domingo, agosto 07, 2005

Martín en las ciudades X

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
Martín miró alternadamente las tres puertas, luego abrió la mano, contempló la Chelonia y se la guardó en el bolsillo. Caminó con decisión hacia la puerta de la derecha, tomó la perilla y la giró. Al abrir la puerta, el olor de los aromos en flor le pegó en la cara y la luz del sol lo obligó a cerrar los ojos.
Oyó el sonido que la puerta hizo al cerrarse, como el de una cucaracha aplastada entre las páginas de un libro, y abrió los ojos para encontrarse frente a un patio interior que debía ser muy grande, pues no alcanzaba a distinguir los muros que lo limitaban. Arriba, contrario a lo que pensó en un momento, no estaba el cielo, por lo menos no directamente, sino que había una bóveda de cristal que permitía ver más arriba lo que debía ser el color azul del cielo, aunque el sol, que lo inundaba todo con una claridad perturbadora, no aparecía por ningún lado.
A su espalda quedaba el único muro visible, una pared de concreto desnudo donde empotrada la puerta cerrada no ofrecía posibilidad alguna de volver a abrirse. No había perilla visible de su lado, del lado del patio cubierto de hierba larga y cuidada y poblado, por aquí y por allá, de frondosos aromos que ofrecían sus odorosas flores amarillas y su sombra. Martín estuvo durante un rato mirando la puerta, palpando los bordes sin intersticios entre la madera roja y el muro gris.
Respiró profundo, dejando que el olor de los aromos lo trasladase a una primavera distante, a los días a mediados de un agosto lejano agosto en que caminaba junto a un cerro con un sobre amarillo bajo el brazo. Y el cerro, claro está, la ladera del cerro cubierta también de amarillo y algo parecido a una ensoñación emanaba del perfume de las flores que colgaban en racimos de los árboles. La imagen inconclusa de algo que había sido o que sería, una especie de profecía quizás, pensaba Martín mientras comenzaba a caminar junto al muro y dejaba que sus nudillos se arrastraran sobre la suave superficie.
Qué había en el sobre, se preguntó de pronto luego de andar un rato, era pesado, eso puedo recordarlo, pero el contenido, qué había dentro del sobre, porque ahora no sé, ni siquiera puedo imaginarlo. Intentó sumar el sobre a los aromos y a la ladera inclinada del cerro pero el resultado no terminaba de cuajar en una imagen concreta. Papeles, seguro, pero qué. Se detuvo y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano. Había caminado demasiado y el calor y el perfume de los aromos lo tenía atontado.
Se apartó del muro en dirección hacia uno de los árboles, buscando su sombra. La hierba ofrecía un mullido asiento y poco a poco se fue estirando sobre el colchón verde hasta estar completamente acostado, distinguiendo entre las ramas del árbol los brillos que provenían de la cúpula como destellos intermitentes de artificiales estrellas. Tratando de controlar el sueño fue girando hacia su derecha, mirando ahora entre las briznas de hierba el horizonte que se perdía en la distancia.
Tuvo la impresión que la hierba bailaba, agitada por un viento que no podía sentir. Se incorporó de golpe, hasta quedar sentado y con las manos apoyadas sobre la tierra levemente húmeda. Miró hacia todos lados, ahora seguro que la hierba danzaba y arrojaba amarillos destellos al variar el ángulo en que reflejaba la luz. Otro recuerdo, pensó, una mañana de agosto (¿otra vez agosto?) en que un campo de trigo arrojaba desde su inmaduro verdor una luz amarilla bajo el sol. ¿Era realmente un recuerdo o actuaba sobre él una suerte de sinapsis motivada por una pieza de Chopin que de pronto comenzaba a surgir desde el silencio? Sacudió la cabeza, inútilmente. No pudo desprenderse ni del recuerdo ni de la musica.
Se dejó caer hasta quedar acostado otra vez. Cerró los ojos, sofocado. Y ahora fue la imagen de la mujer recostada sobre el diván la que le invadió, la mujer de pelo corto y oscuro que volvía a cantar en francés sin mover la boca. Cantaba rodeada de un resplandor áureo, como si desde una ventana que no podía distinguir entrase la luz del amanecer que teñía las paredes del cuarto. Y caminaba hacia ella lentamente, tranquilo, hasta acercar su mano al rostro blanco de la mujer, que esbozaba una roja sonrisa con los labios. Sintió entonces el contacto de la mano de la mujer en su hombro, sintió o imaginó el remezón cariñoso que parecía una caricia sin serlo en realidad.
Despertó con violencia y la boca seca, ubicándose de pronto bajo la bóveda de cristal y los aromos y la hierba que le rodeaba, encontrándose con una silueta a contraluz de pie junto a él.
- Pensé que ya no vendría –dijo la niña que mostraba dos hileras de parejos dientes blancos al sonreír.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Tiene una especie de... humm... como de... como explicarlo? una dimensión tan rara que es difícil imaginarlo con las experiencias cotidianas...

Saludos!

Anónimo dijo...

manifiesto incompleto para el crecimiento...
http://demanifiestos.blogspot.com

crisis dijo...

hola k, da gusto leerlo tras el arrebato del fin de semana. cuando vamos por un par de chelas? te llamaron para que estuvieras en el set, pero no hubo forma de comunicarse contigo. ¿qué pasó?

Carolina Moro dijo...

Creo que los aromos son culpables del enredo, de la confusión. Y claro, qué contenía el sobre amarillo es una pregunta que me comenzó a rondar.
Era agosto, otra vez agosto?

Miss Mag dijo...

Has sufrido un ataque anónimo. Yo no soy anónima y contestando a las hileras de dientes...pero vine.

Jean Georges dijo...

Sin duda que el pasto formaba hileras de danzantes ejércitos, que avanzaban solitarios a la lucha final, a la batalla por la posesión del trono de las mullidas desesperanzas. Y Martín era un testigo involuntario, un fiel de balanza averiada, un adoquín herrumbroso y polvoriento, que sucumbía ante el poder encantador de la muerte que emitía la llamada.

Anónimo dijo...

best regards, nice info »