Se miran el uno al otro sin hacer gestos ni cruzar palabras. Ella enmarcada en una ventana amarilla cuyos bordes comienzan a descascararse por la insistencia de la humedad, él encuadrado en perfiles de aluminio que van cediendo poco a poco a los embates del óxido. Entre ellos sólo estaba la calle. Ahora, luego de las lluvias, un río caudaloso y desenfrenado los separa, una serpiente sucia que arrastra automóviles, árboles, cuerpos. Cuando él ve que un cadáver inflado como globo se acerca corriente arriba, mira a la chica fijamente a los ojos y le obliga a mantener este puente imaginario hasta que, según sus cálculos, el cuerpo ha desaparecido en el cruce de calles que hay más abajo y que se ha convertido en una laguna atravesada por traicioneras mareas. Así protege a la chica, o eso cree él, evitándole ver el rostro de la muerte paseando frente a su patio. Y así desde hace días, quizás semanas.
¿Cuánto tiempo habían sido vecinos, sin siquiera notar su presencia? Él trata de dormir pensando en ella, arropado en un par de frazadas secas que logró rescatar la noche del diluvio, y se acomoda sobre la cama de madera que cruje, húmeda, como un niño asustado. El silencio lo persigue de noche, apenas interrumpido por el estruendo de un tronco chocando contra las rejas de las casas, muchas de ellas en ruinas. Cierra los ojos y se refugia en la imagen de la chica, del naufragio compartido en los altos de las casas, de la distancia insalvable de la lluvia que no deja de caer, de las garras sinuosas del caudal que ruge como animal en celo. Cierra los ojos y trata de recordar alguna mañana en que se cruzaron, en que ella le dedicó una sonrisa, en que la vio alejarse vestida como colegiala y moviendo la mochila roja de un lado para otro. Entonces la mochila roja, la mancha roja que oscila entre los hombros difusos de una muchacha se convierte en ancla, en puerta al sueño, en anestesia para la fatiga y el frío y el hambre. Ya no necesita apretar más los ojos y su cuerpo se distiende y un sueño de sol y arenas blancas, de aguas mansas que acarician los pies, un sueño cálido lo cobija.
La mañana como todas las mañanas, lo primero mirar por la ventana hacia la casa de enfrente. Hasta hace unos días el ritual lo compartían con una vieja de cabellos desteñidos, que gritaba desde su ventana buenos días con una voz que más parecía el graznido de un pájaro. Pero ya la vieja no se asomaba por las mañanas ni a ninguna otra hora y era mejor no pensar en ello. Cuando llegaba el saludo matutino, cuando las ventanas quedaban frente a frente por primera vez cada día, no miraban hacia la ventana ahora vacía de la vieja. Lo habían decidido sin palabras, sin necesitarlas. Asomarse a la ventana hasta ver el rostro pálido de la chica, el cabello en desorden, la mano pequeña y delgada que se apoya contra el vidrio como un saludo de mudos. Él la mira y asiente con un movimiento de cabeza. Tiene la impresión de notarla más triste, de que sus ojos se han apagado desde el día anterior. Ella parece notar su desazón y le sonríe, por primera vez le hace un gesto que es más bien una mueca, una mala copia de una sonrisa, los dientes amarillos dibujando una media luna forzada en el rostro. Él abre los ojos, sin atinar a nada.
Cerca de mediodía él baja al primer piso descolgándose por los restos de la escalera, hundiéndose en el agua hasta la cintura para buscar restos de comida en la alacena. Alguna vez intentó bajar al sótano, pero en las aguas oscuras sintió el contacto viscoso de algo que no pudo precisar y desistió de seguir explorando. Busca en lo que queda del mobiliario latas de conservas que ya comienzan a escasear. Supone, tiene la esperanza de un rescate, pero ya no hay indicios de que eso vaya a suceder. Al principio, al día siguiente del diluvio, vio las siluetas de algunos helicópteros en el cielo. Ya no. Sólo el ruido del río que no cesa, carcomiendo poco a poco las calles, tratando de entrar a las casas y devorarlo todo. Un monstruo hambriento.
Por la tarde, luego de comer arvejas y una sopa de tomates fría, corre el vidrio de la ventana y deja que el aire frío y la lluvia le laven el rostro. La chica no asoma a su ventana, como suele hacer por las tardes. Trata de no darle importancia, pero no cierra la ventana ni se aparta de ella. Se queda acodado contra el alféizar, la mitad del cuerpo asomado hacia fuera, las gotas de lluvia rodando como perlas sobre el rostro, deslizándose hacia el cuello, metiéndose por la espalada. Mira hacia la ventana vacía de la chica, hacia el vidrio que comienza a teñirse de negro por la proximidad de la noche. La chica no está, no hay ojos que le devuelvan el reflejo de su rostro.
No cierra la ventana. Se vuelve hacia el interior del cuarto a oscuras y llega a tientas hasta la cama. Tendido de espalda, mirando el techo que adivina próximo y surcado por manchas de humedad y musgo, tampoco intenta cerrar los ojos. Siente el contacto frío del aire que entra por la ventana, las gotas de lluvia que dibujan círculos contra el piso. Oye el rugido del caudal abriéndose camino entre los patios, la arremetida definitiva de la bestia. Deja los ojos abiertos y espera.