domingo, julio 31, 2005

Martín en las ciudades IX

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)

- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.
Martín se acercó un paso más y se detuvo, mirando cómo la mujer apartaba con un delicado ademán un mechón de pelo que le había caído sobre el rostro. Tenía la piel blanca y en el rostro se adivinaba la huella de pecas que habían dejado de existir pero que sobrevivían aún en los hombros y bajaban hacia el pecho. En la cara los ojos negros y profundos relucían como soles oscuros.
- Más bien preguntaba –insistió Martín luego de aclarar su garganta- qué clase de lugar es este.
La mujer se cruzó de piernas y echó el cuerpo hacia atrás.
- La clase de lugar en el que uno termina, o empieza, y eso depende del punto de vista de cada cual, después de mucho andar por la ciudad.
- No es la respuesta que esperaba –suspiró Martín.
- Suele suceder. Despertar en una habitación vacía, recorrer las calles, cargar con una tortuga en el bolsillo, terminar en otra habitación, esta vez de paredes rojas. O empezar, como ya le he dicho antes. No siempre, y me arriesgaría a decir que casi nunca, las cosas son lo que esperamos.
Mientras la mujer hablaba, Martín comenzó a recorrer la habitación lentamente, observando con detenimiento las molduras barrocas que separaban las paredes del cielorraso blanco, los marcos de madera de las tres puertas que aún no había traspasado, las lágrimas facetadas de la lámpara y su base de bronce vaciado adornada con ramilletes de olivo y pequeñas florecitas que, en su estado natural, debían ser de color blanco. Curiosa asociación, pesó Martín describiendo un círculo en torno a la mujer.
- Usted busca algo –seguía diciendo ella-, de eso puedo estar segura, y así es como ha llegado hasta acá, acosado por la sombra de una ballena alada, guiado por una chiquilla de lo más encantadora, como usted mismo podrá comprobar más adelante. Pero me desvío del tema principal, discúlpeme, es un defecto que ha ido empeorando con los años. Claro, lo que usted, lo que todos hacen, es buscar, perseguir, que en su caso son dos acciones distintas y, a la vez, conjugadas. Casi yuxtapuestas, para usar una palabra que me encanta. Usted busca, primero, y persigue, después.
Martín había completado la órbita y se encontraba en el mismo lugar donde había empezado. La mujer movía los brazos mientras hablaba, y torcía la muñeca derecha como si entre los dedos de esa mano tuviese un cigarro premunido de una larga boquilla de plata. Martín aspiró profundamente, seguro de haber sentido olor a tabaco en el aire.
- ¿Puede ayudarme? –preguntó frunciendo el ceño.
- ¿En qué? –preguntó la mujer sin abandonar su posición.
- No lo sé, la verdad.
- Es un problema que no lo sepa, para empezar. Pero sí, puedo ayudarle. O lo más importante: quiero ayudarle.
La mujer estiró las piernas hacia delante y los brazos hacia arriba, como en un ejercicio gimnástico, para luego de unos minutos contraerse lentamente, como un heliotropo que, abandonado por la luz del sol, comienza a recoger sus pétalos. Al terminar de moverse, quedó sentada con la espalda muy derecha y las piernas levemente separadas, dibujando perfectos ángulos rectos entre los muslos y las pantorrillas. Martín la observaba, ligeramente impaciente. Se llevó la mano al bolsillo, palpando la Chelonia, para luego sacarla de su escondite y dejarla sobre su mano extendida, como una ofrenda.
- No hay nada que yo pueda querer a cambio de la ayuda –dijo la mujer-, menos la tortuga, su llave. Ya la necesitará luego. Pero puedo decirle dos cosas. Lo que usted busca, aquella que usted busca, está más cerca de lo que usted cree, aunque eso finalmente no significa nada en términos temporales. Lo relojes de arena ya no sirven en este lugar. Le decía: ella está allí, y lo espera a usted y no a otro.
- Pero…
- Ya pasó el tiempo de las preguntas: las respuestas son como puertas que hay saber escoger y abrir sin miedo. El que usted persigue, el hombre largo y triste como pintura de El Greco, como reflejo escapado de un espejo distorsionado, ese hombre ya estuvo aquí antes. Llegó solo, pues conoce muy bien este lugar y su funcionamiento, además de saber quienes son los que pueden ayudar a Minerva. Vino, me mostró su llave, y no tuve más alternativa que decirle, que contarle. Fue no hace mucho, por lo que usted aún puede alcanzarlo.
La mujer sonreía mientras hablaba. Martín, por su parte, había cerrado la mano sobre la Chelonia y la apretaba sintiendo los bordes del caparazón que le herían la piel. Mirando el rostro calmado de la mujer pensaba que esa sonrisa era apenas una sonrisa, que no era más que una ilusión y que la sonrisa en realidad estaba en otra parte, en otro rostro, y que lo que tenía delante no era más que un eco distante y distinto.
- Ahora debe escoger –dijo la mujer- y en eso no puedo ayudarle.
Luego inclinó un poco la cabeza, dejando que el cabello le cubriera parte del rostro. Martín se acercó a la mujer, que parecía dormida, y se inclinó hacia ella para confirmar que aún respiraba, apenas un hilo de aire silencioso. Ni siquiera intentó despertarla. Se irguió y miró a su alrededor, a las cuatro puertas que ocupaban las paredes de la habitación.
Quedaban tres puertas para elegir. La más pequeña no era una opción, pues por ahí había entrado a la habitación. Estaba la puerta alta, justo detrás de la mujer y la silla, y las de los costados. La de la izquierda era ancha y no tan alta aunque lo suficiente para dejar pasar a un hombre de estatura normal. La puerta de la derecha no tenía ninguna característica que la hiciese diferenciarse de una puerta común y corriente. Ni la altura ni el ancho eran extraordinarios.
Martín miró alternadamente las tres puertas, luego abrió la mano, contempló la Chelonia y se la guardó en el bolsillo. Caminó con decisión hacia la puerta de la derecha, tomó la perilla y la giró. Al abrir la puerta, el olor de los aromos en flor le pegó en la cara y la luz del sol lo obligó a cerrar los ojos.

jueves, julio 28, 2005

Resaca

¿Hay un mundo más allá de la ventana, del cuarto cerrado, del cenicero desbordado de colillas de cigarro, del olor penetrante del acohol, de la ropa sucia, de los libros que proliferan como conejos en los rincones, del cíclope electrónico que me reclama con su luz desde el escritorio, del recuerdo de los amigos que en el mar se perdieron, de los otros amigos con disímiles derroteros descritos en el laberinto de las calles, de las cartas que se envían y nunca reciben respuesta, de las otras que llegan pero que no son las esperadas, del marcador de libros con una pintura de Da Vinci que me trajeron de París, de los círculos plateados con sonidos ahora vetados por la migraña, de la hermosa fotógrafa que dibuja mi rostro con su dedo de luz, del diccionario y las enciclopedias y el atlas actualizado que tiene cinco paises más que el año pasado, de las letras que no terminan de juntarse en mi cabeza, de las palabras que nunca podré pronunciar, del silencio que me rodea en la noche después del vodka y las risas y los llantos y el poema escrito en la servilleta y el dibujo en una boleta de supermercado?
¿Hay algo más allá de la ventana que no sea noche, que no sea lluvia, que no sean aromos en flor, que no sean chicos acribillados por la policía, que no sea el grito fanático que hace retumbar un estadio, que no sea un vagabundo congelado en la puerta de la catedral, que no sea una ciudad blanca perdida en una ciudad gris, que no sea el sonido del teclado percutiendo en el recuerdo, que no sea la queja autocomplaciente del ciudadano promedio, que no sea una chica mostrando las tetas en televisión que no sea un tanque apuntando de frente a un niño, que no sea una pila de cadáveres quemándose en la sabana africana, que no sean los dientes blancos del mendigo, que no sea el sonido mudo del mar negro de petroleo en las costas de Galicia, que no sea el olvido de Teresa Wilms Montt, de Violeta Quevedo, de Violeta Parra, de Víctor Jara, de Carlos Droguett, de Rodrigo Lira, de los que no tuvieron nombre ni sepultura; hay algo que no sea guerra, que no sea muerte, que no sea beso mutilado, que no sea sangre en lugar de semillas, que no sea muerte, que no sea vacío?
¿Hay algo?

martes, julio 26, 2005

Gente que alguna vez conocí

Él era colorín, barbudo hasta donde se lo permitía su genética condición de lampiño, de sonrisa fácil y voz suave, casi tímido pero no por eso menos asertivo. No era muy alto ni tampoco gordo o flaco, creo que antes había estudiado arquitectura en la Universidad Católica de Valparaíso y había vuelto a Santiago luego de una fuerte depresión. Ahora que lo escribo disipo las dudas, como si el verbo fuese certeza por sí mismo. Arquitectura en Valparaíso durante dos años, claro.
Ella era de carácter fuerte, capaz de cambiar la voz dulce a un rugido cuando algo la molestaba, cosa que de cualquier modo no ocurría muy a menudo. Era, y supongo que lo sigue siendo, menuda, de rostro apacible con una pequeña boca dibujando casi siempre una sonrisa. No sé si había estudiado algo antes o simplemente no había hecho nada.
Los conocí en una notaría en el centro de Santiago, cuando buscábamos la firma del insigne notario en una declaración jurada de no se qué para presentar en la facultad de Artes de la Universidad de Chile. Él y yo íbamos a estudiar Artes Plásticas. Ella Teoría del Arte. Así, todo con mayúsculas. Yo era un niño que no sabía casi nada cuando, sentados en los sillones de cuero de la notaría, mes sorprendieron dando el tono de una aspiradora que se paseaba por las oficinas. Los dos juntos, ella primero y luego él, se sumaron a un La algo sucio que imitaba a la máquina.
Nos juntábamos en la facultad, aunque no compartíamos más que algunas clases. También el casino funcionaba como punto de encuentro, y para nuestro exclusivo deleite organizábamos guerras de cáscaras de naranja, postre habitual los días que la comida era un plato de tallarines. Yo duré apenas un año en la facultad. Él terminó la carrera y ella se cambió a Antropología, también con mayúsculas.
Nunca supe mucho de ellos como pareja. No supe cómo se conocieron, y si alguna vez me lo contaron ahora no lo recuerdo. Tampoco supe por qué se separaron.
A él lo veía más seguido: tomaba mi bicicleta algunas tardes y me iba a su departamento para hablar durante horas. Me enteré que hacía clases de artes en un colegio, que participó en una exposición en una ahora inexistente galería del centro, que tenía otra chica y que ella estaba esperando un hijo. Cuando no lo encontraba en casa me quedaba conversando con su hermana, y fue ella la que me contó lo del hijo. Él nunca me dijo nada respecto a eso.
A ella la vi sólo una vez más. Resulto ser amiga de una cellista que yo conocía y a través de ella conseguí su teléfono. La invité a salir y fuimos a ver La casa de los espíritus, de Billie August, y luego a tomar cerveza al Jaque Mate. Estaba distinta, más agresiva que antes, la voz más áspera y la sonrisa más escasa. Nos emborrachamos y en el bus hacia su casa nos besamos.
Él murió en Brasil, ahogado. No sé exactamente cómo sucedió, o si ya había nacido su hijo ni nada. Estaba en Brasil, en la playa, y se ahogó. Alguien, algún conocido de la facultad, me contó que su cuerpo estuvo desaparecido durante dos días. Ahora, cuando lo recuerdo a propósito de nada, no puedo dejar de pensar en Alfonsina Storni, en la silueta que se adentra en el mar a paso firme, quizás llorando o quizás no.
De ella no supe casi nada. La cellista me contó que estaba a punto de casarse con un ingeniero y que de un día para otro dejó todo, carrera y compromiso, y se fue a vivir al norte chico, en una caleta de pescadores. Se supone que a un proyecto social, dijo la cellista esa vez. Y otra vez la Storni: “Vuele mi empeño, mi esperanza vuele... / La vida mía debió ser horrible, / Debió ser una arteria incontenible / Y apenas es cicatriz que siempre duele.”
Mucho tiempo después, en una fiesta de cumpleaños me encontré con la hermana de él. Me vio y se puso a llorar y no paró de hacerlo en toda la noche. No hablamos de nada: nos quedamos sentados en las escaleras del entrepiso de una casona del barrio Concha y Toro y muy lejos sonaba la música de la fiesta.
Al amanecer me dijo que le había hecho bien verme, que él siempre hablaba con tanto cariño de mí. Me hizo prometer que nos veríamos de nuevo, que la llamaría o pasaría por su casa. Como antes, dijo y me miró con los ojos rojos y yo no pude más que decirle que sí, que lo haría.
Desde entonces no la he vuelto a ver.

lunes, julio 25, 2005

Martín en las ciudades VIII

(Si quiere leer el capítulo anterior, pinche aquí. Un agradecimiento especial a la linda chica que aportó la foto del dirigible, de autoría de Martí Llorens)
La niña, que hasta entonces parecía dormida, lo miró sin sorpresa y asintió con un movimiento de cabeza. Antes que Martín pudiese hacerle otra pregunta se oyó, a lo lejos, un murmullo informe. Martín se desentendió de la muchacha y aguzó la vista a la distancia, donde le pareció ver que se acercaba una multitud encabezada por una banda de bronces.
Las ventanas de los edificios que rodeaban la calle y a Martín y a la niña se abrieron en un solo movimiento y un centenar de cabezas y brazos se asomaron al vacío y al mediodía aplaudiendo o chiflando o haciendo ambas cosas a la vez. La sombra de un dirigible cubrió el trozo rectangular de cielo sin nubes que podían ver y una lluvia de papel picado cubrió el concreto. Martín y la niña se miraron mientras la muchedumbre se acercaba y los bronces de la banda lanzaban su festiva melodía al aire y el dirigible se perdía tras las azoteas con el ritmo cadencioso de una ballena en el océano azul. Martín sintió de pronto la mano de la niña en la suya.
- Vamos –dijo la niña cuando la banda pasó y la columna ordenada y festiva desfilaba delante de ellos, arrastrándolo hacia la mitad de la calle y sumándose a la multitud que reía.
Había mujeres con vestidos de colores brillantes, hombres jóvenes con niños sobre los hombros, viejos de caminar lento portando banderas con diferentes diseños geométricos. Había perros negros que se escabullían entre las piernas de la gente, ladrando de vez en cuando, y gatos sigilosos que aparecían y desaparecían con suave y melancólico ronroneo. Había niños que corrían sin control alguno, arrastrando en su carrera piolines que terminaban en redondos globos blancos volando sobre las cabezas, ancianas de cabellos levemente rosados que cantaban al compás de la música una letanía sin palabras.
La niña llevaba a Martín de la mano sin decir nada, mirando hacia el frente. Déjà vu, se dijo Martín mirando el pelo color cobre de la niña, la piel morena de su mano grande envolviendo la blancura mínima de la niña. Esto ya pasó alguna vez antes, pensó, quizás cuando era niño, todo igual, los globos, las banderas, las risas, la música flotando sobre las personas, la caminata, las estrellas de colores que la gente pisa sin cuidado y que se amontonan junto a la cuneta. Sonrió sin saber muy bien por qué y con la mano libre tocó el bulto de la Chelonia guardada en el bolsillo.
Una mujer que caminaba junto a ellos le sonrió, cómplice. Martín la saludó con un movimiento de cabeza y sintió que le arrastraban fuera de la columna, lejos de la mujer que se volvió a mirarlo unos metros más adelante y luego se perdió en el mar de gente. Estaban otra vez sobre la acera, Martín respirando agitadamente y la niña quieta y solemne como una estatua griega. Junto a ellos, hacia la izquierda, entre los edificios se abría un boquete que era demasiado angosto para llamar callejón.
- Aquí es –le dijo la niña señalando con el dedo el pasaje y soltando la mano de Martín. Luego se alejó corriendo hacia la calle, mezclándose con un grupo de hombres vestidos con uniformes deportivos que portaban números sobre las camisetas.
Y Martín se quedó solo, sin moverse, mientras la multitud avanzaba y se iba perdiendo paulatinamente calle arriba hasta que no quedó nadie, hasta que el sonido de los bronces se perdió en la lejanía. Rezagados, junto a él pasaron tres chicos montados en bicicletas antiguas, riendo sonoramente y describiendo zigzageantes recorridos, como si estuvieran borrachos. Martín los observó perderse en dirección a la columna, intrigado por el precario equilibrio de los velocípedos. Luego ya no quedaban en la calle más que él y los trozos de papel picado que brillaban bajo el sol.
Miró hacia el pasaje oscuro entre los edificios y luego hacia arriba, hacia las ventanas de nuevo cerradas y mudas. Suspiró y se encogió de hombros antes de meterse entre los edificios, caminando de frente por la insólita callejuela que apenas dejaba espacio más allá de sus hombros. Varias veces, sin querer, sus manos golpearon el concreto desnudo que lo flanqueaba.
Así anduvo un buen rato, hasta que en la distancia le pareció ver una luz. Apuró el paso, sorpresivamente ansioso. Al final del estrecho pasaje había un muro de ladrillos rojos y un farol y bajo el farol una pequeña puerta. Cuando alcanzó la puerta, que no tenía más altura que un metro y cuya parte superior le llegaba apenas a la cintura, Martín se detuvo y giró sobre si mismo. En la oscuridad con la que se encontró no pudo distinguir señal alguna de la entrada al pasaje. Se volvió hacia la puerta, inclinándose para alcanzar la perilla, una bola de cristal facetado que le devolvió un golpe de frío al poner la mano sobre ella. Se dio cuenta entonces que sus nudillos sangraban.
Sin darle importancia a la herida, giró la perilla sin asombrarse de que la puerta estuviese sin llave. Se inclinó aún más de lo que ya estaba para poder franquear el umbral, entrando casi a gatas en una gran habitación de paredes rojas y techo alto del que colgaba una lámpara de lágrimas. Las paredes del cuarto tenían, cada una, una puerta, todas de diferente tamaño. La puerta por la que había llegado era la más pequeña, y en la pared opuesta se encontraba la más grande, que debía tener por lo menos tres metros y medio de alto y era ridículamente angosta. En mitad del cuarto, justo bajo la lámpara de lágrimas, una mujer de pelo negro y alborotado estaba sentada en una silla de madera.
Martín terminó de incorporarse luego del reconocimiento visual y miró a la mujer, que llevaba puesto un largo vestido negro que no permitía ver sus pierna pero sí sus hombros y el nacimiento de sus pechos. Avanzó hacia ella, que parecía no haberse percatado de su presencia. Cuando no los separaban más que un par de pasos, Martín se detuvo, estiró el traje con ambas manos y soltó un poco el nudo de la corbata.
- ¿Qué lugar es este? –preguntó Martín.
La mujer sacudió la cabeza, como despertando de un profundo sueño, y miró a Martín sin mostrar extrañeza. Luego giró la cabeza hacia los lados, observando con minucioso detenimiento el espacio que los rodeaba. El recorrido circular de su cabeza terminó en el rostro de Martín.
- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.

sábado, julio 23, 2005

Flor de ceniza

En el aire frío del balcón los peces invisibles nadan de un lado para otro, a veces mordisqueando las hojas del ficus y a veces escondidos en los rincones que permiten los sillones de mimbre y las cajas. La mujer los deja hacer, está acostumbrada, y posa el vaso de ron a medio tomar sobre una caja de cartón, que alguna vez sirvió de empaque a una estufa de gas, donde comparte espacio con un cenicero poblado de colillas de cigarros.
La mujer se acomoda en el sillón, deja que su cuerpo encuentre la posición justa, el arco preciso dibujado por la espalda contra los cojines húmedos, y suelta una bocanada de humo. La mujer mira el humo que se deshace en filigranas de mercurio como si no estuviera ahí, como si la noche no fuera la noche ni el frío el frío. Mira el humo desde un anclaje cartesiano en el pasado, desde la referencia obligada. Mira el humo que dibuja delante de su rostro las letras desconocidas de un alfabeto olvidado, los trazos de ideogramas que no alcanza a comprender. La respuesta a todo está ahí, dice, o cree decir.
A lo lejos, en los distantes edificios, las ventanas se encienden y se apagan, párpados alternados del rostro de Polifemo multiplicado al infinito. En un balcón una pareja parece discutir; en otro, tres o cuatro muchachos se ríen a carcajadas que incluso ella puede oír, a pesar de la distancia; más allá distingue la luz azul de un televisor que apacigua los deseos de un solitario. O eso piensa ella, que apaga el cigarro contra la costra de cenizas del cenicero con el cuidado de que la colilla quede en posición vertical, dibujando un bosque, imaginando un bosque de plásticos árboles quemados.
Nada importa para ella, espectadora condescendiente y extraviada, nada importa cuando su pecho abierto en corte sagital muestra su corazón herido. El frío de la noche, el brillo de la luna llena que comienza a menguar, el vapor que sale de su boca cuando recita de memoria a Roque Dalton: “Junto al dolor del mundo mi pequeño dolor, / junto a mi arresto colegial la verdadera cárcel de los hombres sin voz, / junto a mi sal de lágrimas / la costra secular que sepultó montañas y oropéndolas, / junto a mi mano desarmada el fuego, / junto al fuego el huracán y los fríos derrumbes, / junto a mi sed los niños ahogados / danzando interminablemente sin noches ni estaturas, / junto a mi corazón los duros horizontes / y las flores, / junto a mi miedo el miedo que vencieron los muertos, / junto a mi soledad la vida que recorro, / junto a la diseminada desesperación que me ofrecen, / los ojos de los que amo / diciendo que me aman”. Nada importa mientras la ceniza de un nuevo cigarro, la pavesa ardiente luciérnaga de fuego, mientras la ceniza se sume al resto, mientras poco a poco vaya floreciendo una nueva botánica del silencio.
La mujer aspira con fuerzas el cigarro, deja los pulmones en eso, deja que su alma se calcine convertida en sombra de lo que era. Cierra los ojos y busca el vaso, se lo lleva a la boca para sorber el ron mientras el humo escapa, como la vida entre sus labios resecos apenas abiertos.
Y en el aire frente a su rostro percibe a los peces invisibles aleteando desesperados, como pájaros moribundos.

viernes, julio 22, 2005

Tardes de invierno

No sé si es posible hablar de coincidencias, pero a veces pasa que uno está frente a la caja tonta, medio encandilado por su cañon de rayos catódicos, y de pronto se abre una ventana desconocida entre tanta chica bailando y video clips. Y así me encuentro con una película de Alain Resnais donde recoge de la misma boca de Henri Laborit sus teorías acerca del comportamiento humano y lo utiliza como excusa para contar una historia de soledades y separaciones, de ratones de laboratorio encerrados en una caja de cristal con el piso electrificado.
Ya las imágenes iniciales, fotografías fijas de rocas y animales, de algas arrojadas en la playa por la pleamar, con cuatro relatos que se van intercalando como sonido en off, son como un escopetazo en mitad del rostro, y uno que se queda entre perplejo y maravillado por la prolijidad del encuadre, por la simpleza aparente de la historia. Mon oncle d'Amérique es un retrato filoso, una hoja de navaja que no pretende mostrar un todo, sino las particularidades que comprende ese todo esquivo que llamamos sociedad. Y de simple no tiene nada, partiendo por el relato fragmentado de tres vidas paralelas (Gerard Depardieu, Nicole García y Roger Pierre en los protagónicos) en la Francia de fines de los '70, de la aparición del mismo Laborit enunciando sus teorías ("cualquier relación, inconsciente o conscientemente, parte de la base de la dominación", se despacha pasado un tercio de la película) desde su propio laboratorio, acompañadas sus explicaciones por imágenes que parecen sacadas de filmes de la vida animal pero que resultan ser parte de los recuerdos de los personajes, imágenes de viejas películas francesas que hacen las veces de resumen de situaciones y de viñetas de transición entre una historia y otra, de diferentes caminos que poco a poco confluyen dentro de un contexto de solapada crítica social, a medio camino entre el documental y la ficción que es recreación de las teorías de Laborit pero también es imaginario, también es cercanía con el silencio, el sacrificio, el juego de la memoria y la condición de partícula indistinguible del ser humano dentro de un organigrama social que ya no tiene, ni nunca tuvo, cabida para él. Y la figura del tío que partió a América y murió borracho o encontró el tesoro escondido en la isla de la infancia.
Antes, hace años, me pasó lo mismo con otra película que encontré en la caja tonta, creo que también una tarde fría de invierno como hoy. La mort en direct, de Bernard Tavernier, cuenta la historia de un reportero con una cámara de televisión implantada en el ojo que es contratado para seguir a una mujer que está a punto de morir, víctima de una enfermedad terminal. El inescrupuloso reportero no es nada menos que Harvey Keitel y la mujer es Romy Schnaider, y lo que comienza como una apuesta de reality show, mucho antes del Gran Hermano y mucho después de 1984, se va convirtiendo en una crítica concreta al dominio de la información y la creciente necesidad de los mass media por impactar al televidente/lector/auditor planteada como una película de seudociencia ficción, en la que la acción se desarrolla alrededor del año 1995. Harry Dean Stanton, el director del programa para el que trabaja el personaje de Keitel, dice en un momento que lo que la audiencia necesita es un nuevo tipo de pornografía. Keitel, que siempre llora en sus películas, va poco a poco comprendiendo la deshumanización de la que es agente y en un acto que busca la redención se arranca los ojos, luego de encontrar a Max Von Sydow, un tipo increíblemente culto que termina contando la historia de un músico sajón que se unió a las huestes de Guillermo el Conquistador sólo con el propósito de componer las marchas triunfales que acompañarían al ejército normado. Fue el primer dodecafónico, dice Von Sydow casi al final de la película, mientras Keitel vaga por el páramo galés con el rostro ensangrentado, un incomprendido que fue relegado al olvido de la historia, y recién 900 años después aparece Schönberg, que aún no ha podido igualarlo.
Regalos para las frías tardes de invierno. Y, quién sabe, quizás la culpa no es de la caja tonta sino del que la mira.

jueves, julio 21, 2005

Suite para cello N°2 en Re menor, BWV1008

Las bajas nubes van devorando la ciudad que duerme, van ocultando en el silencio los ojos del monstruo multicéfalo, acallando pasos y cerrando ventanas. Las luces irradian un halo húmedo, estrellas agónicas. Las avenidas ocultan sus secretos bajo la sombra multiplicada de los follajes, de los rincones condenados, de los gemidos apagados de los perros que se agazapan junto a las puertas. La noche reina sobre las nubes, sobre el dibujo de un cielo velado donde juega la luna en cuarto creciente y el hilo de plata de los satélites completa el dibujo de las antiguas constelaciones.
En algún lugar una chica duerme, poblado su sueño por las imágenes de la vigila, por el sonido del obturador que eterniza y mata, por la ilusión de lo que una vez estuvo delante y que luego se repite en el fractal de la memoria. La chica sueña con tiras de contacto, con sales de plata que se inmolan en el acto de acotar un trozo de realidad, de mostrar los fantasmas que caminan errantes, la mirada perdida en el vacío, los cuerpos sin vida que esbozan secretos esquemas en su diario tránsito por la ciudad oculta. La chica duerme y suspira, se revuelve en la cama pensando en niños moquillentos que adoran tótemes de madera en los patios de las escuelas, que ríen y cantan mientras en algún lugar llueve y alguien abre un paraguas transparente. Es un sueño, piensa la chica acariciándose sin querer el vientre. Es un sueño, piensa mientras en su cabeza la imagen se convierte ahora en un atardecer violeta frente al Pacífico, un atardecer violeta y frío que no termina porque quizás nunca ha comenzado.
En otro lugar, junto a una ventana, iluminado por una lámpara y rodeado de libros, las manos delgadas y frías de un hombre danzan sobre el negro teclado inventando historias, buscando aliteraciones que conviertan al relato en algo más, en canción quizás, buscando que explote de una buena vez eso que dice casi sin proponérselo, seguro que entre tantas lides con el diccionario las palabras escogidas y que van dibujando sobre la pantalla blanca el paisaje desolado de una ciudad devorada por la niebla, seguro que después de tantos revolcones y cicatrices provocadas por la puta muerta con lomo empastado, seguro que después de todo eso -de los puntos, los tildes, las minúsculas- hay algo, que en algún sitio una chica duerme y suspira, que algún lugar alguien sueña con una playa desierta donde dos siluetas juegan a encontrarse.

miércoles, julio 20, 2005

Lecturomaquia en el cementerio, página 1225

Escondido en la oscura esquina, el pechón miraba a la pechoña que caminaba por la calle como siguiendo el curso serpenteante del Pechora. Ante la vista de la pechuga de la chica e imaginando el sensual dibujo de la línea del pechugazo, el intempestivo pechugón incendiado por la pechugonada, acariciando desde la distancia la pecienta y tersa piel, todo lo llamaba a morder suavemente el peciluengo que había llegado a imaginar.
Avanzó un paso sin mirar hacia las pecinas que comenzaban a formar un pecinal junto a la cuneta, sin fijarse en la colilla de cigarro que como un pecio giraba en mitad del charco. Por alguna razón pensó en el pecíolo de una hoja de ginko visto a contraluz y de ahí saltó a Gregory Peck clavando la moneda de oro en el mástil del barco, en el Peckinpah de Wild Bunch, en la pécora muerta junto al río Pecos, en los mineros que a esa misma hora salían de las entrañas de la tierra en Pecs. Sacudió la cabeza, confundido por pensamientos que no parecían suyos y que seguramente eran provocados por la ausencia de pécticos o quizás por la inexplicable presencia de pectina en su organismo.
Tensando los pectíneos para avanzar más rápido y saltar sin dificultades una pectiniforme cerca, inflando los pectorales para disolver la pectosa de la manzana que había comido un rato atrás, con movimientos pecuarios se allegó a la espalda de la que caminaba, sigiloso como aquel que comete peculado en su peculiar estilo para acrecentar su peculio y la cantidad de pecunias a su haber. Con uso de una pedagogía del pedagogo que largamente ha ejercitado el pie sobre determinados pedales que le permiten acelerar la pedalada y pedalear entre los pedaliáceos a gusto, como un pedáneo de pueblo chico, pedante y encantador, asomó un pedazo de su cuerpo con cierto encanto pederasta para golpear el corazón de pedernal de la chica y obtener el agua turquesa que abunda en las costas de Pedernales y que tiene propiedades afrodisíacas, por lo que una vez conseguida debe colocarse sobre un pedestal.
Con pedestre labia el muchachón, ejecutante de pedestrismo en varias de sus disciplinas pero sobre todo en la callejera, extrajo su pedicelario con relativa calma ante la muchacha, quien miró de reojo el pedicelo que el truhán tenía entre manos y con rápido ademán lo golpeó con fuerzas propias de quien planea una venganza o eliminar de una buena vez una pedicular amenaza.
Y huyó rauda, mientras el golpeado se medio sonreía, revolcándose en el suelo.

martes, julio 19, 2005

Mapa imaginario de Santiago: El Reino de este Mundo

"AQUÍ INSCRIBA LOS NOMBRES
de las personas - vivas o difuntas que Ud desee pertenezcan a la Cofradía del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen del Carmen en favor de los muertos (almas del Purgatorio o ánimas) y de los que aún estamos vivos, todos los cuales - si pertenecemos a la Cofradía, ganamos los frutos del sacrificio de Jesús en la Cruz que se renueva por mandato suyo en la Santa Misa. Las misas de nuestra antigua Cofradía se celebran los lunes a las 10 y 19 horas.
Al comienzo de cada misa se nombra alos nuevos socios. Si puede, haga una donación voluntaria, por pequeña que sea. Si no puede, no importa, no por eso deje a los difuntos sin este auxilio, que es el más valioso para ellos; infinitamente más que las velas y que las flores pues se trata de la vida del Hijo de DIOS hecho Hombre que Él mismo ofreció a su padre DIOS para nuestra salvación.
Y... no tenemos más que esta vida - que siempre está en un hilo para salvarnos del infierno eterno. Eso quiere decir Salvación o salvarse.
Después de escritos los nombres claramente eche el sobre en cualquier alcancía de la Iglesia o de la calle.
- No lo entregue a NADIE -
El párroco atiende sólo los lunes"
Teatinos 765

domingo, julio 17, 2005

Martín en las ciudades VII

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
Martín se encogió de hombros y caminó hacia la puerta por la que había entrado, tocando con cariño la superficie abultada que había provocado la presencia de la Chelonia junto a su pecho. Cuando las campanillas de la puerta sonaron tras él, tuvo que usar la mano como visera para protegerse del sol que caía perpendicular sobre la ciudad.
Miró hacia ambos lados de la calle, sin recordar exactamente por cuál había llegado. Quizás crucé la calle o quizás no, pensaba buscando números junto a las puertas de los edificios, sin encontrarlos. Caminó un par de pasos en una dirección y luego repitió la operación en la dirección contraria, sin alejarse demasiado de la fachada roja de la tienda, aunque de todos modos sentía que ya no podía traspasar nuevamente la puerta, que las campanillas no volverían a sonar para él.
Se sentó en la cuneta y observó por un rato la mínima sombra que proyectaban los faroles verdes y que casi no se apartaba de la base de los postes. Si espero el tiempo suficiente, se dijo, veré hacia dónde se proyecta la sombra y luego camino hacia el norte, supongo. Pero qué es el norte, continúo, para qué sirve el norte sino para recordarles a las brújulas su propósito. Esperó sin que la sombra se moviera hacia ningún sitio. El sol parecía clavado en el cielo por un alfiler invisible, como una mariposa de fuego. Martín suspiró, más por aburrimiento que impaciencia. Se estiró los pantalones, sacudió una mancha de polvo de la rodilla derecha, se acomodó la corbata que comenzaba a apretarle el cuello y acarició la Chelonia. Luego se puso de pie y comenzó a caminar.
- Si camino lo suficiente a alguna parte he de llegar –dijo en voz alta.
Aparte de los faroles y sus postes verdes y de la luz del sol que caía como una cascada sobre las cosas, la calle no presentaba signo alguno para poder usar como referencia. Avanzaba despreocupado, apoyando la mano en el pecho de vez en cuando como si desde el caparazón disecado del animalito le fuese trasmitida una profunda y silenciosa alegría. Sin saber porqué se puso a tararear una de las suites para cello de Bach. La sonrisa se le amplió hasta casi las orejas al notar que recordaba a la perfección y completo el Bourre. Y continuó andando, seguro que tarde o temprano encontraría algo o a alguien.
No mucho después dio con una esquina, la primera. Aunque no era precisamente una esquina, sino que la calle por la que iba terminaba en otra calle, perpendicular a ella, formando una T. Entonces había dos esquinas y una acera en frente. Había también dos caminos a seguir, dos posibilidades, dos posibles futuros. El jardín de los senderos que se bifurcan, pensó Martín sin dejar de tararear a Bach y sobreponiendo a eso los recuerdos de Borges el ciego (“Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma”.) y de Glenn Gould inclinado sobre el teclado del piano y tarareando otra música de Bach, las variaciones de Goldberg. No pudo evitar sonreír a pesar de encontrarse, literalmente, en la encrucijada.
Se paró en una de las esquinas y miró los tres caminos: aquel por el que había llegado y los dos que se abrían hacia los lados. El sol, quieto como en un cuadro de Van Gogh, casi no proyectaba sombras. Las calles no ofrecían diferencia alguna que le permitiese elegir un camino sobre la base de una preferencia. Fachadas uniformes, levemente distintas unas de otras, se extendían hacia donde mirase. Volver con el taxidermista tampoco era una opción, pues no podía tener la certeza que estaría allí donde le había dejado. Se llevó automáticamente la mano al pecho para acariciar la Chelonia y entonces, sin entender cómo no lo había notado antes, vio que hacia su izquierda, cruzando la calle, sobre la acera se distinguía un cuadrado blanco.
Corrió hasta el lugar, pensando que sería alguna página de periódico arrastrada por el viento. No estaría mal, pensó cuando ya casi podía pisar el lugar, pues desde ayer que no sé nada del mundo. Pero no era un periódico, sino un dibujo hecho con tiza sobre la acera, el rostro de una muchacha rabiosa con el pelo de colores cayendo en oleadas sobre un montón de casitas cuadradas. Una mujersol enloquecida devorando en su furia la ciudad vacía, descargando la ira sobre el silencio de las calles y las ventanas cerradas.
Martín sintió que le brillaban los ojos, que una especie de inocente emoción amenazaba con arrancarle un par de ridículas lágrimas. Levantó la mirada rápidamente y unos metros más allá, siguiendo la dirección de la acera, vio una niña sentada en el escalón más alto de una de las fachadas. Se acercó lentamente, hasta que pudo distinguir algunos trozos de tizas de colores junto a las zapatillas con cordones desatados de la muchacha.
- ¿Es tuyo el dibujo? –le preguntó.
La niña, que hasta entonces parecía dormida, lo miró sin sorpresa y asintió con un movimiento de cabeza. Antes que Martín pudiese hacerle otra pregunta se oyó, a lo lejos, un murmullo informe. Martín se desentendió de la muchacha y aguzó la vista a la distancia, donde le pareció ver que se acercaba una multitud encabezada por una banda de bronces.

miércoles, julio 13, 2005

Dibujos de ampolletas y signos

Parado en mitad de la calle, el señor K. se esforzaba en atraer la atención de los noctámbulos levantando a todo lo que daba su brazo una pequeña ampolleta. Por un momento, antes, durante la tarde, había pensado en algo más efectista, como un pez tropical nadando dentro de una juguera o un milodón disecado que guarda bajo siete llaves en su sótano, pero el discurso falaz del efecto inmediato no es lo suyo, demasiado bien lo sabe. El señor K. es, ante todo, una especie de nuevo científico, un tipo que se encarga de abrir ventanas donde no las hay, y no por nada en su cuarto, junto al retrato de Joyce y Arlt, hay una pequeña fotografía de su coterráneo Nikola Tesla.
Imbuido en este espíritu iluminista –que encuentra su correlato inmediato en la ampolleta que se esmera en mostrar a todo aquel que pasa-, el señor K. ha decidido que esta noche es la noche. A desmedro de variopintos comentarios que desde su círculo íntimo se le han hecho llegar por distintos medios (correos electrónicos y telegramas, telefonazos con expresiones soeces, un graffiti en la fachada de su casa, un par de palomas kamikazes con rotundas amenazas adheridas a sus patas, por ejemplo), ante la mofa solapada o la histérica crítica, decía, el señor K. sólo se ha encogido de hombros y ha esbozado su ya conocida sonrisa.
Helo aquí, ahora, de pie sobre un enclenque cajón de manzanas en mitad de una calle, levantando en su mano una pequeña ampolleta y consiguiendo, por fin, la atención de un reducido grupo de transeúntes que se han detenido, la mayoría sólo a descansar un momento antes de seguir su camino, y lo miran intrigados esperando que el señor K. comience su acto, si es que se puede llamar acto a su propósito de demiurgo amateur.
Ante la expectación creciente, el señor K., sin bajar la ampolleta ni un milímetro de su pedestal de carne, hace un gesto que llama al silencio con la mano que le queda libre. De inmediato las luces, todas las luces de la ciudad, de todas las calles, casas y oficinas, se apagan, brindándole el telón oscuro que necesita para su alquimia. Se oyen gritos de pánico, carreras, golpes, llantos. El señor K. permanece imperturbable, oculto en las sombras y el silencio. Los que le rodean, intuyendo la maravilla, también guardan silencio. Poco a poco una luz comienza a nacer, rompiendo la crisálida de la noche. La ampolleta se enciende lentamente, sin encandilar a nadie ni mostrar la silueta del titiritero. Algunos observan con desconfianza, la mayoría sonríe.
La luz, como un cocuyo inquieto sobre el mar turquesa del Caribe, comienza a moverse. Primero en espiral, luego dibuja círculos concéntricos. La primera exclamación de asombro surge cuando la mariposa de fuego extiende sus alas después de haber descrito su metamorfosis previa. Las siguientes exclamaciones van agrandando los ojos de los espectadores. Ante ellos aparece un león encaramado en la rama de un árbol, contemplando la noche estrellada de África; un galeón surcando las aguas agitadas del océano; una niña que ensaya el ritual del té, inclinada sobre la mínima mesa y las delicadas porcelanas. Y sigue, por un tiempo inconmensurable.
De pronto la ampolleta pierde el brillo, parpadea, muere. Y las luces de la ciudad se encienden nuevamente mientras algunos se refregan los ojos o sacuden la cabeza, mientras se miran asombrados unos a otros sin comprender lo que acaba de suceder.
En ese momento, en otra calle, en otra ciudad, sobre un frágil cajón de manzanas, el señor K. vuelve a levantar su brazo, mostrando una ampolleta que todavía no termina de enfriarse.

martes, julio 12, 2005

Pasajero en tránsito

Bajar del avión enfundado en una chaqueta larga y verde luego de ver por el ojo de vidrio que el día está nublado. Bajar del avión después de cuánto, de cinco horas, de doce, de un día completo. No hay noción del tiempo que valga. Partir de noche para llegar de día, partir del frío para llegar a un calor desconocido que me golpea en el rostro como un martillo y sentir cómo la espalda, los brazos y las piernas se cubren de un sudor pegajoso, cómo el aire caliente apenas se puede respirar. Hay otros que bajan conmigo hacia la losa del aeropuerto, una especie de terminal de buses que se avista a un centenar de metros, unos pocos que pisan este nuevo asfalto sobre esta nueva tierra, tres muchachos que se vienen riendo desde que partimos, una mujer de pelo corto y rubio que camina cabizbaja, una chica colorina que carga con una mochila azul y mira hacia todas partes con una expresión entre perpleja y asustada.
Otro clima, otros olores. Desde arriba, sólo unos minutos antes, he visto las calles claramente trazando cuadrículas sobre la tierra, los edificios pequeños inmersos como por milagro en la selva que les rodea, en la selva que salpica el mapa de la ciudad recuperando el terreno robado. No hay conquista permanente, apenas concesiones, pienso mientras avanzo siguiendo a los otros cinco pasajeros que también esperan el trasbordo en esta escala. En este peldaño, pienso o digo, no sé si en voz alta porque la chica colorina, que va delante de mi, se da vuelta y me sonríe. Así las cosas, recuerdo haber visto también, mientras el avión giraba preparando el aterrizaje, unas canchas de tenis a medio cubrir por el agua. Antes de atravesar la puerta transparente del terminal una amable chica nos entrega un cartel rojo con letras blancas donde se leen apenas dos palabras. En tránsito.
El aire acondicionado del aeropuerto es gélido, polar. Otro golpe en la piel, la escarcha instantánea del sudor, un frío que nace desde lo más íntimo. La sala de embarque es pequeña, tres o cuatro hileras de asientos plásticos rodeados de tiendas de souvenirs, de tejidos artesanales y camisetas de vistosos colores. Los tres muchachos risueños se abalanzan sobre las tiendas, comprando de todo. La mujer rubia se sienta de inmediato. Parece cansada, abatida. Me siento cerca de ella, dejando una silla vacía entre ambos. La muchacha colorina se queda de pie y le pregunta a un vigilante si se puede fumar. El tipo la mira sonriendo y mueve negativamente la cabeza. La chica se mueve de un lado para otro, inquieta, bajo la mirada atenta de la mujer rubia.
Está todo inundado, dice la mujer en voz alta. La miro para saber si me está hablando, pero ella no despega los ojos de la muchacha. Todo, repite, una tormenta terrible. Se inundaron las cosechas, las casas, las calles, ha muerto gente, hay niños que corren por las calles sin poder encontrar a sus padres. Parece una ciudad en estado de guerra, dice y sigue hablando, sola, acerca de desastres y soledades, del calor y la humedad, del trópico que no perdona y reclama lo suyo.
Luego de un rato ya no pongo atención, apenas me llega el murmullo uniforme de su voz. Los muchachos que bajaron con nosotros han desaparecido y la chica colorina ha terminado por sentarse en un rincón, sobre el suelo. Tomo el cartel rojo entre mis manos, lo leo una y otra vez, como si sus palabras encerraran un significado oculto, una sentencia. Repentinamente cansado, me dejo resbalar sobre el asiento y cierro los ojos antes de ponerme a tararear una canción que, con seguridad, no volveré a escuchar.
Y así el olvido, ese pájaro escarlata, comienza a tejer su nido en mi cabeza, entre los recuerdos que de pronto comienzan a parecer tan lejanos, como si fueran sueños de otro.

lunes, julio 11, 2005

después del fuego

una mano un pie un trozo de espalda enmarcado en las gafas de alguien más el humo el calor las toses la mirada perdida de la mujer que está sentada justo en frente el llanto de un niño a lo lejos de lo que parece ser un niño los ojos irritados por el polvo las voces sofocadas que piden agua las extremidades que escarban entre los fierros retorcidos y calientes las que buscan liberarse de las improvisadas cadenas las que se palpan el cuerpo en busca de sangre propia y ajena las que rasgan vestiduras invocando el castigo divino una mano un pie el grito sordo que a lo lejos se confunde con un trueno puede haber horror cuando ya se ha declarado la inexistencia del cielo la mujer me mira la blusa hecha jirones me mira preguntando todo y nada no hay palabras huyen como ratas del incendio pienso sin hacer ningún movimiento la mirada fija en la mujer como un espejo que intenta devolverle la imagen feliz de un recuerdo una mano un pie la noche tarde día en algún sitio las sonrisas los besos los abrazos los bailes que ya no serán tampoco tú tampoco tu cuerpo en el calor de las sábanas la mujer se acerca y me acaricia el rostro los dedos como brasas como la pavesa de un cigarro sobre la piel dolor eso es el dolor entonces eso es la oscuridad más voces una avalancha de cuerpos pasa tras la mujer y la arrastran con ellos un alud de carne viva y palpitante una miríada de suspiros y respiraciones agitadas no puedo girar la cabeza pero imagino a la mujer mirándome mientras se aleja convertida en espejo de otro en testigo y papel y tinta mientras se pierde en la penumbra en el polvo que ya se ha dicho una mano un pie un rostro cubierto de ceniza donde las lágrimas dibujan los deltas de un mapa imaginario de un país que no llegaré a conocer el dolor otra vez el ojo que gira sin control buscando algo mientras las nubes se cierran sobre mi las nubes grises primero y luego rojas anaranjadas una explosión de colores como un atardecer como el recuerdo del sol que se hunde en el horizonte pero ya no más ya nunca más

domingo, julio 10, 2005

Martín en las ciudades VI

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
No era una luz fuerte pero de cualquier modo Martín cerró los ojos de golpe, quedándose sólo con la imagen de una acuarela colgada en un muro, con la imagen de una mujer delgada y de pelo negro que se quitaba la blusa y cantaba sin mover los labios.
- Creo que ya se ha ido –dijo una voz de hombre, rasposa y calmada.
Martín abrió primero el ojo derecho. Levantó el párpado lentamente y se encontró con una muralla amarilla y sucia. Trató de oír algo que le pudiese indicar de dónde venía la voz, pero no habían ruidos, solo el silencio y el polvo que alcanzó a distinguir sobre la cubierta de algo que parecía ser la esquina de un escritorio. Abrió el ojo izquierdo con prisa para descubrir que efectivamente era un escritorio y que sobre él una capa de polvo se había acumulado quizás por años. En la continuación de la pared amarilla, más allá del escritorio, casi oculta en la penumbra, reconoció una acuarela de Schiele.
- Supongo que siempre puede pasar –dijo la voz-, eso de llegar tarde cuando uno en realidad estaba a tiempo.
La voz venía de atrás, al igual que la luz. Martín giró sobre si mismo y tuvo que, rápidamente, poner la mano ante su rostro porque casi se golpea la frente con la ampolleta que colgaba del techo, sostenida apenas por un cable rojo y uno blanco. Más allá de la ampolleta, un escritorio idéntico al que ya había visto cubierto de pequeños animales disecados y tras el escritorio y los animales un viejo de barba blanca y corta, cabellos alborotados y una incipiente calva. El viejo no lo miró, atareado como estaba en el cuerpo de un pájaro de plumaje escarlata con el pico larguísimo y delgado.
- Es una Eudocimus ruber –dijo el viejo sin dejar su labor, que parecía ser rellenar el interior del pájaro con algodón y aserrín-, que ya casi no se encuentran por estos lados. Hay que tener buenos contactos en este negocio. Son lo más importante.
Martín miró a su alrededor hasta encontrar una silla, volteada sobre el piso en dirección a la entrada de la tienda. Fue una suerte no haberme tropezado con ella, pensó mientras por reflejo se sobaba el codo izquierdo. Recogió la silla y la acomodó frente al escritorio. No se sentó de inmediato, ponderando la calidad de la silla, que se veía bastante deteriorada y no le inspiraba demasiada confianza. Durante esos momentos de duda aprovechó para observar con más detención el interior de la tienda, que parecía ahora bastante más grande de lo que imaginaba.
- ¿Qué le parece, no es magnífica? –preguntó el viejo alejando el pájaro de su rostro y contemplándolo con una sonrisa- Antes, hace mucho, volaban en bandadas sobre los edificios, soltando de vez en cuando sus estridentes gritos. La gente se asustaba, era para reírse. ¿No se va a sentar?
Obedeció encogiéndose de hombros. La silla crujió durante un instante pero resistió, permitiéndole a Martín acomodarse y abandonar la postura rígida que había adoptado en un principio. Miró detrás del viejo, las paredes desnudas. En ningún lugar se veía un aparador o una estantería, ni siquiera una puerta diferente a la de entrada.
- ¿Quién se fue? –preguntó luego de un rato de silencio.
- ¿Quién qué?
- Usted me dijo antes: creo que ya se ha ido –insistió Martín, inclinándose hacia adelante-. ¿A quién se refería?
El viejo lo miró por primera vez. Tenía los ojos grises casi ocultos bajo las pobladas cejas. Lo miró largamente y luego puso el pájaro sobre el escritorio, junto a un pequeño mono de pelaje amarillo.
- A la mujer, por supuesto –dijo de pronto-. ¿Ve este simio? Nada menos que un Cebuella pygmaea. Ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis manos. Hace tanto tiempo, me parece. Quizás incluso yo era joven en ese entonces, si es que eso es posible.
Y lanzó una carcajada que sonó como agua cayendo sobre un montón de piedras. Martín no pudo evitar estremecerse al oírlo y desvió su atención al pájaro, luego al mono y finalmente se quedó mirando con curiosidad una especie de lagarto color madera con tintes rojizos y con el cuerpo cubierto de apéndices espinosos.
- Moloch horridus –dijo el viejo con evidente orgullo-. No se imagina el trabajo que hizo pasar este muchacho. Pero uno se debe, ante todo, al trabajo. Hay que ser profesional siempre. Ya pasó el tiempo de vivir en toneles de madera y vestir harapos, ese tiempo en que era necesario andar con una linterna encendida en pleno día para encontrar la verdad entre los hombres. Aunque debo decir que me sirvió de mucho. Como mínimo, ahora estoy preparado para cualquier contingencia.
- La mujer –dijo Martín sin dejar de mirar el lagarto-, ¿se fue hace mucho?
El viejo se rascó la barba, mirando hacia el techo.
- ¿Hace mucho? Sí y no, supongo. Pero al menos puedo decir que estuvo aquí. Se interesó bastante en el Moloch y me preguntó de qué se alimentaba. Cuando estaba vivo, por supuesto.
- ¿Y qué comía?
- Hormigas, principalmente, y otros bicharracos. Usted lo ve tan terrible con su coraza de espinas y después de todo no es más que un comedor de insectos.
- ¿Se llamaba Minerva?
- ¿Quién?
- La mujer, la que se interesó en el lagarto.
- Ese debe haber sido su nombre sin duda. Ella no lo mencionó, pero el otro que vino después lo dijo.
- ¿Otro? ¿Quién?
- No dijo su nombre, sólo dijo que la mujer se llamaba Minerva. Se llevó una Chelonia mydas, como esa que usted ve ahí. Lástima que no quiso llevarse ambas, me parece que se ven muy bien juntas. Era un sujeto triste, eso se le notaba apenas usted lo miraba durante un segundo.
Martín miró hacia dónde el viejo indicaba con la cabeza y vio un pequeño caparazón verde desde el que asomaban cuatro aletas rugosas. Lo tomó con la mano, asombrado de lo poco que pesaba, y buscó los ojos apagados en la cabeza, los ojos redondos y abiertos que reflejaban el vacío.
- Vamos llévela –dijo el viejo, ocupado de nuevo en el pájaro escarlata-. Ya le dije: sola casi no tiene valor para mí. Llévela, se la regalo.
Martín sonrió y metió la Chelonia con mucho cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta.
- Si se apura, aún puede alcanzarlo –dijo el viejo.
Las manos huesudas del taxidermista se movían como inquietas arañas sobre el cuerpo del pájaro, acomodando los algodones y el aserrín mientras palpaban sobre el plumaje verificando que no se produjeran aglomeraciones. Es un trabajo para artistas, pensó Martín poniéndose de pie. Esperó durante unos minutos para despedirse del viejo, pero éste ya se había desentendido de él y trabajaba como si estuviese solo en la tienda.
Martín se encogió de hombros y caminó hacia la puerta por la que había entrado, tocando con cariño la superficie abultada que había provocado la presencia de la Chelonia junto a su pecho. Cuando las campanillas de la puerta sonaron tras él, tuvo que usar la mano como visera para protegerse del sol que caía perpendicular sobre la calle.

viernes, julio 08, 2005

Canallas

El primero estaba escondido en la esquina que acababa de pasar, agazapado entre la oscuridad de una puerta que se hundía en la fachada del edificio. Claro que lo que había visto era sólo una sombra como tantas en la calle vacía, un eco del sonido de sus tacones sobre los adoquines de la calzada. Pero ese debía ser el primero, estaba casi segura después de haber visto al otro sujeto, apoyado contra un poste metálico y encendiendo un cigarro. En el breve resplandor de la flama observó las facciones anguladas, la nariz aguileña, la barba medio crecida, la mirada torva. Entonces eran dos, aunque no tuviese el valor para volver la cabeza, aunque el silencio sólo sirviera de recipiente para el sonido de sus propios pasos. Son dos, pensó, apretando el bolso contra el costado y metiendo las manos enguantadas en los bolsillos. El tipo en la sombra, el bulto que se había convertido en hombre al salir a la luz de la noche. El otro, el que del efímero resplandor se había convertido en gris penumbra.
Dobló hacia la derecha en la siguiente esquina, nerviosa, decidida a volver a la avenida. No es tan tarde, se dijo, ahí hay gente, tiene que haber gente. Segura que después de tomar la nueva calle los sujetos no podían verla, apuró el paso. Se contrajo dentro del abrigo, buscando el calor que se le escapaba, mirando fijamente hacia los rombos dibujados en la acera, concentrada en escuchar algo, un sonido que denunciara la persecución que era evidente.
Chocó de frente, sin saber cómo, y quedó sentada en el piso. El hombre, el tercero, la miró desde su altura magnificada por el miedo y le sonrió, tendiéndole la mano. Ella retrocedió, abanicando el bolso en el aire entre ella y el hombre. El sujeto retrocedió un paso y dijo algo que ella no pudo ni quiso entender. Dijo algo con voz grave y terrible, una amenaza o algo peor. Ella se arrastraba sobre el abrigo, hacia atrás, hasta que creyó que podía levantarse. Entonces oyó, el sonido de los pasos que se acercaban, presurosos.
No fue capaz de mirar atrás, un temor bíblico, y se levantó como pudo. Corrió hacia el otro lado de la calle y entró a un callejón con una ligera pendiente, mezclando el sonido de sus pasos con la voz del tercer hombre que le gritaba algo. Corrió sin preocuparse del tacón que se le acababa de romper, del vapor espeso que exhalaba cada vez que respiraba y que dibujaba pequeñas flores frente a su cara, del sudor que corría a mares por su rostro. Sólo tenía oídos para los pasos de los tres hombres que corrían tras ella, que tenían que venir tras ella.
Al final del callejón se encontró con un muro que le llegaba a la cintura y más allá el rugido de los automóviles que corrían por el paso bajo nivel. Se asomó al vacío y gritó, y su grito se perdió entre el bramido de los motores. La mujer lloraba, temblando, imaginando la respiración entrecortada de los tres hombres sobre ella. Gritó una y otra vez, mirando con los ojos anegados el movimiento de pares de estrellas rojas y blancas que dibujaban recorridos rectos y desaparecían en la boca del túnel.
Entonces saltó. Con los ojos cerrados, saltó. Y desde el tiempo que demoró en estrellarse contra el asfalto pudo escuchar claramente las risas, tres risas que tenían el sonido del metal golpeando la blanda carne.

Dialéctica de la soledad

Él la mira sin mirarla, sin darse cuenta de que la está mirando. Simula, o quiere simular, que sus ojos se entretienen en el vidrio que los separa, en la forma en que el humo del café empaña la superficie de aire congelado. La mira mientras ella va de un lado a otro, recogiendo el polvo de las mesas, los conejos que anteriores comensales sacaron de sus bolsillo y dejaron masticando hojas de lechuga sobre las sillas. Cuando por fin ha recuperado el recuerdo de su rostro, cuando sus facciones delicadas se han nuevamente grabado en su memoria, toma la oreja de la taza y se la lleva a la boca, sorbe el café y vuelve al libro, a las palabras que por algunos instantes cambian su significado.
Ella levanta la cabeza mientras uno de los conejos que ha recogido se escabulle entre sus manos. Levanta la cabeza con la seguridad que él la está mirando, que por fin sus miradas se cruzaran en algún punto intermedio y podrá ofrecerle una de las sonrisas que le tiene reservada, la primera de muchas, el amanecer de un nuevo horizonte posible con mar y playas de arenas blancas. El conejo, que es pequeño y blanco con manchas negras, salta sobre la mesa y va a perderse entre un montón de botellas vacías que hay apiladas en un rincón. Ella se endereza del todo, sin dejar de mirarlo, esperando que el velo que hay entre ambos se descorra y la abolición de la distancia por fin se produzca. Y espera que sus ojos se levanten del libro por un minuto, por dos, por diez, tiempo suficiente para que todos los conejos escapen y vuelvan a sus hojas de lechuga o a afilar los dientes con las patas de las sillas. Entonces ya no hay tiempo que valga, debe volver a corretear las escurridizas bolas de pelo entre los pies de los pocos comensales que aún no se han ido.
Las palabras retornan a sus caminos naturales y él se siente desalentado y triste. Suspira antes de levantar la cabeza y buscarla, antes de ver su elástica figura persiguiendo conejos entre las mesas. Vuelve a supirar y enciende un cigarro, mirando en el vidrio el rastro seco de una mosca.
Y así cada noche, todas las noches.

martes, julio 05, 2005

Cuadros en una exposición

Un muchacho está parado en mitad de la calle, en el centro de un cruce de calles desierto, rodeado por árboles frondosos que, a pesar de ser media tarde, cierran sobre él una noche artificial. El muchacho, quieto como uno de los árboles que le rodean, tiene los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia arriba, hacia el tejado de hojas verdes pintadas de blanco por los focos del alumbrado público, tiene el rostro vuelto hacia arriba, hacia el cielo vespertino que intuye o adivina más allá. El muchacho está de pie en mitad de un cruce de calles solitario, y entre sus brazos acuna una paloma.
En la ventana del quinto piso una mujer hace funcionar una máquina de coser, y sobre la mesa de trabajo, desbordándola, una tela roja amenaza con caer al piso y convertirse en un charco de falsa sangre. Tras la mujer se adivina el resplandor amarillo de una lámpara de mesa que la ilumina por detrás, mientras algo de la luz de la calle se cuela por el vidrio de la ventana y hace apenas distinguible su rostro. Alguien dice algo, al parecer, y la mujer voltéa, gira la cabeza hasta dejar su perfil recortado en el límite de ambas luces, debatiéndose entre la oscuridad y la flama incandescente de la ampolleta, encendiendo su cabellera desordenada y roja como la tela.
En un cuarto de baño cerrado, la luz mortecina que emana de un botiquín y que se multiplica desde el espejo sucio recorta la silueta de un hombre que afeita la entrepierna de una chica. Es apenas un pedazo de plástico amarillo armado con una delgada navaja lo que el hombre pasea entre la espuma que cubre el espeso vello púbico. La chica, con un vestido verde arremangado hasta la cintura, ofrece el sexo al ritual clandestino mientras el sujeto, inclinado delante de ella, compartiendo ambos el escaso espacio del baño con cortinas color celeste y una pequeña ventana, mientras el sujeto habla de hipopótamos africanos y una gota de sangre se desliza por el muslo de la chica y va formando un charco de sangre real sobre las baldosas blancas.
La noche abandonada a su propio ritmo, a su marea incomprensible. La soledad va poco a poco llenando los rincones de la ciudad y arrojando a sus naúfragos a los pocos reductos que son capaces de acogerlos. Un tipo en un bar, un tipo que mira por la ventana y que no se decide a partir, a encontrar eso que en alguna parte le espera. Y mientras recuerda el camino de vuelta a la habitación y el deseo, el hombrecito tras la barra le sonríe con una mueca automática, le sonríe como se les sonríe a los muertos.
Una habitación vacía, una mujer desnuda que espera acostada sobre una manta roja, que espera como todas las noches la llegada del que inevitablemente se retrasa, que espera con la tristeza llenándole los ojos, los pechos turgentes, la blanca piel adormecida por el frío y la ausencia. Pero no se oyen pasos en el pasillo del edificio, el sonido de la puerta abriéndose no llega, el perfume que precede al cuerpo del otro no le hace cosquillas en la nariz. Está sólo ella, como tantas noches, como todas las noches.
Otro sonido invade los espacios, el de un paseo, el de un hombre que recorre los pasillos de un museo y se detiene frente a un cuadro, frente al siguiente, y sin darse cuenta va tarareando una melodía que después escribirá al piano y que otro, mucho tiempo después, convertirá en una célebre pieza para orquesta. Es otro sonido el que se oye al terminar la noche, como un ejército de hombres levantando la Puerta de Kiev piedra por piedra, todos sepultados bajo el sudor y el polvo en la noche oscura de otro tiempo.

lunes, julio 04, 2005

Eso que solíamos llamar amistad

El sábado por la noche, con el buen bengalés que no quiere ser comentado, apareció ante nuestros ojos la posibilidad de escribir el guión para una película que no trata tanto acerca de la amistad como de los procesos que la rodean, de los alejamientos involuntarios y los obligados, de los rencores soterrados y las zancadillas que se ocultan en el recuerdo. Partió todo de la idea de un documental para teminar en un relato estilo Dogma, con mucho conflicto solapado y cámara en mano.
Juntar a diez compañeros de colegio en una comida, en una cápsula parecida a una bomba de tiempo, en una sumatoria de personalidades cambiadas y despojadas de la ingenuidad que tenemos en la época escolar. Personalmente no me ha tocado vivir experiencia semejante, que debe tender más bien al caos que al reencuentro. Hay una fotografía de Marcelo Brodsky que lo ejemplifica de manera clarísima en la exposición que hay en la sala de la fundación Telefónica por estos días, y que se llama Mapas abiertos.
No recuerdo casi ningún nombre, para ser sincero, de aquellos con los que compartí algunos años de mi vida, de ocho de la mañana a tres de la tarde, y a veces unas horas más, escribiendo disertaciones acerca de los mayas o quién sabe qué cosa. Tampoco recuerdo sus caras, no las de todos. Una vez, hace años, me encontré con un compañero de colegio en el bus y me hice el desentendido. Él me vio, también, e hizo lo mismo que yo. A ninguno de los dos nos interesaba encontrarnos en este espacio hostil que es la vida real. Hay otros, por cierto, que sí recuerdo, como el bueno Pedro García con su novia eterna, Diana, que es sorda y gozó su momento de fama gracias a una obra de teatro. Incluso apareció en la revista Paula. Él pasa parte del año en Ibiza, dibujando retratos en un hotel, y hace un tiempo nos vimos y compartimos una tarde de café y pan con palta y limón. Hay otros: Luigi Campos y Christián Núñez, con los que alguna vez tuvimos que defendernos a combos y patadas de agresiones que son propias de esa época. De ellos no sé nada, y ahora, al pensarlo, siento que la nostalgia me gana desde su rincón oscuro.
Así que ahí vamos, a buscar nuestros fantasmas de carne y hueso, a tratar de retratar eso que la mayoría llama identidad y que no es más que una mezcla de individualidades aisladas y un poco disfuncionales. Y para eso vengo a pedir ayuda y colaboración.
Si alguna vez se han visto reunidos con aquellos con los que compartieron parte de su vida y que esta misma se encargó de diferenciar y apartar, ¿cómo fue? ¿A quienes recuerdan y por qué?
Desde ya, desde este espacio que no es distancia, gracias mil.

domingo, julio 03, 2005

Martín en las ciudades V

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)

Parece domingo, pensó Martín, mientras recogía el papel arrugado que yacía quieto como un armadillo asustado junto al muro. Lo abrió y leyó las letras negras sobre la superficie amarilla:

Diógenes el Cínico
Taxidermista
Avenida Kulczewski N° 941

Se rascó la cabeza durante un rato, hasta que pudo distinguir el número 1245 junto a las puertas con vitrales del edificio, cuatro caracteres góticos de bronce que parecían recién bruñidos y brillaban reflejando la luz del cielo. Avanzó en la misma dirección en que antes el hombre delgado y triste había desaparecido y en el siguiente pórtico se encontró con el número 1239 tallado a bajorrelieve en el concreto gris del edificio. Al menos voy por buen camino, pensó mientras leía de nuevo el papel amarillo y arrugado que tenía en la mano derecha.
Antes de partir se volteó un momento para mirar hacia el otro lado de la calle, hacia la ventana grande del café donde pudo distinguir al gordo vestido de blanco todavía de pie junto a su mesa, consumida la mirada por los recuerdos. Esperó un momento sin saber muy bien por qué, presa de un ataque de melancolía. Esperó que el hombre saliese de su trance para despedirse con un movimiento de cabeza o agitando la mano, no estaba seguro aún, pero de cualquier modo el gordo no reaccionó en ningún momento, inmóvil, con la boca semiabierta y la taza que Martín había ocupado en la mano. Pasada la melancolía como una nube sobre el cielo límpido del desierto, Martín se encogió de hombros, volvió a mirar el papel y luego el número tallado en el concreto y comenzó a andar.
La mañana se abría como una flor en la medida que avanzaba, o retrocedía en estricto rigor numérico, por la calle. Poco a poco la luz del día iba ganando terreno desde las alturas sombreadas de los edificios y comenzaba a dibujar relieves en las cornisas de las azoteas, en las jardineras bajo las ventanas más altas, en los postigos de madera que parecían cerrados desde hace mucho tiempo. Una ciudad fantasma, pensó Martín mientras comenzaba a tararear Les Feuilles mortes y caminaba sin preocuparse demasiado de lo que pasaría más adelante.
Qué tanto puede suceder, se dijo sin dejar de tararear la vieja canción Yves Montand, que sin saber porqué se le ocurría haber escuchado en la voz dulce de una mujer. Las fachadas de los edificios se sucedían una tras otra, en parsimonioso orden. La calle permanecía desierta y de vez en cuando tenía la impresión de escuchar el sonido de un teléfono repicando en algún sitio. Minerva, pensó mientras la imaginaba con un vestido negro, sentada en un sofá largo, mirándolo desde una distancia que era más que espacio, cantando sin mover los labios, cantando una melodía con tintes de bossa nova, cantando en francés C'est une chanson qui nous ressemble. Toi, tu m'aimais et je t'aimais et nous vivions tous deux ensemble, toi qui m'aimais, moi qui t'aimais. Mais la vie sépare ceux qui s'aiment, tout doucement, sans faire de bruit et la mer efface sur le sable les pas des amants désunis.
Las palabras habían venido como en bandada y Martín se sintió, por primera vez en la mañana, realmente confundido. La melancolía que sintió unos minutos antes se instaló tras sus ojos con tanta pesadez que incluso se sintió mareado y tuvo que buscar apoyo en un poste verde que de pronto tuvo junto a él. Este farol no estaba antes aquí, pensó cerrando los ojos, a punto de desfallecer mientras los ecos de la canción se iban desvaneciendo en una nube gris que escapaba por algún lugar de su cabeza. Se dejo deslizar hacia abajo, apoyado siempre en el poste metálico, hasta que sintió que sus rodillas habían tocado el piso. No se atrevió a abrir los ojos de inmediato y comenzó a respirar profundamente.
¿Cuánto tiempo había pasado? Abrió los ojos asustado al tiempo que se incorporaba sintiendo la fría superficie del poste contra la palma de la mano. Miró hacia ambos lados de la calle, desorientado, buscando puntos de referencia que no encontró. Observó el poste en el que se había apoyado y luego se percató que la silueta espigada de metal se repetía por toda la calle, en ambas aceras y en ambas direcciones. Esto no estaba así antes, esto no era así, pensó mientras buscaba en los bolsillos el papel con la dirección del taxidermista, sin encontrarlo. Miró hacia arriba y comprobó que el sol todavía no terminaba de aparecer sobre los edificios. No ha sido nada, entonces, se dijo, fue sólo cerrar los ojos un momento. ¿Y el papel?
En eso estaba cuando sin querer su mirada tropezó con una tienda de fachada roja y grandes vitrinas en la parte baja de un edificio, apenas a unas decenas de metros de distancia. Caminó hacia la tienda e hizo pantalla con las manos para mirar hacia adentro a través de los vidrios sucios. No consiguió ver nada y retrocedió un par de pasos para mirar hacia arriba. Se tomó la corbata, nervioso, antes de distinguir una pequeña puerta entre las vitrinas. Empujó con delicadeza y la puerta cedió, haciendo sonar unas campanillas que se encargaron de anunciarlo.
Entró lentamente en la oscuridad de la tienda, en el olor a libros viejos y polvo acumulado. La puerta se cerró tras él con el canto de las campanillas, que se le ocurrieron pequeñas y plateadas. Entrecerró los ojos mientras avanzaba, con la esperanza de distinguir algo en la penumbra, cuando de pronto una luz se encendió. No era una luz fuerte pero de cualquier modo Martín cerró los ojos de golpe, quedándose sólo con la imagen de una acuarela colgada en un muro, con la imagen de una mujer delgada y de pelo negro que se quitaba la blusa y cantaba sin mover los labios.

sábado, julio 02, 2005

Escritura y muerte

Apartado de estos patios por unos días, cerrados los postigos hasta hoy, en que los dejo abiertos de par en par para que el aire frío de este nuevo invierno se meta en la habitación con su fuerza primigenia y la lluvia vaya lavando mis letras, mis ojos y la piel que a veces se desprende de mi pecho.
Escribo siempre, lo pegue a este diario mural binario o no. Escribo siempre, como un vicio muy nocivo, como una necesidad de condenar mis fantasmas al olvido. Fantasmas que son recuerdos y dolores, que son urgencias, que son flores oscuras que crecen en los bordes de las calles. Escribo por mis muertos, por todos mis muertos, los que fueron y los que serán.
Y es que la escritura, al final y quizás como la fotografía (esto ya lo dijo Barthes), es una pulsión de muerte, una necesidad de retratar muertos y cadáveres. Fantasmas, he dicho antes, recuerdos también. Palabras que se hilan y entrecruzan sin necesidad casi de esfuerzo. Incluso al hablar de urgencias me remito al carácter efímero y transitorio de todo. Una urgencia es algo que surge, que carcome, pero una vez fuera, escrita o fotografiada, lo que queda es el vacío. Otro término para considerar en este juego de palabras.
Escribir es también sangrar, extraer, examinar, reacomodar, analizar y explicar, es disecar, rellenar con algodón un cadáver o clavar con un alfiler una mariposa contra un muro.
Escritura como imagen de agonía y soledad, que es otro tipo de muerte, quizás más dolorosa por tratarse de la muerte del sistema de relaciones sociales y el cadáver, el hombre/mujer solo, se ve cada mañana en el espejo de sí mismo, a falta de los otros, y no se extingue como con la muerte física.
Escritura como eternidad, como trascendencia. La traición de la palabra que nos condena a desaparecer, que desde un inicio nos deja atrás, nunca adelante ni al lado. Escritura, palabras, silencios, la página en blanco, muerte.
Un blog con textos escritos desde el anonimato del seudónimo, de la fotografía de un rostro tras un plástico que la oculta parcialmente. Otra cara de la muerte, de esta especie de tanatología escrita, de este entrar al mundo de las palabras como quien entra al pabellón de las autopsias. La precariedad del soporte digital es quizás la que más acomoda a la escritura y a la lectura como acto transitorio. Así como uno puede recitar al viento que recoge las palabras y las deja planear como pájaros de papel, así se escribe esto en un lugar que no está en ninguna parte y que por lo tanto no existe.
Esto que aquí escribo soy yo, como le decía a Cloe en otro sitio, pero un yo despojado de cualquier atadura física y semántica que lo condicione. Una escritura desde lo que en el romanticismo era llamado espíritu. Una escritura de Hades, una letra que comienza a dibujarse en las aguas que surca la barca negra de Caronte: la escritura de los muertos.
Detrás de estas ventanas llueve nuevamente. En otro lado un japonés recita de memoria 83.431 dígitos de pi, un tipo camina por la cuerda floja sobre las catarátas del Niágara, dos mujeres empacan su ropa y libros para cambiarse de casa, un chico vestido con levita y corbata recibe cartas de una muchacha que escribe como hombre y lleva un vestido de vaporosos pliegues, imagen decimonónica de jóvenes poetas.
Todo eso pasa. O se escribe. Ya lo dijo el Bardo por boca de Hamlet: Words, words, words.