sábado, noviembre 18, 2006

Otra noche

Se miran a veces. La mayoría del tiempo sucede en la escalera, mientras ella bota la basura y oye el portazo que la anuncia. Acto seguido aparece bajando los escalones de dos en dos, con el estuche del violín en la espalda. Saluda con una sonrisa y se pierde en el descaso del segundo piso. Deja un aroma dulce a su paso, una estela dorada. Entonces dejar caer la basura por el ducto y oír como se desliza chocando contra las paredes sin poder determinar si alguna vez alcanza el fondo, si alguna vez se estrella contra algo.
De día el departamento se siente solo. No queda más que encender el computador y probar un par de líneas. Las palabras no siempre fluyen como se desea y por eso prefiere escribir de noche, cuando siente el trajín de la muchacha en el piso de arriba. El sonido del violín -a veces la muchacha se queda practicando hasta muy entrada la noche- le provoca escalofríos, le ayuda a convocar las letras, las oraciones que le sirven para completar las imágenes. De día no sucede lo mismo. Intenta escribir, se pasea por la habitación, se recuesta en la cama, se levanta, saca un libro, trata de leer algo, se asoma al balcón y mira hacia la calle a mirar otras muchachas y compararlas con la violinista del piso de arriba.
El teléfono. Dejar que suene, mirar por el balcón hacia los edificios cercanos. El teléfono. Retroceder hacia el interior y acomodarse en el sillón antes de contestar. Una invitación al cine. Anota lugar y hora en una servilleta que encuentra sobre la repisa de los discos. Por lo menos la tarde justificada. La tarde. Seguramente una película europea y una conversación acerca de las posibilidades del arte. Algo bien visto. Un bar con velas en las mesas, imágenes gastadas. Qué hacer. Sentarse frente al computador y mirar la pantalla vacía. Esperar. Dejar que los minutos pasen hasta que sea hora de meterse en la ducha y salir y olvidarse de todo por unas horas.
Bebió de más. Apenas da con el agujero de la cerradura del departamento. Gira la llave y deja que la puerta se abra sola, que choque suavemente contra el muro. Se apoya en el umbral y se quita los zapatos. Entonces la oye. Un murmullo que baja por las escaleras. Duda. Pone más atención. Sollozos. Deja los zapatos afirmando la puerta, para que no se cierre. Sube los escalones con cuidado. Al llegar al descanso distingue a alguien sentado en la oscuridad. Tiene un bulto junto a ella. La reconoce. Sube un par de escalones más y ella se percata de su presencia. Le sonríe entre las lágrimas y el cabello que le cubre el rostro. Le tiende la mano. Ella sigue sonriendo. Toma el estuche del violín y se pone de pie. Baja los escalones con cuidado. Siente su mano fría. La estrecha. Bajan lento, muy lento.
Entran al departamento sin encender la luz. Ella camina hasta el balcón. La alcanza. Le acaricia el hombro, el cuello. Ella se deja hacer. Se acerca más. La abraza por la cintura. Ella se estremece. Se gira de pronto y se miran a los ojos. Siente sus manos en la espalda. Se besan. Ella tiene los labios pintados. Saborea el beso. Las manos se cierran encima de los cuerpos.
- Siempre nos vemos en la escalera -dice la violinista.
Sentir sus manos en la espalda, en el pecho.
- Te ves linda cuando bajas así, rápido.
La caricia se hace más profunda. Le arranca un suspiro.
- No sé si tú te veías linda botando la basura -bromea la violinista.
Se miran. Ambas sonríen.
- Cuando niña metía gatos por el ducto de la basura y los oía caer, pero parecía que esos tubos no tenían fondo -dice ella.
La violinista deja sus manos quietas y mira hacia el lado.
- A veces esos tubos terminan en una caldera -dice.
- Lo sé -responde ella-. Ahora tengo pesadillas con gatos.
La violinista sonríe y le acaricia el rostro. Buscan sus labios. El sabor del lápiz labial ha desaparecido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Anoche las musas cayeron como lluvia de estrellas parece Señor K. También me tocó recoger algunas.
Me agradó lo que leí aquí.
Saludos de un antiguo duelista suyo.