miércoles, enero 31, 2007

Cuando fuimos pequeños

El hecho de levantarme temprano nunca me ha entusiasmado demasiado, y más bien mi humor se descompone que mejora cuando me veo obligado a sufrir las madrugadas. O ni tan madrugadas, también, no hay caso en querer disfrazar mis malestares. No me gusta levantarme temprano, punto.
Y si además la perspectiva del futuro es una calle repleta de gente y un sol de los mil demonios, mi humor tiene muy pocas posibilidades de encontrar un derrotero que sea más de su gusto. Quizás cuando era más joven y los desfiles de banderas rojas cortaban el viento de la mañana, cuando los gritos destemplados y ansiosos, cuando las carreras, cuando la rabia y la esperanza. Pero de eso hace tanto ya, supongo, y las banderas se han desteñido y las voces se han ido gastando cigarro tras cigarro.
Pero he aquí que una mañana, ante la iniciativa huracanada de la señorita C. no satisfecha con el partido de tenis de la tarde anterior, me encuentro de pie mucho más temprano que de costumbre y metido en un vagón de metro que se va llenando a medida que la línea se acerca al centro de la ciudad, y ya casi no hay oficinistas de camisa y corbata sino que por lo bajo me entierra el codo un cabro chico gritón y más allá veo a un grupo de muchachos con pinta de universitarios que ríen con escándalo. Todos lucen nerviosos, como si fueran invitados a una fiesta de cumpleaños que promete ser extraordinaria. Lo peor es que parece que vamos a la misma fiesta, pienso entre arrepentido y resignado.
En Los Héroes -la señorita C., como siempre, ha desoído mis sugerencias de bajar en Universidad de Chile y desde ahí caminar hasta el Mercado Central- es prácticamente imposible trasbordar hacia Cal y Canto. El andén está repleto y el primer tren que llega es demasiado corto para que los que hemos caminado hacia los extremos podamos abordar. Ni bien ha partido el metro con su vagido de cetáceo y nuevamente el andén se ha repletado y nosotros, pobres pajaritos, relegados otra vez al extremo de la multitud.
Ya en la fiesta, con globos y hasta challa flotando en el aire, resulta que el polvo y el sol no ayudan en nada a mejorar la situación. La gente se mueve como por inercia, se desplaza en grupos de un lado para otro, sin ponerse de acuerdo siquiera. Parten uno o dos hacia la derecha y al instante les siguen cinco, diez más. Caravanas de hormigas, hormigotas y hormiguitas circulan en interminables hileras que avanzan o retroceden, que se mezclan y dividen una y otra vez.
Tratamos de avanzar lo más posible, valiéndonos de los claros del parque y de la sombra de los árboles. Cuando ya nos parece que estamos suficientemente cerca, resulta que aún es demasiado lejos. Mi malhumor ha desaparecido y me ha dejado en modo logístico, tratando que la señorita C. no esté mucho al sol y alejándola de cualquier posible inconveniente.
- ¿Vienes a ver a la niñita? -le pregunta una chicoca a la señorita C. luego de llamar su atención con un suave golpe en la cabeza, como un cariño pero más brusco.
La que pregunta está subida sobre los hombros de su padre, quien parece llevar un buen rato en esa posición y tiene una cara de desmayo evidente.
La señorita C. le sonríe a la chica y responde afirmativamente con un movimiento de cabeza.
- Yo también -sigue la pequeña-, pero estamos tan lejos que no sé si se habrá despertado ya.
- No podemos ir más cerca -interrumpe el padre, disimulando la fatiga-, hay mucha gente.
- Pero desde aquí la podemos ver igual -dice la señorita C. con evidente emoción.
La niñita percibe su estado de ánimo, supongo, porque se deja llevar por una especie de entusiasmo contenido.
- Cierto, cierto -chilla-, y va a pasar por aquí al ladito y la voy a mirar y la voy a saludar con mi sombrilla porque es grande y yo chica y seguro desde arriba no nos ve mucho, ¿verdad?
- Es verdad -dice el padre, milagrosamente repuesto y sonriente.
- ¿Cómo te llamas? -pregunta la niña a la señorita C., quién responde, siempre sonriente.
- Papá, papá -chilla ahora más fuerte la niña- , se llama igual que yo, y vino a ver a la niñita, y está contenta, papá, papá, se llama igual que...
Un sonido fuerte, un aplauso mezclado con una expresión de asombro, llega desde más adelante e interrumpe a la pequeña. Una voz en francés comienza a dar órdenes que por la distancia son incomprensibles y a lo lejos vemos aparecer la cabeza de la enorme marioneta que comienza su periplo por la ciudad. Yo agarro la mano de la señorita C., preparado para hacer frente a la avalancha de personas que en ambos sentidos puede pasarnos por arriba.
Pero nada de esto sucede. La marioneta gigante comienza a abrirse paso lentamente y la gente se aparta sin problemas y la siguen con las bocas abiertas y los ojos brillantes. La muñeca avanza despojándose de su materialidad y convirtiéndose en un objeto mágico, provisto de vida, una mezcla entre Pinoccio y Gulliver, mirando condescendiente a sus espectadores, a un montón de adultos que por un par de días se convierten en niños, quizás por última vez en sus vidas.
Miro a la señorita C., que me devuelve la mirada desde sus pupilas brillantes y emocionadas. Va a pasar por aquí al lado, me dice como si fuera algo imposible. Sí le respondo, apretándole la mano para que sepa que estoy aquí, con ella, a su lado.

miércoles, enero 24, 2007

El país falsificado o el imperio del gólem


El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

J. L. Borges,
El Gólem


No hay que confundir mentir con falsificar.

Mentir tiene que ver con decir algo que no es cierto, falsificar con hacer que algo que no es legítimo lo parezca. Así, en primera instancia la mentira tiene que ver con la falta de verdad y la falsificación con la apariencia de verdad. Se trata, en este último caso, de la manipulación de alguna cosa –de alguna realidad- para que parezca lo que no es, independiente si esta apariencia tiene que ver con la calidad o no de verdad de dicho objeto, sino más bien con su precaria condición de simulacro.

Un gólem es un simulacro de hombre, por ejemplo, un modelo de arcilla que pretende convertirse en lo que no es mediante el poder de la Palabra, en este caso el nombre de Dios. Alguien, un ministro, un candidato a la presidencia, dice que es algo o que hizo algo, y para demostrarlo muestra un papel que lo acredita. Sin embargo, el papel que muestra no se corresponde ni con una realidad histórica ni personal. Este sujeto, como el gólem, graba sobre su frente la palabra que le da pretendida vida y falla, pues el signo primordial no es falsificable, apenas lo es el objeto al que alude. No puedo escribir silla sobre una mesa y pretender de ahí en más que la mesa se ha convertido en una silla.

La falsificación es, a mi parecer, y junto con la falta de ética, una de las formas más graves de corrupción, a nivel tanto individual como colectivo. La falsificación implica, en primer lugar, mala intención y, en segundo lugar, un profundo desprecio por el otro, por aquel al que se intenta hacer creer lo que no es.

Chile es, en este momento, un país falsificado, una copia pirata de lo que debería ser una nación. Una mala copia. No sólo por hechos recientes, sino más bien por comportamientos generalizados que se han convertido en normales, aceptados sin críticas.

Un ejemplo de ello son las encuestas. Estos instrumentos, diseñados para mostrar o diagnosticar fenómenos que se manifiestan en la sociedad, se han convertido en modeladores del sentir y pensar de esa sociedad a la que se supone diagnostican. La opinión de 2000 personas, lejos de ser un simple muestreo, pretende convertirse en la voz autorizada de 15 millones de chilenos. Se falsifica un país completo dependiendo quién pague por el estudio.

Otro ejemplo podría ser la proliferación de querellas que con grandes aspavientos se presentas en los tribunales de justicia y de las que luego nada se sabe, la mayoría de las veces porque no son jurídicamente sustentables o porque, simplemente, los querellantes no siguen el proceso. Hay aquí una falsificación de persecución de justicia, o en el mejor de los casos de legalidad, que no tiene ningún fondo que la apoye, simples maquetas de cartón piedra que el tiempo se encarga de deshacer.

Chile se ha convertido en un simulacro de democracia donde el juego del poder pesa más que las necesidades de los ciudadanos, que por su parte no son más que simulacros de sí mismos, muñecos de arcilla felices con sus tarjetas de crédito y códigos de barras, cuyas opiniones son extractadas literalmente de los noticieros de televisión, carentes de voz o, en todo caso, de acción que acompañe a la voz que de vez en cuando surge, aparece como último vestigio del sentido común.

jueves, enero 18, 2007

Obituarios


La verdad es que a demasiados funerales no he ido, iba pensando de camino a la casa de la señorita C., más bien a pito de nada o quizás influenciado por el calor insoportable que reina en la linea 1 del metro y por Vespucio una caravana de autos que avanza lento y parpadeando sus intermitentes como pidiendo disculpas o tratando de dar lástima, decenas de pares de pequeños ojos brillantes y rojos como si recién hubiesen parado de llorar. Y al frente de la caravana una de estas nuevas carrozas funerarias con mucho vidrio, algo así como una invitación obligada a mirar el cajón y asegurarse que sí, que hay muerto y que el taco hay que aguantarlo porque la buena crianza y etcétera.
Entonces pienso: la verdad es que a demasiados funerales no he ido (ahorá sé que el pensamiento vino directo de la caravana y no fue antes, que no fue el calor ni el metro ni la canción de Lou Reed que de pronto me había puesto a tararear) y asiento con la cabeza mientras coincido con un semáforo en rojo y los autos, grises la mayoría, se suceden a mi derecha con dirección norte. En uno de los automóviles veo a una niña que lleva la cabeza apoyada contra el vidrio de la puerta y deja ver en su cara una mueca inconfundible de pesar.
Recuerdo, entonces, haber asistido al funeral de Allende, que más bien fue el traslado de sus restos desde Valparaíso al Cementerio General, y haberme trepado con Raúl sobre un mausoleo para mirar todo desde arriba y gritar con rabia y pena porque en ese momento era difícil no sentir rabia y no sentir pena. Ese mismo año había seguido el féretro de Clotario Blest por las calles de Santiago, tan diferente entonces (más ingenuo, más humano) del de hoy, con un sentimiento similar. Y después, mucho después, el de Gladys Marín donde con la señorita C. apenas pudimos tomar las fotos que queríamos, apretujados en todo momento por una multitud que parecía tener voluntad propia, independiente de cada uno de sus integrantes, sumida en una especie de inconsciente fluir que nos terminó arrojando, bajo un sol inclemente, en la entrada principal del cementerio donde los oradores de turno se llenaban la boca de palabras que nadie oía.
Pero esos no son más que funerales símbolicos. No quiero decir que no se entierre un cuerpo, o no se creme un cuerpo, una persona, en ellos. Pero hay la distancia de lo simbólico, que para mi, al menos, es más la extinción de una idea o parte de ella y no la muerte como angel negro en la cabecera de una cama.
Otra cosa, más cercana pero igual de impersonal, fue la muerte de un compañero de trabajo. El tipo era dibético y parece que lo picó una araña y la herida nunca cicatrizó del todo y finalmente se le gangrenó la pierna y no mucho después murió. Tuve que ir al velorio en representación de los compañeros de oficina -habíamos hecho una colecta para la madre sobreviviente, una señora dulce y resignada como suelen serlo las viudas, que ya lo era- y de pronto me vi atrapado en la capilla, junto al ataúd abierto, por un grupo de señoras que se puso a rezar como si el muerto fuera de ellas. Digo esto porque luego me enteré, por boca de la madre, que no las conocía y que eran parte de los servicios funerarios o algo así.
Más cerca aún. Cuando estudiaba arte en la Chile conocí a un tipo que podía dar el tono de cualquier aspiradora que escuchara. Le encantaba hacerlo. Así lo conocí, junto a su novia de entonces, sentados en los asientos de cuero de una notaría del centro mientras esperábamos la firma del notario en una carta poder o algo por el estilo. No estábamos en el mismo taller pero nos juntábamos casi a diario a almorzar en el casino. Recuerdo una memorable guerra de cáscaras de naranja, el postre del día, que tuvo visos de apocalipsis una tarde de invierno y lluvia. Luego nos vimos más seguido porque ambos fuimos electos como delegados para el centro de alumnos de la facultad. Y después dejé la carrera y nos distanciamos, como suele pasar. Nos juntamos un par de veces y supe que su chica lo dejó y se fue a vivir al norte, creo que cerca de Chañaral. Él tuvo un hijo con otra chica -quizás estoy contando los hechos al revés, y luego de esto o por causa de esto vino la ruptura- y se fue a Brasil de vacaciones. No volvió. Fue a nadar y no volvió. Me imagino que fue por la tarde y que el sol estaba enrojeciendo y que corría un viento como quieto cuando se metió al agua trasparente del Atlántico. Lo imagino, nada más. La verdad es que no sé si repatriaron su cuerpo y tampoco sé dónde está enterrado.
Parece que en mi familia la gente no se muere, pienso mirándome en el espejo del ascensor ascensor del edificio donde mora la señorita C., acomodándome los lentes sobre el tabique de la nariz. O quizás se murieron todos antes, corrijo.
Menos dos.
Tuve un tío que murió de un paro cardiorespiratorio. Era alcohólico, desde hace muchos años, y tenía tatuado el chuncho de la U en el brazo. Uno de esos tatuajes viejos, como hechos con lápiz scripto, desteñido ya cuando yo era muy chico y lo acompañaba a cambiar libros en una caseta de madera donde me prestaban unas revistas de Superman de Editorial Novaro. Así aprendí a leer. Cuando murió yo estaba en casa de mis padres, vivía allí, y era hora de almuerzo. Sonó el teléfono. Me levanté de la mesa y fui a contestar. La tercera persona que supo que mi tio había muerto fui yo. La primera fue mi abuela, que lo encontró bocaabajo en el cuarto y la segunda mi tía, que vivía con ellos. Tuve que darles la noticia a todos en mi casa e, incluso, hacer un par de llamadas a otros familiares. No fue terrible ni nada, contrario a lo que esperaba. Marcaba un número, escuchaba la voz que saludaba al otro lado, saludaba yo también y lo soltaba. Se murió, decía, o algo así. Directo y sin rodeos. Fui al hospital pero no vi el cadáver allí, sino en el velorio. Al funeral no fui, o por lo menos no lo recuerdo.
Entonces resulta que al único funeral que realmente he asistido fue al de mi abuela, la misma que encontró a su hijo muerto sobre su propio vómito. Ya era vieja, eso sí, cuando la edad es ya una especie de callejon sin salida y te has ido extinguiendo, consumiendo, reduciéndote inevitablemente a la mínima expresión. Fui al velorio y al funeral, aunque no participé en la misa. Cargué una de las manillas del ataúd con tres o cuatro primos más, lo metimos dentro del cementerio de San Bernardo y lo llevamos hasta la misma tumba de mi abuelo, donde también la enterraron a ella. Me pidieron que dijera unas palabras y las dije. Dije que había que rescatar ese recuerdo preciso que es como una foto para llevar con nosotros lo que nos quedaba de allí en adelante. Que la muerte es un hecho de la vida y que la vida de la abuela ya estaba completa, que había sido larga y fructífera, que no había nada que lamentar. Que había que sonreír cada vez que alguien dijera su nombre o la recordara en silencio. Mis tías y tíos lloraron.
Cuando terminé de hablar se hizo el silencio y de pronto un amigo de la familia se puso a cantar. Y luego otro, y luego mis primos y mis tíos, todos juntos cantaron la Internacional. Mi abuela había trabajado en una salitrera y era comunista de tomo y lomo. Yo no canté porque no recordaba la letra.
Entonces la señorita C. abre la puerta y me mira como extrañada y me abraza y me hace entrar como si estuviera enfermo, como si me fuera a morir en cualquier momento.

martes, enero 02, 2007

Declaración

La señorita C.
Un lugar en la penumbra y como mediador un caleidoscopio, un par de botellas de vino y las sonrisas y los vasos vacíos, otros caleidoscopios que se suman y los ojos que se encuentran y la ciudad de noche y el olor a alcohol mezclado con los besos. Pero eso fue antes, claro, porque hubo un antes además de los sueños y las señales, de la búsqueda desesperada del lobo aullando a la luna entre los edificios y los bares, antes de los trasnoches sonámbulos por calles de adoquines gritando a voz en cuello sin que nadie responda a la llamada. Eso fue antes, mientras me desangraba junto a la cuneta – la línea de la calzada, dicen en Argentina-, mientras en aviones trataba de ampliar el radio de búsqueda, mientras en el recuerdo hacía lo mismo. Todo esto fue antes, antes del caleidoscopio que a su vez fue un antes, un prolegómeno entusiasta de esa otra noche que a pesar de ser enero y verano estaba fría como una botella de vino blanco, como la sala de un teatro donde Paulina Urrutia era Santa Juana de los Mataderos, mira las vueltas de la vida, la misma Urrutia que ahora se encumbra en los cielos inalcanzables y sucios del poder, la misma, en ese entonces pregonando las palabras de Brecht el inconforme y eso también fue antes, si la memoria no me falla, e incluso antes estuvo El Entusiasmo con la voz de Javiera Contador en el cuerpo de Maribel Verdú, otra cosa extraña, y la Plaza Pedro de Valdivia y su puente a oscuras y un libro, mi libro, pasando de mis manos a las tuyas, dedicado y todo, mi libro, mis palabras, dibujándose con algo más concreto que el aire frente a tu rostro.
Todo, todo esto fue antes, cuando poco a poco me encontré en tus ojos y tus labios, cuando por fin mis mapas dejaron de ser territorios nebulosos y se convirtieron en paisajes reconocibles: la hondonada de tu vientre, las alturas de tu pecho, las sinuosas dunas de tu espalda. Las cosas volvieron a tener nombre y vuelven a tenerlo hasta hoy, las palabras volvieron a tener sentido y de pronto el corazón volvió a ser corazón y la piel piel y esa noche, la noche del día segundo del último año del siglo pasado, cuando me encaramé sobre la mesa del café Barroco para besarte, mientras cerraba los ojos para lanzarme al espacio vacío que nos separaba y que desde ese momento quedó abolido para siempre, entonces los labios –entumecidos y resquebrajados- volvieron a ser labios.
Ahora, desde la distancia de este nuevo tiempo, de este nuevo siglo, también, todo lo que recuerdo es un antes que se prolonga e invade el presente, que se cuelga de las gotas de agua que se juntan en un rincón de la memoria, de tantos libros y películas (After life, por ejemplo), de tantas peregrinaciones conjuntas, de tantas soledades y espacios que ya hemos compartido, de tantas distancias y lágrimas, una antes que es como un animalito vivo, palpitante, y que nos sonríe desde ese otro momento siempre inconcluso que es el futuro.
Y así, entonces, tanta vuelta para decirte que te quiero.

lunes, diciembre 18, 2006

Liturgia

La madona sistina



Estar asomado al balcón, sentado cómodamente en ese trozo de cielo mientras atardece y después de la marihuana y la cerveza, mirando hacia el horizonte encendido a medias cubierto por el edificio de enfrente, por esa colección de ventanitas de calendario de adviento que se comienzan a encender o abrir o cerrar sin orden aparente, mirando la pared de ladrillo que oculta parte de ese otro cielo –no de aquel del que cuelga el señor K. en ese momento, no, sino otro espacio que se dibuja tanto en la distancia como en la imaginación, palabras que vienen un poco a convertirse en sinónimos al sentir el viento que sube de la costa y le acaricia la cara y le revuelve el pelo demasiado largo ya- y lo desdibuja y a la vez lo acota.
Y comenzar a escuchar la voz de una mujer que llama a su hija, supone, una mujer ya algo vieja, la voz rasposa llamando Albertina, Albertina y luego callando en espera de una respuesta que no llega y al otro lado de la calle y el parque el edificio de ladrillos y sus ventanas. El señor K, desde el balcón, observa una ventana que se enciende, multicolor, con las luces de un árbol de pascua y otra que se apaga luego de que un hombre con la cara pintada por la tristeza se detuviera junto a la puerta abierta y volviese el rostro como buscando algo. Observa una ventana sobre la que hay pegada una estampa de Jesús bonachón y con la palma abierta en un gesto de advertencia más bien severo y que contradice la quietud de su semblante y en el extremo superior del edificio su mirada se encuentra con un par de muchachitos regordetes que asoman sobre el borde de la ventana como en una cuadro de Rafael, la mirada y el pensamiento extraviado. Y nuevamente la voz de la mujer, Albertina, Albertina, y el silencio del atardecer como respuesta.
El parque silencioso se convierte en un eco vacío mientras la noche va ganado terreno, piensa el señor K. cerrando los ojos para disfrutar del viento con olor a mar, a sal y mareas, que completa el cuadro. Cada ventana una vida, se dice chasqueando la lengua seca contra el paladar, y cada vida un misterio. Un par de chicos que observan divertidos a una mujer que llama desde la ventana a su hija, una mujer de mediana edad, el rostro deslavado y las manos manchadas, asomada a la ventana y llamando a su hija y mirando al parque vacío que se agranda ante sus ojos como un monstruo dormido, como un corazón negro que late cada vez más lento.
El señor K. abre los ojos y en sus pupilas se reflejan –o eso cree él- los cuadrados minúsculos de las ventanas del edificio que ahora se mezcla con la noche cerrada y con el silencio cada vez más espeso y con la ausencia de viento que ha dejado espacio justo para oír una vez más la voz de la mujer llamando, ya no con un grito sino con un sollozo sordo, con la última llama de esperanza quemando como un trozo de carbón sus labios. Albertina, Albertina, escucha apenas el señor K. antes de levantarse y dar la espalda al mundo para sumirse en la oscuridad de su propio espacio.

miércoles, diciembre 13, 2006

Yo detesto a Pinochet

Pinochet
El señor K definitivamente no celebró la muerte de Pinochet. Había despertado recién cuando supo y tuvo que sobreponerse a una resaca de aquellas antes de digerir la noticia. Aunque digerir, lo que se dice digerir, ya lo había hecho, poco a poco, durante la semana que había pasado desde que el tirano había entrado casi muerto al Hospital Militar. Apenas le quedaba rumiar la tristeza y la rabia acompañándolas de un vasito de Coca-cola para apagar el incendio interior provocado por las celebraciones del cumpleaños de El Cuervo, demasiado regadas, si se miraban en perspectiva. Así que de celebraciones ya tenía suficiente.
Pero se ha dicho que había tristeza y rabia.
Tristeza porque los que celebran brindando con champaña solían ser otros, los animales que rieron mientras el palacio de La Moneda era derrumbado por los proyectiles. El señor K. sabe muy bien que no es quién para juzgar, muchas veces, las acciones de otros, y comprende la alegría y el alivio. El señor K. nació apenas veintiocho días antes del golpe y recuerda con mucha claridad las tanquetas que se paseaban por las calles, el toque de queda, el silencio forzado. Recuerda muy bien el hedor de la muerte –del miedo a la muerte- que rondaba las calles de Santiago, los apagones y el sonido de las metralletas montadas sobre jeeps militares. Todo eso sucedió, el señor K. lo vio y oyó directamente y eso nadie puede negárselo, así como tampoco un pequeño sentimiento de alivio, una sensación placentera como de animalito que toma sol por la mañana.
La tristeza tenía que ver también con los recuerdos relacionados con sus 17 primeros años de vida, con canciones de Víctor Jara –con las manos destrozadas de Víctor Jara, con la sangre de Víctor Jara cubriendo las baldosas del entonces Estadio Chile-, con algún compañero de curso que fue detenido y torturado, con esas nubes que le cubren los ojos cuando ve Estadio Nacional o La Batalla de Chile.
Hubo rabia, también. Rabia en dos partes. La primera al ver a ciertos personajes de derecha tratando de rescatar algo bueno de la dictadura y de la figura de Pinochet. Obviamente los DDHH no se mencionaron, pero sí una supuesta modernización económica que se traduce en el paso más bien traumático de un modelo agrario latifundista y de producción primaria a un modelo de mercado que permite la existencia de capital especulativo y la concentración del capital y los medios de producción en muy pocas manos. Al señor K. no le gusta hablar de libre mercado porque, la verdad sea dicha, no cree en la existencia, o por lo menos en el real funcionamiento, de este. Se habló de esto pero no de habló del desempleo, ni de los cinco millones de pobres que habían para el 90, ni del daño previsional, ni de la disminución de las pensiones, ni de la municipalización de la educación. Supone el señor K. que, para algunos, es mejor no hablar de ciertas cosas y llenarse la boca con supuestos discursos de unidad nacional.
De ahí mismo derivó la segunda rabia, la nocturna, cuando acompañado por la señorita C. se infiltraron entre los manifestantes que gritaban frente a la Escuela Militar. No deja de pensar el señor K. que es curiosa la decisión que tomaron esa noche, la de ir a espiar a los momios. Y entonces escuchar gritos como “Allende murió por hueón, hueón, hueón”, “Gladys Marín, la puta del país” y “Marxista, culiao, matamos a tu hermano”. El señor K. piensa que hay viejas de mierda que ya no tienen vuelta, que van a morir momiasmomias y nada que hacer con eso. Pero ver a un grupo de cincuenta o sesenta cabros de 15 o 17 años gritando contra la UP (¿perdón?) sí que le descompone el estómago. Y cómo no, si esos son los nietos o hijos o sobrinos de los Larraín, de los Claro, de los Longueira y de los Matthei, de todos esos que esa misma mañana llamaba a la unidad y la reconciliación.
El señor K. en definitiva, no celebró nada ese día domingo, día internacional de los DDHH, y terminó a eso de la madianoche con un sabor amargo en la boca del estómago, muy parecido al que le acompañó durante las primeras horas.
Y al señor K., en definitiva, no le interesa ser políticamente correcto y está seguro de detestar a Pinochet y a lo que representa y no sentir ningún respeto por él o por su familia, ni lástima ni compasión. No le interesa hablar de unidad sino hay verdad y justicia, y sin darse cuenta de la rabia pasa de nuevo a la tristeza y de ahí un paso al llanto, porque las cosas siguen igual que siempre pero muy bien maquilladas, porque murió Pinochet, porque el muy hijo de puta no se pudrió en la carcel. Y no cree el señor K. que estas sean expresiones de odio, sino apenas manifestaciones del sentido común.

lunes, diciembre 04, 2006

Matar a los viejos (a propósito de los recientes acontecimientos)

Matar a los viejos“La gente lo mira y llora al mirarlo y al llorar lo ignora o parece ignorarlo, mirado desde más lejos”
Matar a los viejos,
Carlos Droguett

Un nuevo dictador llega a la ciudad, a un futuro en que Pinochet no es más que una atracción de zoológico, una bestia de circo decadente confinada en su jaula del Parque Metropolitano donde los visitantes se detienen a mirar cómo se alimenta de carne cruda.
Carlos Droguett (Santiago, Chile, 1912; Berna, Suiza, 1996) escribió este texto entre 1973 y 1980 e intenta situarnos en esta posibilidad de un futuro Santiago enmudecido, donde un anónimo viajero se instala en La Moneda y los viernes por la tarde hecha a volar papeles desde el balcón presidencial. No papeles cualquiera: se trata de una suerte de bandos donde se enumeran los crímenes de los condenados a muerte. Soplones, proxenetas, vendepatrias, traidores y, principalmente, viejos.
Se trata de una ciudad irreconocible, reconstruida por Droguett desde la distancia del exilio en Suiza, donde las calles se tropiezan una y otra vez entre sí, una aproximación a través de los sueños, quizás un primer esbozo de la demencia desatada e imparable; una ciudad con la muerte instalada como eje central, con la resignación y la apatía como constantes de vida. Hay algo en esto de premonición, de oscura y terrible profecía para un país cansado y despojado de su historia.
¿Dónde buscar los paralelos de esta novela de Droguett, cuáles son sus intenciones? Desde el inicio busca provocar: la sola dedicatoria le impidió ser publicada en España en 1981 y seguramente le costó la exclusión de las Obras Completas del autor publicadas por Editorial Universitaria en el 2000. Droguett aspira al todo: a metaforizar una situación de inhumanidad instalada en la sociedad chilena; a rescatar la poesía desde una prosa febril, densa, de difícil acceso; a retratar una clase manchada por la sangre, los viejos, símbolo ya no de sabiduría sino de decrepitud y decadencia moral.
¿Y los paralelos? Droguett no se anda con rodeos. Su novela es una abierta crítica a la clase política, al Estado, al Ejército y a la Iglesia, instituciones añejas que predican desde el púlpito de la inmoralidad. Habla de los que se llenaron de sangre las manos, de los que pidieron la intervención militar y se enriquecieron con ella y mintieron para no dejar de enriquecerse. Se trata sin duda de un texto tendencioso, para nada ambiguo, en el que nombres como los de Pinochet, Merino, Aylwin y Frei se asocian a esta clase condenada al paredón, un gran murallón instalado a un costado del rio Mapocho, cerca del Museo de Bellas Artes, donde los perros van a beber sangre después de los fusilamientos.
Droguett va más allá, sin embargo. Poco a poco va manifestando dentro del relato la paradoja de lo inevitable, del ser humano enfrentado a sí mismo y a su futuro. Cuando los viejos comienzan a escasear, los jóvenes, los que presenciaban entre vítores y aplausos el escarnio y muerte de los condenados, toman conciencia de lo que viene: ellos serán los próximos viejos. Es necesario intentar a través del sacrificio (la entrega del reconocimiento de lo que somos, en plural, de irradiar la verdad desde el centro mismo del ser) romper el círculo de muerte, y con esto Droguett nos muestra que quizás hay redención posible para la sangre que se ha derramado, que no todo esfuerzo vano, que a veces es suficiente la sensatez de uno para terminar con la locura.

martes, noviembre 28, 2006

Flor de ceniza

Ceniza

Un pequeño texto hace tiempo habitante de esta pizarra virtual y ahora publicado por los amigos de la Revista Indie.

jueves, noviembre 23, 2006

Ectopia cordis

corazón
De alguna manera fue sucediendo, como un proceso subterráneo que escapa a la vista y que se anunció, si es que a eso se le puede llamar anuncio, con un cosquilleo a la altura del pecho, del lado izquierdo, y terminó hoy, o quizás anoche, eso no puedo precisarlo. Y si todo fuese tan fácil como sumar dos más dos o explicar el mecanismo de expansión interdimensional de un tessaratto, entonces no tendría que estar aquí diciéndole esto. Me pondría de pie en mitad de la sala, carraspearía ligeramente para aclarame la garganta y atrer la atención y diría algo así como mirad o tal vez he aquí o una de esas frases que tienen cierto valor dramático manoseado y cliché.
Fue el cosquilleo, lo primero. No sé si fue un día o dos, pudieron ser hasta tres. Luego nada, hasta hoy. Puede inferir, por supuesto, que el mentado cosquilleo no tuvo nada que ver, que a lo mejor ni siquiera existió, que no es más que un mecanismo de la razón para mentenerme cuerdo, después de todo, que es un salvavidas que me lanza el subconsciente para que mi realidad no caiga hecha pedazos como un espejo. Desde el cosquilleo, decía, nada hasta hoy por la mañana (entonces todo sucedió, o terminó de suceder, anoche), cuando me levanté de la cama y al momento de sacarme el pijama y meterme a la ducha lo vi.
Qué importaba el cosquilleo premonitorio, entonces, qué valor podría tener el recuerdo impreciso frente al vapor de la ducha que corría desenfrenada y el espejo que efectivamente cayó al piso cuando de un manotazo lo aparté de mi vista –me aparté, usted entiende- y fue a convertirse en pedacitos de azogue que rodearon mis pies desnudos e indefensos, animalitos lampiños rodeados de cuchillos. Y como siempre, lo inmediato posterga lo importante, no fuera cosa que Laura, más tarde, o los niños, se imagina. Salir al pasillo para buscar la escoba y la pala y limpiar prolijamente el piso del baño, escarbar en los rincones inaccesibles para evitar cualquier accidente porque, esto es sabido, a mi la sangre me descompone. Pero me descompone de verdad, quiero decir: me pongo blanco como hoja de cuaderno de dibujo y a los segundos me desvanezco. Mariquita, me dirá, pero bueno, qué se le va a hacer.
Sin espejo, con el piso del baño despejado, la ducha corriendo y la impresión inicial superada, nada más que hacer que seguir la rutina diaria. Es decir: no se había acabado el mundo tampoco. Quizás se tratase de un caso en un millón, cómo saberlo, y no era para tanto, entonces, pues otros cinco mil tipos se habían levantado esta misma mañana, o ayer o quizás lo harían dentro de una semana, y se mirarían al espejo con la misma cara de sorpresa y espanto que yo lo hice. Así, pensando todo esto, me iba bañando y cada vez que llegaba al pecho tomaba más precauciones que de costumbre y al final opté por lavarme sólo con agua, sin jabón, para evitar irritaciones o infecciones, igual se notaba que el asunto era delicado.
Claro, luego vino la ropa, el tratar de acomodarse la camisa y ahí jugar con las posibilidades: un botón suelto, dos, quizás la corbata de un color parecido para taparlo a medias, quizás lo mejor era caminar como encorvado para disimular el bulto que por suerte no manchaba y al parecer todo seguía funcionando a la perfección. Porque me di el tiempo de mirarlo, cómo no. Y es que era un pequeño milagro, algo tan delicado, el pilar de todo. Acompasado a quién sabe qué metrónomo secreto, marcaba su propio tiempo y uno iba viendo cómo cambiaba de color y se contraía, a veces, y de pronto también parecía que iba a explotar. Fue en eso cuando miré el reloj y me di cuenta de la hora.
No es excusa para haber llegado tarde, eso lo tengo claro, pero tampoco es cosa de todos los días que a uno se le salga el corazón del pecho, jefe, y le quede a flor de piel como una plantita que asoma desde la tierra de una maceta. Por supuesto, aquí mismo puede usted verlo, fíjese, si parece otra cosa tan distinta a esos esquemas de la escuela, hasta inspira algo de ternura. Supongo que puede tocarlo si quiere, pero hágalo con cuidado, por favor, seguro que es sensible y se resiente si lo hace muy fuerte.

sábado, noviembre 18, 2006

Otra noche

Se miran a veces. La mayoría del tiempo sucede en la escalera, mientras ella bota la basura y oye el portazo que la anuncia. Acto seguido aparece bajando los escalones de dos en dos, con el estuche del violín en la espalda. Saluda con una sonrisa y se pierde en el descaso del segundo piso. Deja un aroma dulce a su paso, una estela dorada. Entonces dejar caer la basura por el ducto y oír como se desliza chocando contra las paredes sin poder determinar si alguna vez alcanza el fondo, si alguna vez se estrella contra algo.
De día el departamento se siente solo. No queda más que encender el computador y probar un par de líneas. Las palabras no siempre fluyen como se desea y por eso prefiere escribir de noche, cuando siente el trajín de la muchacha en el piso de arriba. El sonido del violín -a veces la muchacha se queda practicando hasta muy entrada la noche- le provoca escalofríos, le ayuda a convocar las letras, las oraciones que le sirven para completar las imágenes. De día no sucede lo mismo. Intenta escribir, se pasea por la habitación, se recuesta en la cama, se levanta, saca un libro, trata de leer algo, se asoma al balcón y mira hacia la calle a mirar otras muchachas y compararlas con la violinista del piso de arriba.
El teléfono. Dejar que suene, mirar por el balcón hacia los edificios cercanos. El teléfono. Retroceder hacia el interior y acomodarse en el sillón antes de contestar. Una invitación al cine. Anota lugar y hora en una servilleta que encuentra sobre la repisa de los discos. Por lo menos la tarde justificada. La tarde. Seguramente una película europea y una conversación acerca de las posibilidades del arte. Algo bien visto. Un bar con velas en las mesas, imágenes gastadas. Qué hacer. Sentarse frente al computador y mirar la pantalla vacía. Esperar. Dejar que los minutos pasen hasta que sea hora de meterse en la ducha y salir y olvidarse de todo por unas horas.
Bebió de más. Apenas da con el agujero de la cerradura del departamento. Gira la llave y deja que la puerta se abra sola, que choque suavemente contra el muro. Se apoya en el umbral y se quita los zapatos. Entonces la oye. Un murmullo que baja por las escaleras. Duda. Pone más atención. Sollozos. Deja los zapatos afirmando la puerta, para que no se cierre. Sube los escalones con cuidado. Al llegar al descanso distingue a alguien sentado en la oscuridad. Tiene un bulto junto a ella. La reconoce. Sube un par de escalones más y ella se percata de su presencia. Le sonríe entre las lágrimas y el cabello que le cubre el rostro. Le tiende la mano. Ella sigue sonriendo. Toma el estuche del violín y se pone de pie. Baja los escalones con cuidado. Siente su mano fría. La estrecha. Bajan lento, muy lento.
Entran al departamento sin encender la luz. Ella camina hasta el balcón. La alcanza. Le acaricia el hombro, el cuello. Ella se deja hacer. Se acerca más. La abraza por la cintura. Ella se estremece. Se gira de pronto y se miran a los ojos. Siente sus manos en la espalda. Se besan. Ella tiene los labios pintados. Saborea el beso. Las manos se cierran encima de los cuerpos.
- Siempre nos vemos en la escalera -dice la violinista.
Sentir sus manos en la espalda, en el pecho.
- Te ves linda cuando bajas así, rápido.
La caricia se hace más profunda. Le arranca un suspiro.
- No sé si tú te veías linda botando la basura -bromea la violinista.
Se miran. Ambas sonríen.
- Cuando niña metía gatos por el ducto de la basura y los oía caer, pero parecía que esos tubos no tenían fondo -dice ella.
La violinista deja sus manos quietas y mira hacia el lado.
- A veces esos tubos terminan en una caldera -dice.
- Lo sé -responde ella-. Ahora tengo pesadillas con gatos.
La violinista sonríe y le acaricia el rostro. Buscan sus labios. El sabor del lápiz labial ha desaparecido.

lunes, noviembre 13, 2006

Noche estrellada

Image Hosted by ImageShack.us Ella lloraba. Él miraba hacia adelante, más allá del parabrisas, a la luz que se iba diluyendo hasta desaparecer y ocultar la calle en la oscuridad. No habían estrellas ni luna. Él cerró los ojos.
- Lo siento - murmuró.
Ella lloraba, cabizbaja. No dijo nada. Se encogió de hombros y siguió sollozando en silencio.
- De verdad -insistió él.
La oscuridad se cerraba en torno al automóvil. La calle silenciosa en la madrugada, apenas el ruido del motor encendido. Él acercó su mano al pelo de ella. La caricia quedó incompleta. Sostuvo la mano en el aire durante unos segundos y luego la retiró.
Ella levantó la cabeza y miró hacia adelante.
- Es tarde -susurró.
Él asintió con la cabeza.
- Lo que pasa es que no confías en mi - dijo ella sin mirarlo.
Él también miró hacia adelante. La calle desierta. A lo lejos distinguió las luces de otro automóvil. Demasiado lejos. El ruido del motor.
- No es cierto -dijo.
Ella mantuvo la mirada fija en el trozo de calle iluminada que tenían delante.
- Estoy muy molesta -dijo ella.
- Lo sé -respondió él.
Buscó la mirada de ella. La contempló de perfil. Las lágrimas aún humedeciendo las mejillas.
- Estoy realmente molesta -insistió.
Él se llevó las manos a la cara.
- Te dije que lo siento -dijo.
Silencio. El sonido del motor encendido. El maullido de un gato sobre un árbol. Las luces del auto dibujando un trozo de calle, un trozo de solera, un trozo de césped y un trozo de árbol. El gato en la oscuridad. Se oyó un crujir de ramas.
- Si de verdad me quieres... -comenzó a decir ella.
Él apartó las manos de su rostro y la miró. Ella continuaba con la mirada fija en la calle delante del auto.
- Te quiero -dijo él.
- Si de verdad me quieres -continuó ella- saldrás del auto y te pararás ahí en frente.
Él sonrió.
- Lo haré -dijo.
Ella miraba hacia adelante con los ojos muy abiertos.
- Estoy muy molesta -dijo.
Él se acercó y la besó en la mejilla. Abrió la puerta del auto.
- Podría atropellarte -dijo ella.
Antes de salir la miró sonriendo.
- Confío en ti -dijo y salió del auto.
Cerró la puerta y caminó para quedar frente al automóvil. Se acercó hasta que sus piernas tocaron el parachoques. Ella lo miró desde el interior. Las lágrimas se habían secado sobre las mejillas. Él sonreía. De pronto abrió los brazos en cruz. Ella se pasó la mano por los ojos y también sonrió. Soltó el freno de mano, puso primera y aceleró.

sábado, octubre 28, 2006

Historia de una ida y una vuelta II

Un sueño.
Una chica que recorre en bicicleta un camino, una chica con un vestido ligero, quizás con flores, y un camino de tierra, de esa tierra rojiza que hay sobre las quebradas que van a dar a la playa de Tunquén, un camino liso y polvoriento. Una chica que avanza en bicicleta y la bruma de la mañana que comienza a despejarse.
Al final del camino una casa blanca, enorme, con muros que se desploman y a la vez se mantienen en equilibrio por milagro, una casa donde las ventanas y las puertas parecen desquiciadas. La chica deja su bicicleta y se acerca a una puerta blanca como el resto de la casa. La puerta está abierta y se entorna sin ruido alguno y muestra un pasillo largo y luminoso que va a dar a una sala grande con un ventanal de muro a muro que mira hacia el mar. Pegado el muro sur hay un escritorio y sobre él una maquina de escribir y gran cantidad de papeles borroneados y corregidos con tinta púrpura. En el muro norte hay una repisa divida en segmentos cuadrados repletos de libros. La repisa cubre el muro completo y es también de color blanco, imposible determinar si es de madera o si es sólo una prolongación orgánica del muro.
Más allá del ventanal se puede ver el mar alborotado que se extiende hasta el horizonte ligeramente curvo. Ya no hay bruma y los rayos del sol se reflejan a destellos en las facetas triangulares de las olas, como un firmamento intermitente.
En el centro de la sala hay un sofá de tres cuerpos, de cuero rojo y patas de madera. En el sofá hay una mujer tendida, fumando. Junto al sofá hay un cenicero vacío. El cigarro de la mujer está completamente consumido y la ceniza forma una torre precaria que se niega a caer.
La chica, instalada en el umbral que separa el pasillo de la sala, observa el cigarro y la ceniza y el cenicero y el sofá rojo y la repisa de libros y el escritorio y la máquina de escribir y los papeles y el mar como pintado sobre la superficie de vidrio y otra vez a la mujer y sólo entonces se da cuenta que la mujer está desnuda. Entonces piensa: esto es un sueño.

martes, octubre 24, 2006

Monstruos

1

Una CIEGA sentada en una silla, con un bastón blanco entre las manos.

CIEGA: Había una vez un niño que no era un niño. Tenía los ojos grandes como canicas y las manos infladas y duras. El niño se paseaba por las tardes en la plaza mirando a los niños de verdad. El niño no sabía jugar. Sabía bailar, aunque lo hacía mal a causa de sus cortas piernas, y sabía silbar y a veces se le ocurrían cosas divertidas. Pero no se las contaba a nadie, porque no tenía nadie a quien contárselo. El niño caminaba tambaleándose, como si en cualquier momento se fuese a caer. No caía, el niño caminaba y no caía, miraba a los niños de verdad jugar juegos de verdad. Y no caía. Los niños de verdad crecieron, se hicieron grandes, y ya no jugaron más. El niño que no era un niño no creció, pero sí aprendió a jugar. El niño que no era niño salía por las tardes a la plaza a jugar, pero ya no había nadie. Y el niño se sentaba en una piedra y lloraba, de rabia y de tristeza.


2

Un ENANO y una CIEGA. La ciega está sentada en una silla, con el rostro hacia el frente. Lleva un bastón blanco que hace girar entre sus manos. El enano está a la izquierda, a un par de metros, junto a un tocadiscos viejo y una pila de discos, un poco más adelante que la ciega y dándole la espalda. Ruido de lluvia, lejana.

CIEGA: ¿Estás ahí?

Silencio.

CIEGA: ¿Estás ahí?
ENANO: Sí.
CIEGA: Entonces di algo.

Silencio.

CIEGA: Habla.
ENANO: ¿Qué quieres que diga?
CIEGA: No sé, cualquier cosa.

Silencio.

CIEGA: ¿Está lloviendo?
ENANO: No lo sé.
CIEGA: Creo que llueve. Puedo oír el ruido de las gotas al caer.
ENANO: Tal vez.
CIEGA: ¿Cómo era esa historia del circo?

Silencio.

CIEGA: ¿Por qué no hablas?

Silencio.

CIEGA: Recuerdo una tarde de otoño, el olor de la tierra húmeda, el crujido de las hojas bajo nuestros pasos, la brisa tibia...
ENANO: Encontrar sexos cuando busco ojos, erecciones cuando busco caricias... La oscuridad no es sólo la ausencia de luz, querida, hay tantas cosas que también pueden cerrarse sobre nuestros ojos y velarlos. Buscas respuestas, palabras que no existen, ilusiones mal definidas sobre una pantalla de plata. ¿Que hay para nosotros, entonces? Espacios truncados, ausencias. Te miro, a veces, y busco en tus ojos segados lo que tú buscas en mi cuerpo. Y no encuentro nada. Y no encuentro nada.
CIEGA: ¿Dijiste algo?
ENANO: No.
CIEGA: Me pareció escucharte.
ENANO: Es el ruido de la lluvia.
CIEGA: Tal vez.

La escena queda a oscuras. Se escucha el sonido de la lluvia, distante, y tal vez el ruido del bastón girando entre las manos de la ciega.

CIEGA: ¿Estás ahí?

Silencio.

CIEGA: ¿Estás ahí?
ENANO: Sí.
CIEGA: Puedo oír la lluvia cayendo en algún sitio, puedo oír tu respiración pausada. Sé que llueve y sé, también, que estás aquí, de pie, cerca del tocadiscos o mirando por la ventana que da a la calle.
ENANO: Por la acera de enfrente camina una mujer con un paraguas roto. Dos o tres varillas asoman entre la tela negra. La mujer es alta, como tú, y tiene el cabello rojo. Trata de no pisar los charcos. Está cubierta con un abrigo largo y sucio. Un perro asoma su cabeza entre los barrotes de una reja y ladra, amenazante, junto a la mujer. Ella se asusta, da un paso hacia el costado y tropieza. El paraguas cae a mitad de la calle. La mujer mira al perro, que sigue ladrando, y luego se vuelve lentamente. Se queda tendida sobre la acera, con la mano derecha metida en un charco, mirando el paraguas negro como si fuese un cadáver. Se queda tendida en la acera, inmóvil.
CIEGA: Sé que estás aquí.

La ciega comienza a tararear una melodía, tal vez un vals. Sobre la voz de la ciega y el sonido de la lluvia se oye el crepitar de un disco. Luego suena música, la misma melodía que la ciega tararea. Poco a poco su voz se va apagando, hasta que sólo se oye la música. Es una grabación en mal estado.


3

La música continúa sonando y la escena se ilumina. La ciega está de pie, tras la silla. En una mano lleva el bastón y la otra la tiene apoyada sobre el respaldo de la silla. El enano está sentado en la silla. Sus pies no tocan el piso. Ambos tienen el rostro hacia el frente.

ENANO: Me gusta esta melodía.

El enano comienza a tararear.

CIEGA: Cállate.

El enano no le hace caso.

CIEGA: Cállate.

El enano deja de tararear. Silencio.

ENANO: Eran buenos tiempos aquellos, sabes, ir de ciudad en ciudad, montar la pista, ensayar los saltos y los malabares...

Silencio.

ENANO: ¿Me estás escuchando?

Silencio.

ENANO: ¿Me estás escuchando?
CIEGA: Sí.
ENANO: Recuerdo muy bien todo, como si estuviese viendo una película. De ciudad en ciudad, sabes. Yo conducía un triciclo azul y otro enano iba sentado sobre mis hombros... ¿Te conté esa historia alguna vez?
CIEGA: Mil veces.
ENANO: El enano que iba sobre mis hombros hacía malabares con platos, a veces con clavas encendidas. A la gente le gustaba, es cierto... Solíamos aparecer después del carnaval de los ponies, todos blancos y con penachos dorados sobre la frente...

Silencio.

ENANO: Me gusta esta melodía.
CIEGA: Lo sé.
ENANO: ¿No te provoca bailar?

Silencio.

ENANO: ¿Quieres bailar?
CIEGA: No.
ENANO: ¿Estás cansada?
CIEGA: No.
ENANO: Esta melodía es realmente hermosa.

El enano se baja de la silla y comienza a bailar solo.

ENANO: Afuera llueve, las mujeres pasean con paraguas por la calle, los árboles tiemblan bajo las gotas que caen... ¿Puedes oír?
CIEGA: No oigo nada.

El enano no deja de bailar.

CIEGA: No hay imágenes para ti. Tocar tu rostro deforme, sentir tu respiración sobre mi pecho cuando me buscas por la noche, las uñas de tus pies enterrándose en mis muslos, tus dedos cortos apretando mis nalgas. Oír tus pasos sigilosos, tu presencia que es casi silencio. No hay imágenes para ti. Tampoco palabras.

El enano se detiene de pronto.

ENANO: ¿Dijiste algo?
CIEGA: No.
ENANO: Me pareció escucharte.
CIEGA: Es el ruido de la lluvia.
ENANO: Tal vez.

La escena queda a oscuras. La música se va apagando poco a poco y sólo queda el sonido de la lluvia, distante.

miércoles, octubre 04, 2006

Posibilidades para un relato

Image Hosted by ImageShack.us Primero, el metro.
Las hormigas, segundo. Es decir, la multitud hormilumpen o quizás hormigócrata que se desplaza por la estación Tobalaba, los múltiples recorridos que se entretejen como un tapiz enorme e indescifrable, como un baile de locos, como un juego de dioses niños encargados de reducir cualquier orden admisible a un cúmulo de cenizas.
Tercero: la conjugación de ambos elementos, la yuxtaposición de fotogramas, el juego posible de velocidades y detalles.
Ejemplo:
Un hombre sentado en la mesa de un café, escribiendo en una libreta Aló bolsillo blanca, como se lee en la tapa. Un hombre sentado y escribiendo y mirando de vez en cuando a su alrededor y frente a él una bandeja de plástico gris y un vaso de café a medio tomar y una servilleta arrugada y un par de sobres de azucar desgarrados y vacíos. Un hombre de traje, delgado y triste como pintura de El Greco, un hombre de ojos oscuros y negro pelo en desorden que escribe, entonces.
Otro ejemplo:
Una mujer subiendo la escalera del Metro. Una mujer de pelo corto y castaño y ojos del color de las hojas de los árboles en otoño. Una mujer joven y guapa, claro está, que trepa por las escaleras con calma, se podría decir que distraída, que ensimismada, lo suficientemente satisfecha con su vida como para no preocuparse de lo que le rodea.
Cuarto. Una mujer + un hombre. Una estación del Metro –la estación Tobalaba- a eso de las 08:55 de la mañana. El hombre ve a la mujer y piensa: es ella de nuevo. La mujer no mira a nadie y tararea mentalmente una canción de Rosalía de Souza.
Aquí, en rigor, es donde algo comienza a suceder o a moverse, donde los engranajes del relato o del destino o la voluntad de los hados comienza a jugar un papel importante, donde los caminos se acercan peligrosamente y donde las miradas colisionan con el estruendo de un choque entre témpanos a la deriva, y de pronto la realidad, ese montón de apariencias que llamamos realidad, o que por lo menos ese hombre de traje que escribe y esa mujer que termina de subir las escaleras llaman realidad, comienza a distorsionarse o quizás deberíamos decir a develarse, y el hombre de traje que piensa es ella de nuevo se queda mirándola fijamente mientras la mujer se detiene el instante justo para percibir la mirada y quedar atrapada en ella sin poder evitar sonrojarse, sintiendo de pronto que una puerta escondida en alguna parte se abre sin ruido y una luz como de primavera se instala en su interior. Todo esto viene en quinto lugar.
El resto, lo que sigue, podría ser una historia trillada, una promesa de futuro. Las mariposas en el estómago de ella y la mirada melancólica en los ojos de él, como una sombra que se alarga en el atardecer; las manos que se buscan, el ansia, las pieles que se encuentran en distintos paisajes, entre sábanas de diversos colores y amaneceres y desayunos y noches de luna. Así, como siempre, mientras él piensa cada vez que la ve es ella de nuevo y ella le sonríe desde lejos, desde un lugar distante y distinto, desde un lugar que le parece inalcanzable y eso le llena el pecho de ira y resentimiento mientras espera de pie en una esquina, en mitad de una noche convertida en verano, bajo la semipenumbra de una luminaria, las manos en los bolsillos de un abrigo demasiado grueso para la temporada.
Eres tú de nuevo, le dice cuando ya está cerca, cuando el aroma a jabón se le mete en la nariz como una hilera de hormigas negras. Eres tú de nuevo, repite con la voz ronca y la certeza de haberla perdido y ella lo mira sin entender, sin fijarse en la mano que sale del bolsillo empuñando el relámpago de acero que dibuja un semicírculo en el espacio que los separa y que, al mismo tiempo, por primera vez los une. Entonces el charco de roja sangre que como una estrella se esparce rodeando el cuerpo de la mujer tendido sobre el asfalto, el cuerpo solo y abandonado de la mujer que palidece entre esterores, los ojos abiertos y sin música apagándose en mitad de la noche.
Todo esto podría estar en séptimo y último lugar si no supieramos que la vida y la literatura son organismos extraños y tienden a la repetición, y en la estación Tobalaba del Metro hay un hombre de traje, delgado y triste, que se sienta a escribir en una libreta mientras toma café, un hombre que cada cierto tiempo aparece y se instala como en el palco de un teatro, esperando y buscando, ansiando encontrar.
Y eso sí sería parecido a un final.

miércoles, septiembre 27, 2006

Pasajero en tránsito II

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Claro que las ventanas nunca dan precisamente al oleaje inmóvil de las dunas de un desierto africano, así como tampoco suelen tener vista al mar color acero, agitado y rabioso, de ese Chile ya distante, o a la oscuridad verde y pacífica del la selva negra alemana. Nunca o, en el mejor de los casos, apenas un atisbo del deseo: el viento seco del Sahara, el graznido destemplado de las gaviotas, el rumor de las hojas agitadas por una mano invisible o crepitando bajo el peso de unos pies desconocidos. Todo esto pensaba mirando el techo, o más bien trataba de pensarlo y ordenarlo de manera que le pareciera inteligible mientras desde la calle le llegaba el sonido de los automóviles que frenaban y tocaban la bocina, de las voces que se elevaban una por encima de la otra, que se superponían como planos traslúcidos en esa otra ventana que era la imaginación y que tampoco, en la mayoría de los casos, estaba orientada hacia donde uno hubiese preferido.
Se levantó despacio, tratando de no perder la hebra de sus pensamientos, buscando con la mirada la botella de cerveza a medio tomar, recorriendo con pasos lentos el piso de baldosas de la habitación. Encontró la cerveza en el alféizar de la ventana y la bebió de un sorbo. Estaba caliente y le revolvió el estómago. Ni hablar de fumar, pensó mirando hacia la calle, hacia la procesión de carretelas arrastradas por muchachos, interrumpida de pronto por la irrupción de una vieja y destartalada camioneta que trataba de abrirse paso por la estrecha calle a toda costa. Y entonces otra vez las bocinas y las maldiciones y el polvo que sobrevolaba esa parte de la ciudad como una antigua plaga bíblica.
Cerró los ojos un momento y respiró profundo el aire con olor a café, tabaco, a especias y fritangas que se vendían al regateo en el mercado. Pensó en otros olores (en las flores con forma de trompeta de un jardín, en un perfume –Tresor u Opium, quizás-, en el sudor sobre la suave piel de una chica, en el pelo revuelto y salvaje de otra), en otros lugares que ahora parecían imposibles, temporal y espacialmente, en otros lugares que ya no existían en su presente sino en el pasado que lentamente se desdibujaba al imponerse en el olor del café que se hizo potente y terminó por abrirle nuevamente el apetito y las ganas de fumar.
De debajo de la cama sacó los zapatos de lona, se puso la camisa y abrió la puerta del cuarto. Antes de salir miró hacia le ventana, dispuesta simétrica a la puerta en la pared opuesta, y lejos, sobre las siluetas de los edificios de color arcilla que le obstaculizaban parcialmente la vista, pudo distinguir la muralla de la ciudad vieja, los almenares derruidos y uno que otro estandarte que flameaba al viento. Sonrió, giró sobre sus talones y luego de cerrar la puerta bajó de dos en dos los peldaños de piedra de la escalera del hotel.

martes, septiembre 19, 2006

Pasajero en tránsito

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Entonces, después observar por un rato las vibraciones del ala a través de la ventanilla redonda del avión, vuleve un poco a sí mismo tratando de precisar las coordenadas exactas que motivaron la huída, el pasaje one way en clase turista, la noche de borrachera y la silueta difusa de la puta que en la oscura esquina le bajó el cierre y buscó con mano torpe el pene lánguido para metérselo en la boca. Pero de esto ya duda un poco, de la puta y la esquina, de la borrachera no, claro, pues el dolor que perfora el lado izquierdo de su cabeza es la huella y testimonio de su verdad, y de la huída tampoco, pues tiene una ventanita redonda junto a él que le muestra un trozo azul y sereno de cielo y al otro lado tres hileras de asientos vacíos y cada seis o siete minutos la aeromoza que aparece con su cara sonriente para ofrecerle alguna cosa y de ahí los tres Jack Daniels que nuevamente le han puesto en la cuerda floja del recuerdo y la imprecision de los hechos que le preceden e incluso los que le depara el futuro, si es que existe un espacio o un tiempo determinado que se pueda llamar de esa manera.
Lo concreto: el pasaje en avión y el avión mismo. La esquina y la puta, verdades probables justamente por lo absurdas.
Quedaba como hecho fehaciente la noche previa al viaje, lanzado a una ciudad a la que daba la espalda y había olvidado desde antes de partir, una ciudad que no existía sino en la memoria y en la mentira del pasado ficcionado, una ciudad en que las calles ya no tenían nombres reconocibles, que los perdieron desde el momento mismo en que la empleada de la aerolínea había emitido el ticket al compás del ruido de la impresora, en que las párticulas de tinta se fueron adhiriendo al papel para darle un nuevo nombre y un nuevo propósito, más allá de la simple negación o la oscura melancolía, del corazón roto en pedazos que dicha sea la verdad era y sería por un buen tiempo la única motivación de sus actos.
El cuarto Jack Daniels enfriaba la palma de su mano aparecido de quién sabía dónde, y como acto reflejo se llevó el vaso a la boca hasta sentir el líquido también frío pero que de alguna manera le quemaba el esófago. Volvió a inclinarse sobre la ventanilla, entrecerrando los ojos ante la luz del sol e intentando distinguir algo en la distancia. Esto es el océano, pensó, esto es el cielo o esto es la suma del océano y el cielo y eso significa que esto es la eternidad y el infinito. En alguna parte, se dijo, más allá de todo, este avión va aterrizar y mi nombre ya no tendrá importancia alguna y todo no será más que una especie de sueño, una rueda para ratones imparable y vertiginosa.
Se acomodó en el asiento mullido del avión y trató de dormir, invadida su cabeza por las imágenes de vasos que chocaban o sencillamente se quebraban en su mano, de mujeres silenciosas que desde los oscuros callejones le llamaban con señales luminosas emitidas por sus ojos, del olor penetrante del alcohol que desde algún lugar entraba en una habitación pequeña, con una ventana sin vidrios franqueada por postigos de madera y no muy lejos el horizonte del desierto dibujado como el lomo amarillo de un monstruo dormido.
Entonces estoy soñando, pensó, y muchas horas después la azafata sonriente y bilingüe lo despertaría para avisarle que tenía que abrocharse el cinturón porque iban a hacer tierra y él la miraría sin despertar del todo y le diría: Qué linda manera de decir las cosas tiene usted.

lunes, septiembre 11, 2006

Nocturno de Santiago IV

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Ahora desde otra ventana, desde otro reflejo, desde el silencio del espacio magnificado –multiplicado- y vuelto al revés por la noche de azogue que se convierte en espejo; desde otra altura y otra pecera, pobre axolotl, contemplando la ciudad que se dibuja más allá del parque y del río y el cerro y el extrarradio sucio que parece pertenecer a otra realidad, desde el simulacro de una vida diferente, desde un punto de vista que no es tal, desde la prescindencia del rostro trasnochado que se desdibuja y se vuelve pensamiento, idea, apenas una filigrana del humo del cigarro.
Desde este nueva atalaya, torre de frágil cristal que apenas se equilibra, la mirada se estrella contra la barrera invisible del muro de vidrio y más allá nuevamente la noche, otra noche, otra madrugada, otros caminos recorrridos por las estelas blancas y rojas de las luces de otros automóviles; la mirada como un dardo que recorre y destruye, que va aboliendo distancias e incongruencias de la perspectiva, la mirada cansada que se busca a sí misma en la oscuridad de los párpados que, cada veintidós segundos exactos, se cierran, que se encuentra en las letras que desde el cíclope electrónico le devuelven una imagen distinta, una traducción, una aproximación o, quizás, sólo una apariencia.
La noche, entonces, la ciudad y la noche abrazadas en la inmovilidad mientras los dedos saltan con velocidad de pulga sobre las teclas, contraste brusco y necesario, el repiqueteo al que siguen las letras y al que preceden las palabras. La noche, la noche abierta en la promesa de un futuro no cumplido, en la proximidad del amanecer y las costras de realidad reveladas, la presencia de lo verosímil como convención y acto de fe, la noche como antónimo para todo y para todos, como ausencia y fragilidad, como necesario fin del tiempo y ocultamiento del espacio.
La noche y la ciudad convertidas en el mostruo primigenio y oculto, en el secreto que nunca se revela, en la palabra que no se pronuncia pero se intuye, en el suspiro, en el beso y la caricia que no se completan. La noche y la ciudad como otra noche y otra ciudad, si es que existe esa posibilidad, la repetición constante del juego, la búsqueda y el encuentro.
Y en algún lugar de este silencio que me absorbe, tengo la certeza, tú duermes y amarillos tulipanes pueblan tus sueños.

miércoles, agosto 16, 2006

Diga treinta y tres

Después de mirarla durante un rato, de observarla como los gatos que en mitad de la noche elevan las oblicuas pupilas hacia la luna; después de mirarla un rato, digo, dejo el vaso sobre el vidrio de la mesa y estiro la mano, aboliendo así la distancia insalvable que casi siempre existe entre dos personas, entre una persona y un objeto, entre una persona y el mundo, estiro la mano buscando el contacto de su piel fría en invierno, el roce que se convierte en caricia y en algo parecido a la felicidad mientras en alguna parte, en muchas partes, en los días y en las noches que nos circundan, niños sonrientes y tristes apagan velas y piden deseos, algunos un auto a control remoto, otros una mirada y otros apenas un pedazo de pan.

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