martes, marzo 06, 2007

Convalecencia

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Tarde en el hospital,
Carlos Pezoa Véliz






No me enfermo con facilidad. A decir verdad, no me enfermo casi nunca. No recuerdo la última vez. Cuando chico sí, me enfermaba de amigdalitis tres o cuatro veces por año. Por esa razón me hacían comer cualquier cosa que tuviese yodo. Recuerdo claramente un pequeño cangrejo, de color rojo oscuro y que no medía más de dos centímetros de diámetro. No era necesario comerlo pero lo hice de todos modos: me lo puse en la boca y apreté los dientes y sentí el sonido como de un maní con cáscara que se pisa y el sabor ácido corriendo por mi lengua. No fue desagradable, o por lo menos no tengo un recuerdo desagradable de eso. Con las amigdalitis lo único desagradable eran las inyecciones, dolorosos pichazos que cada año aumentaban sus dosis e intensidad. Luego la amigdalitis se fue y no volvió más. Hubo incluso un amago de operación que se canceló justamente por porque me enfermé de amigdalitis.
En general las veces que me enfermaba no estaban tan mal, salvo las molestias propias de cualquier enfermedad. Me pasaba las tardes en cama, viendo televisión o durmiendo. Cuando tuve sarampión comencé a leer en serio. Me gustaba leer de antes, claro. Había leído para entonces El principito, que fue mi primer libro, un compendio de cuentos de Wilde, Juan Salvador Gaviota, la serie completa de Papelucho, Niebla, Demian, algunos cuentos de Cortázar y Borges. Casi todas las lecturas eran de colegio, obligatorias, pero no me parecían mal. Cuando tuve sarampión cambié de folio, en lo que respecta a la lectura. Me aburrí de jugar con el Commodore 16 que teníamos en casa, tomé El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, y decidí que quería ser escritor. Ja. Es raro recordarlo ahora. Tenía doce años y al año siguiente escribí mis primeros cuentos y gané mi primer premio en un concurso escolar: un libro de Dostoievsky, El jugador, y un bolígrafo que, lo recuerdo claramente, era de plástico con colores verde y blanco.
Vengo saliendo de un estado gripal más o menos agudo, según diagnosticó el médico, un sujeto simpático que quiere comprarle una casa a su hijo. Me habló de eso durante todo el tiempo que estaba en la consulta, mientras me examinaba, mientras me extendía la receta y mientras firmaba los tres días de licencia para el trabajo. He pasado en cama buena parte de los dos últimos días, terminando de leer Moby Dick, que tengo pendiente desde hace tiempo y se me ha puesto cuesta arriba. No escribo mucho por estos días.
Y me acordé, ahora, de Tarde en el hospital, un poema de Pezoa Véliz (el jovencito de la foto que encabeza este post) que me encanta y emociona, quizás porque de alguna manera me identifico con él. Lo escribió en Valparaíso después del terremoto de 1906, cuando debio estar internado en el hospital Alemán de esa ciudad por la fractura de ambas piernas producto de la caída de un muro de adobe sobre él. Pezoa Véliz canta a la simpleza, al infortunio y al desgarro del ser humano que encuentra cada vez menos espacio en el mundo que le rodea. Representa, de algún modo, un bastión tardío del romanticismo atrapado ya en los engranajes de la industrialización y la creciente marginalización y empobrecimiento de las poblaciones rurales. Es curioso notar que no hay ira en las letras de Pezoa Véliz: lo que encontramos en él es una suerte de nostalgia que idealiza y desgarra al mismo tiempo, cierta irónica resignación ante una existencia corta y aciaga.
Moriría tres meses antes de cumplir los veintinueve años, el 21 de abril de 1908, en el hospital San Vicente de Paul de Santiago, víctima de la tuberculosis y sin ver publicado ninguno de sus escritos.

5 comentarios:

Claudia Castora dijo...

Me gustó este post, me gustó sobre todo porque me coloca más cerca de ese amigo con el que una vez intercambiamos un par de letras por mail que del Señor K.
Me gustó también porque a pesar de lo desagradable que eran me trajeron de vuelta mis 5 amigdalitis por año (como mínimo), mis tardes en cama frente a los bochincheros, el Principito como primer compañero, la decisión ilusa de querer ganarme la vida escribiendo y el poema de Pezoa Veliz que tuve que recitar frente al colegio entero en una de esas tantas tardes de Otoño.
Hoy por primera vez me dieron ganas de verle los ojos al señor K (sin importarme que después aparezca cualquier imbécil y me trate de cursi).
Bonitas letras K, Un abrazo para ti.

Anónimo dijo...

Deseos de una pronta mejoría entonces para usted, lecturas nostálgicas y de una enfermera solícita que lo atienda en su lecho de convaleciente.

(Qué guapo Pezoa Véliz)

Un abrazo de Indianguman

Clementina dijo...

He vuelto al jardín. Un gusto leerlo. Dolencias, garganta, Cortázar hace años y ahora, vacunas, dolor, lectura en la cama... génesis del gusto por la escritura. No falta nada para que lo acompañe en esto.

"El hospital, es la sociedad en miniatura con olor a éter" dice un escritor de canciones por aquí.

Besos Señor K, y sabe que es bienvenido allá en mi jardín. Solo tiene que atravesar la alameda que conduce hasta ahí. Le llaman continuidad.

Viddeara dijo...

Y ahora me tocó a mí...
Resfríos familiares - contagiosos de corto alcance.
Y que quede claro: llegó desde Don K y no del Sr. K (para evitar confusiones).

Saludos!

fgiucich dijo...

Aquellas amigdalitis que mi hicieron pasar las de Caìn y terminaron en una operaciòn terrible cuando tenìa 17 años, vinieron a mi memoria con tu muy buen relato. Abrazos.