jueves, mayo 01, 2008

Sacco y Vanzetti

La noche anterior había caído una lluvia torrencial sobre Buenos Aires, con relámpagos que atravesaban el cielo porteño y recortaban las siluetas de los edificios contra el cielo como un antiguo decorado de set hollywoodense.
El señor K. y la señorita C. venían de una larga caminata por el parque 3 de febrero, donde se encontraron sin saber cómo con un busto de Borges, y de una frustrada visita al Jardín Japonés que tuvieron que abortar a causa de la peste de mosquitos que no dejaban de devorarlos con sus piquetes arteros e invisibles. Se desviaron hacia el MALBA, que recorrieron casi completo sin pagar la entrada, despistados como siempre. En un supermercado de Palermo terminaron comprando un malbec de Norton que los acompañó el resto de la tarde.
Puede que al hotel hayan vuelto caminando, puede que en colectivo o quizás en taxi. El asunto es que volvieron al hotel casi de noche y se detuvieron en la esquina de Irigoyen y Zeballos para fumar y sentarse a mirar un pequeño tíovivo quieto, silencioso, evidente contraste con el hormigueo de autos y personas que recorrían las calles desde y hacia el Congreso Nacional.
Había anochecido ya y no hacía frío. El cielo despejado, azul intenso, de la tarde se había ido cubriendo, poco a poco, con dramáticos nimbocúmulos que ahora se apretaban en una densidad gris y homogénea. Se levantaron, satisfechos y cansados, cruzaron la calle, entraron al hotel y en el bar pidieron un par de vasos y que les descorcharan el malbec. La chica del bar, sonriente, extrajo el corcho en cinco hábiles movimientos y les preguntó si no preferían copas.
Entonces estalló el aguacero. Imprevista y cálida, la lluvia cayó como una tromba desde el cielo. Fue la señorita C. la primera en salir a la calle. Sin pensarlo dos veces, atravesó el lobby del hotel, las puertas de vidrio y se instaló en mitad de la acera, con la cara hacia arriba, mientras el agua le rebotaba con fuerza en las mejillas, se le metía por el cuello y no tardó más que un par de minutos en quedar hecha una sopa. El señor K. dejó las copas y el vino en el bar, bajo la custodia de la chica, y fue tras ella, con el paso tranquilo que lo caracteriza. En la calle sintió, primero, la embestida del viento y luego todo no fue más que lluvia, una cortina transparente y sólida que apenas ofrecía resistencia.
Los relámpagos los sorprendieron en eso, riendo como locos, felices. En el estrépito se abrazaron y el señor K. habló de otra lluvia, distante en el tiempo y el espacio, de un primero de mayo en La Habana, también de noche, luego de haber marchado, por la mañana, junto con millones de personas frente al monumento a Martí y al mismísimo Fidel Castro.
La tormenta de Buenos Aires duró hasta entrada la madrugada. Al otro día la mitad de la ciudad estaba sin electricidad y sin agua potable y un par de edificios, contiguos a construcciones en obra, se habían derrumbado y dejado a todos sus habitantes en la calle. El aire de la ciudad estaba limpio como nunca y el viento volaba los paraguas de los caminantes.
Junto al hotel estaba el café de las madres de la Plaza de Mayo. Fueron temprano y compraron un par de libros. El señor K. encontró una polera estampada con una serigrafía de Sacco y Vanzetti, ejecutados en agosto de 1927 luego de un juicio oscuro y corrupto, y que se convirtieron en los Mártires de Chicago. Es en honor de ellos que se conmemora, cada primero de mayo, el Día Internacional de los Trabajadores.
El señor K. se compró la polera, como una especie de recuerdo que le gatilla muchos otros recuerdos, como una llave maestra para infinidad de puertas, y cada cierto tiempo la usa y la muestra orgulloso por las calles de este Santiago ignorante y sin memoria al que volvieron, si no recuerda mal, esa misma tarde ventosa que lloviznaba sobre Buenos Aires.

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