viernes, mayo 19, 2006

La noche no caía


- ¿No le preocupa esta situación?
- ¿Para qué? Es tan grande la vida. Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos desdichados
.

Roberto Arlt,
El juguete rabioso.
Durante un rato miró hacia la puerta de la casa. Le pareció notar alguna clase de movimiento en el interior y dejó el cigarro suspendido a mitad de camino hacia la boca. La brasa ardía callada, expectante, destellando cuando a veces el aliento de Arturo la encontraba en su camino. Finalmente no ocurrió nada: la puerta permaneció cerrada, oscura, rodeada por el desencajado marco de madera incrustado como a la fuerza en el adobe de la fachada.
No le importaba esperar. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo e intentó acomodarse en el escaño de madera donde estaba sentado, cuidando no perder de vista el muro blanco garabateado con spray, las ventanas ciegas de la planta baja y la luz tenue que se adivinaba tras las cortinas del balcón del segundo piso. Aspiró el cigarro con fuerza para luego dejar que el humo escapara por la boca como una cascada invertida. Hacía frío y casi no pasaban automóviles por Agustinas hacia Cumming. Pronto sería medianoche.
Arturo miró el reloj. Llevaba exactamente tres horas y cuatro minutos sentado en el mismo escaño, desde que el sujeto al que había seguido atravesó el hueco oscuro de la puerta y se apagaron las luces del primer piso. Al principio merodeó por los alrededores, repasando de memoria el mapa que había confeccionado y verificando que las calles estuviesen vacías. Finalmente escogió uno de los escaños del parque Portales para esperar, ubicándose a unos cincuenta metros en diagonal a la casa, cubierto a medias por el tronco de un plátano, cerca de la esquina hacia donde el sujeto caminaría al salir de la casa.
Apretó el cigarro entre los labios antes de tomarlo con los dedos y arrojarlo a la calle. La brasa dibujó un pronunciado arco para luego estrellarse contra los adoquines. Allí permaneció encendida durante algunos segundos antes de extinguirse. Arturo miró hacia la puerta, paciente. Jugó a imaginar el interior de la casa. En la planta baja estaría el comedor y quizás un pequeño living. Sobre la mesa cuadrada un mantel blanco con dibujos de flores y sobre el mantel un par de tazas, una de ellas vacía y la otra con un poco de café frío. En la pared norte, junto a la escalera, hay una fotografía colgada: un hombre delgado y una mujer robusta de semblante severo están de pie tras una niña con vestido de primera comunión. También hay un maltratado aparador color caoba donde se amontonan infinidad de pequeños adornos –animales fabricados con conchas o cuescos de duraznos, angelitos de loza, imágenes de Santa Teresa de los Andes, un reloj detenido, varias botellitas de Coca-Cola, pequeños platos de cobre, un par de vasos que sirven de florero para algunos claveles secos-, objetos cubiertos de polvo y un libro de tapas negras que, seguramente, es una Biblia. Quizás hay alguna alfombra barata sobre el piso de cemento teñido con tierra de color, eso no puede precisarlo Arturo que mira ahora hacia la ventana del segundo piso, donde una sombra oscurece por un instante las cortinas.
En el segundo piso, ocupado por un pequeño baño y el dormitorio, está el sujeto que ha venido siguiendo desde hace dos semanas. El hombre no tiene nada de particular. Es pequeño, algo regordete, y trabaja como médico en una consulta en el centro, a la entrada de Victoria Subercaseaux, frente al cerro Santa Lucía. Es un hombre de hábitos definidos y bien organizado, lo suficiente para que el tiempo le alcance para atender a sus pacientes, estar con sus hijos (dos, un niño y una niña), consentir a su mujer y tener como amante a una muchacha que trabaja en un café de la galería Pacífico. Vive en La Reina y dos veces por semana visita a la muchacha del café en su casa, una construcción de adobe con la blanca fachada cubierta de graffitis y dibujos obscenos.
Arturo encendió un nuevo cigarro pensando en lo que sucedía en la habitación, en el hombre anudándose la corbata, en la mujer que lo mira desde la cama, arropada con las mantas. Es más joven que él, tiene el pelo negro y desordenado, aunque habitualmente se lo amarra en la nuca con una cola de caballo. Su rostro es pálido y tiene unos enormes ojos oscuros. Mientras el sujeto acaba de vestirse ella permanece callada. Luego él se da la vuelta y la mira con ternura. Se acerca a la cama para besarla y prometerle alguna cosa –Arturo no puede imaginar qué le dice-, para acariciarle la mejilla y el cuello antes de bajar por la escalera y salir a la calle y caminar las dos cuadras que lo separan del automóvil, estacionado estratégicamente en un discreto callejón.
Las luces de la planta baja se encendieron y al momento siguiente el sujeto apareció en el umbral. Arturo alcanzó a ver el color verde de los muros antes de que el sujeto bajara a la acera, cerrando la puerta tras de sí. Cuando el hombre llegó a la esquina y cruzó la calle, Arturo se incorporó lentamente, arrojó el cigarro a medio fumar hacia el tronco del plátano y se fue caminando por un costado del parque con las manos en los bolsillos del abrigo. Sólo cuando faltaba media cuadra para llegar al callejón donde estaba el automóvil Arturo atravesó la calle y apuró el pasó.
El sujeto miró un par de veces hacia atrás, pero no parecía nervioso. En la siguiente esquina, la del callejón, dobló hacia la derecha. Sacó del bolsillo las llaves del auto y desconectó la alarma con el control remoto. Bajó a la calzada y luego se inclinó para abrir la puerta del conductor. En ese momento le pareció sentir un dolor a la altura de los riñones. Trató de incorporarse pero algo lo empujaba contra el automóvil. El dolor se hizo cada vez mayor y una mano le cubrió la boca. Se orinó encima. Poco a poco su escasa resistencia al ataque fue cediendo y comenzó a sentir frío. La mano que tenía sobre la boca apretaba cada vez más fuerte. El sujeto se dejó caer pesadamente sobre el charco que su sangre iba dejando en la calle.
Arturo metió el cuchillo en una bolsa plástica que llevaba con él y luego se inclinó junto al cuerpo para confirmar que estaba muerto. Tuvo cuidado de no pisar la sangre mientras buscaba en los bolsillos del sujeto hasta encontrar la billetera. Se incorporó y guardó la billetera en el abrigo, junto con la bolsa del cuchillo. Caminó hasta la esquina y miró hacia ambos lados. Cuando estuvo seguro que nadie lo había visto encendió un cigarro, atravesó el parque en diagonal hasta la esquina de Agustinas y Sotomayor y se fue caminando hacia el oriente.

3 comentarios:

Susy dijo...

Vaya, que bien lo has escrito. Me ha gustado mucho.

Felicidades.

Unmasked (sin caretas) dijo...

Bueno...un cuadro repetido, en muchas ciudades sucias, que ocurre durante tantas noches, en muchos callejones, en diversas partes del mundo...Artur, Arthur, Arturo, etc

Un cuadro repetido, senor KP, pero contado por usted, eso hace la diferencia...muy buena narracion como siempre.

Espero que se encuentre bien.
Como nota separada, lo nombre sin nombrarlo a usted en el ultimo post que hice. Digo sin nombrarlo, porque lo nombre a medias,(se como es usted) si lo lee, busquese, esta ubicado cerca de su socio cuervo, para darle una pista mas precisa.

Un beso petristico en el rey sol

Saludos

Petra del norte

Roberto_Carvallo dijo...

saludines de esa maldita ciudad sucia