jueves, agosto 18, 2005

Martín en las ciudades XI

(Para leer el capítulo anterior, pincha aquí)
Despertó con violencia y la boca seca, ubicándose de pronto bajo la bóveda de cristal y los aromos y la hierba que le rodeaba, encontrándose con una silueta a contraluz de pie junto a él.
- Pensé que ya no vendría –dijo la niña, que mostraba dos hileras de parejos dientes blancos al sonreír.
Martín le devolvió la sonrisa mientras se incorporaba hasta quedar sentado sobre la hierba. Se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor, y respiró profundo. El perfume de los aromos invadió sus pulmones sin despertarlo del todo. Le parecía haber dormido durante días y abrió y cerró los ojos varias veces para espantar la somnolencia.
- ¿Y ahora? –preguntó Martín mirando hacia el horizonte verde que se perdía en la distancia.
La niña se había acercado hasta quedar bajo la sombra del árbol y colocó la mano sobre el hombro de Martín, que se volvió para mirarla. Llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico adornado con cilindros a la altura de las orejas y bajo el rostro sonrosado una blusa roja que parecía quedarle grande le cubría el torso. Un vestido amarillo bajaba hasta los pies desnudos, cuyos pequeños deditos se movían intranquilos.
- Hay que andar un largo trecho aún –respondió la chica con gesto severo-, pero no tanto como para asustarse. A mí, por lo menos, me encanta caminar. Sobre todo cuando el clima es tan agradable.
Moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, Martín asintió y se puso de pie lentamente. La niña se había adelantado un par de pasos y esperaba silbando una alegre melodía que se mezclaba con el viento, como si en otro sitio, no muy lejos, la misma música saliese de una vieja radio a transistores. Le hizo un gesto con la mano y se pusieron en camino bajo la luz que caía perpendicular sobre ellos, que no proyectaban sombra alguna sobre la alfombra de hierba.
A los pocos minutos de andar Martín volvió a escuchar la melodía. Miró a la niña, que caminaba a su lado, pero esta vez ella no silbaba sino que sonreía como si hubiese recordado alguna historia graciosa.
- ¿Escuchas? –preguntó Martín.
- Sí. Eso significa que ya estamos cerca o, por lo menos, que nos estamos acercando. Claro que no es lo mismo una cosa que la otra.
- ¿Y tú qué crees?
- ¿Acerca de qué?
- Si estamos cerca o sólo nos acercamos.
La niña se detuvo, pensativa. Miró a Martín y luego giró la cabeza en todas direcciones, como buscando algún punto de referencia. Las siluetas de algunos aromos se distinguían no muy lejos y ya no habían siquiera señales del muro que Martín había seguido antes de dormirse. Era fácil deducir que caminaban hacia el interior del jardín y no hacia sus bordes. Quizás lo que buscamos está en el centro de todo esto, pensó Martín observando también el paisaje y mirando luego hacia arriba, a la bóveda de cristal que le parecía cada vez más distante. Si es que es posible hablar de centro o de bordes, se dijo, pues aquí todo es más bien otra parte, un paisaje que deviene de sí mismo una y otra vez, Heráclito se moriría de a poco sin poder comprenderlo.
- Es difícil de decir –sentenció la chica sin perder la seriedad y llevándose un dedo a los labios-. Pero usted y yo escuchamos la música, lo que es una buena señal. Debemos seguir, no tenemos alternativa, y con un poco de suerte estaremos cada vez más cerca que si nos quedamos aquí parados pensando como filósofos muertos.
Martín se estremeció ante la posibilidad de haber dicho lo que pensaba en voz alta, aunque después de todo no era tan extraño. Buscó con la mano el bulto de la Chelonia en el bolsillo y se sintió más tranquilo.
Siguieron caminando y deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Luego de un tiempo que podían ser horas la música llegó a sus oídos claramente y pudieron ver a un centenar de metros a un grupo de personas que tomaba el sol en sillas de playa. La niña sonrió, tomó la mano de Martín y apuró la marcha.
Una silueta se enderezó sobre su silla como mirándolos y luego se paró y comenzó a caminar hacia ellos. Cuando ya podían ver claramente que la lona de las sillas de playa era roja y blanca y que al centro del grupo había una mesa con una radio de madera que lanzaba la música al aire, la señora de las iguanas abrió los brazos para recibirlos sin dejar de caminar.
- Querida –le dijo a la niña-, estábamos preocupados por ti. La señora con mundos apostó su nariz a que te habías perdido, aunque todo el resto sabíamos que eso era imposible y se lo dijimos. Incluso el señor con máquinas de afeitar le quito la palabra por diecisiete minutos.
La pequeña soltó la mano de Martín, que se detuvo para observar la escena, y corrió hacia la señora de las iguanas para treparse en su holgado vestido de flores y abrazarla con furia.
- Nunca me pierdo, nunca me pierdo –gritaba mientras corría e incluso un par de veces cuando estaba en los brazos de la señora.
Luego de intercambiar besos con la niña y de acomodarse una de las iguanas, que se le había sigilosamente deslizado hasta el hombro, la señora miró a Martín y le regaló una gran sonrisa.
- Usted también ha llegado –le dijo-, y ha llegado primero que el otro. Eso es bueno. Ahora vengan, por favor, y tomen un té helado con nosotros antes de seguir el camino.
Dejó a la niña sobre el suelo y le agarró la mano. Los tres caminaron ahora sin prisa hacia el grupo de personas en las sillas de playa, la señora con la pequeña adelante y Martín retrasado un par de pasos.
- Aquí están, ya han llegado –dijo la señora de las iguanas en voz alta-. Ya ve, señora con mundos, que no había motivo de preocupación y que no era más que una demora, de esas que por estos días abundan.
La señora con mundos se levantó de la silla con un vaso de té helado en la mano y miró con desconfianza a Martín. Era una vieja pequeña con el pelo largo y su gran nariz destacaba sobre el rostro arrugado y los ojillos perspicaces.
- Nunca estuve preocupada por esta mocosa –reclamó-, y menos por este que viene con ella. Lo que pasa es que ustedes son demasiado confiados, nada más.
- Deja ya de quejarte, vieja cascarrabias –dijo el señor con máquinas de afeitar-. Harías mejor en preparar más té helado para la chiquilla y su amigo. Hay que ver qué modales.
Y mientras hablaba se ponía de pie y a pasos cortos extendía la mano para saludar a Martín, que sonriendo la estrechó como si se tratase de un amigo de la infancia.

8 comentarios:

El señor K. dijo...

Es necesario otorgar los créditos que corresponden por las imágenes, y para no entorpecer la lectura lo hago acá.
La señora de la iguanas es una imagen de Graciela Iturbide, fotógrafa mexicana.
La niña, la señora con mundos y el señor con máquinas de afeitar -y el resto de personajes que aparecerán en la próxima entrega de Martín en las ciudades- son de la serie Peluquerías de la fotógrafa española Ouka Lele.

Roberto_Carvallo dijo...

que sicotrópico y las fotografías ayudan a crear imagenes perplejas con un pequeño gesto grotesco.

pero de ahora en adelante también tendre una chelonia en los bolsillos por si las cosas se ponen feas, por ejemplo, si se presenta el hombre cabeza de pico o las señora cabeza de choro.

ahora sin humor punk, el relato esta de pelos.

adios k

Dra. Kleine dijo...

wuooo!haciendo pie por aqui y sorprendiendome cada día más.
Un saludo!

Anónimo dijo...

Cierto dejo extraño de Alicia en el país de las maravillas.

Indianguman dijo...

Está buenísima!!! Me he gozado como china los once capítulos leídos de un tirón.

saludos

Anónimo dijo...

Sr. K,

Me gusta el collage que hace entre su prosa y sus imágenes, aunque como ávida lectora, a diferencia de las artes visuales, me gusta la escritura porque me da la libertad de crear personajes a mi antojo. Después de leer las historias de Martín y su mundo de realismo mágico que usted le ha creado, me doy cuenta el enorme espacio que hay entre usted (talentoso escritor) y yo (ávida lectora): usted tiene la capacidad para crear mundos que no se asemejan a nada y hacerlos parecer reales, yo apenas puedo escribir sobre mi misma en mi diario intimo.

Excelente relato, espero con ansiedad próximo capitulo.

Carolina Moro dijo...

Ya los aromos parecen ser una excusa, sólo un techo transitorio para seguir el camino con la niña-no niña que más parece un guía nocturno que trabaja de día.

Cuando Martín se levanta, parece otro despertar, sacudirse las pelusas de las manos, estirar las piernas y partir otra vez.

Y esta especie de laberinto con música de fondo y con centros de jardines más que bordes de color verde, es otro sacudirse frente a sillas de playas bicolores, o sólo otra línea más del mapa en su cabeza.

Miss Mag dijo...

Detrás de las hileras de dientes, acercándonos, supongo. Lo sigo todavía Sr. K.