martes, febrero 20, 2007

Notas de viaje


El vagido del bus que comienza a moverse lento, como una ballena cansada, mientras la ciudad y sus calles estrechas y sucias y sus rostros anónimos desfila delante de la ventana marcando el inicio temprano del viaje, del periplo y la odisea.

La sorpresiva tormenta se deja caer con fuerza sobre la carretera, salpicando y erosionando, los árboles agitándose como peonzas enloquecidas por el viento, luchando por liberarse, y las gotas de agua dibujan cicatrices trasparentes sobre la ventana mientras el paisaje poco a poco va despareciendo en el gris que se hace cada vez más oscuro.

La silueta de los pueblos cercanos a la autopista vuelve a aparecer: distingo la forma de hongo de sus torres de agua, las agujas de las iglesias sobre los campanarios silenciosos y, más altas que las dos anteriores, más cerca del cielo que se abre, las rectas blancas y rojas coronadas por diademas cubistas de las antenas de telefonía celular.

Al costado del camino, bajando por la leve pendiente cubierta de hierba, un camión volcado se incendia.

Los trigales se multiplican en los campos rodeados de pinos o eucaliptos, predominan con sus delgados pilares verdes que terminan en estrellas doradas e inquietas acariciadas por la brisa helada de después de la lluvia. Más al sur, sin embargo, no quedará más que el rastro seco de la cosecha y los dibujos simétricos de las segadoras.

Aparecen las ciudades y los recuerdos, las plazas donde alguna vez estuve sentado, quizás esperando, las calles de aceras resquebrajadas por pequeños cataclismos. Aparecen las ciudades separadas como islas por océanos de verde y la noche comienza a cubrir todo como un telón negro que cáe, disfrazando más que ocultando.

El paisaje desaparece y del cielo cuelgan como cocuyos inmóviles las estrellas, dibujando sus propias historias. La Cruz del sur, el Centauro: otro tipo de recuerdos, vestigios de un tiempo que no vuelve. He olvidado muchos nombres y muchas historias encerrado en la panza del cetáceo de metal que avanza en la oscuridad abisal de la noche.

Otra vez el aire, un aire distinto: el aroma del río me inflama los pulmones, el aroma de otras calles, el aroma de otras gentes. El silencio de los árboles se impone al ajetreo de los viajeros y los buses. Hace años estuve parado aquí mismo, esperando nada. Ahora miro hacia los costados, feliz y cansado, hasta distinguir en la multitud la sonrisa de la señorita C. que me recibe de vuelta en esta, mi Ítaca, mi propio tapiz por fin terminado, Penélope querida.

martes, febrero 13, 2007

Revisitando al señor Gainsbourg

Sucede que muchas veces uno acepta las cosas porque están allí no más, porque su existencia verificable basta, al parecer, para garantizar su condición sine qua non en nuestras vidas.
Un tornillo, por ejemplo y para ser bien cortazariano, es un pequeño objeto que nos sirve para fijar unas cosas con otras o una cosa contra un muro que es también fijar una cosa con otra. Tenemos este pequeño objeto que es una maravilla de la invención humana, una especie de himno de glorificación al ingenio, pero ¿usted sabe cómo mierda se hace un tornillo? ¿Usted conoce o siquiera imagina los gigantescos tornos o los diminutos tornos que giran enloquecidos desbastando un trozo de metal, dibujando sobre él un espiral fantástico?
Sucede también con los libros, el cine, la música. ¿Cómo podríamos siquiera aproximarnos a lo que implica el proceso de creación de una novela, un día en el plató de una película, a las motivaciones de un compositor? O, sin ir tal lejos o tan alto o tan profundo: ¿qué sabemos de tanta cancioncita y melodía pegajosa que baila en el viento y termina anidando en nuestros oídos y nuestra memoria?
Cuando era niño en mi casa se escuchaba sólo la radio Cooperativa. Toda la música que escuché hasta, creo, los doce o trece años fue música del dial AM. Luego de eso apareció en mi vida la frecuencia modulada y el rock y las cosas cambiaron un poco. Me convertí, en parte, en lo que ahora soy. Pero ese no es el punto. Quería decir que durante las tardes de mi infancia escuché sólo una radio AM, la Cooperativa. La famosa fanfarria que anunciaba la voz de Sergio Campos leyendo noticias y todo eso. Y la música AM. A eso iba.
Entre muchas otras, me acuerdo claro de una canción donde una chica musitaba, recitaba, palabras en francés mientras al fondo se escuchaba la lluvia. Je t'aime / oh, oui je t'aime! / moi non plus / oh, mon amour... / comme la vague irrésolu / je vais je vais et je viens / entre tes reins / et je / me retiens-je t'aime je t'aime / oh, oui je t'aime ! / moi non plus / oh mon amour.. cantaba la muchacha en un idioma que resultaba incomprensible para mi en ese momento. No sé muy bien porqué, pero esa canción me encantaba. Quizás era la voz sensual, quizás la lluvia, quizás la suma de ambas razones: la esperanza que alguna vez una chica, sola en una buhardilla parisina, mirara por la ventana hacia la lluvia cayendo sobre el boulevard Saint Germain y cantara esa canción pensando en mí.
La canción era Je t'aime... moi non plus y había sido compuesta en 1967 para que la interpretara Brigitte Bardot, quien lo hizo pero cuya interpretación no fue comercializada sino la de Jane Birkin. El autor era un tipo nacido bajo el nombre de Lucien Ginzburg, judio de origen ruso, que fue amantes de ambas mujeres, Brigitte y Jane, entre muchas otras, y tuvo una hija con esta última, Charlotte, a quien podemos ver actuando junto a Sean Penn, Benicio del Toro y Naomi Watts en 21 gramos.
Este tal Lucien, que era ya conocido como Serge Gainsbourg y que fue amigo de Boris Vian, se dedicó al cine (escribió y dirigió cuatro películas: Je t'aime... moi non plus (1976), Équater (1983), Charlotte for ever (1986) y Stan the flasher (1990)), a la poesía y, principalmente, escribió canciones, algunas de las cuales fueron interpretadas por Isabel Adjani, Petula Clark, Catherine Deneuve, Marianne Faithfull, France Gall, Nana Mouskouri y Vanesa Paradis, por mencionar algunas. En 1979 hizo una versión reggae de La Marseillaise que provocó tal escándalo que incluso un destacamento del ejército francés saqueó un teatro en Estrasburgo para impedir la actuación del buen Monsieur Gainsburg.
Cuando yo escuchaba la famosa canción que da pie a este texto, allá por el año ochentaiseis, sucedían varias cosas en la vida de Gainsbourg. Primero, vio la luz la versión original de Je t’aime… con la voz de Brigitte Bardot cantando a dúo con el autor y simulando un orgasmo, que supongo, tengo la esperanza, era la versión que pude oír en la radio entonces. También sonaba esa suerte de invitación al incesto que era Un zeste de citrón, juego de palabras que puede traducirse tanto como una medida de limón o como incesto de limón, un duo con su hija Charlotte que levantó airados reclamos de ciertos grupos conservadores que además observaban con pavor cómo este tipo feo, borracho y fumador le decía muy campante quiero follar contigo a una Whitney Houston que perdía el color en medio del show televisivo de Michel Drucker.
Nada de esto sabía yo en ese entonces, como ahora tampoco sé mucho acerca del milagro que es la creación de un tornillo. Sin embargo, no me pregunten cómo, me tropecé de repente con esa canción de infancia y los recuerdos de esa época se vinieron en tropel, como suele pasar. Y no sólo los recuerdos, sino la extrañeza, pues esta canción, como la escuchaba ahora, tenía una base electrónica y estaba cantada en inglés por dos chicas.
Investigaciones más, investigaciones menos, me encuentro con el álbum Monsieur Gainsbourg: Revisited, editado el 2006 y que abre con una espectacular versión de Sorry Angel, interpretada por Franz Ferdinand, y cierra con la inefable Carla Bruni y Ces petits riens, pasando por Portishead cantando Un tour comme une autre-Anna y Michael Stipe y L’Hôtel particulier, por nombrar sólo algunos de los participantes del disco.
Y, por supuesto, Je t'aime... moi non plus, en versión medio lésbica cantada por Cat Power y Karen Elson, tal como la pueden escuchar aquí abajo.