martes, enero 31, 2006

Delirios varios



1

El silencio vuelve a pesar en los bolsillos
como el tigre que espera en el armario
agazapado
envejecido
los ojos pequeños y llorosos
los pasos cada vez más lejos
la soledad olvidada.


2

Vendrán otros silencios
arena escapando de los bolsillos
recuerdos
vidrio molido
cicatrices invisibles
en las palmas de las manos
estigmas
vendrán otros silencios
tras las ciudades en ruinas
un poco como si el espacio
fuese otra cosa
digamos un batir de alas
o el sonido de los labios frente a frente.


3

Llegará un viento terrible
arrasando con las flores muertas
hiriendo la piel desnuda
una suerte de perro rabioso
será un viento triste
y lloraremos
y entonces ya será tarde
-es una ley de la vida
siempre es tarde-
los pájaros se volveran peces
las lágrimas cenizas.


4

A mediodía
cansada del cemento
del barro
del rincón hediondo a orines
de tantas colillas de cigarro
mi sombra se rebela
y me deja.
Creo que se va tras otros
pasos
busca calles nuevas
reposa en sábanas tibias de otro cuerpo.
Yo quedo como perdido
no la busco
(no sé como llamarla
ni el color de sus ojos conozco)
me siento en la cuneta
fumo cigarro tras cigarro
me envilezco.
Mi sombra yace con mujeres
se deja ir sobre la arena
de una playa y caracolas.
Regresa por la noche
cansada
me besa los párpados
con ternura
y se duerme a mis pies.

miércoles, enero 25, 2006

Paralipómeno singular del elefante africano en agosto


Mantuvo los ojos cerrados. Una brisa fresca le acariciaba el rostro. Se arropó con las sábanas y trató de imaginar la habitación: la ventana abierta, las cortinas sin correr apenas agitadas por la brisa, la cama desordenada, una de las puertas del armario -la que tenía el espejo de medio cuerpo- abierta, un poco de ropa esparcida por el piso, en el velador el libro de Jarry y un elefantito azul que había comprado la noche anterior. Sintió también un olor pero no logró precisar de qué se trataba.
Abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras pero tal cual la había imaginado. Estiró el brazo hacia el velador, buscando el libro. Tropezó con el elefantito. Se sentó en la cama y observó el animal más de cerca. Era realmente pequeño, con grandes orejas y un orificio en el lomo. Puso la figura sobre el velador. Tomó el libro y lo abrió, pero no pudo leer nada. Dejó el libro sobre la cama y salió de la habitación.
Por la cantidad de luz que llenaba la casa seguramente era cerca de mediodía. Entrecerró los ojos y caminó por el pasillo hasta el baño. Se mojó la cara y se miró en el espejo. Hace tres días que no se afeitaba. Salió del baño, recorrió el pasillo de vuelta, paso frente al dormitorio y entró a la cocina. En el lavaplatos habían varios vasos sucios. Dudó unos segundos y tomó una taza. Abrió el refrigerador y sacó una caja de jugo de piña. Alcanzó para llenar la taza casi hasta el borde. Dejó la caja en el lavaplatos, sobre los vasos, y salió de la cocina.
- Hola -dijo al entrar al comedor.
El ventanal estaba abierto por completo y dejaba entrar una brisa suave. Sintió el mismo olor que en el dormitorio.
- Hola -dijo ella.
Llevaba puesta una bata blanca y permanecía sentada en una silla, mirando hacia afuera. Al saludar giró la cabeza y dejó ver sus ojos claros. Él busco otra silla y se sentó cerca de la mujer. Tomó un trago de jugo mientras la miraba.
- ¿Qué tomas? -preguntó ella de pronto.
- Jugo de piña -respondió él.
Ella miró la taza, extrañada.
- No habían vasos limpios -dijo él.
Ella sonrió. Ambos miraron hacia afuera. La brisa les revolvió el pelo.
- He sentido ese olor desde que desperté -dijo él sin dejar de mirar hacia afuera.
La mirada de la mujer se volvió hacia él.
- Son los aromos -dijo.
Él la miró como esperando alguna explicación. Ella no dijo nada más. Él tomó el último trago de jugo y dejó la taza sobre la mesa.
- Mira -dijo ella mientras se ponía de pie y caminaba hacia el ventanal.
Él la siguió. Salieron a la pequeña terraza y ella le indicó con el dedo colina abajo.
- Ah -dijo él.
El costado de la colina estaba teñido de amarillo. Incluso junto a la casa algunos árboles lucían pequeños racimos de flores amarillas que semejaban copos de nieve. Levantó la vista. Las nubes se movían muy rápido. Cerró los ojos y respiró profundamente. Tras el perfume de los aromos pudo distinguir el olor familiar de la tierra húmeda.
- No los había visto -dijo y abrió los ojos.
- Ocurrió anoche. Tal vez hoy en la mañana -dijo ella.
- ¿Así de rápido? -preguntó él.
Ella se encogió de hombros. Apoyó la espalda en el vidrio y cerró los ojos. Él la miró durante unos minutos y después observó los aromos al pie de la colina. Al interior de la casa sonó el teléfono. Ella abrió los ojos. Él continuaba mirando colina abajo. El teléfono volvió a sonar.
- ¿Siempre ocurre de este modo? -preguntó él.
- No estoy muy segura -respondió ella un tanto confundida.
El teléfono insistió.
- El teléfono está sonando -dijo ella.
Él cerró los ojos, respiró profundo y esbozó una sonrisa al oír el cuarto timbre del teléfono.
- Lo sé -dijo.
Ella lo miró, miró hacia el comedor e hizo el ademán de entrar. Finalmente se detuvo.
- ¿No lo vas a contestar? -preguntó.
Sonó el quinto timbre. Él abrió los ojos y se volvió hacia ella.
- No -dijo mientras pasaba junto a ella para entrar en el comedor.
Fue hasta la mesa, tomó la taza y se la llevó a la boca.
- No queda jugo -dijo.
No hubo un sexto timbre.
Ella estaba de pie junto al ventanal, en la terraza. Él estaba de pie también, con la mano izquierda sobre el respaldo de una silla y la taza vacía en la otra mano. Se miraron.
- ¿Sabes algo acerca de elefantes? -preguntó él.
Ella lo miró sorprendida.
- ¿Qué tipo de elefante tiene las orejas más grandes -insistió él-, el africano o el indio? ¿Lo sabes?
Ella guardo silencio un instante. Luego entró al comedor y miró hacia el piso.
- El africano, creo -dijo.
Él intentó sonreír. Dejó nuevamente la taza sobre la mesa y se acercó a ella, que ahora miraba hacia afuera a través del vidrio. Las nubes se movían cada vez más rápido y se amontonaban hacia el este.
- ¿No tienes frío? -preguntó él.
- Algo -asintió ella y trató de cerrar el ventanal.
- No lo hagas -dijo él.
Ella se volteó a mirarlo. Las nubes ya habían cubierto el sol y no pudo distinguir su rostro en la penumbra.
- Por los aromos -le oyó decir.
Le dio la impresión que el hombre estaba sonriendo y ella también lo hizo.

viernes, enero 20, 2006

Martín en las ciudades XII

(Luego de un largo receso, Martín retoma sus extrañas aventuras. Para refrescar la memoria, el capítulo anterior lo pueden leer aquí)
- Deja ya de quejarte, vieja cascarrabias –dijo el señor con máquinas de afeitar-. Harías mejor en preparar más té helado para la chiquilla y su amigo. Hay que ver qué modales.
Y mientras hablaba se ponía de pie y a pasos cortos se acercaba y extendía la mano para saludar a Martín, que sonriendo la estrechó como si se tratase de un amigo de la infancia.
La señora con mundos se quedó de pie junto a su silla y esperó a que la niña se le acercara y la saludase con un tímido beso. La mujer no hizo gesto alguno que permitiese reconocer algún rastro de ternura pero a Martín le pareció reconocer un brillo distinto en sus ojos.
- Por favor –dijo un sujeto que yacía, lánguido, sobre la silla-, que tanta emotividad me da dolor de cabeza. Vamos a descansar otra vez, que ya la niña llegó y eso es suficiente.
- No le haga caso –dijo el señor con máquinas de afeitar a Martín, casi susurrando.
Lo tomó por el brazo y lo llevó aparte.
- El señorito con pulpo es muy quisquilloso –continuó susurrando el señor con máquinas de afeitar mientras caminaban- pero es buena persona y quiere a la pequeña una barbaridad. Es medio artista, usted sabe, y su sensibilidad está un poco más acentuada que la nuestra. Cuestiones estéticas le rondan como buitres y de vez en cuando se levanta sin decir nada y se marcha.
Habían llegado junto a la mesa redonda donde la radio cantaba rodeada de vasos vacíos, un jarro con té helado y un plato con rodajas de limón. La señora con mundos estaba junto a ellos mirando a Martín con desconfianza.
- Claro –dijo en voz alta, inmiscuyéndose en la conversación y sin importarle si el señorito con pulpo alcanzaba a oírla-, el chico se va y un par de días después vuelve con la ropa hecha jirones y el cuello adornado con huellas de dedos como un trofeo de guerra.
- Es cierto –dijo la señorita con limones sacándose los lentes de sol y enderezándose sobre la silla-, pero más que trofeos de guerra me parecen condecoraciones, que es casi lo mismo pero casi no más, y estoy segura que el señorito así los considera. Y eso de los días es un decir nada más, si usted se quedase un tiempo con nosotros podría darse cuenta que es imposible medir el tiempo en este lugar, más aún con esta bendita radio que no para de chillar.
Martín le sonrió mientras la señora con mundos le entregaba un vaso de té helado y se alejaba con otro para la niña, que conversaba unos metros más allá con la señora de las iguanas. La señorita con limones se sonrojó coquetamente y bostezó para disimularlo. El señor con máquinas de afeitar se acomodó los anteojos y fue tras la señora con mundos para no incomodar al huésped.
- ¿Y a dónde va? –preguntó Martín a la señorita con limones, que en ese momento se acercaba con el pretexto de buscar más té helado.
- ¿A dónde va quién? –dijo arqueando las cejas.
Martín pensó que era bonita, que quizás podría ser una buena idea pasarse allí una temporada, que la temperatura era agradable, que la hierba agitada por el viento y ese cielo luminoso tenían que ser buenos para la salud de alguna manera. Además, la señorita con limones había dicho algo acerca de lo inapropiado de usar términos temporales en aquel lugar, por lo que en estricto rigor no podía ni ganar tiempo ni perderlo quedándose allí. Pero en algún lugar, en otro lugar, estaba Minerva y la sombra de ese otro que le precedía, largo y triste como pintura de El Greco.
- ¿A dónde va quién? –insistió la señorita con limones algo molesta por haber perdido la atención de Martín.
- Pues el señorito con pulpo, de él hablábamos –respondió antes de beber un sorbo de té-. Esto está exquisito.
- Si necesita más limones… -dijo la señorita ofreciendo uno de los que tenía en la cabeza, a lo que Martín se negó con una gentil sonrisa-. Y, qué se yo. Se va a la ciudad, supongo, pues por acá no hay muchos lugares para entretenerse, como usted ya habrá notado. La chica de los periódicos viene de vez en cuando y él aprovecha para marcharse con ella, que conoce muy bien cómo salir de aquí.
- ¿Y usted no va con ellos?
- ¿Para qué? Se está muy bien acá, o aquí, o donde quiera que estemos.
El hombre con pierna agitó el periódico que estaba leyendo visiblemente molesto por la conversación y les lanzó una mirada de ira. La señorita con limones emitió una risita culpable y Martín se encogió de hombros a modo de disculpa. Entonces notó que, desde una silla apartada, un sujeto en el que no había reparado le miraba fijamente.
El joven con tortugas parecía esperar este momento porque de inmediato se levantó y en tres zancadas llegó junto a Martín. La señorita con limones comenzaba a contarle algo que ella creía era un recuerdo pero que no podía asegurar que en realidad hubiese pasado y se quedó callada de golpe ante la irrupción brusca del joven con tortugas, que llevaba un cigarro a medio fumar colgando descuidadamente del labio.
- Puedo darle algo a cambio – dijo el joven con tortugas.
Martín se sintió traspasado por la mirada melancólica del sujeto, incómodo y al mismo tiempo tranquilo.
- ¿A cambio de qué? –preguntó de vuelta buscando la mirada de la señorita con limones, que había bajado la cabeza y parecía observar algo entre la hierba.
El joven con tortugas acercó la mano rápidamente al pecho de Martín y presionó el sitio donde guardaba la Chelonia.
- Esto –dijo-, usted sabe muy bien que ya no lo necesitará y puedo darle algo muy valioso. Además, está claro que el taxidermista sabe lo que hace, tengo plena confianza en él. Hace mucho que tenemos tratos y nunca, o muy pocas veces para ser franco, se ha equivocado.
- ¿Usted le conoce?
- Solía andar por aquí. Le gustaba meterse dentro de un barril de madera para dormir y el resto del tiempo se lo pasaba caminando con una linterna. Imagínese, una linterna bajo el sol. Decía que buscaba la verdad. Finalmente se aburrió: no le gustaba ni el té helado ni la música.
La señorita con limones se había apartado sigilosamente y ahora contemplaba la escena desde lejos, reunida con la señora de las iguanas, la señora con mundos, el señor con máquinas de afeitar y la niña. El señorito con pulpo yacía inmóvil en su silla, completamente desentendido de lo que ocurría alrededor. Vaya sensibilidad, pensó Martín.
- ¿Hacemos el cambio? –insistió el joven con tortugas.
Martín asintió con un movimiento de cabeza. El joven con tortugas le guiñó un ojo, acomodó el cigarro entre los labios y chasqueó los dedos de la mano derecha. El hombre con pierna levantó la cabeza en dirección a ellos y prestamente apareció en su mano un bulto envuelto en hojas de periódico. El joven con tortugas lo alcanzó retrocediendo apenas un paso, operación que maravilló a Martín, que hubiera jurado que el hombre con pierna estaba mucho más lejos.
- Entonces esto es suyo –dijo el joven con tortugas luego de haber repetido el movimiento en sentido inverso y poniendo en manos de Martín el paquete que poco antes había aparecido en la mano del hombre con pierna.
Martín comenzó a desenvolver las capas arrugadas de periódico hasta que vio aparecer entre los pliegues la luz suave que emanaba de un corazón que latía tímido pero decidido, como una mariposa luchando contra un huracán.

martes, enero 17, 2006

Escrito con aire en el centro de la noche de los cuerpos

Para la señorita C., sol de mis noches.

La ciudad es un corazón abierto.
Un pálpito perpetuo.
La ciudad es tu cuerpo inexplorado, entero entregado a la exploración.
Caer como siempre en los espacios de la búsqueda y el encuentro, temas recurrentes, aterrizar en las esquinas pobladas de flores amarillas. Eres tú. Es tu cuerpo, aunque ya creo haberlo dicho. Un dibujo sin terminar, el gran dibujo, la palabra que las encierra todas, la adivinanza sin respuesta: ciudad, cuerpo, mujer, tú.
Había una vez un caminante extraviado, un chico delgado cantando de memoria algún temita aprendido cuando era joven. Había una vez una ciudad gris de la que ya no esperaba nada, de la que ya no podía esperar nada. No existían horizontes para entornar la mirada. La ciudad es una selva, han dicho tantas veces, y es cierto. Demasiado. Estaba el caminante, entonces, el chico con el impermeable abierto al viento y la dolor. Las canciones ya no puedo recordarlas, tanto tiempo ha pasado desde entonces. De más está decir que luego aprendería otras, nuevas, canciones que envolvían una nueva vida que entonces no podía ni siquiera intuir.
Las esquinas siempre han sido un misterio, un poco como tus rodillas o tus codos, mapas fascinantes de territorios poco conocidos y a veces puertas la placer o al olvido, sinónimos distantes pero sinónimos al fin y al cabo. Vendría quizás una lluvia, no los sé, no lo recuerdo. Era deambular perdido, regocijado en el extravío, en el pelo que se pegaba en su frente, en el agua que se le metía por el cuello del impermeable ya citado. ¿Dónde estabas tú en ese tiempo? Encerrada en el corazón del caminante, supongo, que caminaba ignorando tu existencia que transcurría en otras calles, cercanas y distantes hasta el dolor.
Había una vez una chica de voz grave que le gustaba andar en metro, que siempre iba apurada y se lo tomaba todo en serio. Una chica hermosa, con el rostro radiante como una estrella.
Estaban ambos recorriendo las venas de la ciudad pero en sentidos opuestos: si él iba para abajo –lo que puede ser tomado también como una metáfora, triste si quieres- ella iba para arriba. Si él se perdía en bares de mala muerte, en sucuchos infectos, ella iba sonriendo a la noche abierta, libre del olor de los orines y los borrachos.
Eso era entonces.
La ciudad es un corazón abierto.
Un pálpito perpetuo.
Ahora. El chico y la chica han visto atardeceres violentos entre los edificios de la ciudad, han buscado un café caliente en las noches de lluvia. Él ha aprendido mucho, ella ha sufrido. Él no es mala persona pero se equivoca a menudo. Ella tiene el corazón demasiado grande, tanto que cuando palpita parece que le hará pedazos el pecho. I think about this many times: she is a shiny star, a little sun in the middle of the night (my night, all my nigths). Se besan, se abrazan, se miran. Se buscan: a veces se encuentran y a veces no. La mayoría del tiempo están juntos, anyway, a pesar de las distancias y de los paisajes que puedan separarlos, a pesar de las palabras que se arrastran como silenciosos caracoles o que rasgan el aire con sus filos relucientes. En las noches, las de ambos, se destrozan a mordidas, buscan conocerse en el frenesí de la pasión, perdonando la cursilería y el lugar común. Se han perdido el uno en el otro y ahora luchan por volver a encontrarse.
Eso es ahora, en mitad del día y de la noche que se avecina como sombra de algo que no es y que algunos llaman muerte. Es una carrera contra el tiempo, sembrando una huerta de recuerdos que a veces se desdibujan pero nunca se olvidan.
Entonces.
Las noches se sucedían vertiginosas, entre botellas de vino y pantallas de cine, entre las sombras de algún parque donde las manos se movían con la inquietud de pájaros en celo, entre las voces de la ciudad que nunca pudo acallar sus palabras. Te amo, se decían, se dicen. Él la miraba como si acabara de descubrirla cada vez, y ella sonreía encandilando a otros hombres que pasaban. Nunca se habían visto antes y esa noche en que se encontraron, a pesar de las ya mencionadas voces y del huno de cigarro que enrarecía el aire, sintieron que era tiempo, que ya habían pasado demasiado tiempo el uno sin el otro. Miraron a través del cristal que multiplicaba la belleza y al otro lado cada uno vio sus propios rostros sonrientes. La noche era extraña, como lo fueron todas las noches siguientes hasta hoy. Extrañas por demasiado bellas.
La ciudad es un corazón abierto.
Un pálpito perpetuo.
(¿Es que la felicidad es tan terrible que le huimos como si tratase de un infierno abrasador? Te miro en la distancia del recuerdo y siento los escalofríos que preceden a ese amanecer en miniatura que representa tu persona)
Hoy, como tantas noches desde el amanecer de tu tiempo, me pongo a llorar en mitad de la noche. Callado, silencioso y avergonzado. Tu cuerpo no yace junto a mí. Tu respiración no refresca mi piel.
La ciudad es un corazón abierto.
Un pálpito perpetuo.
(Un regalo nuevo, por la tardanza, incluido en este regalo inconcluso. El resto para después.)
Hay una verdad que tiene tu nombre y a la que permanecí ciego por mucho tiempo, piensa el chico, sentado frente a la pantalla blanca del computador, en medio de una noche como tantas, sudando un calor interno que también lleva tu nombre y del que no puede escapar. Eres mi infierno, escribe. Eres mi cielo, escribe.

viernes, enero 13, 2006

Ignacio y el calefón (bonus track)

Ignacio piensa que la angustia es una especie de babosa color magenta que se esconde bajo la cama. Generalmente tiene este tipo de pensamientos por la mañana, cuando despierta con un prolongado bostezo y contempla absorto las rayas azules o verdes, dependiendo del día, de su pijama.
Ignacio bosteza todas las mañanas antes de emerger de su cama y calzarse las pantuflas de hipopótamos y salir de su habitación de piso quinto con vista al parque. A Ignacio no le seduce particularmente el asunto de la vista al parque, a pesar de que a la mayoría de sus conocidos les parece grandioso. Preferiría tener vista al mar, aunque sabe que dadas las condiciones geográficas de la ciudad es imposible y su desagrado innato por todo aquello como olor a pescado y arena en los ojos y la ropa no le permite el traslado definitivo a un departamento con vista al mar. Ignacio piensa que así es la vida, que nada es perfecto.
Es habitual que esta clase de reflexiones lo aborden camino a la cocina, que es pequeñita, como todas las cocinas de piso quinto con vista al parque. Apenas cabe en ella la cocinilla de dos platos y el balón de gas de once kilos, una repisa con especias varias adosada a la pared sobre el lavaplatos y un mueble con cajones para la vajilla -tres platos y cinco vasos- que Ignacio posee. La cocina tiene una pequeña ventana que mira hacia un patio interior donde los residentes del edificio cuelgan su ropa recién lavada. Al lado de la ventana está el calefón, un paralelepípedo blanco con las esquinas un poco oxidadas.
Ignacio busca los fósforos, que siempre se extravían y es necesario salir en bata a comprar otra caja al almacén que está cruzando la calle y que Giovanni atiende muy amablemente pero a horarios no muy precisos. Esta vez encuentra los fósforos justo antes de que salten por la ventana hacia el patio. La caja está casi vacía, apenas queda un fósforo en su interior. Con una destreza manual que conserva desde su infancia, cuando quería convertirse en un maestro internacional del origami, frota el fósforo contra el raspador, protege la llama de las corrientes de aire, gira la válvula del gas y enciende el piloto del calefón. Ignacio suspira satisfecho, pues la operación le ha demandado un no pequeño esfuerzo.
La llama del piloto explota un par de veces, para sobresalto de Ignacio que recuerda con claridad la explosión del calefón del departamento 709 hace un par de semanas. La llama del piloto explota nuevamente e Ignacio, presa del pánico, cierra la válvula del gas. Un silbido escapa del piloto. Ignacio mira el fósforo quemado, que aún conserva entre los dedos, y siente una tristeza azul que le cubre los ojos.
Ignacio piensa entonces que la angustia es una especie de babosa color magenta que se esconde bajo la cama.

martes, enero 10, 2006

Ignacio y los ascensores

No es que Ignacio les tema a los ascensores. Muy por el contrario, le parecen la invención más importante del ser humano después de la rueda y, tal vez, del teléfono. Le encantan los ascensores antiguos, esos en los que él mismo debe correr el enrejado que sirve de puerta, debe soltar el freno y mientras baja -o sube- se pueden ver las losas de concreto que hay entre piso y piso. También le gustan los ascensores más modernos, llenos de brillantes metales de color dorado y alfombra en el piso y un cartel sobre la puerta en que se solicita a los usuarios no quitarse el sombrero para comodidad del resto de los ocupantes y un enorme espejo en la muralla del fondo.
Celeste le dijo, una de las tardes que visitó a Ignacio en su departamento, que esos espejos servían para que los ascensores no parecieran tan pequeños. A Ignacio esa explicación le pareció razonable aunque él tiene su propia teoría, pero no se trataba de contradecir a Celeste en ese momento, cuando una brisa que venía desde el balconcito arremolinaba el vestido violeta entre sus piernas. Ignacio piensa que los espejos sirven para que la gente no se sienta tan sola en los ascensores, que a muchos les parecen tan inhóspitos y a muchos más aún les son indiferentes. Ignacio nunca se siente solo en un ascensor, y no precisamente por el espejo. Ignacio siente que todo está a su alcance, que hay cierta calidez que muy pocas veces puede encontrar en la calle.
Acerca de los ascensores de última generación, Ignacio los encuentra simplemente fantásticos, con todo su despliegue de tableros digitales y botoncitos cromados, sin hablar de unos cilindros que tienen en el techo y que iluminan suavemente el cubículo. Ignacio recuerda los libros de ciencia ficción que leía en su adolescencia y estalla en un júbilo silencioso que la mayoría de las veces lo obliga a bajarse del ascensor uno o dos pisos antes.
Ignacio ama los ascensores, que siempre son tan útiles, sobre todo si uno está cansado de caminar quince cuadras cargado hasta el tope de chucherías y verduras. Ignacio no les teme a los ascensores, pero sí a ese hueco vertical por el que circulan. Ignacio siente pavor sólo al imaginar ese espacio oscuro sin ninguna comunicación con el exterior, pues las puertas de entrada a este lugar son, al mismo tiempo, las puertas del ascensor, y es ahí a donde uno se dirige y de ningún modo al esófago de concreto que recorre de arriba a abajo los edificios. Ignacio puede imaginarse claramente el infierno como uno estos túneles, pues por lo menos noche por medio despierta empapado en sudor después de haber soñado que caía interminablemente a través de un angosto y oscuro pasaje. Ignacio ha escuchado de casos de gente que, accidentalmente, ha sido devorada por estas gargantas infernales. La puerta se abre, pero el ascensor no está. Un paso y adiós. Ignacio lo sabe perfectamente. Por eso muy rara vez utiliza los ascensores y eso lo llena de tristeza porque siempre le han parecido tan bonitos, tan acogedores.

viernes, enero 06, 2006

Gatos

Descubrió al gato nuevo el martes. Lo descubrió sin querer. Se asombró de distinguir alguna diferencia entre los gatos. Se había levantado casi a las diez. Se sentó en el borde de la cama y tomó un cuaderno y un lápiz del velador. Leyó lo último que había escrito. Lo leyó otra vez. Acercó el lápiz al cuaderno pero se detuvo antes de comenzar a escribir. Dejó el cuaderno y el lápiz sobre la cama. Salió de la habitación. Revisó los dos sobres que habían encima de la mesa del comedor y se los llevó con él a la cocina. Mientras leía la primera carta -un anuncio promocionando un cementerio todo césped y lápidas blancas a ras de suelo- abrió el refrigerador y sacó una caja de jugo. Dejó la carta en el borde del lavaplatos y conservó el otro sobre en la mano. No encontró vasos limpios. Vació la caja de jugo en un tazón azul. Abrió el sobre y se acercó a la ventana. Alcanzó la invitación a suscribirse a las Reader’s Digest antes de mirar hacia afuera y descubrir el gato nuevo. Era gris con el hocico y las patas blancas. Le pareció igual a los otros gatos. Estaban amontonados sobre la comida que les había dejado Alejandra antes de salir. Eran una masa movediza de pelos. Tomó un trago de jugo y se fue al dormitorio.
Estaba durmiendo cuando Alejandra volvió. El ruido que la puerta hizo se mezcló con el sueño. Iba por una calle mojada y desierta. Así fue por mucho rato: caminar por la calle, mirar hacia las tiendas cerradas, las vitrinas a oscuras. De pronto una puerta que se abre y un vestíbulo apenas iluminado por una ampolleta. Un poco más allá se distingue una escalera. Avanza hacia la puerta abierta. Entra. A su espalda oye el ruido de la puerta al cerrarse. Entonces despertó. Había anochecido. Vio la silueta de Alejandra detenerse frente a la entrada del dormitorio. Estiró la mano y encendió la lámpara.
- Pensé que estabas dormido -dijo Alejandra.
- Lo estaba -dijo él.
Alejandra se sacó los zapatos apoyada en el marco de la puerta. Caminó hacia la cama y se quitó la blusa. El pelo le caía sobre la espalda.
- ¿Escribiste algo? -preguntó mirando el cuaderno y el lápiz que estaban sobre la cama.
Él la miró de perfil. Luego giró la cabeza y fue reconociendo los mismos rasgos a medida que modificaba la perspectiva. Le gustaba hacer eso. También leer de lado. O de cabeza.
- Un poco -bostezó.
Ella no hizo nada durante unos segundos. De pronto se volvió hacia él y se le lanzó encima. Se besaron. Él la ayudó a quitarse la falda y las medias. Le soltó el seguro del sostén. Ella le sacó la polera. Se miraron. Volvieron a besarse. Hicieron el amor sin apagar la lámpara.
Él se levantó y fue a la cocina. Volvió con un tazón azul con agua. Se acostó y apagó la lámpara. Alejandra había encendido un cigarrillo. Fumaba sentada. Él la miró.
- Tuve el mismo sueño -le dijo.
Alejandra dejó escapar una bocanada de humo. El humo tomó forma de locomotora.
- Parece una locomotora -dijo.
- Cierto -asintió él.
Bebió un trago de agua.
- El sueño ese de la calle, ¿ese sueño? -preguntó Alejandra.
- Sí, ese.
- ¿Y fue como siempre?
La bocanada ahora adquirió forma de conejo.
- Parece un conejo -dijo él, y agregó: No, hubo algo distinto.
- ¿Sí?
- En un edificio se abrió una puerta.
- ¿Y?
- Entré.
Alejandra apagó el cigarrillo en el cenicero. Se deslizó bajo la sábana. Lo abrazó y recostó la cabeza sobre su pecho.
- ¿Qué había? ¿Viste algo?
- No mucho. Había poca luz, amarillenta, como de ampolleta. En algún sitio vi una escalera.
- ¿Qué más?
- Nada. La puerta se cerró y desperté.
- ¿Por el sonido de la puerta?
- No lo sé.
En algún lugar sonó una sirena de ambulancia. Él le metió la mano en el pelo y comenzó a acariciarla. Ella suspiró. Desde el patio les llegó un maullido.
- Hay otro gato -dijo él.
Alejandra se apretó contra su pecho y volvió a suspirar.
- Hay otro gato -repitió él.
- Sí -dijo ella.
- Teníamos un acuerdo.
- Sí, lo sé, pero tendrías que haberlo visto...
- Lo vi hoy.
- Lo siento, de verdad. Tú sabes...
Alejandra dejó sin terminar la frase. Él podía oír su respiración entrecortada. Sabía que estaba llorando.
- Está bien -dijo apretándole suavemente la cabeza.
- Lo siento, de verdad -dijo ella entre sollozos.
- No importa, pero este es el último.
- Sí. El último.
- Tienes que prometerlo.
- Sí. Lo prometo. De verdad.

miércoles, enero 04, 2006

Leones

Image Hosted by ImageShack.us


Los leones envidian secretamente a las arañas. Por eso se trepan a los árboles y están ahí horas tratando de no perder el equilibrio. Si un león tiene como madriguera una cueva, será muy cuidadoso a la hora de la limpieza y no destruirá ninguna telaraña. Los leones no se bañan en días y arrastran un enjambre de moscas sobre ellos para pasar cerca de una telaraña y sentarse a contemplar como quedan atrapadas las moscas. Sigilosa y ágil, la araña se acerca a su víctima y, a pesar de intentos de la mosca por zafarse, la abraza, la ahoga entre sus fuertes patas y su mortal beso. Un león puede pasar horas y horas observando este espectáculo a la sombra de un árbol, en la humedad de las cavernas o en la brisa fresca que hace ondear la hierba a la orilla de los estanques africanos en otoño. Durante ese tiempo los leonas cazan, porque a ellas les importan otras cosas. Los leones también aman las alturas, las estrellas, los pájaros. Los hombres los comprenden y levantan altos pilares coronados con majestuosos leones que parecen vigilar todo cuanto les rodea. Si un león pasa frente a la fachada de un museo o un banco -lugares donde generalmente los hombres levantan sus estatuas- y ve a uno de sus congéneres de bronce, mármol o concreto, hincha el pecho y sigue su camino con paso lento y orgulloso, y en sus ojos brilla cierta emocionada alegría. A las arañas el hombre no las comprende y no les levanta monumentos. Por eso las arañas envidian secretamente a los leones.