lunes, julio 25, 2005

Martín en las ciudades VIII

(Si quiere leer el capítulo anterior, pinche aquí. Un agradecimiento especial a la linda chica que aportó la foto del dirigible, de autoría de Martí Llorens)
La niña, que hasta entonces parecía dormida, lo miró sin sorpresa y asintió con un movimiento de cabeza. Antes que Martín pudiese hacerle otra pregunta se oyó, a lo lejos, un murmullo informe. Martín se desentendió de la muchacha y aguzó la vista a la distancia, donde le pareció ver que se acercaba una multitud encabezada por una banda de bronces.
Las ventanas de los edificios que rodeaban la calle y a Martín y a la niña se abrieron en un solo movimiento y un centenar de cabezas y brazos se asomaron al vacío y al mediodía aplaudiendo o chiflando o haciendo ambas cosas a la vez. La sombra de un dirigible cubrió el trozo rectangular de cielo sin nubes que podían ver y una lluvia de papel picado cubrió el concreto. Martín y la niña se miraron mientras la muchedumbre se acercaba y los bronces de la banda lanzaban su festiva melodía al aire y el dirigible se perdía tras las azoteas con el ritmo cadencioso de una ballena en el océano azul. Martín sintió de pronto la mano de la niña en la suya.
- Vamos –dijo la niña cuando la banda pasó y la columna ordenada y festiva desfilaba delante de ellos, arrastrándolo hacia la mitad de la calle y sumándose a la multitud que reía.
Había mujeres con vestidos de colores brillantes, hombres jóvenes con niños sobre los hombros, viejos de caminar lento portando banderas con diferentes diseños geométricos. Había perros negros que se escabullían entre las piernas de la gente, ladrando de vez en cuando, y gatos sigilosos que aparecían y desaparecían con suave y melancólico ronroneo. Había niños que corrían sin control alguno, arrastrando en su carrera piolines que terminaban en redondos globos blancos volando sobre las cabezas, ancianas de cabellos levemente rosados que cantaban al compás de la música una letanía sin palabras.
La niña llevaba a Martín de la mano sin decir nada, mirando hacia el frente. Déjà vu, se dijo Martín mirando el pelo color cobre de la niña, la piel morena de su mano grande envolviendo la blancura mínima de la niña. Esto ya pasó alguna vez antes, pensó, quizás cuando era niño, todo igual, los globos, las banderas, las risas, la música flotando sobre las personas, la caminata, las estrellas de colores que la gente pisa sin cuidado y que se amontonan junto a la cuneta. Sonrió sin saber muy bien por qué y con la mano libre tocó el bulto de la Chelonia guardada en el bolsillo.
Una mujer que caminaba junto a ellos le sonrió, cómplice. Martín la saludó con un movimiento de cabeza y sintió que le arrastraban fuera de la columna, lejos de la mujer que se volvió a mirarlo unos metros más adelante y luego se perdió en el mar de gente. Estaban otra vez sobre la acera, Martín respirando agitadamente y la niña quieta y solemne como una estatua griega. Junto a ellos, hacia la izquierda, entre los edificios se abría un boquete que era demasiado angosto para llamar callejón.
- Aquí es –le dijo la niña señalando con el dedo el pasaje y soltando la mano de Martín. Luego se alejó corriendo hacia la calle, mezclándose con un grupo de hombres vestidos con uniformes deportivos que portaban números sobre las camisetas.
Y Martín se quedó solo, sin moverse, mientras la multitud avanzaba y se iba perdiendo paulatinamente calle arriba hasta que no quedó nadie, hasta que el sonido de los bronces se perdió en la lejanía. Rezagados, junto a él pasaron tres chicos montados en bicicletas antiguas, riendo sonoramente y describiendo zigzageantes recorridos, como si estuvieran borrachos. Martín los observó perderse en dirección a la columna, intrigado por el precario equilibrio de los velocípedos. Luego ya no quedaban en la calle más que él y los trozos de papel picado que brillaban bajo el sol.
Miró hacia el pasaje oscuro entre los edificios y luego hacia arriba, hacia las ventanas de nuevo cerradas y mudas. Suspiró y se encogió de hombros antes de meterse entre los edificios, caminando de frente por la insólita callejuela que apenas dejaba espacio más allá de sus hombros. Varias veces, sin querer, sus manos golpearon el concreto desnudo que lo flanqueaba.
Así anduvo un buen rato, hasta que en la distancia le pareció ver una luz. Apuró el paso, sorpresivamente ansioso. Al final del estrecho pasaje había un muro de ladrillos rojos y un farol y bajo el farol una pequeña puerta. Cuando alcanzó la puerta, que no tenía más altura que un metro y cuya parte superior le llegaba apenas a la cintura, Martín se detuvo y giró sobre si mismo. En la oscuridad con la que se encontró no pudo distinguir señal alguna de la entrada al pasaje. Se volvió hacia la puerta, inclinándose para alcanzar la perilla, una bola de cristal facetado que le devolvió un golpe de frío al poner la mano sobre ella. Se dio cuenta entonces que sus nudillos sangraban.
Sin darle importancia a la herida, giró la perilla sin asombrarse de que la puerta estuviese sin llave. Se inclinó aún más de lo que ya estaba para poder franquear el umbral, entrando casi a gatas en una gran habitación de paredes rojas y techo alto del que colgaba una lámpara de lágrimas. Las paredes del cuarto tenían, cada una, una puerta, todas de diferente tamaño. La puerta por la que había llegado era la más pequeña, y en la pared opuesta se encontraba la más grande, que debía tener por lo menos tres metros y medio de alto y era ridículamente angosta. En mitad del cuarto, justo bajo la lámpara de lágrimas, una mujer de pelo negro y alborotado estaba sentada en una silla de madera.
Martín terminó de incorporarse luego del reconocimiento visual y miró a la mujer, que llevaba puesto un largo vestido negro que no permitía ver sus pierna pero sí sus hombros y el nacimiento de sus pechos. Avanzó hacia ella, que parecía no haberse percatado de su presencia. Cuando no los separaban más que un par de pasos, Martín se detuvo, estiró el traje con ambas manos y soltó un poco el nudo de la corbata.
- ¿Qué lugar es este? –preguntó Martín.
La mujer sacudió la cabeza, como despertando de un profundo sueño, y miró a Martín sin mostrar extrañeza. Luego giró la cabeza hacia los lados, observando con minucioso detenimiento el espacio que los rodeaba. El recorrido circular de su cabeza terminó en el rostro de Martín.
- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

El enredo entre lo onírico y lo "real", entre lo niña y lo mujer, lo niño y lo hombre.

Cpunto dijo...

una paloma mensajera o tal vez un globo o quizá la mujer? le ha teletransportado un mensaje,

saludos K!

Carolina Moro dijo...

Las habitaciones rojas siempre guardan algo. O en un rincón, o en el centro, o en la puerta pequeña de la entrada, o la ropa negra de la chica sobre la silla. Quizás sea sólo cuestión de luces y de filtros. O sólo esperar entre lo colorado de las paredes que suceda de pronto algo.

Miss Mag dijo...

También tuve un deja vu.Sigo leyendo.

Anónimo dijo...

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