domingo, julio 17, 2005

Martín en las ciudades VII

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
Martín se encogió de hombros y caminó hacia la puerta por la que había entrado, tocando con cariño la superficie abultada que había provocado la presencia de la Chelonia junto a su pecho. Cuando las campanillas de la puerta sonaron tras él, tuvo que usar la mano como visera para protegerse del sol que caía perpendicular sobre la ciudad.
Miró hacia ambos lados de la calle, sin recordar exactamente por cuál había llegado. Quizás crucé la calle o quizás no, pensaba buscando números junto a las puertas de los edificios, sin encontrarlos. Caminó un par de pasos en una dirección y luego repitió la operación en la dirección contraria, sin alejarse demasiado de la fachada roja de la tienda, aunque de todos modos sentía que ya no podía traspasar nuevamente la puerta, que las campanillas no volverían a sonar para él.
Se sentó en la cuneta y observó por un rato la mínima sombra que proyectaban los faroles verdes y que casi no se apartaba de la base de los postes. Si espero el tiempo suficiente, se dijo, veré hacia dónde se proyecta la sombra y luego camino hacia el norte, supongo. Pero qué es el norte, continúo, para qué sirve el norte sino para recordarles a las brújulas su propósito. Esperó sin que la sombra se moviera hacia ningún sitio. El sol parecía clavado en el cielo por un alfiler invisible, como una mariposa de fuego. Martín suspiró, más por aburrimiento que impaciencia. Se estiró los pantalones, sacudió una mancha de polvo de la rodilla derecha, se acomodó la corbata que comenzaba a apretarle el cuello y acarició la Chelonia. Luego se puso de pie y comenzó a caminar.
- Si camino lo suficiente a alguna parte he de llegar –dijo en voz alta.
Aparte de los faroles y sus postes verdes y de la luz del sol que caía como una cascada sobre las cosas, la calle no presentaba signo alguno para poder usar como referencia. Avanzaba despreocupado, apoyando la mano en el pecho de vez en cuando como si desde el caparazón disecado del animalito le fuese trasmitida una profunda y silenciosa alegría. Sin saber porqué se puso a tararear una de las suites para cello de Bach. La sonrisa se le amplió hasta casi las orejas al notar que recordaba a la perfección y completo el Bourre. Y continuó andando, seguro que tarde o temprano encontraría algo o a alguien.
No mucho después dio con una esquina, la primera. Aunque no era precisamente una esquina, sino que la calle por la que iba terminaba en otra calle, perpendicular a ella, formando una T. Entonces había dos esquinas y una acera en frente. Había también dos caminos a seguir, dos posibilidades, dos posibles futuros. El jardín de los senderos que se bifurcan, pensó Martín sin dejar de tararear a Bach y sobreponiendo a eso los recuerdos de Borges el ciego (“Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma”.) y de Glenn Gould inclinado sobre el teclado del piano y tarareando otra música de Bach, las variaciones de Goldberg. No pudo evitar sonreír a pesar de encontrarse, literalmente, en la encrucijada.
Se paró en una de las esquinas y miró los tres caminos: aquel por el que había llegado y los dos que se abrían hacia los lados. El sol, quieto como en un cuadro de Van Gogh, casi no proyectaba sombras. Las calles no ofrecían diferencia alguna que le permitiese elegir un camino sobre la base de una preferencia. Fachadas uniformes, levemente distintas unas de otras, se extendían hacia donde mirase. Volver con el taxidermista tampoco era una opción, pues no podía tener la certeza que estaría allí donde le había dejado. Se llevó automáticamente la mano al pecho para acariciar la Chelonia y entonces, sin entender cómo no lo había notado antes, vio que hacia su izquierda, cruzando la calle, sobre la acera se distinguía un cuadrado blanco.
Corrió hasta el lugar, pensando que sería alguna página de periódico arrastrada por el viento. No estaría mal, pensó cuando ya casi podía pisar el lugar, pues desde ayer que no sé nada del mundo. Pero no era un periódico, sino un dibujo hecho con tiza sobre la acera, el rostro de una muchacha rabiosa con el pelo de colores cayendo en oleadas sobre un montón de casitas cuadradas. Una mujersol enloquecida devorando en su furia la ciudad vacía, descargando la ira sobre el silencio de las calles y las ventanas cerradas.
Martín sintió que le brillaban los ojos, que una especie de inocente emoción amenazaba con arrancarle un par de ridículas lágrimas. Levantó la mirada rápidamente y unos metros más allá, siguiendo la dirección de la acera, vio una niña sentada en el escalón más alto de una de las fachadas. Se acercó lentamente, hasta que pudo distinguir algunos trozos de tizas de colores junto a las zapatillas con cordones desatados de la muchacha.
- ¿Es tuyo el dibujo? –le preguntó.
La niña, que hasta entonces parecía dormida, lo miró sin sorpresa y asintió con un movimiento de cabeza. Antes que Martín pudiese hacerle otra pregunta se oyó, a lo lejos, un murmullo informe. Martín se desentendió de la muchacha y aguzó la vista a la distancia, donde le pareció ver que se acercaba una multitud encabezada por una banda de bronces.

8 comentarios:

Bárbara Avello Vega dijo...

muy linda descripción...saludos!

Carolina Moro dijo...

Éste es el capítulo que de alguna forma esperaba. Martín hecho de huesos y carnes y sangre, Martín moviéndose más que en un sentido literal o pseudo artificioso o metafórico de lleno. Moviéndose realmente.
Mis aplausos para usted, me ha encantado.

Lo de Borges pareció estar escrito por los dos, ¿no lo cree?

Anónimo dijo...

El sendero de los caminos que se bifurcan. No lo había pensado, pero creo que es TU tema. Siempre viendo todo lo que podría pasar a la vez, o dejar de pasar.

..

Perderse en la ciudad, no sabiendo a donde ir, es una de mis mayores ansiedades, y a la vez, deleites.

..

Tu historia va linda, cobrando carácter de día en día.

Miss Mag dijo...

Me uno a los aplausos, creo que efectivamente Martín llegó a alguna parte y Ud. también Sr.K. Gracias por unirme a sus enlazados, yo he hecho lo mismo con vuestro blog.

Sra. Chayo dijo...

Pero yo creo que aun no llega a ninguna parte, por que o sino se acaba la historia ¿no?. Me gusto la niña, no se porque, nunca me han gustado mucho los niños.

Sr. no abrió ayer la ventana, que testarudo.

Anónimo dijo...

uyyyyyyyyyyyyyyy

Roberto_Carvallo dijo...

puta..no he leido los primeros capitulos de martín. y puta el hueón raro, aún no lo entiendo completamente, a donde quiere ir.

eso sip me cae bien él y el taxidermista; y estoy convencido que martín es un personaje más que interesante, pues nadie normal tiene ese tipo de juntas y camina con una tortuga en los brazos. además sólo los locos y los vagabundos caminan en la ciudad en busca de nada concreto, cazando imagenes, y despreocupados de la senda. no es una mala teoría pensar que es en la locura donde puede residir el gran mistrio de la poesía y no en la naturaleza.

eso me gustaría preguntarselo a Van Gogh, o por último a Amía de la Oreja de Van Gogh, solo porque es rica y me gusta.

Jean Georges dijo...

Más que Van Gogh, veo a Hopper pintando desenfrenado mientras el Sr. K le dicta al oído una sinfonía de letras ordenadas en un pentagrama.
En este momento lo detesto, Mr. K. las letras me obligan a leer los capítulos anteriores. De todas maneras, gracias.