domingo, julio 10, 2005

Martín en las ciudades VI

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
No era una luz fuerte pero de cualquier modo Martín cerró los ojos de golpe, quedándose sólo con la imagen de una acuarela colgada en un muro, con la imagen de una mujer delgada y de pelo negro que se quitaba la blusa y cantaba sin mover los labios.
- Creo que ya se ha ido –dijo una voz de hombre, rasposa y calmada.
Martín abrió primero el ojo derecho. Levantó el párpado lentamente y se encontró con una muralla amarilla y sucia. Trató de oír algo que le pudiese indicar de dónde venía la voz, pero no habían ruidos, solo el silencio y el polvo que alcanzó a distinguir sobre la cubierta de algo que parecía ser la esquina de un escritorio. Abrió el ojo izquierdo con prisa para descubrir que efectivamente era un escritorio y que sobre él una capa de polvo se había acumulado quizás por años. En la continuación de la pared amarilla, más allá del escritorio, casi oculta en la penumbra, reconoció una acuarela de Schiele.
- Supongo que siempre puede pasar –dijo la voz-, eso de llegar tarde cuando uno en realidad estaba a tiempo.
La voz venía de atrás, al igual que la luz. Martín giró sobre si mismo y tuvo que, rápidamente, poner la mano ante su rostro porque casi se golpea la frente con la ampolleta que colgaba del techo, sostenida apenas por un cable rojo y uno blanco. Más allá de la ampolleta, un escritorio idéntico al que ya había visto cubierto de pequeños animales disecados y tras el escritorio y los animales un viejo de barba blanca y corta, cabellos alborotados y una incipiente calva. El viejo no lo miró, atareado como estaba en el cuerpo de un pájaro de plumaje escarlata con el pico larguísimo y delgado.
- Es una Eudocimus ruber –dijo el viejo sin dejar su labor, que parecía ser rellenar el interior del pájaro con algodón y aserrín-, que ya casi no se encuentran por estos lados. Hay que tener buenos contactos en este negocio. Son lo más importante.
Martín miró a su alrededor hasta encontrar una silla, volteada sobre el piso en dirección a la entrada de la tienda. Fue una suerte no haberme tropezado con ella, pensó mientras por reflejo se sobaba el codo izquierdo. Recogió la silla y la acomodó frente al escritorio. No se sentó de inmediato, ponderando la calidad de la silla, que se veía bastante deteriorada y no le inspiraba demasiada confianza. Durante esos momentos de duda aprovechó para observar con más detención el interior de la tienda, que parecía ahora bastante más grande de lo que imaginaba.
- ¿Qué le parece, no es magnífica? –preguntó el viejo alejando el pájaro de su rostro y contemplándolo con una sonrisa- Antes, hace mucho, volaban en bandadas sobre los edificios, soltando de vez en cuando sus estridentes gritos. La gente se asustaba, era para reírse. ¿No se va a sentar?
Obedeció encogiéndose de hombros. La silla crujió durante un instante pero resistió, permitiéndole a Martín acomodarse y abandonar la postura rígida que había adoptado en un principio. Miró detrás del viejo, las paredes desnudas. En ningún lugar se veía un aparador o una estantería, ni siquiera una puerta diferente a la de entrada.
- ¿Quién se fue? –preguntó luego de un rato de silencio.
- ¿Quién qué?
- Usted me dijo antes: creo que ya se ha ido –insistió Martín, inclinándose hacia adelante-. ¿A quién se refería?
El viejo lo miró por primera vez. Tenía los ojos grises casi ocultos bajo las pobladas cejas. Lo miró largamente y luego puso el pájaro sobre el escritorio, junto a un pequeño mono de pelaje amarillo.
- A la mujer, por supuesto –dijo de pronto-. ¿Ve este simio? Nada menos que un Cebuella pygmaea. Ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis manos. Hace tanto tiempo, me parece. Quizás incluso yo era joven en ese entonces, si es que eso es posible.
Y lanzó una carcajada que sonó como agua cayendo sobre un montón de piedras. Martín no pudo evitar estremecerse al oírlo y desvió su atención al pájaro, luego al mono y finalmente se quedó mirando con curiosidad una especie de lagarto color madera con tintes rojizos y con el cuerpo cubierto de apéndices espinosos.
- Moloch horridus –dijo el viejo con evidente orgullo-. No se imagina el trabajo que hizo pasar este muchacho. Pero uno se debe, ante todo, al trabajo. Hay que ser profesional siempre. Ya pasó el tiempo de vivir en toneles de madera y vestir harapos, ese tiempo en que era necesario andar con una linterna encendida en pleno día para encontrar la verdad entre los hombres. Aunque debo decir que me sirvió de mucho. Como mínimo, ahora estoy preparado para cualquier contingencia.
- La mujer –dijo Martín sin dejar de mirar el lagarto-, ¿se fue hace mucho?
El viejo se rascó la barba, mirando hacia el techo.
- ¿Hace mucho? Sí y no, supongo. Pero al menos puedo decir que estuvo aquí. Se interesó bastante en el Moloch y me preguntó de qué se alimentaba. Cuando estaba vivo, por supuesto.
- ¿Y qué comía?
- Hormigas, principalmente, y otros bicharracos. Usted lo ve tan terrible con su coraza de espinas y después de todo no es más que un comedor de insectos.
- ¿Se llamaba Minerva?
- ¿Quién?
- La mujer, la que se interesó en el lagarto.
- Ese debe haber sido su nombre sin duda. Ella no lo mencionó, pero el otro que vino después lo dijo.
- ¿Otro? ¿Quién?
- No dijo su nombre, sólo dijo que la mujer se llamaba Minerva. Se llevó una Chelonia mydas, como esa que usted ve ahí. Lástima que no quiso llevarse ambas, me parece que se ven muy bien juntas. Era un sujeto triste, eso se le notaba apenas usted lo miraba durante un segundo.
Martín miró hacia dónde el viejo indicaba con la cabeza y vio un pequeño caparazón verde desde el que asomaban cuatro aletas rugosas. Lo tomó con la mano, asombrado de lo poco que pesaba, y buscó los ojos apagados en la cabeza, los ojos redondos y abiertos que reflejaban el vacío.
- Vamos llévela –dijo el viejo, ocupado de nuevo en el pájaro escarlata-. Ya le dije: sola casi no tiene valor para mí. Llévela, se la regalo.
Martín sonrió y metió la Chelonia con mucho cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta.
- Si se apura, aún puede alcanzarlo –dijo el viejo.
Las manos huesudas del taxidermista se movían como inquietas arañas sobre el cuerpo del pájaro, acomodando los algodones y el aserrín mientras palpaban sobre el plumaje verificando que no se produjeran aglomeraciones. Es un trabajo para artistas, pensó Martín poniéndose de pie. Esperó durante unos minutos para despedirse del viejo, pero éste ya se había desentendido de él y trabajaba como si estuviese solo en la tienda.
Martín se encogió de hombros y caminó hacia la puerta por la que había entrado, tocando con cariño la superficie abultada que había provocado la presencia de la Chelonia junto a su pecho. Cuando las campanillas de la puerta sonaron tras él, tuvo que usar la mano como visera para protegerse del sol que caía perpendicular sobre la calle.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien escrito .

No quisiera ser ave tasajeada.

Anónimo dijo...

por supuesto, sería un honor para mi. usted cree que se puede regalarar algo robado?, sí es así los colores de mis lapices son todo suyos... los colores no me pertenecen.
En el centro de Santiago pego mis monitas o en las micros. Ellas quizás cuentan las historias de las masas grises y sus nubes que nacen brillantes en otrar realidad para otra forma de lo real.

www.fotolog.net/pequenha_ava

Carolina Moro dijo...

Supongo que siempre puede pasar eso que usted dijo. Eso de llegar tarde cuando uno en realidad estaba a tiempo. También distraerse con animales muertos que cobran vida, y con búsquedas infructuosas que llevan a los lugares más extraños de la ciudad.

Lo triste del otro hombre. Los dedos delgados del profesional. El regalo bajo su chaqueta y el sol que da de lleno en su cara. Al menos hay luz...

paloma dijo...

Literatura y realidad, todo es posible aquí. No creo que tener un blog signifique abandonar las calles. En todo caso, gracias por venir a la mía y mostrar tu opinión. Saludos. P.

Cristina dijo...

Lei tu comentario en el blog de Paloma. Concuerdo con el interes y necesidad de estar y hacer uso de la calle, de ese espacio público que cada vez es más privado, más cercado, protegido, más censurado.

Pero de alguna manera este nuevo espacio virtual, tambien es un espacio de encuentro. Como la plaza, la esquina, la cancha.
Permite el comentario y el diálogo.
Espacio, que como la calle y la ciudad, es diverso, contiene cuentos, relatos, informaciones, diarios de vida, penas, sueños, rabias, ganas, pataletas, copuchas....
Ahora no es lo mismo...cierto, nunca es lo mismo. No es una cosa por otra, si no un además.

Saludos,

C.

Miss Mag dijo...

Martín, ya tengo a Martín en mi cabeza, lo veo mientras dialoga, con otros y consigo mismo.
Saludo con una magdarita amarilla en la mano, parada sobre una escalera a medio terminar.

Sra. Chayo dijo...

Sr K. hay veces en que nose que decir, en que el texto no lo puedo digerir, de hecho como que aun no lo mastico. Y conste que no saco el pedazo. Pero le posteo para que vea que le estoy vigilando.

Roberto_Carvallo dijo...

la otra vez caminando por los cerros de peñaflor tuve un problema con un picaflor gigante, no supe apreciar su bellaza y particularidad mientras estaba frente a mis ojos, parece que a veces necesitamos de taxidermista para que recreén un poco de bellaza muerta, porqué los simples mortales no tenemos la capacidad de verla cuando esta ahí, viva.


en relación al tema, de llegar tarde, cuando uno llega temprano, o vice y versa, sucede a menudo, especialmente cuando es sabado por la mañana.

ciao.

Bárbara Avello Vega dijo...

qué manera de escribir!.
llevo dias intentando leer la historia completa.(hecho, que el tiempo me ha impedido).
acabo de leerla, y la encuentro estupenda.
que siga adelante la intriga!