viernes, diciembre 09, 2005

Acerca de la ubicuidad de la tortuga

Un antiguo pergamino, dudosamente atribuido a los pertenecientes a la Biblioteca de Alejandría y firmado por un sacerdote egipcio llamado Senusert -a quien el egiptólogo Sir Anthony Carlsright[1] insiste en identificar como el Faraón Senusert I, de la Dinastía XII, conocido como cultor de las ciencias y la religión-, nos da un primer indicio del maravilloso fenómeno que pretendemos develar. “Durante mi estadía en Aethopia y ante la insistencia de ciertos nativos, pude observar un prodigio por completo desconocido por nuestros astrólogos y hombres sabios (...); se trata de un pequeño lagarto no mayor que una palma de ancho que aparece en distintos lugares casi al mismo tiempo”[2].
A pesar de la poca importancia que suele atribuirse a estas narraciones y aunque es casi seguro que su inclusión en el texto de Carlsright es accidental esta breve crónica es determinante. Puede apreciarse en los jeroglíficos egipcios a partir del año 2000 a.C. (periodo en que gobernó la Dinastía XII) la presencia de tortugas en los cuadros en que el Faraón aparece manifestando el don de la ubicuidad, capacidad heredada de los dioses. Y, sin lugar a dudas, la descripción de Senusert corresponde a la llamada Tortuga Blanda, que se encuentra en Tanzania y no mide más de cinco centímetros de diámetro.
Aunque la relación pueda parecer arbitraria, referiré más crónicas que evidencian la posible ubicuidad de la tortuga terrestre.
El conocido filósofo presocrático Xenón de Elea (s. V a.C.) llegó a formular su célebre paradoja a través de la observación de la tortuga terrestre, común en Europa y Medio Oriente, a la que accedió gracias a unos mercaderes de paso en Elea. No es casual entonces que compare la trayectoria de una flecha con la lentitud de una tortuga. Uno de los textos de Parménides dice al respecto: “Al atardecer me alcanzó Xenón muy alterado y ansioso de participarme sus observaciones de la tortuga que consiguió con los navegantes. Hablaba muy rápido y cuando por fin se tranquilizó pude enterarme de cierto fenómeno que se manifestaba en el animal. Es un misterio, dijo Xenón, que si la dejo un momento en la hierba cerca de los roqueríos, al momento siguiente la encuentre sobre la arena, casi al lado del mar. Dijo también que había teñido el caparazón de la tortuga para comprobar que era la misma y el resultado no varió. A mi me pareció muy asombroso y le rogué dejarme solo para reflexionar sobre esa maravilla”[3].
Otro texto llegado hasta nuestros días es una breve crónica perteneciente a Siger de Brabante[4] que hace relación con el testimonio de un hombre que participó en la recuperación de Jerusalén en el año 1228 d.C., por las tropas de Federico II de Alemania: “El anciano hizo relación a tortugas gigantes que pertenecían a los moros y podían salir de un cajón completamente sellado sin ninguna dificultad ni acto de fuerza. Refirió esto como una demostración del carácter sacrílego de los ocupantes de los Santos Lugares y encomendándose luego de cada palabra a nuestro Señor Jesucristo”.
Testimonios no faltan por todo el globo. Desde los tiempos antiguos hasta nuestros días se narran leyendas de fabulosas proezas relacionadas con tortugas terrestres, tanto en la Polinesia como en la América ecuatorial[5]. A fines del siglo XVIII, el fabulista español Tomás de Iriarte retoma un antiguo tema ya tratado por Esopo en el siglo VI a.C. Se trata de la célebre narración La liebre y la tortuga, en la que algunos estudiosos entrevieron una tácita confirmación de la posible ubicuidad de la tortuga. Este grupo, encabezado por el eminente sabio francés Agustin Moucheboeuf, sostuvo que la tortuga no ganó la carrera por negligencia de la liebre sino porque desde el mismo momento de la partida “ya se hallaba en la meta”[6]. La liebre volvió la cabeza, postula Moucheboeuf, y entre el polvo de su carrera no vio a la contrincante, y no la vio porque la tortuga no estaba detrás, sino delante, en la meta, en virtud de cierta capacidad metafísica que ciertos escritos orientales atribuyen a las tortugas y otros animales mitológicos, como el dragón[7]. Sin embargo, algunos pensadores posmodernos de la Escuela de Caracas dan una nueva interpretación a la fábula, diametralmente opuesta a la moraleja de Esopo e Iriarte y a la metafísica de Moucheboeuf: se plantea que la tortuga, ubicua o no, ganó simplemente porque la liebre “no se detuvo ni a comer ni a dormir, sino que comprendió lo poco significativo de su propósito y encontró algo más interesante que hacer”[8].
La capacidad ubicua de las tortugas terrestres parece haber sido recientemente comprobada por los experimentos del físico austríaco Johannes Ulrich en su laboratorio de Manfredonia, al sudeste de Italia. Allí observó por más de diez años los comportamientos del Galápago común y pudo comprobar que la aparente inmovilidad de la tortuga no es más que una manifestación física de ciertos fenómenos de traslación no sólo en el espacio, como inferían los antiguos, sino también en el tiempo, fenómeno que es posible describir como, en palabras de Ulrich, “una serie de movimientos ondulatorios de la materia relativa, realizados a una velocidad absolutamente imposible de cronometrar, una especie de aberración a las dimensiones conocidas”. “He observado estos testudínidos”, continúa Ulrich, “cambiar de lugar durante un parpadeo. Lo he presenciado. He visto -o he creído ver- como aparecen y desaparecen en fracciones de nanosegundo. Los procesos fotográficos resultan inútiles. Sólo cuento con mis notas y mi memoria. A veces pienso si acaso de verdad existen, si no serán más que un juego especular, una increíble ilusión óptica, tal vez el mismo y único animal repetido miles de veces, millones de veces en tiempo-espacios diferentes. Es en esos momentos cuando se me eriza la piel y creo ser un entrometido en el Gran Misterio, casi a punto de tocar la mano de Dios...”[9]
[1]Sujetos y objetos del Antiguo Egipto; Carlsright, Sir Anthony (traducción de Manuel Sánchez Serra); Ediciones G.P., Barcelona, 1959
[2]La traducción del griego original es de Carlsright y la localización geográfica se basa en uno de los mapas del alejandrino Claudio Ptolomeo, realizado durante el siglo II d.C.
[3]Parménides (540 - 470 a.C.), discípulo de Jenófanes y maestro de Xenón de Elea. En su extenso poema Perifiseos (o Sobre la Naturaleza) encontramos un par de versos que se refieren a la ubicuidad de la tortuga relacionándola con las cualidades del Ser, a saber: el Ser es único, inmóvil, eterno, continuo e indivisible. El texto aquí citado corresponde a una traducción apócrifa de Plinio Aulio Agerio (203 -251 d.C.), pensador romano que plagió textos de Parménides y que más tarde se convertiría al cristianismo.
[4]Siger de Brabante (1235 - 1281 d.C.), seguidor del Averroismo. Su principal tesis consistió en la negación de que existieran una variedad de almas y postuló el monopsiquismo. También defendió el principio de eternidad del mundo, excluyendo la creación.
[5]En el primer caso pueden revisarse las notas de Sebastián el Cano antes de la muerte de Magallanes, donde refiere creencias de los indígenas de Papua acerca de viajes de antiguos monarcas sobre los caparazones de tortugas. En el segundo caso, remítase a algunas anotaciones que figuran el bitácora de viaje del Beagle durante su paso por las Islas Galápagos.
[6]Agustin Moucheboeuf (1832 - 1891) publicó esta teoría en 1876 bajo el título de Metafísica y evolucionismo en un folletín de circulación restringida cuyo único ejemplar se conserva, en microfilms, en los Archivos Nacionales de París. Esta teoría forma parte de un ensayo en que el francés pretende refutar la teoría evolucionista de Spencer, negando la existencia de sólo dos aspectos de la materia orgánica (lo biológico y lo social) y postulando un único estado de búsqueda permanente del trascendencia del Ser sobre el tiempo y el espacio aparentes.
[7]Un texto hallado en 1933 en la zona norte del Yang-Tse-Kiang y que data de los primeros años de la Era Cristiana, presuntamente redactado durante el reinado de Kuang-Wu-Ti, sucesor del gran emperador Wu-ti, nos habla de la naturaleza supraterrenal de la tortuga y de la rivalidad de éste animal con el dragón. Esta narración está corroborada por las múltiples interpretaciones que a lo largo de los siglos se le han dado a El libro de las mutaciones.
[8]Fisiognomonía o el rescate de Lavater; varios autores; Editorial Criptograma, Caracas, 1989.
[9]El texto pertenece a una carta dirigida a Lotte, su hija, fechada el 27 de Abril de 1995. Una semana más tarde, Ulrich muere accidentalmente en la cercana ciudad de Foggia, víctima de un auto-bomba estacionado frente a la oficina de correos donde él se encontraba. Su deceso sólo se menciona brevemente en el obituario de Phisycal International Review, número 5 de 1995.

8 comentarios:

Bárbara Avello Vega dijo...

por Dios que escriben!.... voy a tener que dedicar un dia entero para leer post atrasados


besos, hasta luego...

Julio Suárez Anturi dijo...

¡Que buen texto!

Francisca Westphal dijo...

Nuevamente, felicitaciones Senhor K... buena explicación, bien documentado y por supuesto, muy interesante. Los dioses deben traspasar su sabiduría a ciertos seres vivos que puedan transmitirla y recordarnos a los simples mortales que la magia existe...

Roberto_Carvallo dijo...

barbie... tienes toda la razón...que manera de escribir... escriben a los bestia de puta madre...

joder...

en ocasiones anteriores ... también me sorprendí de ese punto...

adios k.

gallardo dijo...

Jajajajajajaja.
Que entretenido.
He estado leyendo durante el fin de semana, textos sobre el sentido del Grial, y la descendencia de Jesus el Cristo, todo documentado en textos encontrados en las mas añosas bibliotecas del mundo, el algunas Abadías de Europa y otras del medio Oriente.
Una semana antes leí sobre los libros ocultos reales he inventados, y hoy leo este invento con gran placer.

Luciana dijo...

Que delicia.
Salve al ciego Jorge Luis en donde sea que se encuentre ahora.

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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