jueves, enero 18, 2007

Obituarios


La verdad es que a demasiados funerales no he ido, iba pensando de camino a la casa de la señorita C., más bien a pito de nada o quizás influenciado por el calor insoportable que reina en la linea 1 del metro y por Vespucio una caravana de autos que avanza lento y parpadeando sus intermitentes como pidiendo disculpas o tratando de dar lástima, decenas de pares de pequeños ojos brillantes y rojos como si recién hubiesen parado de llorar. Y al frente de la caravana una de estas nuevas carrozas funerarias con mucho vidrio, algo así como una invitación obligada a mirar el cajón y asegurarse que sí, que hay muerto y que el taco hay que aguantarlo porque la buena crianza y etcétera.
Entonces pienso: la verdad es que a demasiados funerales no he ido (ahorá sé que el pensamiento vino directo de la caravana y no fue antes, que no fue el calor ni el metro ni la canción de Lou Reed que de pronto me había puesto a tararear) y asiento con la cabeza mientras coincido con un semáforo en rojo y los autos, grises la mayoría, se suceden a mi derecha con dirección norte. En uno de los automóviles veo a una niña que lleva la cabeza apoyada contra el vidrio de la puerta y deja ver en su cara una mueca inconfundible de pesar.
Recuerdo, entonces, haber asistido al funeral de Allende, que más bien fue el traslado de sus restos desde Valparaíso al Cementerio General, y haberme trepado con Raúl sobre un mausoleo para mirar todo desde arriba y gritar con rabia y pena porque en ese momento era difícil no sentir rabia y no sentir pena. Ese mismo año había seguido el féretro de Clotario Blest por las calles de Santiago, tan diferente entonces (más ingenuo, más humano) del de hoy, con un sentimiento similar. Y después, mucho después, el de Gladys Marín donde con la señorita C. apenas pudimos tomar las fotos que queríamos, apretujados en todo momento por una multitud que parecía tener voluntad propia, independiente de cada uno de sus integrantes, sumida en una especie de inconsciente fluir que nos terminó arrojando, bajo un sol inclemente, en la entrada principal del cementerio donde los oradores de turno se llenaban la boca de palabras que nadie oía.
Pero esos no son más que funerales símbolicos. No quiero decir que no se entierre un cuerpo, o no se creme un cuerpo, una persona, en ellos. Pero hay la distancia de lo simbólico, que para mi, al menos, es más la extinción de una idea o parte de ella y no la muerte como angel negro en la cabecera de una cama.
Otra cosa, más cercana pero igual de impersonal, fue la muerte de un compañero de trabajo. El tipo era dibético y parece que lo picó una araña y la herida nunca cicatrizó del todo y finalmente se le gangrenó la pierna y no mucho después murió. Tuve que ir al velorio en representación de los compañeros de oficina -habíamos hecho una colecta para la madre sobreviviente, una señora dulce y resignada como suelen serlo las viudas, que ya lo era- y de pronto me vi atrapado en la capilla, junto al ataúd abierto, por un grupo de señoras que se puso a rezar como si el muerto fuera de ellas. Digo esto porque luego me enteré, por boca de la madre, que no las conocía y que eran parte de los servicios funerarios o algo así.
Más cerca aún. Cuando estudiaba arte en la Chile conocí a un tipo que podía dar el tono de cualquier aspiradora que escuchara. Le encantaba hacerlo. Así lo conocí, junto a su novia de entonces, sentados en los asientos de cuero de una notaría del centro mientras esperábamos la firma del notario en una carta poder o algo por el estilo. No estábamos en el mismo taller pero nos juntábamos casi a diario a almorzar en el casino. Recuerdo una memorable guerra de cáscaras de naranja, el postre del día, que tuvo visos de apocalipsis una tarde de invierno y lluvia. Luego nos vimos más seguido porque ambos fuimos electos como delegados para el centro de alumnos de la facultad. Y después dejé la carrera y nos distanciamos, como suele pasar. Nos juntamos un par de veces y supe que su chica lo dejó y se fue a vivir al norte, creo que cerca de Chañaral. Él tuvo un hijo con otra chica -quizás estoy contando los hechos al revés, y luego de esto o por causa de esto vino la ruptura- y se fue a Brasil de vacaciones. No volvió. Fue a nadar y no volvió. Me imagino que fue por la tarde y que el sol estaba enrojeciendo y que corría un viento como quieto cuando se metió al agua trasparente del Atlántico. Lo imagino, nada más. La verdad es que no sé si repatriaron su cuerpo y tampoco sé dónde está enterrado.
Parece que en mi familia la gente no se muere, pienso mirándome en el espejo del ascensor ascensor del edificio donde mora la señorita C., acomodándome los lentes sobre el tabique de la nariz. O quizás se murieron todos antes, corrijo.
Menos dos.
Tuve un tío que murió de un paro cardiorespiratorio. Era alcohólico, desde hace muchos años, y tenía tatuado el chuncho de la U en el brazo. Uno de esos tatuajes viejos, como hechos con lápiz scripto, desteñido ya cuando yo era muy chico y lo acompañaba a cambiar libros en una caseta de madera donde me prestaban unas revistas de Superman de Editorial Novaro. Así aprendí a leer. Cuando murió yo estaba en casa de mis padres, vivía allí, y era hora de almuerzo. Sonó el teléfono. Me levanté de la mesa y fui a contestar. La tercera persona que supo que mi tio había muerto fui yo. La primera fue mi abuela, que lo encontró bocaabajo en el cuarto y la segunda mi tía, que vivía con ellos. Tuve que darles la noticia a todos en mi casa e, incluso, hacer un par de llamadas a otros familiares. No fue terrible ni nada, contrario a lo que esperaba. Marcaba un número, escuchaba la voz que saludaba al otro lado, saludaba yo también y lo soltaba. Se murió, decía, o algo así. Directo y sin rodeos. Fui al hospital pero no vi el cadáver allí, sino en el velorio. Al funeral no fui, o por lo menos no lo recuerdo.
Entonces resulta que al único funeral que realmente he asistido fue al de mi abuela, la misma que encontró a su hijo muerto sobre su propio vómito. Ya era vieja, eso sí, cuando la edad es ya una especie de callejon sin salida y te has ido extinguiendo, consumiendo, reduciéndote inevitablemente a la mínima expresión. Fui al velorio y al funeral, aunque no participé en la misa. Cargué una de las manillas del ataúd con tres o cuatro primos más, lo metimos dentro del cementerio de San Bernardo y lo llevamos hasta la misma tumba de mi abuelo, donde también la enterraron a ella. Me pidieron que dijera unas palabras y las dije. Dije que había que rescatar ese recuerdo preciso que es como una foto para llevar con nosotros lo que nos quedaba de allí en adelante. Que la muerte es un hecho de la vida y que la vida de la abuela ya estaba completa, que había sido larga y fructífera, que no había nada que lamentar. Que había que sonreír cada vez que alguien dijera su nombre o la recordara en silencio. Mis tías y tíos lloraron.
Cuando terminé de hablar se hizo el silencio y de pronto un amigo de la familia se puso a cantar. Y luego otro, y luego mis primos y mis tíos, todos juntos cantaron la Internacional. Mi abuela había trabajado en una salitrera y era comunista de tomo y lomo. Yo no canté porque no recordaba la letra.
Entonces la señorita C. abre la puerta y me mira como extrañada y me abraza y me hace entrar como si estuviera enfermo, como si me fuera a morir en cualquier momento.

3 comentarios:

Roberto_Carvallo dijo...

yo estuve en bariloche nene... esas muchachitas argentinas son lo peor... que terrible.
nene no sabes lo que es esa locura...

adios.
faltó el obituario del un tal cuervo.

Roberto_Carvallo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Claudia Castora dijo...

Buen relato K, aunque tiene tintes como de copuchenteo.
De todas maneras no deja de llamarme la atención la cantidad de entierros en los que has estado.
Funerales, perdón.
Je, je.

Saludos