina de correos donde él se encontraba. Su deceso sólo se menciona brevemente en el obituario de Phisycal International Review, número 5 de 1995.

martes, diciembre 06, 2005

Vidas ejemplares

Esta vez somos de papel somos la corteza de un árbol.
“Esta vez”,
Julieta Venegas.
La mujer buscó en el botiquín. Era un botiquín de madera con pequeñas puertas a los costados y al centro un espejo que se iluminaba por arriba. Él tenía uno igual pero jamás lo conectó y nunca había apreciado el efecto, menos aún en un baño en penumbras.
- Mierda -dijo la mujer-. Estoy segura que la dejé por aquí.
Él la miró y esbozó una sonrisa. Trató de sentarse en el borde de la bañera pero no resultaba muy cómodo. Además, estaba húmedo. Finalmente optó por el retrete, cuya tapa tenía una cubierta celeste con encajes. La mujer dejó de buscar tras la puerta del lado izquierdo y abrió la de la derecha. Su rostro se iluminó.
- Aquí está -dijo sin mirarlo.
Era una de esas máquinas de afeitar comunes y amarillas. Él la tomó y la observó por todos lados. En el extremo del mango leyó BIC. Las hojas estaban gastadas y un par de pelos asomaban entre ellas. No tenía esa banda lubricante que traían algunas máquinas.
- Ten cuidado -dijo ella desabotonándose los jeans-. Ya está un poco usada y no es lo mismo que con una nueva.
Él la miró, interrogativo.
- Las axilas -aclaró ella-. ¿Podrías hacerme un espacio? Necesito sentarme para quitarme los pantalones.
La tapa del retrete no era muy amplia y él optó por ponerse de pie. La mujer tomó posesión del retrete y se sacó los zapatos, deslizándolos bajo el lavamanos. Luego agarró los jeans por los costados de cada pierna, a la altura de los muslos, y jaló hacia abajo. La maniobra fue un éxito y los jeans dejaron las rodillas al descubierto. La mujer estiró las piernas y cogió las bastillas, en una notable elongación de los brazos y la espalda. Él se apartó hasta quedar entre el botiquín y el cálefon, frente a la mujer, que miraba concentradamente las puntas de sus pies. El movimiento fue muy rápido. Al momento siguiente la mujer tenía los jeans colgando de sus manos y él se sobaba un pequeño rasguño provocado, seguramente, por la pretina de los mismos al pasar junto a su cara.
La mujer suspiró y su rostro volvió a relajarse. Se puso de pie y se acercó a él. Ahora llevaba puesto unos calzones de algodón con dibujos.
- No es nada -dijo mirando el rasguño de cerca.
Volvió a buscar en el botiquín. Dejó sobre el lavamanos un frasco de povidona y un paquete con venditas.
- Puedes ponerte algo de eso, si quieres -le dijo mientras doblaba los pantalones.
Él permanecía pegado a la pared. Tomó el paquete de las venditas con la misma mano en que tenía la máquina de afeitar, lo miró un segundo y lo dejó en el mismo lugar donde la mujer lo había puesto. El baño era muy pequeño y resultaba difícil moverse los dos a la vez. Esperó hasta que la mujer dejó los pantalones cuidadosamente doblados sobre el estanque de agua para volver a sentarse sobre el retrete. Hacía calor.
- ¿Tienes calor? -preguntó la mujer.
Parecía hablarle al aire. Él se encogió de hombros.
- Yo si tengo -agregó.
Pasó junto a él y se encaramó sobre la bañera para abrir una pequeña ventana. La brisa agitó la cortina de la ducha, que hacía juego con la cubierta de la tapa del retrete.
- Así está mejor -dijo la mujer.
Pasó otra vez junto a él. Se paró frente al botiquín y cerró la puerta del lado derecho. Tomó la povidona. Antes de ponerla tras la puerta de la izquierda se detuvo.
- Por si acaso -dijo dejando la povidona junto a las venditas.
Abrió la válvula del gas y esperó un instante. Apretó el encendido automático del cálefon. No se encendió. Lo presionó otra vez y una llama azul surgió desde el piloto. Puso el regulador en temperatura media. Volvió al lavamanos y giró la llave con el puntito rojo. La llama azul del cálefon estalló en tonos anaranjados.
La mujer se bajó los calzones hasta la mitad de los muslos. Movió un poco una pierna y acabaron de caer hasta los pies. Se inclinó sin doblar las rodillas y recogió los calzones del piso.
- Déjalos encima de los pantalones, por favor -le dijo.
Los dibujos de los calzones eran pequeños hipopótamos verdes. Él los tomó con la mano libre y los puso sobre los jeans.
- El agua está buena -dijo la mujer-, ahí está el jabón.
Él se puso de pié y la mujer tuvo que hacerse un lado para que él llegase al lavamanos. Estiró la mano y pudo sentir el contacto del agua tibia. Dejó la maquina de afeitar sobre el borde del lavamanos, junto con la povidona y las venditas. Cogió el jabón y lo metió bajo el chorro de agua. La espuma comenzó a desbordar sus dedos. La mujer estaba junto al retrete. Avanzó hacia ella y se inclinó. La mujer separó un poco las piernas y él dejó que la espuma que llevaba en las manos le cubriera los pelos de la entrepierna.
- Se siente frío -dijo la mujer.
Él se volteó sin levantarse y tomó la maquina de afeitar. Esparció un poco más la espuma con la mano libre. Miró hacia arriba antes de acercar la máquina de afeitar a la piel. La mujer lo miraba también.
Comenzó describiendo una línea ascendente por el muslo, casi en el pliegue de la ingle. Avanzó dos o tres centímetros y se detuvo. Las hojas de la máquina de afeitar estaban repletas de pelo. Tuvo que ponerse de pie para lavarlas bajo el chorro de agua tibia. El segundo movimiento bajó desde el vientre y avanzó un poco más que el anterior. Nuevamente se puso de pie para limpiar las hojas de la máquina. Antes de empezar con un tercer movimiento vio una gota de sangre que se mezclaba con la espuma y el pelo. Miró hacia arriba.
- ¿Sabes cuál es el animal que provoca más muertes por ataque directo en África? -preguntó la mujer.
Inclinó la cabeza y contempló el hilo de sangre que se escurría por su muslo izquierdo. Luego miró hacia adelante y sonrió.
- Son los hipopótamos -dijo la mujer soltando una risa que parecía tos.Él sonrió. La sangre había llegado al piso y formaba un charco que se extendía desde el pie de la mujer hasta su rodilla. El tercer movimiento bajó siguiendo la línea de la ingle.

viernes, diciembre 02, 2005

Exterminio

Ya es de noche, la luz de la vela ilumina apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el techo se dibujan sombras espectrales arrancadas de las fogatas de la calle. Me preparo para salir, reviso las balas que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la chaqueta y miro de reojo el rifle sobre el camastro. Es de noche, hace frío y repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el camastro de campaña, una muda de ropa, un abrigo con los bolsillos rotos, la cocinilla a gas y la reproducción de una fotografía de Eugene Smith que me regalaste hace tanto tiempo, mucho antes de irte. Es quizás por eso que te recuerdo ahora, mientras pienso en los ocho pisos que debo bajar por las escaleras para alcanzar la calle, atento a las sombras de cada rellano, alerta a pesar de lo débil que me siento. Y me doy cuenta de que algo distinto sucede, una digresión, si quieres. Este es el único modo que tengo de contarte. Luego tú decidirás si corresponde o no, pero ese ya no es asunto mío. Ya cumplo lo suficiente con contarte, con tratar de contarte.
En fin, las cosas nunca fueron como yo pensaba. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que quería. Entonces sucedió todo. ¿Sabes qué es lo que pasa cuando algo cambia y tú apenas tenías una vaga noción de ese algo, apenas podías nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que te rodean? Piensa además que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Sabes qué pasa, entonces? No queda nada, eso pasa, y de hecho eso fue lo que sucedió. No hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocíamos y a lo que estábamos tan habituados. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Simplemente sucedió. Los edificios fueron demolidos uno por uno. Una espesa nube de polvo fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios años en disiparse y que terminó por posarse sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace muchos años y el polvo persiste, fétido, como un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se ha acostumbrado a los cambios, como suele suceder. Yo también lo he hecho: no soy un ser humano extraordinario como para rebelarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad.
Desde mi cuarto, en el único edificio que queda en pie, puedo ver las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos panqueques con relleno de mermelada de frutillas. Alguna vez nos citamos allí, y tú pediste jugo de naranjas y yo un café. Releo lo que he escrito y te pido disculpas por no ser tan preciso como quisiera. Las calles tienen ahora otros nombres, que cambian periódicamente, y los nombres anteriores, los de nuestro tiempo, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de personas vive aspirando bolsas con tolueno. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Te asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la ciudad. Son como cicatrices negras sobre el cielo permanentemente gris. Estas fogatas son la única forma de espantar el frío y las jaurías de perros que asolan las calles durante la noche.

A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Central como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía de la Iglesia y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio a punta de escopetazos. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de huevos calientes y café rancio. La matrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que rodeaban la Plaza sólo queda la Catedral y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Catedral permanece con las puertas cerradas, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima apertura del templo, un rumor que se ha gastado con los años y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los curas se han marchado y que el interior de la iglesia está vacío. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las estatuas de cardenales muertos cuyos nombres ya nadie recuerda.
La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga fila de personas que consultan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único funcionario abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra al seis de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados abre de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos escuchan la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza –una imposibilidad, como te habrás dado cuenta- que la encomienda fue ya despachada desde su lugar de origen, el funcionario le entrega tres o cuatro formularios para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas.
Luego del desayuno me instalo en uno de los escaños que los maricones ocupaban para comprar sexo, años atrás, por el costado norte de la Plaza Central, cerca de donde estaba la estatua de El Conquistador y que desapareció en la época de las primeras demoliciones. Ahora ya no hay maricones en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o simplemente están muertos. Dicen –no lo sé a con certeza pero intuyo cierto nivel de verdad en este rumor- que fueron lanzados al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados de pies y manos y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay ya muchos viejos. Como te imaginarás, no pudieron sobrevivir a la nube de polvo. La bronquitis y todo tipo de enfermedades respiratorias los diezmó, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era todo inútil, claro. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los deudos se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Se dice que finalmente fueron trasladados en camiones a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad para ser sepultados en fosas comunes. La verdad es que a nadie le importa demasiado.
Me quedo casi toda la mañana sentado en un escaño de la Plaza Central, observando a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas, como debes suponer. Me conoces y es inútil tratar de pintarte una imagen de mí que te resultaría extraña: me voy a la Plaza Central por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que te hablo no son las mismas que tú recuerdas. Hace muchos años que te fuiste, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, de partida. Pero las palomas, de eso quería hablarte. Nuestras palomas son ahora del tamaño de una gallina y al menor descuido te puede sacar un ojo. Casi no vuelan, pero sus precipitadas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Catedral se encargan de mantener su población controlada, si me entiendes.
Por las tardes voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda del Mercado Central para conseguir un poco de arroz y verduras a precios obscenos. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio de la Facultad de Derecho, convertido ahora en matadero para los perros que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues el hedor de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una sonrisa y me acompaña hasta el auditorio del segundo piso, donde se dictaban las clases de Derecho Romano, que ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia que escoltan a los convoyes con el arroz que se reparte en los diversos mercados de la ciudad. Esos mismos escuadrones son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez del Crimen, pero esto no es seguro pues toda la información que puedas conseguir se basa en rumores. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros esta noche para recibir mi paga diaria.
No puedo contarte más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá de tres cuerpos, con un tapiz que alcanzo a distinguir, o imaginar, verde. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en el bolsillo, el ruido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es tarde.

lunes, noviembre 28, 2005

Mapa imaginario de Santiago: Breves coordenadas

1. La mala vida
Las ventanas de la calle Eyzaguirre se abren sin pudor a la noche poblada de improvisados faroles rojos, ampolletas pintadas con témpera que se descascaran levemente con cada hora que pasa. Es apenas una cuadra –entre San Diego y Nataniel Cox- donde los perfumes dulzones se mezclan con el hedor ácido de los cuerpos y el humo de los cigarros que no cesa hasta el amanecer. Durante el día las ventanas permanecen cerradas como los ojos de las mujeres que descansan en las habitaciones oscuras, soñando con una noche distinta, con una noche sin hombres jadeando como cerdos sobre ellas.
2. Transparencias
La duración del Concierto en mi menor de Van den Budenmayer, en su versión de 1798, coincide con el tiempo en que se recorre caminando, sin prisa, el trozo de Parque Forestal comprendido entre las calles José Miguel de la Barra y Estados Unidos. La voz de la soprano aparecerá en el momento justo en que una pareja se besa sobre el pasto y dejará de cantar ante el escaño donde duerme el mendigo cuyo hedor avinagrado hace retroceder a las palomas. Finalizado el recorrido, apenas quedará el olor a tierra húmeda y el silencio que precede a la lluvia.
3. Corregidor Zañartu
Vivo en una calle de nombre horrible. Antes no: la nombraban como se nombra el pasado luminoso, época de sífilis y esclavos, cuellos almidonados y genocidios. La llamaban de otro modo, como un viejo señor maestro de putas y borrachos, improvisado lecho de adoquines entre los charcos y el orín de los caballos. Nada queda ya de aquella hermosa calle: quizás el olor de los borrachos, quizás el cadáver de una vieja puta. Nada queda ya. Un nombre horrible, palabras devoradas por los hongos. Vivo en una calle abandonada por la historia, criadero de piojos y libros viejos.
4. Pesadillas
Hay plazas ocultas entre las callejuelas de Santiago, esparcidas sin propósito ni orden entre céntricos edificios de espejos o viejos cités que se descascaran por el lado de San Pablo. Son plazoletas mal iluminadas, amobladas por excéntricos paisajistas que mezclan faroles de bronce a la usanza clásica con escaños híbridos en los que resulta difícil diferenciar la madera del concreto. Es un territorio que por las noches se puebla de monstruos, andrajos que se arrastran, desperdicios que la ciudad vomita; monstruos que llegan para dormir protegidos por la sombra, protegidos por el sueño de esa otra pesadilla que llamamos vida.

jueves, noviembre 24, 2005

Rock & Roll still alive

Como siempre en carrera contra el tiempo, el señor K. se acomoda nervioso en el asiento del copiloto mientras el automóvil se sumerge en las entrañas de la ciudad para comenzar el recorrido por los túneles urbanos. En la radio suena Across the Universe en versión de Fiona Apple, y eso no es suficiente para quitarle la cabeza la posibilidad de un choque contra cualquiera de los bólidos que despreocupados adelantan en zigzag. Y si no es un choque será un embotellamiento, piensa y mira a la señora K., que en realidad es aún la señorita C., y le sonríe y ella le pone la mano en la rodilla y ejerce una suave presión y de pronto no hay ni choque ni embotellamiento ni nada y resulta que con media hora de adelanto buscan estacionamiento en el descampado que rodea el estadio, lejos, en el extremo oriente de la ciudad. Anochece y las luces de las calles se van prendiendo abajo como tímidos cocuyos.
Hay que aclarar que al señor K. no le atraen demasiado las manifestaciones gregarias y que ante todo prefiere un poco su silloncito y la música o las conversaciones o ambas cómodamente al alcance de la mano. Y claro, alguna vez Amnesty, Silvio, Inti Illimani, Serrat, cosas de esas. Y también una vez Julieta Venegas, regalo de cumpleaños para la señorita C., a escasas tres filas de butacas del escenario, casi como estar en el living de la casa. Mientras caminan hacia la entrada del estadio, el señor K. abraza a la señorita C. un poco emocionado, repasando conciertos de Los Tres, Café Tacuba, Gonzalez y los asistentes. Sabe que muchos no recuerda y que muchos no han sido. Se muerde el labio de sólo pensar en White Stripes.
El asunto es que de pronto, luego de un rato de espera parados sobre la cancha, mirando atentos las nubes oscuras que amenazan con soltar un nuevo aguacero, las luces del estadio se apagan. Ovación y Rock & Roll. Las manos golpeándose como si fueran un solo par, las bocas coreando hasta desgarrarse mientras no muy lejos, en el escenario, Vedder & CO. se lucen con la potencia de tres guitarras, un bajo y una batería. Rock del bueno, el mejor. Y entonces el señor K recupera una imagen de si mismo que había olvidado, que le permitía disfrutar de todo sin tantas preguntas y mira a la señorita C. y le planta un beso tan largo como una canción y se pone a saltar y cantar. Como todos. Se deja envolver por los recuerdos y la música tanto tiempo esperada y le importa un rábano quedar difónico o torcerse un tobillo y se siente vivo, por dentro y por fuera.
Más tarde, cuando las luces vuelven a encenderse y el silencio comienza a mezclarse con el frío, el señor K. y la señorita C. se sientan en la comodidad del automóvil y vuelven a mirarse y vuelven a besarse.
- Me duelen los pies, las piernas y la espalda -rezonga la señorita C. con deliciosa sonrisa mientras arranca el auto.
El señor K. mira hacia los pares de luces que lentamente se van colocando en fila y siente algo dentro que late como si fuera un corazón. Está seguro que le brillan los ojos y por momentos teme que se le escape alguna lágrima. Me estoy volviendo viejo, piensa y sonríe.
La señorita C., por reflejo más que por otra cosa, acerca la mano a la radio para encenderla, pero el señor K. le toma la mano con suavidad y la aparta del botón negro.
- Ahora en silencio, mejor -le dice y ella responde con un beso suve, la caricia de una flor sobre los labios.
Siguen la hilera de autos que bajan despacio del cerro, callados. Y sin querer, o queriendo ambos pero sin decirlo, comienzan a tararear las canciones, todas las canciones, y sonriendo repiten el concierto completo pero sólo para ellos esta vez.
Sólo para ellos.

viernes, noviembre 18, 2005

Escenas Caucasianas

Al dormitorio apenas asomé la cabeza y eso bastó para darme cuenta de que allí no estaba. Ocupé más tiempo en la cocina, pero ni rastros de Vincent. Abrí el refrigerador y saqué un tarro de atún. No pude encontrar el abrelatas. Con un cuchillo logre romper el tarro y luego hice palanca hasta conseguir un boquete por el que pudiese pasar el atún. Vertí el atún en el plato de Vincent y, sólo entonces, recordé que primero debía desaguar el tarro. No me importó. Además, me había cortado un dedo.
En el bus me miraba la vendita pegada en el pulgar. Era tarde y no había casi nadie en el bus. Detrás del chofer iba una mujer durmiendo. Llevaba un bolso apretado contra el abdomen, lo apretaba con ambas manos. De vez en cuando despertaba, levantaba la cabeza y miraba por la ventana. Luego se volvía a dormir. También había un hombre con una cotona celeste y un gorrito que decía El Mercurio. También dormía. Apoyaba la cabeza contra el vidrio y con una de sus manos afirmaba un canasto que había en el asiento contiguo. El canasto estaba cubierto con un trozo de tela blanca y parecía que iba a caer al pasillo, pero no cayó. Yo miraba hacia afuera y trataba de recordar si la ventana de la cocina había quedado abierta, para Vincent. A veces me miraba el pulgar y lo presionaba ligeramente hasta sentir un dolor que era como el pinchazo de una aguja. A mi lado, en el asiento del pasillo, un hombre con chaqueta de cuero negro leía un libro. Era un libro delgado y tenía letra grande, pero no conseguí ver de qué se trataba. Me puse de pie para bajar y el hombre tuvo que apartar las piernas. Entonces vi un dibujo en el libro. Recordé el dibujo: era Papelucho Detective. El bus se pasó dos cuadras después que toqué el timbre.
La puerta del departamento la abrió alguien a quien yo no conocía. No me dio mucha importancia, sólo abrió la puerta y se fue. El departamento era pequeño y estaba lleno de gente. Algunas personas me saludaron y me preguntaron por Lucía. Yo me encogía de hombros cada vez que me preguntaban. No tenía más respuestas que ésa. Lo único que podía decir de Lucía era que dejó a Vincent en casa. Logré escabullirme hasta el balcón. Una pareja se besaba, apoyada en la baranda. Una mujer se asomó, miró a la pareja, me miró y luego desapareció. Yo miraba hacia abajo. Un camión pasó lentamente, rociando con agua la calle. La mujer volvió y me entregó un vaso. La miré un instante y luego di un trago. Estaba fuerte.
La mujer se llamaba Ivonne y estudiaba veterinaria. Me preguntó varias cosas y yo mentí. Dije que era periodista y venía llegando de África. Ella me dijo que había visto en TV un programa acerca de Liberia y que le parecía horrible. Seguí mintiendo y le dije que justamente había estado en Liberia. Le conté varias cosas que había visto en el mismo programa de TV. Pareció impresionada. Miré mi vaso. Estaba vacío. La miré y le pregunté si era tan amable de traerme otro trago. Sonrió con una sonrisa diferente a la de Lucía. Yo también sonreí, pensando en eso. Ella se acercó y me besó muy suave, en la boca. Antes de que desapareciera le pregunté si le gustaban los gatos. Ella volvió a sonreír y atravesó el ventanal.
Soñé con Lucía. Era el día que llegó con Vincent envuelto en el chaleco. Lucía estaba mojada, del pelo le caían gotas que formaban un charquito a sus pies. Afuera llovía. Vincent tiritaba, pequeño entre sus manos. Lucía me miró desde la puerta. Sabía que no podía decirle no. Aún así, dije que no me gustaban los gatos. Ella dijo que yo era un ogro gruñón. Le dije que ella era una hermana de la caridad. Me mostró la lengua. Yo hice lo mismo. Ése fue el sueño. Igual al recuerdo, aunque no confío mucho en mi memoria. A veces agrego detalles, a veces los quito.
Desperté algo sobresaltado, con la sensación de que Vincent me lamía la cara. Lucía lo dejaba entrar a la habitación cuando yo me había dormido. En las mañanas me lamía la cara. Yo despertaba y le daba un manotazo. Vincent no estaba sobre la cama, a pesar de que la puerta del dormitorio estaba abierta. Me levanté. El piso estaba frío. Caminé a la cocina. La ventana estaba abierta y el atún en el plato de Vincent intacto. Sonó el teléfono. Pensé que tal vez era Lucía. Dejé que sonara tres veces. Descolgué. Era Ivonne, la veterinaria. Me preguntó si quería ir al cine por la tarde. Dije que sí. Me dijo hora y lugar y yo anoté en un papel. Después de colgar volví a la cocina. Me apoyé en la muralla y me dejé caer lentamente hasta el piso. Miré el plato de Vincent y cerré los ojos. Sentí cómo la vendita se iba despegando, con una mínima cosquilla, del pulgar.

viernes, noviembre 11, 2005

Calor

Las calles exudando un aire caliente que sube entre los edificios en invisibles filigranas, que se mete por la nariz y los poros y parece por un momento que es imposible respirar y entonces el olor a caucho quemado y humo te trae de vuelta, te deja sumergido en la suciedad de los buses y automóviles que colapasan las calles adoquinadas, el estertor de las bocinas y las voces que se mezclan como cuerpos blandos y sudorosos, laberintos de carnes y pieles, hombres gordos que avanzan entre la multitud como diminutos icebergs en proceso de destrucción, los mendigos esperando la muerte desde sus reductos de sombra, estirando las llagadas extremidades a la indiferencia y la nada, el rostro de una chica que se recorta como un cuadro de Lempicka, la visión pasajera de algo que debe ser la belleza, mezcla de delicado snobismo con cierta salvaje hombría, el sol que desde la perpendicularidad incendia las formas y se refleja mil veces en las ventanas y las superficie de azogue de los edificios, que multiplica las llamas de Roma en los cientos de ojos que ignorantes buscan protejerse con manos de condenada carne, el sonido destemplado de los bronces que desde el odeón vociferan algo que se parece a Piazzola y los monos que camuflados saltan entre las palmeras con chillidos imperceptibles, enloquecidos ensayando piruetas al compas de la música mientras en las mesas rojas el ámbar de la cerveza va dibujando movedizos mapas de ignotos territorios, va desplazándose quieto el aire a medida que la noche gana terreno y la música se extingue y el dibujo retruca las formas difusas de los hablantes, de los silenciosos ojos que se miran o no se miran y las manos que aletean en busca del esquivo frescor, de la promesa de la noche casi presente que se interrumpe de pronto y en un intersticio de silencio deja oír los gritos de la amante despechada que sobre la hierba exige explicaciones, otra vez el calor que no cesa y que devora lentamente a la noche ingenua con luna creciente, que devora a la chica que ahora llora sola en la sombra de una plaza, la cerveza y su estela amarilla de libaciones no es nunca suficiente para conjurar el infierno que se cierne anticipado, el desierto que poco a poco va ganando terreno y cubriendo la ciudad, el perenne reloj de arena, el laberinto definitivo que va sepultando los recuerdos bajo sus muros de aire ligero, un ojo, un rostro, un cuerpo, dos, la sentencia no cumplida de la pasión, de ese silencio que sigue y que ya no estará más.

viernes, noviembre 04, 2005

Mañanas

El señor K. abre primero un ojo y luego el otro, casi siempre angustiado por la sensación de que algo ha perdido.
Los abre lento, como si con el pausado movimiento fuera rasgando el aire quieto de la habitación en penumbras, como si desde ese momento las primeras coordenadas del día se fueran situando en los rincones de la casa y de la ciudad. Los ojos son ventanas, piensa siempre en ese momento en que las formas van dibujando la realidad invertida en su retina, riéndose del cliché y al mismo tiempo disfrutándolo. No es que precisamente le gusten las frases hechas, pero debe reconocer que hay ciertas sonoridades más que auditivas que le seducen, como si las palabras fueran llaves, pasaportes a cualquier lado, por último viejas fotografías con recuerdos que uno ha ido olvidando con el tiempo.
Abre primero un ojo, entonces. Generalmente el izquierdo, cuyo párpado se tensa poco a poco y como el telón raído de un teatro va levantándose hasta descubrir el iris marrón y la dilatada pupila, el cielo negro de la noche ya pasada atrapado en el centro del ser. Luego el ojo derecho, luego las pestañas que se separan como medusas batiéndose en retirada a sus abisales moradas. Man Ray, piensa a veces y a veces no.
Es quizás el movimiento imperceptible del dedo meñique lo que sigue, pero de esto el señor K. ya no tiene certeza, envuelto en un remolino de recuerdos e imágenes que se le viene encima como un alud de barro, renaciendo en la trampa autoimpuesta de la vida, entregándose ya por completo a la rutina y no tan rutina de las horas que le amenazan agazapadas bajo la cama. Él lo sabe y las espera, y se deja golpear y avasallar por el tiempo, que finalmente no es más que un accidente como cualquier otro, como caerse en bicicleta o irse cabeza abajo desde la parte alta del semicírculo que dibuja un columpio en el aire.
Es quizás el dedo o no, quizás el pie que gira, el pene que despierta irguiéndose bajo las sábanas, el hombro que busca acomodarse en la almohada, el recogerse sobre sí mismo pensando en algo que vagamente cree haber perdido.
Salta de la cama y al contacto de los pies con la alfombra sigue un estiramiento general que pone cada hueso en su sitio y un poco le disloca el espíritu, lo vuelve a reenmarcar en la realidad gobernada por la perspectiva y la gravedad, los ojos ya preparados para correr las cortinas azules y dejar que la luz del mundo le contraiga las pupilas y un nuevo aire, sucio pero fresco, renueve la atmósfera cargada de sueño de la habitación. En algún lugar una chica canta i watch it lift up to the skyi watch it crush meand then i die. El señor K. la escucha y sonríe con tristeza, como se sonríe por las mañanas.
Sin querer, entonces, roza con la mano la piel del pecho y se encuentra con la superficie seca y tirante que rodea a la cicatriz.
Corre hacia el baño para mirarse al espejo. No necesita encender la luz para distinguir tres líneas rectas que convergen en la mitad exacta del pecho, tres líneas de piel plegada y seca, marchita. Busca la silueta de su rostro a contraluz en el espejo y vuelve a mirar una y otra vez la cicatriz. Acerca sus manos, separa la piel, la carne, la sangre. Busca con desesperación, sabiendo de antemano que es inútil. De pie frente al espejo, en un baño a oscuras, desangrándose sobre el lavamanos, el señor K. se queda con el pecho abierto y vacío, regurgitando una mezcla de risa y llanto.
Y así, todas las mañanas.

lunes, octubre 24, 2005

Tractatus de Teslae formicus, por Marius Paleologus


"Time past and time presentare both perhaps contained in time future...".
T. S. Eliot.


Index

  1. De las hormigas como género. Donde se trata de la índole de las hormigas en general
  2. Del lugar de las hormigas en la Creación. Donde se las distingue de otras animalias
  3. De las diferencias entre las hormigas. Donde se discute si las hormigas conocen diversidad de especies, o se trata de una, mimetizada
  4. De una hipótesis sobre la existencia en el reino natural de una hormiga hasta hoy no conocida ni descrita por los filósofos
  5. De si esa variante, caso de existir como tal, hubo de salvarse en el arca con Noé necesariamente
  6. De cómo sobrevivió esa hormiga al diluvio. Donde se discute si, al entrar al arca, se ocultó en la pelambre de otras bestias e criaturas
  7. De cómo llegaron dichas hormigas hasta tiempos recientes, salvando incontables peligros
  8. De cómo Maese Nicola Tesla entró en conocimiento de tales hormigas
  9. De si Maese Nicola Tesla enseńó a tales hormigas a alimentarse con su ingenio mecánico o corriente alterna, o se limitó a descubrir que ese ingenio era desde el principio su única y absoluta vianda que se procuraban por algún secreto modo, toda vez que no se suele encontrar en la naturaleza
  10. De cómo el sabio Micer Benjamin Franklin dirimió la disputa entre Micer Edison y Maese Tesla, con ayuda del físico Micer Nero de Dresden y haciendo uso de las extrańas criaturas antes descritas, y lo que sucedió con las hormigas
  11. De cómo han llegado hasta nuestra edad estos prodigios

(Este texto es de autoría de Mario Palou y lo puedes leer completo acá)

martes, octubre 18, 2005

Nocturno de Santiago III

Entonces los ojos y los oidos volcados al silencio, al viaje que se completa en mitad de la oscuridad de centelleantes luces, otra forma de la soledad, otro disfraz del cautiverio. En algún lugar duermes mientras mi viaje comienza, mientras el esperado retorno a la patria -Ítaca, el corazon del exilio, el descentrado vórtice del remolino que nos arrojó a las desconocidas playas de concreto y niebla- comienza a dibujar nuevos mapas, nuevos recorridos para situarnos dentro de nosotros mismos, en el punto en que el equilibrio ya no es más necesario y lo que nos queda son besos húmedos en el quiebre de la cadera, en el nacimiento exhuberante de la vida, en la mínima cosquilla de la espalda. Hay otras letras, un nuevo abecedario que demuele y construye, un monstruo autófago que comienza a escribir esta historia en un lenguaje distinto, signos que parecen rastros de insectos aplastados contra un muro, color sangre no ya bajo las letras sino en ellas mismas, en nosotros, en esta espera que quema y consume, en este mirar por la ventana hacia un paisaje movedizo donde muchas calles se confunden, donde los rostros -no el tuyo, por supuesto, nunca el tuyo- se fusionan en el borrador difuso de un esbozo de carbones, las brasas de los ojos encendidas como faros y el resto un océano de olores y somnolencias, entrecerrar los párpados sin abandonarse al sueño, sin abandonarte. Viajes, silencios, palabras: mi abrazo se alarga en el tiempo para alcanzarte más alla de todo cuerpo. Ventanas, puertas, caminos: el achurado del dibujo, visto de cerca, parece el tejido orgánico de la existencia. No hay pasados, todo eso que llamamos memoria no es más que sarro tras los ojos, no es más que un lastre que nos ancla; no hay pasados en esta ilusión de viaje en que te busco con los ojos tristes pero sin lágrimas, en que tu reflejo me llega desde los rincones oscuros de la ciudad que se desplaza y escabulle. El paso vacilante busca inútilmente hollar el asfalto, trata de calzar el pie sobre el rastro que dejaste, ese hilito de baba trasparente que me desorienta y extravía, que me lanza despiadado a los rincones oscuros del sueño en que no estás y cuando estás me haces daño. La música hará el resto, amor, y en mitad de un desolado camino donde las multitudes invisibles se congreguen las pieles se encontrarán como sin querer y ese silencio que ahora se funde con el sonido de las teclas tendrá por fin sentido y te veré a los ojos y la noche de la ciudad no será más, nunca más amor, y el viaje, si es que hay algo que pueda ser llamado de ese modo, nos devolverá al inicio de todo, cuando sólo estabas tú, sonriendo, y mi respiración te llegaba de lejos como trazando las lineas iniciales de un retrato.

miércoles, octubre 12, 2005

Wentru Dew Pewman

En medio de la noche cálida, mientras el viento acaricia el follaje de los árboles, el hombre dormido en la ruka abre los ojos hacia dentro y sueña. Sueña con pirámides de piedra que nunca ha visto elevándose hacia las nubes, con selvas verdes y húmedas, distintas a las que recorre a diario, con hombres de piel color mate que abren los pechos y devoran corazones. Sueña con un hombre de largas orejas vestido con un traje negro y brillante, miles de alas de murciélago que se agitan con rumor de hojas secas, un rey entre los hombres. Sueña con tierras áridas como la palma de la mano, con lagunas azules que reflejan el cielo, con extraños pájaros rosados de largas y frágiles patas, con serpientes de plata que ruidosas recorren los bosques, que se precipitan sobre las rocas con sonido de truenos que remece los oídos. Luego el silencio de un mar sin fin, de un horizonte que se mece en la distancia. Sueña con árboles huecos que transportan hombres de pecho plateado y duro, las cabezas coronadas con penachos de colores. Sueña con fuegos mágicos que destrozan a los hombres desnudos, con bestias que transportan a otros hombres con pelo en la cara y los ojos de colores como piedras de río. Sueña con sangre, con muerte, con hambre, los árboles huecos ahora volviendo a sus puertos cargados con piedras doradas que se transformarán en medallas doradas, con ciudades pestilentes allende las aguas donde los ratones trasportan muerte en oscuros laberintos. Sueña con el silencio del tiempo, con el dormir de años, con palabras en un idioma desconocido que cantan No las damas, amor; no gentilezas / de caballeros canto enamorados, / ni las muestras, regalos y ternezas / de amorosos, afectos y cuidados; / mas el valor, los hechos, las proezas / de aquellos españoles esforzados / que la cerviz de Arauco no domada / pusieron duro yugo por la espada. Sueña las selvas devastadas, los ríos secos, el canto de los pájaros silenciados. Sueña con animales que rugen sin boca y que se mueven sin patas. Sueña con ciudades brillantes como estrellas, con paredes de aire que impiden el paso, con muros de agua que devuelven el reflejo a los hombres y los multiplican. Sueña con las montañas cubiertas por el humo, la memoria de los hombres quebrada, los ojos vacíos y como ciegos.
Despierta agitado al amanecer, solo en la ruka. Abre los ojos de golpe, como sin un sonido terrible hubiera rasgado el aire. Se levanta y sale de la ruka con paso firme, respirando profundamente el aire ligero de la mañana. La mujer, arrodillada junto al fuego, se desenreda el pelo con las manos. Mira al hombre desnudo y erguido que se ha detenido a unos pasos de la ruka y observa los primeros rayos de sol que asoman tras la montaña.
El hombre siente en la nuca el peso suave de los ojos de la mujer y vuelve la cabeza. Lee en la mirada la pregunta implícita.
- Mùln huaiki, acun hueicha –dice el hombre mientras comienza a caminar hacia el bosque.
La mujer lo ve alejarse lentamente, la espalada ancha y el pelo largo que cae como una cascada negra.
- Acun hualichu –dice el hombre antes de desaparecer en la sombra de los árboles.

viernes, octubre 07, 2005

Verificación de la palabra


Sentado frente a la pantalla luminosa del computador voy dejando que mis dedos salten de una lado para otro, voy armando una coreografía de palabras de significado ignoto, de lecturas impredecibles. El dolor de cabeza y lo boca seca, recuerdo del vino de la noche pasada, me obligan a cerrar de vez en cuando los ojos. Por la ventana abierta -la ventana siempre está abierta- llegan los sonidos de otra calle que no es mia, los rugidos de los motores, los gritos de los vendedores ambulantes, la risa de un niño que juega bajo la ventana.
Escribo y fumo y bebo café hasta que el estómago se resiste pateando con fuerza. Entonces me levanto y voy hasta le ventana y dejo que el humo escape por mi nariz y se deshaga en el viento como delicados filigranas de mercurio. Miro hacia el patio que hay bajo la ventana y veo a la vieja que saca a jugar al niño siempre a esta hora, siempre a mediodía. Instalan un pequeño tobogan de plástico con chillones colores y el niño se dedica a escarbar la tierra y sacar lombrices que se retuercen bajo el sol y la mirada cruel del pequeño. La vieja habla sola, mirando hacia la calle. Distancias insalvables y espacios mínimos. Estoy apenas a cinco metros de la vieja y nos separa una vida, un mundo.
Vuelvo a la escritura, a la construcción de un cuerpo etéreo en la sumatoria de signos y significados y silencios. Las teclas del computador crujen bajo el golpe certero y lanzan el impulso electrico que se transforma en imagen ante mis ojos. Procesos orgánicos casi: creación de pensamiento, visión, oído, todo funciona de un modo más o menos similar. Escribo, creo, miento. El capítulo doce de Martín en las ciudades comienza a tomar forma de la nada. Es casi escritura automática, nunca sé que va a pasarle en la siguiente línea. Todo parte de un detalle o una palabre que me ronda en el momento de ponerme a escribir. Todo parte, entonces, de la nada. Y completa el círculo efímero y veloz de la escritura. Idea, letra, olvido. No hay más. Ni trascendencia ni patrañas metafísicas. Quizás necesidades, pero eso casi no cuenta.
Borges y los laberintos, Borges y la ciudad pensada como laberinto, como juego de espejos, pienso echándome para atrás en la silla. Es el tema de un artículo que escribo y que podría ser publicado en una revista. Me gusta un versito de Borges que dice: No habrá nunca una puerta. Estás adentro / y el alcázar abarca el universo / y no tiene anverso ni reverso / ni externo muro ni secreto centro. Cuando abro La nueva antología personal del ciego de Palermo, editada por Bruguera en 1980, para copiar el verso me encuentro con un trébol de cuatro hojas marcando la página.
Coincidencia, fárrago de recuerdos: un resumen de todo. Otra vez la bolita negra, sentir que la piel se convierte en una fina película que no proteje del dolor.
Las teclas vuelven a sonar y la ciudad queda atrás, muy atrás, mientras espero el beso tibio que me arranque del infierno.

miércoles, octubre 05, 2005

Viaje sin banda sonora

Entre las costumbres del señor K., que son muchas (aprenderse de memoria los actores y directores de cada película que ve, leer siempre el final del libro antes de decidir si lo va a leer completo, comer yogur con papas fritas, buscar su reflejo deformado en las manillas metálicas de las puertas y dormir mirando hacia la pared son algunas), una de las primeras del día, luego del aseo matutino y el café negro negro de rigor, es alistar el discman para el largo trayecto en bus que lo separa de su trabajo. Para ello tiene un bolsito negro que cobija y protege el aparato y los discos que varían diariamente desde la novena de Mahler y Yo-Yo Ma interpretando las suites para cello de Bach hasta Pearl Jam en un concierto en Lisboa o Hail to the thief de Radiohead. Entonces se cuelga el bolsito al hombro y sale a la calle tarareando sus músicas como Glenn Gould sentado frente al piano.
Pero el señor K. también es reticente a convertirse en un animal de costumbres por lo que de vez en cuando se hace una zancadilla a sí mismo y abandona los rituales conocidos, cambia el café por leche o se lanza sin paracaídas a libros de autores desconocidos. Hay días, por ejemplo, que abandona el bolsito y el discman y los discos sobre el escritorio y se lanza a las calles ruidosas de su capital tercermundista.
Lo primero son las bocinas, el ronroneo variable de los motores, un par de gritos de mujer llamando a –supone él- sus hijos, el sol que quema la piel con la suave caricia de la primavera sin consolidar. Luego viene el sonido del motor del bus, mirar por la ventana buscando sin buscar, dejar que los rostros recortados por la luz lo impacten durante un breve instante, quedarse con una boca, con un ojo, con un brillo en el pelo de una chica. Y los ruidos del bus, las conversaciones por celular, el chico que llora encaramado en el asiento, aquel otro que sí lleva su música propia y canta en voz alta a Roberto Carlos.
La ciudad, sucia y gris, a medio camino de la ruina, pasa como un paisaje borroso frente a sus ojos mientras el señor K. recuerda un arcoiris que nunca apareció en el puro cielo azulado y para el que malgastó (esto lo sabe ahora, claro) buena parte de su entusiasmo adolescente, piensa en un par de historias para escribir más tarde, piensa en un muchacho perdido en una ciudad imposible, quizás un retrato inconsciente (pero a quién quiere engañar) de lo que le pasa cada vez que vagabundea por Santiago, de lo que le sucede mientras va mirando caras y colores, mientras busca oscuros pasajes escondidos, esquiva borrachos que duermen rodeados de perros y las negras puertas se abren sólo con pedírselo.
El señor K., sentado incómodo en el asiento del bus, el rostro vuelto hacia el sol del mediodía, sabe que lo que sigue a continuación es el crecimiento de una pelotita negra en la boca del estómago. Resignado suspira, insultándose en silencio por su negación de las costumbres, por las zancadillas voluntarias, abandonado a la ciudad que no deja de transcurrir y desdibujarse, extrañando la banda sonora que habitualmente le ayuda a esquivar sus pensamientos.
Entonces voltea la cabeza y mira al tipo que sigue cantando a Roberto Carlos (tú eres mi amigo del alma, realmente el amigo…) casi vociferando y la envidia le corroe el alma.

domingo, octubre 02, 2005

Leticia & Goretti


Desde distintos ángulos de la habitación se buscan con la mirada y a la vez se esquivan como gatas anhelando el cobijo de las sombras. No hay movimientos perceptibles, apenas un subir y bajar los párpados, apenas la flecha que nace de las pupilas idénticas y oscuras y va a clavarse en el quiebre de la nuca, en algún lugar del muslo apenas cubierto por la toalla.
- No me mires -dice Goretti en un susurro.
Tiene el pelo corto y castaño, aún mojado por la lluvia que la sorprendió de vuelta a casa, los ojos amarillos como soles en mitad de una silenciosa implosión. Se afirma la toalla sobre el pecho mientras en el reflejo adivina el brillo malicioso de los ojos negros de Leticia.
- Nadie te mira, pajarito. No seas paranoica -le responde.
Gira la cabeza al decir esto, le muestra el perfil recortado contra la luz que entra por la ventana, dejando que el humo del cigarro escape entre sus labios dibujando efímeros dragones en el aire frente a su rostro. El cabello lacio y oscuro como sus ojos cae como una cascada de noche sobre los hombros y la camisa blanca a medio abotonar, sobre los senos caídos que apenas se adivinan bajo la tela.
- Eres tan tonta, a veces -dice.
- Y tú tan mala.
Leticia lanza una fingida carcajada al aire. Suena como una docena de copas de cristal estrellándose contra el piso de madera.
- A quién más se le ocurre salir con este diluvio.
- Eres una amargada.
- Pobre pajarito, qué indefensa te ves.
- No me mires, he dicho.
Leticia comienza a caminar junto a la ventana, dejando que la ceniza del cigarro caiga al piso sin el menor cuidado.
- Tú vas a limpiar eso -dice Goretti.
- Cómo usted diga.
- Hablo en serio.
- Lo sé.
Un silencio espeso como las nubes que cubren el cielo de la ciudad, al otro lado de la ventana, se instala en la habitación. Leticia lanza una bocanada de humo contra el vidrio, empañándola. Goretti la vigila a través del espejo mientras acomoda el desordenado cabello que no acaba de secarse. La ve dibujar un corazón roto sobre el vidrio, la ve borrarlo con la palma de la mano delgada de afilados dedos.
- Tienes manos de bruja -dice Goretti.
Leticia deja a medio borrar el dibujo y le sonríe sinceramente.
- Estás aprendiendo, pajarito.
- No. Nunca voy a aprender.
- Eres tan linda.
Goretti siente que un escalofrío le recorre la espalda, siente que los pasos sigilosos de Leticia se acercan por detrás, siente el contacto frío de sus dedos en el cuello. Cuando la busca en el espejo se da cuenta que sigue junto a la ventana, ahora recostada contra el muro y jugando con la cortina.
- Cierra las cortinas. Quiero vestirme -pide.
- No.
- Cierra las cortinas, por favor.
- Muéstrame.
- Tengo frío.
- Muéstrame.
Goretti rezonga emitiendo suaves gruñidos, casi ronroneos. Espera un minuto, dos, sintiendo la mirada de Leticia fija en ella. Entonces se pone de pie y deja que la toalla se deslice sobre su cuerpo hasta quedar tirada como un cachorro muerto a sus pies. Siente el aire frío contra la piel, contra la redondez perfecta del pecho coronado con negros pezones.
- Eres linda -dice Leticia, sonriendo.
Goretti se ruboriza mientras la otra, mientras Leticia parece flotar sobre el piso juntando las cortinas, cubriendo la habitación con una cálida oscuridad.
Afuera de la habitación llueve, y el sonido de la lluvia golpeando contra los vidrios acalla todos los ruidos.

martes, septiembre 27, 2005

Ceremonias: prolegómeno


el nudo de la corbata negra serpiente que se enrosca alrededor del cuello caricia de seda amenazante y terrible piel de minúsculas escamas y no dedos que describe el dibujo incompleto del espiral autófago espiral trunco espiral yuxtapuesto desdoblado y entrópico núcleo de noche de fiesta y silencio centro neurálgico del futuro inmediato nervio tenso que abraza y cierra como un paréntesis de tela duplicado como todo cuello hombros barba labios ojos orejas pelo engominado en el espejo inverso mundo de plano cristal ventana condenada
devuelve la mirada enrojecida rodeada de crespas pestañas enyesadas en negro pálidos reflejos de Man Ray que se buscan entre los tules de vestidos y la soledad de la habitación y la luz que entra por la ventana y le dibuja las ojeras heredadas de la noche insomne arrebolada y entre triste y feliz observándose con fascinada atención como si fuera la última vez como si a partir de esa noche la crisálida fuese por fin rota y las alas tristes de la mariposa cautiva aletearan en la jaula de oro
las mancuernas cuadradas brillando con resplandores de soles gemelos en los puños blancos de la camisa mientras se acerca a la ventana y mira hacia el patio vacío y el aspersor que lanza sus brillos de plata al aire dibujando efímeros arcoiris que van y vienen entre los frenéticos parpadeos que buscan librarse de la modorra y la sensación de irrealidad de la ilusión de un futuro camino asfaltado y de pronto no hay más que un muro sin ventanas una enorme habitación blanca que se expande hacia todas partes dejándolo solo y vacío en el centro de la nada de esa nada que no admite interrogantes y le abofetea el rostro con guante también blanco como no
mezclándose en el fondo mentiroso del espejo que la fusiona con el muro que la convierte en mosca atrapada y moribunda y la náusea la obliga arquear la espalda y los blancos botones saltan describiendo parábolas perfectas en el aire enrarecido dibujando el recorrido de inexistentes planetas de hielo que van a estrellarse contra la alfombra color sangre la mirada paralela que los sigue y los lee como un libro abierto una puerta abierta a la profecía y la condenación y comprender de pronto como si alguien le rompiese un vidrio en la cabeza y los golpes en la puerta
en las puertas de dos habitaciones distantes y distintas donde por un momento se tendió un puente que ahora se desmorona desde sus tensores de fino algodón hasta las bases de blandos recuerdos y dos miradas que se cruzan delante de un espejo de dos caras dos pares de lágrimas que esbozan caminos truncados mientras alguien golpea la puerta primero y luego grita enfurecido/a y luego el silencio y la soledad y las ventanas que ya nunca volverán a encontrarse

lunes, septiembre 19, 2005

El regreso

Cuando despierto a mitad de la noche la encuentro sentada en la cama, mirando un punto distante que está más allá de la pared. Los cabellos de su nuca brillan por la luz blanca que entra por la ventana, los vellos de su brazo se iluminan como gotas de sudor.
Acerco mi mano a su espalda, sin completar la caricia.
- Ven a dormir –le digo.
Ella sonríe, o eso parece por el movimiento de su mejilla.
- Cierro los ojos y siento el olor de los medicamentos, de las paredes blancas, de las bolsas con suero que gotean como marcando una tiempo distinto –dice sin volverse.
Suspiro, recordando los fierros retorcidos del automóvil y la mancha de sangre con forma de estrella que se iba expandiendo sobre el asfalto de la calle, unos metros delante, rodeando el cuerpo pequeño y torcido, el cabello oscuro y desordenado. Pero no era la sangre de ella, no era su cuerpo ni su cabello.
- No es tu culpa –digo.
- No es culpa de nadie, supongo –responde y se recuesta a mi lado, rechazando el abrazo que le brindo.
Entonces soy yo el que no puede dormir. Y me parece oír, en algún lado, una carrera de pies descalzos acompañada de una risa. No es posible, pienso y cierro los ojos.
Durante el desayuno, se detuvo en mitad de un sorbo de café y en su rostro se dibujó una sonrisa nerviosa. Miraba directamente a la puerta de vidrio de la cocina.
- Ya viene –dijo.
La miré extrañado, siguiendo luego la línea recta que partía en sus pupilas dilatadas e iba a perderse en los árboles que oscurecían el fondo del patio. El sol de la mañana hacía resplandecer las briznas de hierba, agitadas por una leve brisa.
- No hay nada allí –le digo.
- Ya viene –insiste-, me lo dijo. Está lejos, pero quiere volver. Está lejos y tiene hambre y frío y ya viene en camino. Dijo que no se demoraba. Dijo que nos quería.
La sonrisa, ahora, va dirigida a mí, al igual que las palabras. Pero en sus ojos vidriosos se adivina la ausencia, la distancia ya instalada entre nosotros, entre ella y el resto, entre ella y la realidad.
Me despido con un beso en la frente y voy a trabajar. Paso todo el día sin hacer nada, preocupado. Llamo un par de veces a casa pero nadie contesta.
Cuando vuelvo, la encuentro sentada en el jardín, en una silla del comedor que ha transportado hasta allí. Las ventanas de la casa, todas las ventanas, están abiertas. Las puertas también, y las luces encendidas en todos los cuartos.
- Ya viene –me dice sin levantarse de la silla-. Está cada vez más cerca.
Entro a la casa y comienzo a cerrar puertas y ventanas. Ella no entra hasta pasada la medianoche, sollozando.
Estoy solo en la casa. Ella va a pasar unos días en lo de su madre, donde sin duda se sentirá mejor, sin estar rodeada de los recuerdos que la atormentan y que van quebrantando poco a poco su salud. No lo dice, pero sé que por las tardes se encierra en la habitación del hijo y mira sus juguetes, ahora tan inútiles. Entra al cuarto como un ceremonial, un ritual antiguo, abriendo la puerta muy lentamente como para no despertarlo. Pero no hay nadie a quien despertar. Camina de puntillas sobre la alfombra y saca los juguetes y los pone en orden sobre las repisas, los dispone en diferentes secuencias, alineados por tamaño o color, moviéndolos lentamente como si alguien acompañara el recorrido con una mano sobre la de ella. Todo eso lo sé, lo adivino.
Abro una botella de vino y lleno una copa. Recorro la casa poco a poco, revisando que las ventanas estén todas cerradas y las luces apagadas. El último cuarto por donde paso es la habitación del hijo. Abro la puerta. La luz está encendida y los juguetes alineados sobre el piso. No fue ella. Estuve aquí hoy por la mañana y los juguetes estaban guardados. Ella se fue anoche, entre convulsiones y llanto. No fue ella. Quizás sí, quizás también estoy nervioso. Apuro el vino y me agacho para poner los juguetes en el baúl. Un golpe suena en la ventana. Levanto la cabeza y no veo nada. Una rama, el viento, pienso.
Una vez que he guardado los juguetes, apago la luz, cierro la puerta y vuelvo a la planta baja. Enciendo la radio y lleno la copa nuevamente. Me acerco a la ventana y miro hacia el jardín. Junto a la reja me parece distinguir algo, una silueta. Las luces de un automóvil que pasa revela que allí no hay nada. Estoy nervioso, mis manos sudan. Un golpe sobre el vidrio, en alguna ventana que no puedo determinar. Giro sobre mis pies y recorro la casa dos veces seguidas. Siempre me detengo frente a la puerta cerrada de la habitación del hijo. Dos veces me encuentro de pie frente a ella y acerco la mano a la manilla sin completar el movimiento. Dos veces. Ahora lo que suena son golpes sobre madera.
Cuatro golpes que describen un ritmo conocido sobre la puerta principal. Bajo las escaleras casi corriendo. Dudo un momento antes de abrir la puerta, pero lo hago. No hay nadie en el umbral. Asomo la cabeza, me adentro unos pasos en el jardín. No cierro la puerta al volver sobre mis pasos. Miro escaleras arriba, inquieto, la copa vacía apretada en la mano. Subo lentamente.
La puerta de la habitación del hijo está cerrada, pero por el resquicio inferior se adivina la luz encendida. Giro la manilla redonda escuchando el mínimo ruido del picaporte cediendo. La puerta se abre sin sonidos mientras la copa estalla entre mis dedos, mientras mi sangre gotea sobre la alfombra, mientras mis ojos se van llenando lágrimas, de espanto.