lunes, diciembre 18, 2006

Liturgia

La madona sistina



Estar asomado al balcón, sentado cómodamente en ese trozo de cielo mientras atardece y después de la marihuana y la cerveza, mirando hacia el horizonte encendido a medias cubierto por el edificio de enfrente, por esa colección de ventanitas de calendario de adviento que se comienzan a encender o abrir o cerrar sin orden aparente, mirando la pared de ladrillo que oculta parte de ese otro cielo –no de aquel del que cuelga el señor K. en ese momento, no, sino otro espacio que se dibuja tanto en la distancia como en la imaginación, palabras que vienen un poco a convertirse en sinónimos al sentir el viento que sube de la costa y le acaricia la cara y le revuelve el pelo demasiado largo ya- y lo desdibuja y a la vez lo acota.
Y comenzar a escuchar la voz de una mujer que llama a su hija, supone, una mujer ya algo vieja, la voz rasposa llamando Albertina, Albertina y luego callando en espera de una respuesta que no llega y al otro lado de la calle y el parque el edificio de ladrillos y sus ventanas. El señor K, desde el balcón, observa una ventana que se enciende, multicolor, con las luces de un árbol de pascua y otra que se apaga luego de que un hombre con la cara pintada por la tristeza se detuviera junto a la puerta abierta y volviese el rostro como buscando algo. Observa una ventana sobre la que hay pegada una estampa de Jesús bonachón y con la palma abierta en un gesto de advertencia más bien severo y que contradice la quietud de su semblante y en el extremo superior del edificio su mirada se encuentra con un par de muchachitos regordetes que asoman sobre el borde de la ventana como en una cuadro de Rafael, la mirada y el pensamiento extraviado. Y nuevamente la voz de la mujer, Albertina, Albertina, y el silencio del atardecer como respuesta.
El parque silencioso se convierte en un eco vacío mientras la noche va ganado terreno, piensa el señor K. cerrando los ojos para disfrutar del viento con olor a mar, a sal y mareas, que completa el cuadro. Cada ventana una vida, se dice chasqueando la lengua seca contra el paladar, y cada vida un misterio. Un par de chicos que observan divertidos a una mujer que llama desde la ventana a su hija, una mujer de mediana edad, el rostro deslavado y las manos manchadas, asomada a la ventana y llamando a su hija y mirando al parque vacío que se agranda ante sus ojos como un monstruo dormido, como un corazón negro que late cada vez más lento.
El señor K. abre los ojos y en sus pupilas se reflejan –o eso cree él- los cuadrados minúsculos de las ventanas del edificio que ahora se mezcla con la noche cerrada y con el silencio cada vez más espeso y con la ausencia de viento que ha dejado espacio justo para oír una vez más la voz de la mujer llamando, ya no con un grito sino con un sollozo sordo, con la última llama de esperanza quemando como un trozo de carbón sus labios. Albertina, Albertina, escucha apenas el señor K. antes de levantarse y dar la espalda al mundo para sumirse en la oscuridad de su propio espacio.

miércoles, diciembre 13, 2006

Yo detesto a Pinochet

Pinochet
El señor K definitivamente no celebró la muerte de Pinochet. Había despertado recién cuando supo y tuvo que sobreponerse a una resaca de aquellas antes de digerir la noticia. Aunque digerir, lo que se dice digerir, ya lo había hecho, poco a poco, durante la semana que había pasado desde que el tirano había entrado casi muerto al Hospital Militar. Apenas le quedaba rumiar la tristeza y la rabia acompañándolas de un vasito de Coca-cola para apagar el incendio interior provocado por las celebraciones del cumpleaños de El Cuervo, demasiado regadas, si se miraban en perspectiva. Así que de celebraciones ya tenía suficiente.
Pero se ha dicho que había tristeza y rabia.
Tristeza porque los que celebran brindando con champaña solían ser otros, los animales que rieron mientras el palacio de La Moneda era derrumbado por los proyectiles. El señor K. sabe muy bien que no es quién para juzgar, muchas veces, las acciones de otros, y comprende la alegría y el alivio. El señor K. nació apenas veintiocho días antes del golpe y recuerda con mucha claridad las tanquetas que se paseaban por las calles, el toque de queda, el silencio forzado. Recuerda muy bien el hedor de la muerte –del miedo a la muerte- que rondaba las calles de Santiago, los apagones y el sonido de las metralletas montadas sobre jeeps militares. Todo eso sucedió, el señor K. lo vio y oyó directamente y eso nadie puede negárselo, así como tampoco un pequeño sentimiento de alivio, una sensación placentera como de animalito que toma sol por la mañana.
La tristeza tenía que ver también con los recuerdos relacionados con sus 17 primeros años de vida, con canciones de Víctor Jara –con las manos destrozadas de Víctor Jara, con la sangre de Víctor Jara cubriendo las baldosas del entonces Estadio Chile-, con algún compañero de curso que fue detenido y torturado, con esas nubes que le cubren los ojos cuando ve Estadio Nacional o La Batalla de Chile.
Hubo rabia, también. Rabia en dos partes. La primera al ver a ciertos personajes de derecha tratando de rescatar algo bueno de la dictadura y de la figura de Pinochet. Obviamente los DDHH no se mencionaron, pero sí una supuesta modernización económica que se traduce en el paso más bien traumático de un modelo agrario latifundista y de producción primaria a un modelo de mercado que permite la existencia de capital especulativo y la concentración del capital y los medios de producción en muy pocas manos. Al señor K. no le gusta hablar de libre mercado porque, la verdad sea dicha, no cree en la existencia, o por lo menos en el real funcionamiento, de este. Se habló de esto pero no de habló del desempleo, ni de los cinco millones de pobres que habían para el 90, ni del daño previsional, ni de la disminución de las pensiones, ni de la municipalización de la educación. Supone el señor K. que, para algunos, es mejor no hablar de ciertas cosas y llenarse la boca con supuestos discursos de unidad nacional.
De ahí mismo derivó la segunda rabia, la nocturna, cuando acompañado por la señorita C. se infiltraron entre los manifestantes que gritaban frente a la Escuela Militar. No deja de pensar el señor K. que es curiosa la decisión que tomaron esa noche, la de ir a espiar a los momios. Y entonces escuchar gritos como “Allende murió por hueón, hueón, hueón”, “Gladys Marín, la puta del país” y “Marxista, culiao, matamos a tu hermano”. El señor K. piensa que hay viejas de mierda que ya no tienen vuelta, que van a morir momiasmomias y nada que hacer con eso. Pero ver a un grupo de cincuenta o sesenta cabros de 15 o 17 años gritando contra la UP (¿perdón?) sí que le descompone el estómago. Y cómo no, si esos son los nietos o hijos o sobrinos de los Larraín, de los Claro, de los Longueira y de los Matthei, de todos esos que esa misma mañana llamaba a la unidad y la reconciliación.
El señor K. en definitiva, no celebró nada ese día domingo, día internacional de los DDHH, y terminó a eso de la madianoche con un sabor amargo en la boca del estómago, muy parecido al que le acompañó durante las primeras horas.
Y al señor K., en definitiva, no le interesa ser políticamente correcto y está seguro de detestar a Pinochet y a lo que representa y no sentir ningún respeto por él o por su familia, ni lástima ni compasión. No le interesa hablar de unidad sino hay verdad y justicia, y sin darse cuenta de la rabia pasa de nuevo a la tristeza y de ahí un paso al llanto, porque las cosas siguen igual que siempre pero muy bien maquilladas, porque murió Pinochet, porque el muy hijo de puta no se pudrió en la carcel. Y no cree el señor K. que estas sean expresiones de odio, sino apenas manifestaciones del sentido común.

lunes, diciembre 04, 2006

Matar a los viejos (a propósito de los recientes acontecimientos)

Matar a los viejos“La gente lo mira y llora al mirarlo y al llorar lo ignora o parece ignorarlo, mirado desde más lejos”
Matar a los viejos,
Carlos Droguett

Un nuevo dictador llega a la ciudad, a un futuro en que Pinochet no es más que una atracción de zoológico, una bestia de circo decadente confinada en su jaula del Parque Metropolitano donde los visitantes se detienen a mirar cómo se alimenta de carne cruda.
Carlos Droguett (Santiago, Chile, 1912; Berna, Suiza, 1996) escribió este texto entre 1973 y 1980 e intenta situarnos en esta posibilidad de un futuro Santiago enmudecido, donde un anónimo viajero se instala en La Moneda y los viernes por la tarde hecha a volar papeles desde el balcón presidencial. No papeles cualquiera: se trata de una suerte de bandos donde se enumeran los crímenes de los condenados a muerte. Soplones, proxenetas, vendepatrias, traidores y, principalmente, viejos.
Se trata de una ciudad irreconocible, reconstruida por Droguett desde la distancia del exilio en Suiza, donde las calles se tropiezan una y otra vez entre sí, una aproximación a través de los sueños, quizás un primer esbozo de la demencia desatada e imparable; una ciudad con la muerte instalada como eje central, con la resignación y la apatía como constantes de vida. Hay algo en esto de premonición, de oscura y terrible profecía para un país cansado y despojado de su historia.
¿Dónde buscar los paralelos de esta novela de Droguett, cuáles son sus intenciones? Desde el inicio busca provocar: la sola dedicatoria le impidió ser publicada en España en 1981 y seguramente le costó la exclusión de las Obras Completas del autor publicadas por Editorial Universitaria en el 2000. Droguett aspira al todo: a metaforizar una situación de inhumanidad instalada en la sociedad chilena; a rescatar la poesía desde una prosa febril, densa, de difícil acceso; a retratar una clase manchada por la sangre, los viejos, símbolo ya no de sabiduría sino de decrepitud y decadencia moral.
¿Y los paralelos? Droguett no se anda con rodeos. Su novela es una abierta crítica a la clase política, al Estado, al Ejército y a la Iglesia, instituciones añejas que predican desde el púlpito de la inmoralidad. Habla de los que se llenaron de sangre las manos, de los que pidieron la intervención militar y se enriquecieron con ella y mintieron para no dejar de enriquecerse. Se trata sin duda de un texto tendencioso, para nada ambiguo, en el que nombres como los de Pinochet, Merino, Aylwin y Frei se asocian a esta clase condenada al paredón, un gran murallón instalado a un costado del rio Mapocho, cerca del Museo de Bellas Artes, donde los perros van a beber sangre después de los fusilamientos.
Droguett va más allá, sin embargo. Poco a poco va manifestando dentro del relato la paradoja de lo inevitable, del ser humano enfrentado a sí mismo y a su futuro. Cuando los viejos comienzan a escasear, los jóvenes, los que presenciaban entre vítores y aplausos el escarnio y muerte de los condenados, toman conciencia de lo que viene: ellos serán los próximos viejos. Es necesario intentar a través del sacrificio (la entrega del reconocimiento de lo que somos, en plural, de irradiar la verdad desde el centro mismo del ser) romper el círculo de muerte, y con esto Droguett nos muestra que quizás hay redención posible para la sangre que se ha derramado, que no todo esfuerzo vano, que a veces es suficiente la sensatez de uno para terminar con la locura.

martes, noviembre 28, 2006

Flor de ceniza

Ceniza

Un pequeño texto hace tiempo habitante de esta pizarra virtual y ahora publicado por los amigos de la Revista Indie.

jueves, noviembre 23, 2006

Ectopia cordis

corazón
De alguna manera fue sucediendo, como un proceso subterráneo que escapa a la vista y que se anunció, si es que a eso se le puede llamar anuncio, con un cosquilleo a la altura del pecho, del lado izquierdo, y terminó hoy, o quizás anoche, eso no puedo precisarlo. Y si todo fuese tan fácil como sumar dos más dos o explicar el mecanismo de expansión interdimensional de un tessaratto, entonces no tendría que estar aquí diciéndole esto. Me pondría de pie en mitad de la sala, carraspearía ligeramente para aclarame la garganta y atrer la atención y diría algo así como mirad o tal vez he aquí o una de esas frases que tienen cierto valor dramático manoseado y cliché.
Fue el cosquilleo, lo primero. No sé si fue un día o dos, pudieron ser hasta tres. Luego nada, hasta hoy. Puede inferir, por supuesto, que el mentado cosquilleo no tuvo nada que ver, que a lo mejor ni siquiera existió, que no es más que un mecanismo de la razón para mentenerme cuerdo, después de todo, que es un salvavidas que me lanza el subconsciente para que mi realidad no caiga hecha pedazos como un espejo. Desde el cosquilleo, decía, nada hasta hoy por la mañana (entonces todo sucedió, o terminó de suceder, anoche), cuando me levanté de la cama y al momento de sacarme el pijama y meterme a la ducha lo vi.
Qué importaba el cosquilleo premonitorio, entonces, qué valor podría tener el recuerdo impreciso frente al vapor de la ducha que corría desenfrenada y el espejo que efectivamente cayó al piso cuando de un manotazo lo aparté de mi vista –me aparté, usted entiende- y fue a convertirse en pedacitos de azogue que rodearon mis pies desnudos e indefensos, animalitos lampiños rodeados de cuchillos. Y como siempre, lo inmediato posterga lo importante, no fuera cosa que Laura, más tarde, o los niños, se imagina. Salir al pasillo para buscar la escoba y la pala y limpiar prolijamente el piso del baño, escarbar en los rincones inaccesibles para evitar cualquier accidente porque, esto es sabido, a mi la sangre me descompone. Pero me descompone de verdad, quiero decir: me pongo blanco como hoja de cuaderno de dibujo y a los segundos me desvanezco. Mariquita, me dirá, pero bueno, qué se le va a hacer.
Sin espejo, con el piso del baño despejado, la ducha corriendo y la impresión inicial superada, nada más que hacer que seguir la rutina diaria. Es decir: no se había acabado el mundo tampoco. Quizás se tratase de un caso en un millón, cómo saberlo, y no era para tanto, entonces, pues otros cinco mil tipos se habían levantado esta misma mañana, o ayer o quizás lo harían dentro de una semana, y se mirarían al espejo con la misma cara de sorpresa y espanto que yo lo hice. Así, pensando todo esto, me iba bañando y cada vez que llegaba al pecho tomaba más precauciones que de costumbre y al final opté por lavarme sólo con agua, sin jabón, para evitar irritaciones o infecciones, igual se notaba que el asunto era delicado.
Claro, luego vino la ropa, el tratar de acomodarse la camisa y ahí jugar con las posibilidades: un botón suelto, dos, quizás la corbata de un color parecido para taparlo a medias, quizás lo mejor era caminar como encorvado para disimular el bulto que por suerte no manchaba y al parecer todo seguía funcionando a la perfección. Porque me di el tiempo de mirarlo, cómo no. Y es que era un pequeño milagro, algo tan delicado, el pilar de todo. Acompasado a quién sabe qué metrónomo secreto, marcaba su propio tiempo y uno iba viendo cómo cambiaba de color y se contraía, a veces, y de pronto también parecía que iba a explotar. Fue en eso cuando miré el reloj y me di cuenta de la hora.
No es excusa para haber llegado tarde, eso lo tengo claro, pero tampoco es cosa de todos los días que a uno se le salga el corazón del pecho, jefe, y le quede a flor de piel como una plantita que asoma desde la tierra de una maceta. Por supuesto, aquí mismo puede usted verlo, fíjese, si parece otra cosa tan distinta a esos esquemas de la escuela, hasta inspira algo de ternura. Supongo que puede tocarlo si quiere, pero hágalo con cuidado, por favor, seguro que es sensible y se resiente si lo hace muy fuerte.

sábado, noviembre 18, 2006

Otra noche

Se miran a veces. La mayoría del tiempo sucede en la escalera, mientras ella bota la basura y oye el portazo que la anuncia. Acto seguido aparece bajando los escalones de dos en dos, con el estuche del violín en la espalda. Saluda con una sonrisa y se pierde en el descaso del segundo piso. Deja un aroma dulce a su paso, una estela dorada. Entonces dejar caer la basura por el ducto y oír como se desliza chocando contra las paredes sin poder determinar si alguna vez alcanza el fondo, si alguna vez se estrella contra algo.
De día el departamento se siente solo. No queda más que encender el computador y probar un par de líneas. Las palabras no siempre fluyen como se desea y por eso prefiere escribir de noche, cuando siente el trajín de la muchacha en el piso de arriba. El sonido del violín -a veces la muchacha se queda practicando hasta muy entrada la noche- le provoca escalofríos, le ayuda a convocar las letras, las oraciones que le sirven para completar las imágenes. De día no sucede lo mismo. Intenta escribir, se pasea por la habitación, se recuesta en la cama, se levanta, saca un libro, trata de leer algo, se asoma al balcón y mira hacia la calle a mirar otras muchachas y compararlas con la violinista del piso de arriba.
El teléfono. Dejar que suene, mirar por el balcón hacia los edificios cercanos. El teléfono. Retroceder hacia el interior y acomodarse en el sillón antes de contestar. Una invitación al cine. Anota lugar y hora en una servilleta que encuentra sobre la repisa de los discos. Por lo menos la tarde justificada. La tarde. Seguramente una película europea y una conversación acerca de las posibilidades del arte. Algo bien visto. Un bar con velas en las mesas, imágenes gastadas. Qué hacer. Sentarse frente al computador y mirar la pantalla vacía. Esperar. Dejar que los minutos pasen hasta que sea hora de meterse en la ducha y salir y olvidarse de todo por unas horas.
Bebió de más. Apenas da con el agujero de la cerradura del departamento. Gira la llave y deja que la puerta se abra sola, que choque suavemente contra el muro. Se apoya en el umbral y se quita los zapatos. Entonces la oye. Un murmullo que baja por las escaleras. Duda. Pone más atención. Sollozos. Deja los zapatos afirmando la puerta, para que no se cierre. Sube los escalones con cuidado. Al llegar al descanso distingue a alguien sentado en la oscuridad. Tiene un bulto junto a ella. La reconoce. Sube un par de escalones más y ella se percata de su presencia. Le sonríe entre las lágrimas y el cabello que le cubre el rostro. Le tiende la mano. Ella sigue sonriendo. Toma el estuche del violín y se pone de pie. Baja los escalones con cuidado. Siente su mano fría. La estrecha. Bajan lento, muy lento.
Entran al departamento sin encender la luz. Ella camina hasta el balcón. La alcanza. Le acaricia el hombro, el cuello. Ella se deja hacer. Se acerca más. La abraza por la cintura. Ella se estremece. Se gira de pronto y se miran a los ojos. Siente sus manos en la espalda. Se besan. Ella tiene los labios pintados. Saborea el beso. Las manos se cierran encima de los cuerpos.
- Siempre nos vemos en la escalera -dice la violinista.
Sentir sus manos en la espalda, en el pecho.
- Te ves linda cuando bajas así, rápido.
La caricia se hace más profunda. Le arranca un suspiro.
- No sé si tú te veías linda botando la basura -bromea la violinista.
Se miran. Ambas sonríen.
- Cuando niña metía gatos por el ducto de la basura y los oía caer, pero parecía que esos tubos no tenían fondo -dice ella.
La violinista deja sus manos quietas y mira hacia el lado.
- A veces esos tubos terminan en una caldera -dice.
- Lo sé -responde ella-. Ahora tengo pesadillas con gatos.
La violinista sonríe y le acaricia el rostro. Buscan sus labios. El sabor del lápiz labial ha desaparecido.

lunes, noviembre 13, 2006

Noche estrellada

Image Hosted by ImageShack.us Ella lloraba. Él miraba hacia adelante, más allá del parabrisas, a la luz que se iba diluyendo hasta desaparecer y ocultar la calle en la oscuridad. No habían estrellas ni luna. Él cerró los ojos.
- Lo siento - murmuró.
Ella lloraba, cabizbaja. No dijo nada. Se encogió de hombros y siguió sollozando en silencio.
- De verdad -insistió él.
La oscuridad se cerraba en torno al automóvil. La calle silenciosa en la madrugada, apenas el ruido del motor encendido. Él acercó su mano al pelo de ella. La caricia quedó incompleta. Sostuvo la mano en el aire durante unos segundos y luego la retiró.
Ella levantó la cabeza y miró hacia adelante.
- Es tarde -susurró.
Él asintió con la cabeza.
- Lo que pasa es que no confías en mi - dijo ella sin mirarlo.
Él también miró hacia adelante. La calle desierta. A lo lejos distinguió las luces de otro automóvil. Demasiado lejos. El ruido del motor.
- No es cierto -dijo.
Ella mantuvo la mirada fija en el trozo de calle iluminada que tenían delante.
- Estoy muy molesta -dijo ella.
- Lo sé -respondió él.
Buscó la mirada de ella. La contempló de perfil. Las lágrimas aún humedeciendo las mejillas.
- Estoy realmente molesta -insistió.
Él se llevó las manos a la cara.
- Te dije que lo siento -dijo.
Silencio. El sonido del motor encendido. El maullido de un gato sobre un árbol. Las luces del auto dibujando un trozo de calle, un trozo de solera, un trozo de césped y un trozo de árbol. El gato en la oscuridad. Se oyó un crujir de ramas.
- Si de verdad me quieres... -comenzó a decir ella.
Él apartó las manos de su rostro y la miró. Ella continuaba con la mirada fija en la calle delante del auto.
- Te quiero -dijo él.
- Si de verdad me quieres -continuó ella- saldrás del auto y te pararás ahí en frente.
Él sonrió.
- Lo haré -dijo.
Ella miraba hacia adelante con los ojos muy abiertos.
- Estoy muy molesta -dijo.
Él se acercó y la besó en la mejilla. Abrió la puerta del auto.
- Podría atropellarte -dijo ella.
Antes de salir la miró sonriendo.
- Confío en ti -dijo y salió del auto.
Cerró la puerta y caminó para quedar frente al automóvil. Se acercó hasta que sus piernas tocaron el parachoques. Ella lo miró desde el interior. Las lágrimas se habían secado sobre las mejillas. Él sonreía. De pronto abrió los brazos en cruz. Ella se pasó la mano por los ojos y también sonrió. Soltó el freno de mano, puso primera y aceleró.

sábado, octubre 28, 2006

Historia de una ida y una vuelta II

Un sueño.
Una chica que recorre en bicicleta un camino, una chica con un vestido ligero, quizás con flores, y un camino de tierra, de esa tierra rojiza que hay sobre las quebradas que van a dar a la playa de Tunquén, un camino liso y polvoriento. Una chica que avanza en bicicleta y la bruma de la mañana que comienza a despejarse.
Al final del camino una casa blanca, enorme, con muros que se desploman y a la vez se mantienen en equilibrio por milagro, una casa donde las ventanas y las puertas parecen desquiciadas. La chica deja su bicicleta y se acerca a una puerta blanca como el resto de la casa. La puerta está abierta y se entorna sin ruido alguno y muestra un pasillo largo y luminoso que va a dar a una sala grande con un ventanal de muro a muro que mira hacia el mar. Pegado el muro sur hay un escritorio y sobre él una maquina de escribir y gran cantidad de papeles borroneados y corregidos con tinta púrpura. En el muro norte hay una repisa divida en segmentos cuadrados repletos de libros. La repisa cubre el muro completo y es también de color blanco, imposible determinar si es de madera o si es sólo una prolongación orgánica del muro.
Más allá del ventanal se puede ver el mar alborotado que se extiende hasta el horizonte ligeramente curvo. Ya no hay bruma y los rayos del sol se reflejan a destellos en las facetas triangulares de las olas, como un firmamento intermitente.
En el centro de la sala hay un sofá de tres cuerpos, de cuero rojo y patas de madera. En el sofá hay una mujer tendida, fumando. Junto al sofá hay un cenicero vacío. El cigarro de la mujer está completamente consumido y la ceniza forma una torre precaria que se niega a caer.
La chica, instalada en el umbral que separa el pasillo de la sala, observa el cigarro y la ceniza y el cenicero y el sofá rojo y la repisa de libros y el escritorio y la máquina de escribir y los papeles y el mar como pintado sobre la superficie de vidrio y otra vez a la mujer y sólo entonces se da cuenta que la mujer está desnuda. Entonces piensa: esto es un sueño.

martes, octubre 24, 2006

Monstruos

1

Una CIEGA sentada en una silla, con un bastón blanco entre las manos.

CIEGA: Había una vez un niño que no era un niño. Tenía los ojos grandes como canicas y las manos infladas y duras. El niño se paseaba por las tardes en la plaza mirando a los niños de verdad. El niño no sabía jugar. Sabía bailar, aunque lo hacía mal a causa de sus cortas piernas, y sabía silbar y a veces se le ocurrían cosas divertidas. Pero no se las contaba a nadie, porque no tenía nadie a quien contárselo. El niño caminaba tambaleándose, como si en cualquier momento se fuese a caer. No caía, el niño caminaba y no caía, miraba a los niños de verdad jugar juegos de verdad. Y no caía. Los niños de verdad crecieron, se hicieron grandes, y ya no jugaron más. El niño que no era un niño no creció, pero sí aprendió a jugar. El niño que no era niño salía por las tardes a la plaza a jugar, pero ya no había nadie. Y el niño se sentaba en una piedra y lloraba, de rabia y de tristeza.


2

Un ENANO y una CIEGA. La ciega está sentada en una silla, con el rostro hacia el frente. Lleva un bastón blanco que hace girar entre sus manos. El enano está a la izquierda, a un par de metros, junto a un tocadiscos viejo y una pila de discos, un poco más adelante que la ciega y dándole la espalda. Ruido de lluvia, lejana.

CIEGA: ¿Estás ahí?

Silencio.

CIEGA: ¿Estás ahí?
ENANO: Sí.
CIEGA: Entonces di algo.

Silencio.

CIEGA: Habla.
ENANO: ¿Qué quieres que diga?
CIEGA: No sé, cualquier cosa.

Silencio.

CIEGA: ¿Está lloviendo?
ENANO: No lo sé.
CIEGA: Creo que llueve. Puedo oír el ruido de las gotas al caer.
ENANO: Tal vez.
CIEGA: ¿Cómo era esa historia del circo?

Silencio.

CIEGA: ¿Por qué no hablas?

Silencio.

CIEGA: Recuerdo una tarde de otoño, el olor de la tierra húmeda, el crujido de las hojas bajo nuestros pasos, la brisa tibia...
ENANO: Encontrar sexos cuando busco ojos, erecciones cuando busco caricias... La oscuridad no es sólo la ausencia de luz, querida, hay tantas cosas que también pueden cerrarse sobre nuestros ojos y velarlos. Buscas respuestas, palabras que no existen, ilusiones mal definidas sobre una pantalla de plata. ¿Que hay para nosotros, entonces? Espacios truncados, ausencias. Te miro, a veces, y busco en tus ojos segados lo que tú buscas en mi cuerpo. Y no encuentro nada. Y no encuentro nada.
CIEGA: ¿Dijiste algo?
ENANO: No.
CIEGA: Me pareció escucharte.
ENANO: Es el ruido de la lluvia.
CIEGA: Tal vez.

La escena queda a oscuras. Se escucha el sonido de la lluvia, distante, y tal vez el ruido del bastón girando entre las manos de la ciega.

CIEGA: ¿Estás ahí?

Silencio.

CIEGA: ¿Estás ahí?
ENANO: Sí.
CIEGA: Puedo oír la lluvia cayendo en algún sitio, puedo oír tu respiración pausada. Sé que llueve y sé, también, que estás aquí, de pie, cerca del tocadiscos o mirando por la ventana que da a la calle.
ENANO: Por la acera de enfrente camina una mujer con un paraguas roto. Dos o tres varillas asoman entre la tela negra. La mujer es alta, como tú, y tiene el cabello rojo. Trata de no pisar los charcos. Está cubierta con un abrigo largo y sucio. Un perro asoma su cabeza entre los barrotes de una reja y ladra, amenazante, junto a la mujer. Ella se asusta, da un paso hacia el costado y tropieza. El paraguas cae a mitad de la calle. La mujer mira al perro, que sigue ladrando, y luego se vuelve lentamente. Se queda tendida sobre la acera, con la mano derecha metida en un charco, mirando el paraguas negro como si fuese un cadáver. Se queda tendida en la acera, inmóvil.
CIEGA: Sé que estás aquí.

La ciega comienza a tararear una melodía, tal vez un vals. Sobre la voz de la ciega y el sonido de la lluvia se oye el crepitar de un disco. Luego suena música, la misma melodía que la ciega tararea. Poco a poco su voz se va apagando, hasta que sólo se oye la música. Es una grabación en mal estado.


3

La música continúa sonando y la escena se ilumina. La ciega está de pie, tras la silla. En una mano lleva el bastón y la otra la tiene apoyada sobre el respaldo de la silla. El enano está sentado en la silla. Sus pies no tocan el piso. Ambos tienen el rostro hacia el frente.

ENANO: Me gusta esta melodía.

El enano comienza a tararear.

CIEGA: Cállate.

El enano no le hace caso.

CIEGA: Cállate.

El enano deja de tararear. Silencio.

ENANO: Eran buenos tiempos aquellos, sabes, ir de ciudad en ciudad, montar la pista, ensayar los saltos y los malabares...

Silencio.

ENANO: ¿Me estás escuchando?

Silencio.

ENANO: ¿Me estás escuchando?
CIEGA: Sí.
ENANO: Recuerdo muy bien todo, como si estuviese viendo una película. De ciudad en ciudad, sabes. Yo conducía un triciclo azul y otro enano iba sentado sobre mis hombros... ¿Te conté esa historia alguna vez?
CIEGA: Mil veces.
ENANO: El enano que iba sobre mis hombros hacía malabares con platos, a veces con clavas encendidas. A la gente le gustaba, es cierto... Solíamos aparecer después del carnaval de los ponies, todos blancos y con penachos dorados sobre la frente...

Silencio.

ENANO: Me gusta esta melodía.
CIEGA: Lo sé.
ENANO: ¿No te provoca bailar?

Silencio.

ENANO: ¿Quieres bailar?
CIEGA: No.
ENANO: ¿Estás cansada?
CIEGA: No.
ENANO: Esta melodía es realmente hermosa.

El enano se baja de la silla y comienza a bailar solo.

ENANO: Afuera llueve, las mujeres pasean con paraguas por la calle, los árboles tiemblan bajo las gotas que caen... ¿Puedes oír?
CIEGA: No oigo nada.

El enano no deja de bailar.

CIEGA: No hay imágenes para ti. Tocar tu rostro deforme, sentir tu respiración sobre mi pecho cuando me buscas por la noche, las uñas de tus pies enterrándose en mis muslos, tus dedos cortos apretando mis nalgas. Oír tus pasos sigilosos, tu presencia que es casi silencio. No hay imágenes para ti. Tampoco palabras.

El enano se detiene de pronto.

ENANO: ¿Dijiste algo?
CIEGA: No.
ENANO: Me pareció escucharte.
CIEGA: Es el ruido de la lluvia.
ENANO: Tal vez.

La escena queda a oscuras. La música se va apagando poco a poco y sólo queda el sonido de la lluvia, distante.

miércoles, octubre 04, 2006

Posibilidades para un relato

Image Hosted by ImageShack.us Primero, el metro.
Las hormigas, segundo. Es decir, la multitud hormilumpen o quizás hormigócrata que se desplaza por la estación Tobalaba, los múltiples recorridos que se entretejen como un tapiz enorme e indescifrable, como un baile de locos, como un juego de dioses niños encargados de reducir cualquier orden admisible a un cúmulo de cenizas.
Tercero: la conjugación de ambos elementos, la yuxtaposición de fotogramas, el juego posible de velocidades y detalles.
Ejemplo:
Un hombre sentado en la mesa de un café, escribiendo en una libreta Aló bolsillo blanca, como se lee en la tapa. Un hombre sentado y escribiendo y mirando de vez en cuando a su alrededor y frente a él una bandeja de plástico gris y un vaso de café a medio tomar y una servilleta arrugada y un par de sobres de azucar desgarrados y vacíos. Un hombre de traje, delgado y triste como pintura de El Greco, un hombre de ojos oscuros y negro pelo en desorden que escribe, entonces.
Otro ejemplo:
Una mujer subiendo la escalera del Metro. Una mujer de pelo corto y castaño y ojos del color de las hojas de los árboles en otoño. Una mujer joven y guapa, claro está, que trepa por las escaleras con calma, se podría decir que distraída, que ensimismada, lo suficientemente satisfecha con su vida como para no preocuparse de lo que le rodea.
Cuarto. Una mujer + un hombre. Una estación del Metro –la estación Tobalaba- a eso de las 08:55 de la mañana. El hombre ve a la mujer y piensa: es ella de nuevo. La mujer no mira a nadie y tararea mentalmente una canción de Rosalía de Souza.
Aquí, en rigor, es donde algo comienza a suceder o a moverse, donde los engranajes del relato o del destino o la voluntad de los hados comienza a jugar un papel importante, donde los caminos se acercan peligrosamente y donde las miradas colisionan con el estruendo de un choque entre témpanos a la deriva, y de pronto la realidad, ese montón de apariencias que llamamos realidad, o que por lo menos ese hombre de traje que escribe y esa mujer que termina de subir las escaleras llaman realidad, comienza a distorsionarse o quizás deberíamos decir a develarse, y el hombre de traje que piensa es ella de nuevo se queda mirándola fijamente mientras la mujer se detiene el instante justo para percibir la mirada y quedar atrapada en ella sin poder evitar sonrojarse, sintiendo de pronto que una puerta escondida en alguna parte se abre sin ruido y una luz como de primavera se instala en su interior. Todo esto viene en quinto lugar.
El resto, lo que sigue, podría ser una historia trillada, una promesa de futuro. Las mariposas en el estómago de ella y la mirada melancólica en los ojos de él, como una sombra que se alarga en el atardecer; las manos que se buscan, el ansia, las pieles que se encuentran en distintos paisajes, entre sábanas de diversos colores y amaneceres y desayunos y noches de luna. Así, como siempre, mientras él piensa cada vez que la ve es ella de nuevo y ella le sonríe desde lejos, desde un lugar distante y distinto, desde un lugar que le parece inalcanzable y eso le llena el pecho de ira y resentimiento mientras espera de pie en una esquina, en mitad de una noche convertida en verano, bajo la semipenumbra de una luminaria, las manos en los bolsillos de un abrigo demasiado grueso para la temporada.
Eres tú de nuevo, le dice cuando ya está cerca, cuando el aroma a jabón se le mete en la nariz como una hilera de hormigas negras. Eres tú de nuevo, repite con la voz ronca y la certeza de haberla perdido y ella lo mira sin entender, sin fijarse en la mano que sale del bolsillo empuñando el relámpago de acero que dibuja un semicírculo en el espacio que los separa y que, al mismo tiempo, por primera vez los une. Entonces el charco de roja sangre que como una estrella se esparce rodeando el cuerpo de la mujer tendido sobre el asfalto, el cuerpo solo y abandonado de la mujer que palidece entre esterores, los ojos abiertos y sin música apagándose en mitad de la noche.
Todo esto podría estar en séptimo y último lugar si no supieramos que la vida y la literatura son organismos extraños y tienden a la repetición, y en la estación Tobalaba del Metro hay un hombre de traje, delgado y triste, que se sienta a escribir en una libreta mientras toma café, un hombre que cada cierto tiempo aparece y se instala como en el palco de un teatro, esperando y buscando, ansiando encontrar.
Y eso sí sería parecido a un final.

miércoles, septiembre 27, 2006

Pasajero en tránsito II

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Claro que las ventanas nunca dan precisamente al oleaje inmóvil de las dunas de un desierto africano, así como tampoco suelen tener vista al mar color acero, agitado y rabioso, de ese Chile ya distante, o a la oscuridad verde y pacífica del la selva negra alemana. Nunca o, en el mejor de los casos, apenas un atisbo del deseo: el viento seco del Sahara, el graznido destemplado de las gaviotas, el rumor de las hojas agitadas por una mano invisible o crepitando bajo el peso de unos pies desconocidos. Todo esto pensaba mirando el techo, o más bien trataba de pensarlo y ordenarlo de manera que le pareciera inteligible mientras desde la calle le llegaba el sonido de los automóviles que frenaban y tocaban la bocina, de las voces que se elevaban una por encima de la otra, que se superponían como planos traslúcidos en esa otra ventana que era la imaginación y que tampoco, en la mayoría de los casos, estaba orientada hacia donde uno hubiese preferido.
Se levantó despacio, tratando de no perder la hebra de sus pensamientos, buscando con la mirada la botella de cerveza a medio tomar, recorriendo con pasos lentos el piso de baldosas de la habitación. Encontró la cerveza en el alféizar de la ventana y la bebió de un sorbo. Estaba caliente y le revolvió el estómago. Ni hablar de fumar, pensó mirando hacia la calle, hacia la procesión de carretelas arrastradas por muchachos, interrumpida de pronto por la irrupción de una vieja y destartalada camioneta que trataba de abrirse paso por la estrecha calle a toda costa. Y entonces otra vez las bocinas y las maldiciones y el polvo que sobrevolaba esa parte de la ciudad como una antigua plaga bíblica.
Cerró los ojos un momento y respiró profundo el aire con olor a café, tabaco, a especias y fritangas que se vendían al regateo en el mercado. Pensó en otros olores (en las flores con forma de trompeta de un jardín, en un perfume –Tresor u Opium, quizás-, en el sudor sobre la suave piel de una chica, en el pelo revuelto y salvaje de otra), en otros lugares que ahora parecían imposibles, temporal y espacialmente, en otros lugares que ya no existían en su presente sino en el pasado que lentamente se desdibujaba al imponerse en el olor del café que se hizo potente y terminó por abrirle nuevamente el apetito y las ganas de fumar.
De debajo de la cama sacó los zapatos de lona, se puso la camisa y abrió la puerta del cuarto. Antes de salir miró hacia le ventana, dispuesta simétrica a la puerta en la pared opuesta, y lejos, sobre las siluetas de los edificios de color arcilla que le obstaculizaban parcialmente la vista, pudo distinguir la muralla de la ciudad vieja, los almenares derruidos y uno que otro estandarte que flameaba al viento. Sonrió, giró sobre sus talones y luego de cerrar la puerta bajó de dos en dos los peldaños de piedra de la escalera del hotel.

martes, septiembre 19, 2006

Pasajero en tránsito

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Entonces, después observar por un rato las vibraciones del ala a través de la ventanilla redonda del avión, vuleve un poco a sí mismo tratando de precisar las coordenadas exactas que motivaron la huída, el pasaje one way en clase turista, la noche de borrachera y la silueta difusa de la puta que en la oscura esquina le bajó el cierre y buscó con mano torpe el pene lánguido para metérselo en la boca. Pero de esto ya duda un poco, de la puta y la esquina, de la borrachera no, claro, pues el dolor que perfora el lado izquierdo de su cabeza es la huella y testimonio de su verdad, y de la huída tampoco, pues tiene una ventanita redonda junto a él que le muestra un trozo azul y sereno de cielo y al otro lado tres hileras de asientos vacíos y cada seis o siete minutos la aeromoza que aparece con su cara sonriente para ofrecerle alguna cosa y de ahí los tres Jack Daniels que nuevamente le han puesto en la cuerda floja del recuerdo y la imprecision de los hechos que le preceden e incluso los que le depara el futuro, si es que existe un espacio o un tiempo determinado que se pueda llamar de esa manera.
Lo concreto: el pasaje en avión y el avión mismo. La esquina y la puta, verdades probables justamente por lo absurdas.
Quedaba como hecho fehaciente la noche previa al viaje, lanzado a una ciudad a la que daba la espalda y había olvidado desde antes de partir, una ciudad que no existía sino en la memoria y en la mentira del pasado ficcionado, una ciudad en que las calles ya no tenían nombres reconocibles, que los perdieron desde el momento mismo en que la empleada de la aerolínea había emitido el ticket al compás del ruido de la impresora, en que las párticulas de tinta se fueron adhiriendo al papel para darle un nuevo nombre y un nuevo propósito, más allá de la simple negación o la oscura melancolía, del corazón roto en pedazos que dicha sea la verdad era y sería por un buen tiempo la única motivación de sus actos.
El cuarto Jack Daniels enfriaba la palma de su mano aparecido de quién sabía dónde, y como acto reflejo se llevó el vaso a la boca hasta sentir el líquido también frío pero que de alguna manera le quemaba el esófago. Volvió a inclinarse sobre la ventanilla, entrecerrando los ojos ante la luz del sol e intentando distinguir algo en la distancia. Esto es el océano, pensó, esto es el cielo o esto es la suma del océano y el cielo y eso significa que esto es la eternidad y el infinito. En alguna parte, se dijo, más allá de todo, este avión va aterrizar y mi nombre ya no tendrá importancia alguna y todo no será más que una especie de sueño, una rueda para ratones imparable y vertiginosa.
Se acomodó en el asiento mullido del avión y trató de dormir, invadida su cabeza por las imágenes de vasos que chocaban o sencillamente se quebraban en su mano, de mujeres silenciosas que desde los oscuros callejones le llamaban con señales luminosas emitidas por sus ojos, del olor penetrante del alcohol que desde algún lugar entraba en una habitación pequeña, con una ventana sin vidrios franqueada por postigos de madera y no muy lejos el horizonte del desierto dibujado como el lomo amarillo de un monstruo dormido.
Entonces estoy soñando, pensó, y muchas horas después la azafata sonriente y bilingüe lo despertaría para avisarle que tenía que abrocharse el cinturón porque iban a hacer tierra y él la miraría sin despertar del todo y le diría: Qué linda manera de decir las cosas tiene usted.

lunes, septiembre 11, 2006

Nocturno de Santiago IV

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Ahora desde otra ventana, desde otro reflejo, desde el silencio del espacio magnificado –multiplicado- y vuelto al revés por la noche de azogue que se convierte en espejo; desde otra altura y otra pecera, pobre axolotl, contemplando la ciudad que se dibuja más allá del parque y del río y el cerro y el extrarradio sucio que parece pertenecer a otra realidad, desde el simulacro de una vida diferente, desde un punto de vista que no es tal, desde la prescindencia del rostro trasnochado que se desdibuja y se vuelve pensamiento, idea, apenas una filigrana del humo del cigarro.
Desde este nueva atalaya, torre de frágil cristal que apenas se equilibra, la mirada se estrella contra la barrera invisible del muro de vidrio y más allá nuevamente la noche, otra noche, otra madrugada, otros caminos recorrridos por las estelas blancas y rojas de las luces de otros automóviles; la mirada como un dardo que recorre y destruye, que va aboliendo distancias e incongruencias de la perspectiva, la mirada cansada que se busca a sí misma en la oscuridad de los párpados que, cada veintidós segundos exactos, se cierran, que se encuentra en las letras que desde el cíclope electrónico le devuelven una imagen distinta, una traducción, una aproximación o, quizás, sólo una apariencia.
La noche, entonces, la ciudad y la noche abrazadas en la inmovilidad mientras los dedos saltan con velocidad de pulga sobre las teclas, contraste brusco y necesario, el repiqueteo al que siguen las letras y al que preceden las palabras. La noche, la noche abierta en la promesa de un futuro no cumplido, en la proximidad del amanecer y las costras de realidad reveladas, la presencia de lo verosímil como convención y acto de fe, la noche como antónimo para todo y para todos, como ausencia y fragilidad, como necesario fin del tiempo y ocultamiento del espacio.
La noche y la ciudad convertidas en el mostruo primigenio y oculto, en el secreto que nunca se revela, en la palabra que no se pronuncia pero se intuye, en el suspiro, en el beso y la caricia que no se completan. La noche y la ciudad como otra noche y otra ciudad, si es que existe esa posibilidad, la repetición constante del juego, la búsqueda y el encuentro.
Y en algún lugar de este silencio que me absorbe, tengo la certeza, tú duermes y amarillos tulipanes pueblan tus sueños.

miércoles, agosto 16, 2006

Diga treinta y tres

Después de mirarla durante un rato, de observarla como los gatos que en mitad de la noche elevan las oblicuas pupilas hacia la luna; después de mirarla un rato, digo, dejo el vaso sobre el vidrio de la mesa y estiro la mano, aboliendo así la distancia insalvable que casi siempre existe entre dos personas, entre una persona y un objeto, entre una persona y el mundo, estiro la mano buscando el contacto de su piel fría en invierno, el roce que se convierte en caricia y en algo parecido a la felicidad mientras en alguna parte, en muchas partes, en los días y en las noches que nos circundan, niños sonrientes y tristes apagan velas y piden deseos, algunos un auto a control remoto, otros una mirada y otros apenas un pedazo de pan.

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miércoles, agosto 09, 2006

Deja vu

El globo rojo vuela y rebota sobre la vereda, asombrosamente exacto al pasar entre la gente, rebota directo hacia mí, ya dispuesto y pendiente del movimiento del globo y de una niña que estira los brazos ahora vacíos, mirando desde el revés de este espejo que se abre, la niña, el globo y yo dibujando una línea recta, y me inclino lo suficiente para que el globo se pose entre mis manos como un pájaro cansado, la niña callada cuando dejo el globo en el espacio que lo reclama desde sus manos justo un instante antes que comience a llorar.

Globo rojo

martes, agosto 01, 2006

El origen del mundo III

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18 de enero
¿Qué lugar es este, donde los habitantes parecen fantasmas, donde las calles están siempre desiertas? Un sudor frío me cubre la frente y parte de la espalda. Creo que tengo algo de fiebre. Pienso en Leonor, en el aroma de los peumos y los litres. Y Leonor otra vez, desnuda sobre la roca, las gotas de agua de la cascada cubriéndola como nieve transparente, abriendo una ventana a otro sitio, a una pintura imposible.

19 de enero
Paso el día metido en cama, ardiendo en fiebre.
A mediodía Leonor subió a verme y estuvo un rato sentada en el borde de la cama, mirando desde lejos los retratos que ya he pintado de ella y que tengo apoyados en la muralla junto a la puerta. Al principio hizo comentarios graciosos acerca de cómo lucía en las telas, de si acaso no me parecía que tenía la nariz muy grande o los ojos demasiado somnolientos. Me hizo reír. Después se levantó y estuvo un rato contemplando fijamente el desnudo que comenzamos a pintar ayer. Volvió a sentarse en la cama y no dijo nada, sólo acercó su mano a la mía y la apretó con delicadeza, sin mirarme. Así estuvimos algunos minutos. Cuando se fue me besó en la frente.
Para almorzar la patrona me trajo una sopa de pollo que me reconfortó y luego se vino a dormir siesta conmigo. Yo estaba en calzoncillos sobre las sábanas en desorden cuando llegó, agobiado por el calor y una especie de pesadilla de duermevela que no logro recordar. Se desvistió para acostarse y comenzó a besarme el cuello, a acariciarme el pecho. La erección, al sentir sus senos contra mi espalda, no se hizo esperar. Cuando comenzó a buscar en el vientre, ansiosa, le dije que no tenía ganas, que me sentía mal. Al principio pareció desconcertada, pero luego se acurrucó contra mi cuerpo sin decir palabra. Supongo que entonces me dormí. Creo que soñé con Leonor, un sueño tranquilo y luminoso.

20 de enero
Hoy me siento mejor y bajé temprano al comedor. La muchacha que me sirvió el desayuno me miró preocupada. Le sonreí y ella respondió de la misma manera, por lo que pude ver que le faltaban varios dientes. Por la mañana la patrona no apareció por ningún sitio y cuando pregunté por ella no me pudieron dar noticias. El comedor estuvo vacío durante todo el tiempo que tardé en tomar una taza de café y engullir tres tostadas con mermelada.
Leonor llegó un poco antes de la hora convenida, radiante y parlanchina. Decidimos repetir el paseo al salto de agua, lo que le provocó una explosión de risa y se ofreció a ayudarme cargando la maleta con pinturas y pinceles. Durante el camino me preguntó si la encontraba demasiado pequeña. La abracé enternecido, besándole la cabeza.
Volvimos tarde, casi de noche. Leonor estaba callada y no quiso acompañarme hasta la pensión. La vi alejarse lentamente, perdiéndose en la penumbra que comenzaba a cubrir las calles de tierra. Respiré profundo, tratando de atrapar un último vestigio de Leonor en el aire, intentando devorarla con los sentidos a pesar de su ausencia. No quedaba nada, de cualquier modo, sólo el polvo que la brisa levantaba para luego depositar sobre los árboles y los techos.
Nuevamente el comedor de la pensión estaba vacío, aunque por el sonido de pasos en la planta superior supuse que los pensionistas estaban en sus cuartos, preparándose para la cena. Me sentía particularmente feliz y subí la escalera saltando algunos peldaños. La puerta de mi habitación estaba abierta y la luz apagada. Me detuve en el umbral y distinguí una silueta sentada en la cama. La luz que venía del pasillo no me permitía ver demasiado, pero deduje que era la patrona.
Comenzó a decir cosas, frases sin sentido acerca de la soledad, de la infancia. También dijo que el aroma del dolor debía ser como el aroma del solvente para pinturas, que se quedaba en la nariz durante mucho tiempo, incluso después que ya no había ningún olor en realidad, como un espejismo. De vez en cuando hacía algún comentario acerca de los dibujos y pinturas que estaban apoyadas contra el muro. Hablaba como si pudiera verlos, a pesar de la oscuridad del cuarto. Alababa una línea en la nariz de Leonor, un brillo particular en sus ojos o lo desarrollada que podía ser una chica a esa edad. Varias veces repitió algo acerca de la belleza que no pude entender del todo, pues hablaba casi en susurros, con la voz cansada, como si hubiese llorado durante mucho tiempo. Yo la escuchaba sin moverme del umbral. Luego de un rato se levantó y pasó por mi lado sin decir nada, apenas rozando mi brazo con su mano. Pasó por mi lado como un fantasma que atraviesa un muro.
Más tarde, durante la cena, esa sensación de irrealidad volvió a hacerse presente. El silencio que llenaba el comedor era tan denso que sólo se oía el ruido de los cubiertos al chocar contra el fondo de los platos. Finalmente esa ausencia de vida que había sentido al recorrer las calles del pueblo se había instalado en la pensión. La única señal de humanidad que pude percibir provino de una de las muchachas del aseo. La descubrí mirándome fijamente, las cejas altas y los ojos bovinos cargados de odio.

21 de enero
Leonor no vino hoy y nadie en la pensión me dirige la palabra. La patrona no está por ningún sitio y la cocinera gorda subió para pedirme que por favor comiera en mi cuarto y que por ningún motivo saliera a la calle. No sé de qué se trata todo esto, pero me pareció que la mujer tenía miedo.
He estado todo el día encerrado, pintando, terminado el desnudo de Leonor que comenzamos en un nuestra primera expedición al salto de agua. Tengo la certeza de haber memorizado cada rincón del cuerpo de la chica. Tengo también la impresión que durante la tarde ella estuvo en mi cuarto, de pie junto a la cama, desnuda, con la piel blanca estremecida por la brisa fría, el cabello lacio y los pezones erectos. Acercó su mano a la mía, invitándome a tocarla, a recorrerla desde el arco del cuello hacia abajo, dibujando la redondez ya desarrollada de su pecho, sintiendo la estática de los invisibles vellos de su vientre. Me parece que cerré los ojos, no lo sé, cuando mi mano bajó hasta su otra sonrisa, cuando la habitación se llenó de luz, de fuego que consumía sus imágenes y me dejaba desnudo y postrado frente a ella. Quizás todo fue un sueño. Siento la cabeza caliente, hirviendo en imágenes. Creo que tengo fiebre, porque al despertar (¿entonces sí fue un sueño?) estaba completamente vestido sobre la cama y tenía la ropa pegada al cuerpo.
De inmediato he cogido la libreta para escribir esto, a oscuras, mientras un gran alboroto se forma en la calle, o en la planta baja, o en la pieza contigua. No sé, no importa. Miro de reojo el libro de Courbet y lo abro donde seguramente tú lo abriste, donde tus ojos se abrieron como estrellas y luego te callaste y te reíste. El comienzo de todo: L’origine du monde. Oigo los pasos que se acercan, en desorden, muchos pasos que parecen subir por una escalera interminable. Junto a los pasos vienen las voces, los gritos, el sonido de la barbarie, de los animales enloquecidos. Luego, detrás de todo esto, vendrá el fuego, Leonor, como en el principio de todo, ahora lo comprendo.

miércoles, julio 26, 2006

El origen del mundo II

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15 de enero
El calor no da tregua, aunque a nadie parece importarle aquí en la pensión y prefieren hablar del partido de fútbol que televisaron anoche.
Ayer me acosté temprano, luego de beberme una botella de pésimo vino que me vendió la patrona. Hoy por la mañana salí a recorrer el pueblo con demasiadas expectativas, pensando que quizás en algún recorrido anterior pasé algo por alto. Todo se reduce a diez manzanas de casas bajas, exceptuando la pensión y el edificio del correo, justo al otro lado de la calle, que tienen dos pisos. La pintura de las fachadas está desteñida y los colores, si es que alguna vez los hubo, ya no se reconocen. El espino parece ser el árbol característico de la zona, pues no sólo pueblan todas las aceras –las con pavimento y las de tierra- sino que se pueden distinguir por los costados de los caminos que salen del pueblo. Nada interesante para pintar.
Hay algo curioso que casi olvido anotar: no he visto ningún signo de actividad en los alrededores. Sólo campos yermos rodeados de cercas a punto de caer. También descubrí, por el camino que va al oeste, un sendero que se encumbra hacia los cerros que separan al pueblo de la costa. Durante el almuerzo uno de los pensionistas, un viajante que se dedica a la venta de peines plásticos, mencionó que siguiendo esa ruta se llega a un salto de agua espectacular. Ese es el adjetivo que el viajante usó. Supongo que podría darme una vuelta por esos lados y explorar.
El resto de la tarde lo pasé desnudo sobre la cama, intentando dormir. Leonor avisó por medio de una nota que no podía venir hoy. Hoy no puedo, nos vemos mañana. Besos, Leonor. Estaba escrito con lápiz grafito sobre una esquela rosada. La letra es torpe, parece demasiado infantil. ¿Demasiado infantil? No entiendo que quiero decir con eso. El mensaje me lo entregó la patrona después de almorzar y aprovechó para preguntar si quería otro vino para esta noche. Le dije que sí y sonrió.

16 de enero
En las sábanas ha quedado impregnado el vaho de sudor que rodea a la patrona. Cuando desperté ya se había ido, pero su presencia se hizo casi insoportable al poco tiempo de estar consciente. Tuve que saltar de la cama para abrir las ventanas y dejar que la brisa caliente limpiara el aire. Por alguna razón no quiero que el olor de la patrona persista hasta que llegue Leonor. Luego de beber un café bien cargado en el comedor vuelvo a mi cuarto para disponer del atril, los tubos de óleo y los pinceles. No vi a la patrona, pero una de las muchachas de la limpieza pasó junto a mi mesa y me sonrió, cómplice.
Leonor llegó más tarde de lo acordado, pasado el mediodía. Llegó como un vendaval contándome atropelladamente de un paseo a la playa que había dado ayer con sus hermanos, emocionada porque se habían quedado hasta el atardecer y el horizonte se había incendiado de un rojo tan intenso que incluso había sentido miedo. Mientras ordeno los materiales y corro la cortina para que entre más luz, Leonor no para de hablar y hojea, inquieta, algunos libros de pintura que tengo sobre la mesita de noche. Cuando ya está todo listo la miro, sin animarme a interrumpir su monólogo, entretenido con los guiños que, involuntariamente, hace con la nariz cuando algo le parece divertido.
De pronto se calla y me mira, ausente. Parece casi al borde del llanto cuando estalla en una carcajada. Las mejillas se colorean de rubor y baja la mirada como si la hubiese sorprendido en algo malo. Luego cierra el libro de golpe y me dice que cuándo empezamos, que tiene que volver a almorzar a su casa. Me acerco, la tomo de la mano hasta sentarla en una silla junto a la ventana, donde la luz del sol hace resplandecer los pequeños vellos de su cara. Te ves linda, le digo, y ella sonríe. Comienzo a dibujar el rostro de Leonor sobre la tela, con sólo un trazo defino su pequeña nariz respingada, esbozo con pequeños puntos las pecas de las mejillas, busco el brillo de sus ojos con la opacidad del grafito. Los ojos son verdes, aunque dependiendo de la luz a veces parecen grises.
La primera pincelada es, como siempre, la más difícil. Esta vez comienzo con el contorno del hombro y me detengo en la curva del cuello. Leonor me mira, las pupilas dilatadas y la respiración intranquila. Me mira de una forma nueva, y la segunda pincelada se vuelve más difícil que la primera, un trazo enrojecido que completa la línea del mentón hasta la sien izquierda. La imitación de Leonor va apareciendo en la tela poco a poco, como el comienzo de una oración, un grito desgarrado, una súplica: todo al mismo tiempo.
Una hora y media más tarde Leonor se despide con un beso en la mejilla y me deja solo en el cuarto, con el olor a solvente, con la tela que se termina de secar en un rincón, vacío de mi mismo, particularmente exhausto. Me tiendo en la cama sabiendo que con el calor será imposible dormir. Giro la cabeza hacia la mesita de noche y entonces noto que el libro que estaba hojeando Leonor era de Courbet.

17 de enero
He soñado con la patrona. Está junto a mi cama, enfundada en el horrible delantal de diario, con los labios pintados de un rojo encendido. Siento una mezcla de fascinación y miedo ante esa imagen que de pronto me recuerda a una acuarela de Schiele, y en el estómago tengo un frío que quema. Camina hacia mí, despojándose lentamente de su vestidura, mostrando sus senos redondos y firmes, sus pezones demasiado pequeños, casi como lunares en mitad de los pechos. Me mira con condescendencia, casi con lástima. Por la puerta del cuarto entran las muchachas de la limpieza, con los cabellos sueltos ondeando al viento, desnudas, exhibiendo sin pudor sus cuerpos raquíticos, sus senos caídos, sus piernas casi sin carne, sólo hueso y pellejo, más demonios del austriaco enloquecido. Las muchachas se acercan a la patrona y la ayudan a quitarse la túnica –porque de pronto tiene una túnica de seda amarrada a la cintura-, arrodillándose junto a ella, acariciando sus muslos abundantes y sus caderas, tocando la piel lisa del trasero con las puntas de los dedos. Sólo entonces la veo completamente, la descubro, mudo. Un estambre de negro cabello que nace un poco más abajo del ombligo y se va haciendo cada vez más abundante hasta perderse en la entrepierna. Trato de moverme, de huir, pero no puedo. Ya la patrona está montada sobre mi, sonriendo, el rostro rígido como una estatua. Y sobre mi falo erecto se cierne un bosque de pelos que parecen separados de la mujer, como un parásito que la utiliza de huésped. Un momento antes que me devore despierto bañado en sudor. Aún era de noche.
Caminé hacia la ventana, excitado. Contemplé la oscuridad de las calles y la claridad con la que las estrellas dibujaban secretos mapas en el cielo, sin poder calmarme del todo. Cerré los ojos, invocando la imagen del sueño, y me metí la mano bajo el calzoncillo. Luego salí del cuarto y me escabullí por el pasillo hasta el cuarto de la patrona. La puerta estaba sin llave y entré. La oscuridad era casi completa, sólo un delgado haz de luz se colaba entre las cortinas. Adiviné la posición de la cama por la respiración. Mientras me acercaba podía sentir como esa respiración se agitaba cada vez más, podía casi imaginar el movimiento de fuelle de su pecho. La mujer estaba desnuda y puso resistencia al sentir mis manos en su cintura: me arañó los brazos y el pecho. Cuando la penetré dejó escapar un débil gemido y luego sentí sus piernas rodeando mi cintura.
Leonor vino a mediodía y le dije que no tendríamos sesión porque no me sentía bien. Como ella se puso triste le prometí que, si quería, mañana podríamos dar un paseo al salto de agua. Ella se puso a reír y se fue cantando por la calle. Después de almuerzo, adolorido por la noche en vela, me fui a dormir la siesta. Con los ojos cerrados oí el ruido de la puerta que se abría. Olí el sudor de la patrona, el sonido que hacía al desvestirse, el movimiento de la cama mientras se tendía junto a mí, mientras su mano buscaba en mi vientre y comenzaba con el rito, mientras me exploraba con la boca entreabierta. Con los ojos cerrados me dejé llevar, una y otra vez, entre sus piernas.
Desperté a casi a la hora de la cena, solo en la cama.

lunes, julio 24, 2006

El origen del mundo I

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13 de enero
Luego de una semana de indecisión, hoy comencé a pintar. La chica que me sirve de modelo, Leonor, ya se ha ido y el calor del cuarto es sofocante.
Miro por la ventana hacia la calle de tierra que me separa de los demás como un pequeño desierto, hacia las aceras apenas sombreadas por los espinos, caricaturas raquíticas de árboles de verdad. Respiro profundo, me deleito con el aroma a solvente que tanto molesta a la dueña de la pensión, una amable mujer que lleva la casa con la ayuda de dos muchachas jóvenes que se encargan del aseo y una gorda que nunca sale de la cocina.
La patrona debe haber pasado hace poco los cincuenta y a veces, cuando camina entre las mesas durante el almuerzo, deja una estela casi imperceptible de sudor. Por la noche se instala en la sala a ver televisión con los pensionistas, bien vestida –es un decir- y maquillada. La primera vez que la vi arreglada me sorprendí y hasta me pareció guapa. Creo que fue la tercera o cuarta noche desde que había llegado al pueblo. La sorpresa se justifica, de cualquier modo, porque durante el día se envuelve con una especie de delantal raído y lleno de manchas que le da un aspecto desagradable. Algo tiene en esos momentos que me recuerda a un viejo grabado que vi de niño, donde aparecía un grupo de cortesanas romanas en un festín y al costado, casi fuera del encuadre de la lámina, un par de gordas alcahuetas ataviadas con un trozo de tela que les rodea el cuerpo. Mecanismos de la memoria.

14 de enero
Ayer terminé sin problemas un retrato de Leonor y dejé a medio camino otro. La chica estaba muy emocionada por servir como modelo y se reía todo el tiempo, mientras desde detrás de la tela yo iba inventándole anécdotas para que se relajara. Quedamos en que vendría diariamente por un par de horas y que yo la pintaría en diferentes actitudes. Es linda la chica, y se lo he dicho.
Hoy vino vestida con una camiseta blanca y una falda verde que le llegaba bajo las rodillas. Su rostro es redondo con una pequeña nariz respingada, rodeada de pecas, al centro. El pelo, liso y oscuro, cae sobre sus hombros redondos cubiertos con diminutas perlas de sudor. Tiene una risa clara, y cuando uno la mira directo a los ojos se ruboriza.
Casi toda la sesión de hoy la dedicamos al segundo retrato. Cuando ya terminábamos, uno de los tirantes de su camiseta se deslizó desde su hombro hasta la mitad del brazo. El nacimiento redondo de su seno derecho quedó al descubierto durante un momento. Pude ver la piel más blanca en ese lugar, y un pequeño lunar que quizás anunciaba la proximidad del pezón. Cuando se dio cuenta de la dirección de mi mirada, con ambas manos se cubrió hasta el cuello. Le dije que había pintado desnudos muchas veces, que no se inquietara. Ella seguía mirándome sin decir nada, hasta que de pronto saltó de la silla y salió corriendo del cuarto sin despedirse.
Pienso en Leonor durante toda la tarde, vuelvo una y otra vez al pliegue de la axila desde donde se iniciaba la curva de su pecho. Miro el retrato que quedó sin terminar, definitivamente excitado. Puedo imaginar a Leonor desnuda, una estampa que es la suma de todos las cuerpos que he visto en mi vida, en definitiva no el cuerpo de Leonor sino cualquier otro con la cara sobrepuesta de la chica. Cierro los ojos y dejo que la imaginación haga el resto, ahogando un gemido de placer cuando la ansiedad es liberada.

martes, julio 18, 2006

SangredeperroS (inicio)

Image Hosted by ImageShack.us“A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce...”

Homero,
Iliada, rapsodia II.


Mirar a través de la bruma que se desliza sobre el agua tranquila de la bahía, una especie de gimnasia mental; tratar de sobreponer imágenes y recuerdos y sentir como un nudo en la boca del estómago, un malestar nuevo, como si algo estuviese a punto de suceder. Oscar fuma su cigarro con ganas, mira el humo que baja a mezclarse con la bruma. Como si algo fuese a suceder, es tan terrible sentir esto, piensa, mientras Julia se pasea con indiferencia por la habitación, mientras la oigo ducharse por las mañanas, antes de partir al aeropuerto. El malecón parece vacío de punta a cabo. Oscar mira la vereda de piedras coloniales, la calle y al otro lado los portales. Figuras oscuras se mueven entre las sombras, seguramente niños. ¿Y si no fueran niños? Hay tantas cosas que no sabremos, amor, tantas criaturas ocultas en las sombras. Los añosos portales de la ciudad vieja se descascaran sobre las aceras de piedra, a lo lejos un sonido de barco, desde el Castillo la luz del faro que ilumina el horizonte, las callejuelas del Barrio Viejo que desembocan en el malecón tienen vidas distintas, desbarrancan por las noches y los amaneceres. El asombro, el conocer poco a poco la respiración fatigada de la ciudad, los recovecos del silencio y el olvido. En algún lugar estará Moucheboeuf fumando un cigarro, anotando cosas en un papel arrugado y viejo. Un espejo, piensa Oscar sentado sobre el malecón, también fumando, también buscando un espejo que le traiga de vuelta la imagen de hombre solo y expectante. Y tal vez eso era lo peor, la espera, el saber que inevitablemente las cosas se nos vienen encima como avalanchas y nunca hay mucho que hacer, siempre reaccionar de la mejor manera posible. Eso que se llamaba mejor manera posible nunca era tal, de cualquier modo, y siempre ir a tropezones, unos más acertados que otros. Los espejos, pensaba Oscar mientras una muchacha y su novio se acercaban caminando desde el norte, la chica con una minifalda anaranjada y una polera que casi mostraba el nacimiento de los senos, el muchacho con una camisa amarilla y larga y pantalones de pana, arrastrando una bicicleta vieja que rechinaba un poco al avanzar. Los miró pasar junto a él y los siguió con la mirada durante un tiempo, los vio hacerse pequeñitos y desaparecer para el lado menos iluminado, hacia la estacion de trenes y el puerto, las bodegas. Pensó -creyó que era así, una impresión vaga- que al muchacho le brillaban los ojos y que la chica tenía el rostro ligeramente sonrosado. Qué va a ser, se dijo Oscar lanzando lejos la colilla del cigarro casi desarmada entre los dedos y encendiendo de inmediato otro cigarro que se encargó de denunciar la boca seca. La ciudad parecía tan lejos, a veces, y era como un cuadro, como un libro, como una mosca parada sobre una aguja. Otros hubiesen dicho un ángel, se dijo, otros hubiesen utilizado otras palabras, otras imágenes, buscarían otras cosas tan distintas. ¿Qué es lo que buscaba Oscar, sentado sobre el borde del malecón, aspirando con avidez un cigarro de tabaco rubio? No lo sabía y tal vez no le importaba, de alguna manera era la inercia matizada de escepticismo, el saber -casi una certeza dolorosa, cicatriz en carne viva- que cualquier cosa era imposible: Julia era imposible, de partida, y la lejanía, el abandonar la tierra templada con estaciones obedientes para caer en un trópico rebelde y antojadizo. Pero en ese momento la decisión pasaba por otras razones, se justificó con descaro, con el querer apartarse de los círculos demasiado conocidos, demasiado caminados, el barro hasta las rodillas. No era tan así tampoco, pues lo primero que de alguna manera le había golpeado de San Cristóbal no fue la humedad o el calor o los mosquitos sino la repetición de los rituales. Tal vez otros nombres, otras calles, otras muertes, y aún así los ritos -los holocaustos secretos, los sacrificios a dioses más personales que colectivos- parecían ser los mismos. Pero esa pequeña proporción de duda que arbitrariamente incluía dentro del hilo de la reflexión no era más que un escondite, un quitarle el cuerpo a la certeza y con ella también a la costumbre, a la rutina de las mañanas en la Agencia de Prensa. La lejanía, había pensado un rato atrás, balanceándose sobre la muralla de piedra del malecón, sintiendo el agua mansa a su espalda -pero eso era aquí, pues seguramente a la altura del túnel y luego hacia el norte, hacia Paseo y quizás más allá, las olas estarían rompiendo con fuerza-, la bruma que se disipaba en la noche, la bocina grave de un remolcador que hacía su ruta de entrada al puerto. La imposible lejanía, se dijo y aspiró el cigarro hasta que el humo le picó en la nariz, ya casi decidido a salir a la Plaza de Armas y luego seguir por Obispo hasta La lluvia de Oro y Moucheboeuf, que estaría sentado en mitad del bar con una cerveza tibia al frente. Pero había tanto que decir, aún, y esa sensación extraña, esa especie de indefinida premonición.

viernes, julio 14, 2006

Medias para señoritas importadas III

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- ¿Estás de vacaciones? -pregunta la muchacha mientras se acerca a la ventana que mira hacia San Lázaro.
Oscar abre los ojos con dificultad. La habitación en penumbras gira alrededor de la cama. Trata de fijar la vista en la muchacha junto a la ventana, asomando los ojos por las rendijas de las persianas de madera, girando con lentitud el pasador para dejar entrar la luz del sol y una bocanada de aire caliente y con olor a café.
- Es un crimen lo que haces -rezonga Oscar cubriéndose la cara con la almohada.
La muchacha sonríe y asoma la mitad del cuerpo hacia la calle.
- Las personas se ven pequeñitas desde aquí -dice.
Una sensación de calor sube por el esófago de Oscar. Consigue resistir una primera embestida pero la segunda resulta fatal. Apenas tiene tiempo de saltar de la cama y correr los tres pasos que lo separan de la puerta del baño para vomitar dentro del excusado. Durante unos minutos se queda hincado de rodillas sobre el piso de baldosas rojas. El mareo lentamente desaparece. Se pone de pie y busca a tientas el botón para liberar el agua del estanque. Lo presiona y no sucede nada.
- No hay agua -grita.
La muchacha aparece en el umbral.
- Estás hecho un desastre -dice meneando la cabeza.
Oscar permanece de pie frente al excusado, sin abrir los ojos, apretando inútilmente el botón de desagüe.
- Ahí puse un poco de agua hace un rato -agrega la muchacha-, en ese balde que está en la ducha.
La muchacha desaparece. Oscar mira hacia el umbral vacío y luego se acerca al balde con agua. Sumerge la cabeza en él. Se levanta y deja que el agua le escurra por la espalda. Se mira sin mucha atención en el espejo y vuelve al dormitorio. La muchacha está asomada por la ventana.
- Tengo que irme -dice sin mirarlo.
Oscar enciende el ventilador que hay sobre la mesita de noche y se sienta en el borde de la cama.
- ¿Tienes algo que hacer? -pregunta.
La muchacha se aparta de la ventana y se arregla la falda. Lo mira y sonríe.
- Voy a comprarme medias -responde.
Camina hacia la cama y se detiene junto a Oscar, que mira detenidamente las gotas que caen de su cabeza para formar un charco sobre las baldosas.
- Son cuarenta -dice la muchacha.
Oscar levanta la mirada, recorre los muslos, la falda, la camiseta gris, los mínimos senos, el cuello, la sonrisa, los ojos, el cabello tomado en la nuca. Es casi una niña, piensa. Luego estira la mano hacia la mesa de noche y toma la billetera. Saca dos billetes de diez y uno de veinte. La muchacha los coge y los cuenta sin dejar de sonreír.
- ¿Estás de vacaciones? -pregunta.
La ventana abierta, el aire caliente y el olor a café. El sol reflejándose en las baldosas del piso.
- No -responde Oscar e intenta sonreír.
Una nueva arcada le sacude el vientre. Aparta a la muchacha para llegar al baño. Se sienta en el piso, frente al excusado, luego de vomitar. Apoya la cabeza en la pared y cierra los ojos esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse.
(La imagen que encabeza el relato es de autoría del fotógrafo Marco Paoluzzo)

miércoles, julio 12, 2006

Medias para señoritas importadas II

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Ahora si es tarde, piensa Oscar. Avanza por las callejuelas del barrio viejo decidido a caminar hasta el apartamento que ha alquilado. El recorrido no es largo: por Obispo hasta la manzana de Gómez, cruzar el Parque Central hasta el Hotel Inglaterra, meterse por San Lázaro, dos calles, tres pisos, una puerta azul. La botella con un poco de ron en la mano. Un grupo de mujeres camina unos metros más adelante. Ríen con fuerza y se dan empujones unas a otras. Oscar las alcanza. De reojo mira sus caras. Las ojeras las delatan, una excavación violeta bajo los ojos.
Oscar se detiene frente a la demolición que hay en la esquina de Obispo y Cuba. Trozos de sanitarios y gruesos cables desparramados entre columnas y piedras blancas. Un par de hombres duermen junto a una estatua de aspecto griego. Oscar destapa la botella y bebe un último trago. ­Deja la botella vacía junto a un montón de escombros. El grupo de mujeres se ha adelantado, ya no puede verlas. Sigue recto por Obispo. Mira hacia el interior de los bares. Horario continuado, una noche permanente circulando entre las mesas. Un hombre duerme junto a un vaso de cerveza bajo la mirada indiferente del garzón. Un hombre sospechosamente parecido al otro que dejó varias calles atrás, sobre una mesa plástica con vista a una plaza. Todos los borrachos se parecen, piensa Oscar.
Las calles vacías, el asfalto húmedo cubriendo los adoquines y el calor. Oscar camina con paso lento, nunca completamente borracho. Todas las tiendas cerradas. Una droguería, la vitrina repleta de frascos de color marrón con pequeñas etiquetas blancas. Oscar se detiene frente a los frascos, la mirada fija en un punto más allá de la vitrina. Un hombre pasa a su lado montado en un carro a pedales. Le grita algo. Oscar no alcanza a entender. Lo ve alejarse, doblar en una esquina, desaparecer. Otra vez la vitrina. Los frascos alineados uno junto a otro, las etiquetas indescifrables. Otra noche, otro lugar, piensa Oscar y se aleja, vuelve a sus pasos sobre el asfalto húmedo.
La gente reaparece antes de llegar al Parque Central. Los taxis se amontonan en la calle. Las mujeres que vio antes están sentadas junto a los automóviles, conversan con los conductores. Un murmullo se extiende desde ellos. Oscar busca dónde sentarse. Finalmente opta por el frontis de una librería cerrada. Al otro lado de la calle hay un restaurante de comida italiana. En la esquina está el lugar donde Hemingway venía a emborracharse. Apoya la cabeza contra la reja de la librería. Entonces la ve, casi una niña. La muchacha está de pie en la esquina.
(La imagen que encabeza el relato es de autoría del fotógrafo Marco Paoluzzo)

lunes, julio 10, 2006

Medias para señoritas importadas I

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¿Y estás muy triste de amor,
Galán cobarde y sin seso?
Amor menguado, no es eso:
Amor cuerdo no es amor.

“Dolora Griega”,

José Martí.



La muchacha está de pie en la esquina. Una falda corta y ceñida a los muslos, una camiseta gris. No lleva sostenes. Los pezones sobresalen de la superficie redonda de los senos. Es casi una niña, piensa Oscar sentado en una de las mesas que hay dispuestas fuera del bar, frente a la plaza. Una mesa plástica de color verde y encima una botella de cerveza. En la etiqueta de la botella puede distinguirse el perfil de un indio. Oscar se lleva la botella a los labios. El calor. No muy lejos se oye el sonido de una ola que revienta contra el malecón.
Los músicos ya han dejado de tocar. Un par de acordes parecen flotar en el aire, sobre el murmullo. La plaza está repleta de gente. En la mesa de la izquierda un gordo de piel rosada y pelo muy corto y rubio le mete mano a una negra que ríe mostrando todos los dientes. En la mesa de la derecha tres mujeres esperan clientes. Son mayores que la muchacha. Oscar pide otra cerveza. El garzón se aleja con paso lento. Un negro enorme metido dentro de unos pantalones también negros y una camisa que le queda chica. Una corbata de moño al cuello. Con este calor, piensa Oscar. Mira hacia la esquina. Un grupo de gente le impide ver a la muchacha. Lo más seguro es que se ha ido, un cliente o quizás puro cansancio.
Cierra los ojos. Cierra los ojos y respira profundo. Oye los pasos que se acercan y el sonido de la botella contra la mesa. Un ruido sordo, casi inaudible. La sombra del garzón. Abre los ojos. El negro se ve más grande parado junto a la mesa.
- ¿No va a comer nada? -pregunta sin mirarlo.
- No lo creo -responde Oscar.
El negro suspira mirando hacia la oscuridad donde puede adivinarse la línea de la bahía.
- Lleva toda la noche bebiendo -dice el negro como si le hablase al aire.
Oscar asiente con un movimiento de cabeza.
- Todo el día -aclara.
El negro sonríe. Saca un destapador del bolsillo y abre la botella de cerveza. Se queda de pie, las manos apoyadas en el respaldo de una de las sillas.
- ¿Los músicos ya no vuelven? -pregunta Oscar por decir algo.
- No, ahora tocan en otro lugar.
El negro continúa quieto, la mirada perdida en dirección al mar.
- Qué calor -dice Oscar.
El negro lo mira y vuelve a sonreír.
- Debería estar aquí en agosto.
Se aleja con paso lento. Antes de entrar al bar se detiene en una mesa donde un hombre se ha dormido junto a un vaso de ron. Le toca el hombro, lo sacude. El hombre no despierta. El negro suspira, mira hacia la bahía, da media vuelta y entra en el bar.
El hombre gordo se ríe a carcajadas, salpica la mesa con saliva. La negra también se ríe pero más tranquila. Una risa estudiada. Las mujeres de la derecha no beben nada. Permanecen sentadas, esperando. De pronto llega un muchacho y les hace una seña. Dos de las mujeres se levantan y siguen al chico sin alcanzarlo nunca. Desaparecen tras la esquina del malecón. La otra mujer juega con un lápiz labial. Hace dibujos sobre la mesa sin quitarle la tapa.
La muchacha está de pie en la esquina. Oscar la mira mientras termina la cerveza. El gordo de la mesa de junto casi revienta de risa. La negra le tiene la mano sobre el muslo, muy cerca de la ingle. El gordo se pone cada vez más rosado, la camisa blanca empapada de sudor. Va a reventar, piensa Oscar. La muchacha continúa en la esquina. No hace gestos, no sonríe a los turistas que pasan junto a ella. Cualquiera de los muchachos que pasean en bicicleta por la plaza podría ser su novio. Oscar baja los ojos. La mesa de plástico verde, la botella vacía, la borrachera arrastrada durante días. Mira hacia la esquina nuevamente, pero la muchacha ya no está. Levanta la mano y espera que el garzón negro llegue junto a la mesa.
- Un vaso de ron -dice Oscar.
El negro mira hacia la bahía.
- Está borracho -dice.
Oscar asiente con un movimiento de cabeza.
- Entonces que sea una botella -corrige.
El negro lo mira y sonríe. Da media vuelta y camina hacia el interior del bar. Se detiene un momento junto al hombre que duerme pero esta vez se limita a mirarlo. El negro desaparece en la entrada del bar.
(La imagen que encabeza el relato es de autoría del fotógrafo Marco Paoluzzo)

lunes, junio 26, 2006

Casa abandonada

El baño convertido en marisma
en cueva de cocodrilos y salamandras
dulce olor de flores muertas
y el cadáver que se pudre flotando
sumiso
en la tina
¿Hay algo más terrible que el paisaje oscuro de la boca del lobo?
La humedad ha trepado por las paredes
como legiones de escarabajos verdes
la lepra de los muros cae como nieve
en silencio
Desde la habitación huelo la sangre que se seca
impasible junto a la telaraña del espejo
desde la habitación oigo los pasos invisibles de los tigres que se acercan
su cadencia de junco y viento
la espera dibujada como rayas negras sobre el lomo
y el atardecer que ya olvidamos
en el circulo incompleto que dibujas
con tu cuerpo
en el agua oxidada que escapa por debajo de mi puerta.

miércoles, mayo 31, 2006

Les feuilles mortes II


18 de julio
Luciano y yo hemos pasado la noche en el departamento de las francesas, Luciano en el cuarto con una de ellas y yo envuelto en un saco de dormir en el piso de la sala. Casi no dormí. Temprano en la mañana apareció una de las muchachas, la más alta, y me ofreció una taza de café. Le pregunté cómo había pasado la noche.
- Follando –me dijo.
Más tarde ayudé a Luciano a montar el puesto de pinturas en la plaza y me quedé con él casi todo el día. Está de buen humor. Me habla de los incendios que asolan Portugal y me dice que en Europa los viejos caen muertos como moscas a causa del calor. De vez en cuando alguien se acerca a preguntar por las pinturas, acrílicos que dibujan a fuerza de espátula muros de adobe y oleaje que revienta en un imaginario litoral.
Luciano es un tipo grande, más que yo sin duda, macizo, de espalda ancha, y luce una tupida barba en la que ya asoman no pocas canas. Podría decirse que a causa de su tamaño y contextura, que bien podría confundirse con la de un leñador en un bosque de secoyas gigantes, resulta intimidante pero no es así. Hay algo en su manera de mirar y de hablar que lo sitúa más cerca del que le oye, que de alguna manera envuelve y elimina cualquier temor. Gracias a él las chicas francesas han aceptado que me aloje en el departamento por un tiempo. Gracias a él, también, es que dispongo de algún dinero cuando me encuentro necesitado y sin un peso. Como he dicho antes: Luciano es más grande –más alto, más fornido- que yo y también tiene más edad. Debe estar ya por los cincuenta o cincuentitrés, no lo sé y nunca le he preguntado. En la explanada que hay frente al edificio de correos la gente se iba congregando, curiosa y risueña, para mirar la rutina de un mimo que se dedica a ridiculizar a los transeúntes que atraviesan su radio de acción.
Me paso la mañana leyendo Diario del año de la Peste, de Defoe, único libro que ahora poseo y que compré por quinientos pesos a un librero que se instaló cerca del metro Los Héroes, y fumando reclinado sobre un incómodo banco de madera que Luciano dispone para sus ocasionales acompañantes, adivinando las miradas que me dirigía desde sus ojos oscuros, desde su rostro cuadrado enmarcado por la barba y el cabello largo y desordenado. A veces, también, me ponía a mirar sus pinturas, los álamos en un segundo o tercer plano, la cordillera nevada casi fundida con el cielo, el tono metálico del mar que rompe, invariablemente, en la misma playa solitaria. Una suerte de espejos, pienso o recuerdo haber pensado en el momento, de especular devolución. De vez en cuando alguno de los dos decía algo, casi siempre Luciano era el que hablaba y yo me limitaba a responder brevemente.
- Las chicas esas son estupendas –decía, por ejemplo, o: Un día de estos te vienes a mi taller para que veas otra cosa, no esta mierda de paisajes que la gente compra como arte.
Yo sonreía, sin importar que esa invitación, repetida en incontables ocasiones, nunca se concretase, sin importar su ingenuidad al decir que la gente compraba sus pinturas como arte cuando en realidad los compraban como adornos más o menos feos para sus salas y comedores. Más allá, sobre las escalinatas de la catedral, sobre la muchedumbre que celebraba las payasadas del mimo, un grupo de mujeres rigurosamente vestidas de negro levantaba las fotografías de sus familiares desaparecidos.
- Este es un país sin historia –dijo Luciano luego de seguir la dirección de mi mirada-, es decir: este no es un país. Aquí la gente no se mira a los ojos, tienen algo como un miedo subterráneo que les impide mirarse al espejo. Nadie conoce los ojos del otro, somos como un país de ciegos pero peor. Ni siquiera podemos convertirnos en nuestro propio oráculo pues, como sabrás, cualquier vidente que se digne de tal debe ser completamente ciego.
Y se reía con ganas, divertido con la mención del vidente que, a mi parecer, era bastante notable aunque demasiado visitada. Nada de esto se lo dije, por supuesto, y le sonreí reiterando mi interés en el incendiario verano europeo.

19 de julio

Una de las francesas se llama Agathe y la otra Aude.
La primera de ellas, Agathe, es quien la otra noche durmió con Luciano, situación que se viene reiterando, por lo que me contó ayer el mismo Luciano, desde hace más o menos un mes. Ella es flaca y desgarbada, estudió Educación Diferencial pero se dedica al malabarismo en la ciudad de Lille, una suerte de capital del circo en Francia y su ciudad adoptiva, pues ella nació en Bourdeaux. Como malabarista, su especialidad son las pelotas para hacer sus trucos y es bastante buena: puede mantener hasta cinco pelotas en el aire. También practica por las tardes con un sombrero hongo, que se ha comprado en una tienda de Rosas con Veintiuno de mayo. Hasta ahora parece haber progresado bastante, pues ya puede hacerlo rodar de una mano a la otra, recorriendo los brazos y pasando, no sé cómo, sobre sus hombros. Agathe es blanca, pecosa y rubia. Creo que tiene los ojos verdes y el poco español que conoce está relacionado con la jerga incompresible de los malabaristas. Tiene un novio en Bélgica, que la acompañó hasta Brasil, antes de venir a Chile. A ella no parece importarle demasiado, y parece que a Luciano tampoco. Agathe no va al cine, no le gusta leer y son muy pocos los temas que tenemos en común.
Aude es pequeña y menuda, el pelo ensortijado y castaño oscuro y tiene la piel bronceada. También es pecosa y definitivamente más linda que Agathe. Tiene una mirada vivaz y sus silencios tienen más que ver con eso, con el silencio, que con su desconocimiento del idioma: Aude habla el español razonablemente bien para alguien que lo practica desde hace sólo tres meses.
Ambas fueron compañeras en la universidad y la una arrastró a la otra –Agathe a Aude, se entiende- a este periplo latinoamericano que comenzó en un encuentro de malabarismo en Río de Janeiro para luego viajar a Sao Paulo, donde Agathe se despidió de su novio, llamado Ettienne y que, al parecer, es uno de los mejores malabaristas de Europa. Después siguió una feria en Buenos Aires, en un baldío cercano al aeropuerto donde el barro les llegaba hasta las rodillas, y un encuentro en Chile, siempre siguiendo a la trouppe de malabaristas europeos y latinoamericanos, en una parcela en Pirque (el mejor de todos los festivales, me dice Agathe escogiendo muy bien las palabras). Ahora esperan por una amiga que debe llegar a mediados de agosto para viajar juntas hasta Chiloé, donde se realizará la siguiente feria de malabaristas. De lo que he escuchado, la amiga parece ser una escocesa que conocieron en Buenos Aires y se dedica a la fotografía o al cine, punto que no he podido aclarar pero que, a la larga, no tiene mucha importancia.
La tarde de ayer y la de hoy la pasé fumando y tomando café junto a la ventana del departamento, concentrado en la forma en que los tejados van dibujando horizontes diagonales bajo el cielo. También ayude a Agathe con algunas observaciones respecto a sus trucos con el sombrero que, al parecer, le fueron de mucha ayuda y agradeció sinceramente. Aude no estuvo ayer por la tarde ni hoy por la mañana y, según lo que me explicó su compañera (o lo que pude entender de su explicación), no pasa mucho tiempo en el departamento y se dedica a recorrer la ciudad y conocer todo lo que pueda ayudada por su handbook y su español terrible.
Pero antes de anochecer Aude volvió con una bolsa de naranjas, otra de manzanas y un par de botellas de vino que no tardamos en descorchar. Casi todo lo que sé de ellas fue lo que me contaron hoy, antes de salir. Había llegado Luciano y Aude tenía sueño, por lo que me despedí a eso de la medianoche y fui en busca de cualquier bar concurrido por los poetas de turno. Y, tal como lo esperaba, conseguí seguir bebiendo y pude comer algo a costa de este grupo selecto que mucho tiene de extravagante y nada de maldito, como ellos quisieran.