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- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.
- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.
Martín se acercó un paso más y se detuvo, mirando cómo la mujer apartaba con un delicado ademán un mechón de pelo que le había caído sobre el rostro. Tenía la piel blanca y en el rostro se adivinaba la huella de pecas que habían dejado de existir pero que sobrevivían aún en los hombros y bajaban hacia el pecho. En la cara los ojos negros y profundos relucían como soles oscuros.
- Más bien preguntaba –insistió Martín luego de aclarar su garganta- qué clase de lugar es este.
La mujer se cruzó de piernas y echó el cuerpo hacia atrás.
- La clase de lugar en el que uno termina, o empieza, y eso depende del punto de vista de cada cual, después de mucho andar por la ciudad.
- No es la respuesta que esperaba –suspiró Martín.
- Suele suceder. Despertar en una habitación vacía, recorrer las calles, cargar con una tortuga en el bolsillo, terminar en otra habitación, esta vez de paredes rojas. O empezar, como ya le he dicho antes. No siempre, y me arriesgaría a decir que casi nunca, las cosas son lo que esperamos.
Mientras la mujer hablaba, Martín comenzó a recorrer la habitación lentamente, observando con detenimiento las molduras barrocas que separaban las paredes del cielorraso blanco, los marcos de madera de las tres puertas que aún no había traspasado, las lágrimas facetadas de la lámpara y su base de bronce vaciado adornada con ramilletes de olivo y pequeñas florecitas que, en su estado natural, debían ser de color blanco. Curiosa asociación, pesó Martín describiendo un círculo en torno a la mujer.
- Usted busca algo –seguía diciendo ella-, de eso puedo estar segura, y así es como ha llegado hasta acá, acosado por la sombra de una ballena alada, guiado por una chiquilla de lo más encantadora, como usted mismo podrá comprobar más adelante. Pero me desvío del tema principal, discúlpeme, es un defecto que ha ido empeorando con los años. Claro, lo que usted, lo que todos hacen, es buscar, perseguir, que en su caso son dos acciones distintas y, a la vez, conjugadas. Casi yuxtapuestas, para usar una palabra que me encanta. Usted busca, primero, y persigue, después.
Martín había completado la órbita y se encontraba en el mismo lugar donde había empezado. La mujer movía los brazos mientras hablaba, y torcía la muñeca derecha como si entre los dedos de esa mano tuviese un cigarro premunido de una larga boquilla de plata. Martín aspiró profundamente, seguro de haber sentido olor a tabaco en el aire.
- ¿Puede ayudarme? –preguntó frunciendo el ceño.
- ¿En qué? –preguntó la mujer sin abandonar su posición.
- No lo sé, la verdad.
- Es un problema que no lo sepa, para empezar. Pero sí, puedo ayudarle. O lo más importante: quiero ayudarle.
La mujer estiró las piernas hacia delante y los brazos hacia arriba, como en un ejercicio gimnástico, para luego de unos minutos contraerse lentamente, como un heliotropo que, abandonado por la luz del sol, comienza a recoger sus pétalos. Al terminar de moverse, quedó sentada con la espalda muy derecha y las piernas levemente separadas, dibujando perfectos ángulos rectos entre los muslos y las pantorrillas. Martín la observaba, ligeramente impaciente. Se llevó la mano al bolsillo, palpando la Chelonia, para luego sacarla de su escondite y dejarla sobre su mano extendida, como una ofrenda.
- No hay nada que yo pueda querer a cambio de la ayuda –dijo la mujer-, menos la tortuga, su llave. Ya la necesitará luego. Pero puedo decirle dos cosas. Lo que usted busca, aquella que usted busca, está más cerca de lo que usted cree, aunque eso finalmente no significa nada en términos temporales. Lo relojes de arena ya no sirven en este lugar. Le decía: ella está allí, y lo espera a usted y no a otro.
- Pero…
- Ya pasó el tiempo de las preguntas: las respuestas son como puertas que hay saber escoger y abrir sin miedo. El que usted persigue, el hombre largo y triste como pintura de El Greco, como reflejo escapado de un espejo distorsionado, ese hombre ya estuvo aquí antes. Llegó solo, pues conoce muy bien este lugar y su funcionamiento, además de saber quienes son los que pueden ayudar a Minerva. Vino, me mostró su llave, y no tuve más alternativa que decirle, que contarle. Fue no hace mucho, por lo que usted aún puede alcanzarlo.
La mujer sonreía mientras hablaba. Martín, por su parte, había cerrado la mano sobre la Chelonia y la apretaba sintiendo los bordes del caparazón que le herían la piel. Mirando el rostro calmado de la mujer pensaba que esa sonrisa era apenas una sonrisa, que no era más que una ilusión y que la sonrisa en realidad estaba en otra parte, en otro rostro, y que lo que tenía delante no era más que un eco distante y distinto.
- Ahora debe escoger –dijo la mujer- y en eso no puedo ayudarle.
Luego inclinó un poco la cabeza, dejando que el cabello le cubriera parte del rostro. Martín se acercó a la mujer, que parecía dormida, y se inclinó hacia ella para confirmar que aún respiraba, apenas un hilo de aire silencioso. Ni siquiera intentó despertarla. Se irguió y miró a su alrededor, a las cuatro puertas que ocupaban las paredes de la habitación.
Quedaban tres puertas para elegir. La más pequeña no era una opción, pues por ahí había entrado a la habitación. Estaba la puerta alta, justo detrás de la mujer y la silla, y las de los costados. La de la izquierda era ancha y no tan alta aunque lo suficiente para dejar pasar a un hombre de estatura normal. La puerta de la derecha no tenía ninguna característica que la hiciese diferenciarse de una puerta común y corriente. Ni la altura ni el ancho eran extraordinarios.
Martín miró alternadamente las tres puertas, luego abrió la mano, contempló la Chelonia y se la guardó en el bolsillo. Caminó con decisión hacia la puerta de la derecha, tomó la perilla y la giró. Al abrir la puerta, el olor de los aromos en flor le pegó en la cara y la luz del sol lo obligó a cerrar los ojos.