viernes, abril 27, 2007

Cumpleaños de la señorita C.

"Qué puede haber sino silencio en mitad de una noche sin tu silueta completando el esquema de la constelación más cercana, qué puede haber sino la soledad cuando la luz de tu sombra no se dibuja en ninguna puerta. Entonces los espacios se van vaciando de tu presencia, lo que de algún modo también significa que yo me voy vaciando de ellos, voy suspendiendo mi existencia en una suerte de limbo otoñal, cercado por las amarillas hojas de los plátanos orientales."
Así comienza la carta, las letras vertidas en la madrugada como palabras de un náufrago delirante en medio de un océano denso y oscuro. Una carta lenta, fuego silencioso que se arrastró frente a los ojos como un reguero de sangre. Así no más.
Después vinieron otras cosas, menos fiebre y más sonrisa: comprar un alfajor y un berlín para desayunar con la señorita C. en su nuevo aniversario, un ramo fresco de flores blancas con centro de un amarillo intenso, de aspecto salvaje y a la vez ingenuo, que le iluminaron el rostro como si recién amaneciera en su cuarto, una larga conversación acerca de las propiedades curativas de los imanes, mi condición de karma en su vida -según la misma tía de los imanes-, revisar las fotos del viaje a Baires, que resultaron ser muchas menos de las que pensabamos y que consideramos normales para una pareja de vacaciones (me encanta una donde aparezco mirando un busto de Borges en el Parque 3 de febrero, y otra donde aparece la señorita C. iluminada por el sol del atardecer en la estación San Isidro), encargar una torta de bizcocho y piña para la celebración, sin mucha crema y cubierta de merengue, ir en bus y en metro leyendo Moros en la costa, de Ariel Dorfman, una novela del año '72 que es una extraña mezcla de voces y silencios, de imágenes enrevesadas y críticas literarias a libros que nunca existieron, y de aquí en más el resto del día es pura presunción, pues nótese que el aquí es realmente un aquí y también un ahora, es este momento preciso en que termino este párrafo con este punto.
Será más tarde, entonces, después de una siesta y de envolver el regalo, un libro de fotografía de tamaño bastante considerable, después de recoger la torta y viajar por la noche casi invernal de Santiago, será después de la fiesta familiar y las copas de vino que podré nuevamente mirar los ojos límpidos y emocionados de la señorita C. para brindar con nuestras pupilas como con vasos rebosantes de ambrosía, si se me disculpa la cursilería.
"Entonces hoy, como siempre y para siempre, vengo a tí apenas vestido de noche, armado con una letra en una mano y un signo de interrogación en la otra, con un beso incompleto en los labios, vengo a encontrarte en este terreno oscuro de la madrugada mil veces revivida. Caigo en la noche, inocente, como se cae en el sueño infantil de las sábanas recién planchadas, caigo en tí como en una piscina de dulce agua, de argentino brillo y fulgor, un océano lunar y propio. Caigo una, dos, treinta veces, diez mil novecientos cincuenta veces. Y luego, muy después, siglos más tarde, despierto y te miro. Digo entonces: esto debe ser la belleza. Despierto y te miro. Digo entonces: ya no hay nada que me falte, y aunque todo me faltase, con esta imagen me bastaría para convertir todo el mundo en tu jardín, en tu parque personal poblado de baobads y pájaros multicolores."
Así termina la carta. Aquí las palabras reconocen que no bastan, que no son suficientes. Aquí el corazón se abre para dar paso a una musiquita alegre, a un ritmo apropiado para tan augusta celebración.

martes, abril 24, 2007

Pequeño trozo de otoño transubstanciado en papel y tinta


Una pareja se besa y un niño mira hacia la oscuridad del túnel. Una mujer abre su cartera y saca un espejito redondo. La primera hoja que aparece en su mano es anaranjada y pequeña. La segunda hoja es más grande, quizás de álamo. Las cinco siguientes parecen arrancadas de un jardín japonés. El niño ve con la boca abierta cómo las hojas salen de la cartera y caen al piso del vagón. La muchacha, olvidando a su amante, deja escapar un grito de espanto que se pierde en el olor del bosque que lentamente se va cerrando alrededor.

(Este cuento, cuyo título es simplemente Otoño, acaba de aparecer en Santiago en 100 palabras: los 100 mejores cuentos, librito que pueden retirar gratuitamente durante la semana en la Biblioteca de Santiago)

lunes, abril 09, 2007

La ciudad y las ciudades

Dentro de cada uno de nosotros hay una ciudad.
No me refiero a una metáfora del cuerpo, con sus arterias, órganos y tejidos. Digo: dentro de cada uno de nosotros hay una ciudad, con sus calles, edificios, parques, ríos, perros vagos y personas. Hay una ciudad hecha de costumbres, de códigos, de silencios y soledades, de esquinas peligrosas, de paranoias -unas más acentuadas que otras, por supuesto-, de sonidos y de olores. Tenemos nuestras propias líneas de metro -subte, le dirían allende la cordillera-, nuestras autopistas, nuestras formas de conducir, nuestros automóviles y nuestras bicicletas. Insisto: no es una alegoría.
Es como una especie de sello de agua, como parte integrante de eso que llamamos identidad. Es parte de la forma que tenemos para concebir la realidad que nos rodea, de relacionarnos con ella, de reproducirla e incluso de crearla, si viniese al caso; es el filtro a través del que casi siempre vemos, medimos y juzgamos al mundo, el conocido y el por conocer. Es nuestra propia privada ventanita que nos cobija y proteje y, casi siempre, aisla.
No digo que sea malo, de ningún modo. Uno debe estar parado en algún sitio para poder caminar, para dar un primer paso hacia eso otro que se nos ofrece o que nos llama. Y por parado me refiero a geográficamente situado, mas no encerrado. Hay que saber mirar hacia dentro, a nuestra propia ciudad, para lanzarse hacia el exterior.
En Buenos Aires, por ejemplo, los automovilistas dejan mucho que desear. Sin ofender, claro, pero ¿quién puede concebir manejar con las luces apagadas por la ciudad? Este hecho, que es sin duda peligroso -tanto para el que maneja como para el potencial atropellado, sea en Rodriguez Peña o en la Nueve de julio-, es, también, parte del discurso o del ser porteño. En Santiago no podríamos concebirlo y si vemos a alguien sin luces por la calle le hacemos señas desde la vereda para que las encienda. En Buenos Aires, las manos se nos acalambrarían de tanto hacer agitarlas.
No hay ciudades buenas ni malas. Lo que hay es una gran cantidad de ciudades distintas: ciudades con el olor del smog y la asepsia de la modernidad, ciudades con olor a corbatas y maletines, ciudades con olor a petróleo y puerto, ciudades con olor a tierra y animales, ciudades con olor a árboles y alegría. Ciudades con música tecno, ciudades con rock & roll, ciudades con ritmo de salsa o meregue, ciudades donde no se escucha nada, apenas la respiración de los que duermen.
Eso no más.
Ahora mismo me voy a dar una vuelta por mi ciudad, mi ciudad querida, envuelta por la noche y el frío, silenciosa bajo el murmullo de los televisores, cegada por las luces del consumismo, acotada por la pobreza disfrazada.
Voy y vuelvo.

miércoles, abril 04, 2007

Manifestación empírica de la Teoría de los Sistemas Complejos


How happy is the blameless Vestal's lot! / The world forgetting, by the world forgot. / Eternal sunshine of the spotless mind! / Each pray'r accepted, and each wish resign'd...

Alexander Pope


Los recuerdos, entonces. Ese laberinto inconmesurable de imágenes, olores, sabores y sonidos, de texturas: la forma en que vienen y van, quiero decir, en que se entrecruzan, en que se llaman unos a otros, en que juegan y se separan, en que se buscan ansiosos, en que simplemente se olvidan, se relegan al rincón del ático cubiertos de polvo y telarañas, en que se tachan o se subrayan con tinta negra o violeta o verde o roja.
Haciendo zapping me encuentro con Quiz Show y recuerdo haberla visto en el Yara, en La Habana, donde curiosamente la gente habla todo lo que le da la gana en el cine y nadie reclama. Recuerdo esa tarde calurosa en La Habana, luego de haber comprado la colección casi completa de Carpentier (digo casi, escribo casi, porque los libros que no compré ya los tenía) y de haber descubierto a Roque Dalton. Recuerdo haber bajado hasta el malecón después del cine, haberme sentado durante un rato a mirar el mar mientras el día se apagaba y las calles se iban haciendo oscuras, recuerdo haberme fumado un porro y llegar caminando hasta La lluvia de Oro, en Obispo con Cuba, en la Habana vieja, donde me junté con Rodrigo y Marcelo, a quienes hace mucho no veo.
Recuerdo que una de las películas que más me gusta, desde niño, es Gente como uno, también dirigida por Robert Redford, la primera que dirigió. Recuerdo que Rob Morrow, el protagonista de Quiz Show era también protagonista de Northern Exposure, una serie como pocas que transcurria en Alaska, en un pueblito llamado Cicely. Y entonces las cajas chinas de la memoria: recuerdo un capítulo donde un lote de japoneses va admirar la aurora boreal y terminan follando en la nieve, pues al parecer el fenómeno algo tenía que ver con la fertilidad. Recuerdo a John Turturro, otro de Quiz Show, en Barton Fink, sentado en las butacas del Normadie mientras John Goodman -otro John, mire las coincidencias- desta el infierno en el hotel y los papeles murales se despegan de las paredes como cáscaras de manzana. Recuerdo que Ralph Finnes siempre me ha parecido gay. Sin ofender.
Más tarde, leyendo Imagen de John Keats -hoy los John abundan, parece-, de Cortázar, me encuentro con algunas versos de Alexander Pope, que no era precisamente romántico como Keats y Shelley y Byron pero que, desde su cómoda butaca y chimenea y pipa, también tenía su qué. Y entonces recuerdo que he recuperado Eternal Sunshine of spotless mind luego de mucho, con una versión de la película completa comentada por Gondry y Kaufman que es una verdadera clase de cine, y entonces recuerdo también que la primera vez que la vi fue con la señorita C., en el living de su casa, tirados sobre la alfombra, y a cada tanto nos mirábamos con los ojos brillantes, quizás por la ausencia de luz o quizás por la emoción. Recordar nada más todo esto y poner la película en el DVD y la cancioncita de Jon Brion, el mismo que hace la música para Magnolia, y la playa y la nieve.
Y así, más recuerdos.
Y así, ab infinitum.

viernes, marzo 30, 2007

Souvenirs

Obras cumbres, Sumo.
40 obras fundamentales, Astor Piazzola.
Son, Juana Molina.
Martín Fierro, José Hernández.
Imagen de John Keats, Julio Cortázar.
El grado cero de la escritura, Roland Barthes.
El rayo que no cesa, Miguel Hernández.
Museo, Borges y Bioy Casares.
Antología de la literatura fantástica, Borges, Bioy y Ocampo.
Los días mejores, Dos Passos.
Un día en la vida de Iván Densinovich, Solzhenitsyn.
El oro, Blaise Cendrars.
El reto, Chejov.
El desprecio, Alberto Moravia.
Moros en la costa, Ariel Dorfman.
Cuentos que me apasionaron, Ernesto Sábato.
Valer la pena, Juan Gelman.
La villa, César Aira.
Viaje por el Scriptorium, Paul Auster.

miércoles, marzo 28, 2007

Viajes


¿Qué es un viaje sino una suerte de paréntesis, un sueño prolongado, una interrupción de la rutina?
Luego no quedan sino recuerdos esquivos, un par de fotografías, algunas frustraciones e infinidad de preguntas.
Por lo pronto, el paréntesis se cierra y la vida vuelve a sus cauces habituales, abandonando la ciudad de las cúpulas y los conductores rabiosos, de los grandes parques y los mosquitos antropófagos.
Más adelante, supongo, se entrará en detalles, en contar anécdotas, enumerar visitas y paseos, contar los adoquines de las calles de Palermo o las estaciones de tren que separan Retiro y Mitre, Maipú y el delta del Tigre, los mendigos que duermen en las estaciones del subte, la estatua de minerva con la mano cercenada en el parque Lezama (donde Martín vio por primera vez a Alejandra), la calle Jorge Luis Borges que termina en la plazoleta Julio Cortázar, la noche que se cerró sobre las callecitas para más tarde iluminarlas con rayos que partían de lado a lado el cielo y luego la lluvia que cayó sorpresiva y violenta, como telón traslúcido de un teatro que termina la función.
Tantas cosas para contar.
Y esto nunca fue una caverna para el disfrute del eco. Siempre hay alguien que lee, que observa y sonríe. Esto es apenas una pizarra, un silencio que se prolonga dibujado con palabras.

miércoles, marzo 21, 2007

Primera estación

Todo viaje comienza mucho antes de zarpar el barco o despegar el avión, mucho antes de descubrir un nuevo cielo o un idioma extraño. Todo viaje comienza en el deseo, en el anhelo y la curiosidad, en ese cosquilleo imperceptible por moverse, en ese instinto nómade y oculto.
Todo viaje tiene cosas buenas y malas, más de las primeras que de las segundas, of course. Incluso antes del viaje mismo, en todo el prolegómano que es buscar pasajes y comenzar a buscar lugares y horarios y precios y tratar de hacer coincidir todo con los tiempos personales, siempre escasos. Las cosas malas pueden ser , a mi parecer, dos: el stress previaje, el último o penúltimo día cuando justo la tarjeta del banco no funciona o el hotel te informa, muy a destiempo, que no tiene habitaciones disponibles, imponderables de ese estilo; y lo otro es el retorno, la sensación de no haber perdido el tiempo pero sí que faltó mucho, que no me senté en el banco de la plaza donde Sábato da inicio a Sobre héroes y tumbas, que no ví el partido de Racing contra Arsenal, que no estuve en la dársena un atrdecer viendo llegar y salir barcos, que me faltó un día, dos, cinco, catorce, meses, una vida.
Las cosas buenas son las más, sino todas. Mirar un océano distinto, un atardecer distinto, sentir olores y sabores distintos, renovar la mirada, refrescarla, hacer todo lo que se tenía planeado y lo que no, inventarse una vida momentánea, reencontrarse con caminos o hacer nuevos, tantas, tantas cosas que no puedo enumerar no porque no tenga ganas sino porque al pensar en ellas se me llena el corazón de alegría y no puedo seguir escribiendo mientras me río.
Todo esto es un viaje, y mucho más. No es vacacionar. No es ir de shopping por el weekend. Es convertirse por un rato en el turista accidental y dejarse llevar por los ciclos lunares y los nuevos paisajes, un poco a la deriva y un pococon la brújula siembre amarrada al fondo del bolsillo.
Eso. Unos días en Baires, una escapadita a Colonia del Sacramento (no a Montevideo, sólo por tiempo, aunque las ganas no faltaron de pararse en Durazno y Convención escuchando a Los Olimareños) y una agenda copadísima, para ir acomodando el lenguaje.
No sé si esto se cierra por un tiempo o no. No hay cartel que diga: CERRADO POR VACACIONES. Quién sabe, quizás un post internacional, quizás no.
No importa.
Segunda estación: aeropuerto.

miércoles, marzo 14, 2007

Sala de espera

Reflexiones varias que se yuxtaponen en la cabeza del señor K. mientras la sala de espera de la consulta dental se llena de madres con hijos chillones, cabras chicas de uniforme que no tiene idea qué es Pink Floyd pero tienen entradas de las más caras para Roger Waters, varios adictos al mp4, señoras que no paran de contarse la vida de sus respectivos hijos casi todos abogados o médicos, a veces toda esta fauna junta, a veces unos, a veces otros, nunca ninguno. Todo esto con la banda sonora de Pasiones y sus increíbles historias de inmadurez emocional lindante con la llana estupidez:
cabras chicas de mierda
idea para guión: un chico de clase media baja sale a buscar trabajo mientras en casa espera suegra mala onda y novia medio adolescente embarazada. Empieza como comedia absurda y termina como drama naturalista
ver películas de cine social
callen a ese niñito, por favor
esto está tardando más de la cuenta
¿inventarán las historias de Pasiones?
parece que esa señora se va a desmayar
desde acá escucho la música de ese tipo, debe ya tener daño auditivo severo
no haber traído un libro
la chica de ese rincón tiene pinta de alemana
cabras de mierda (repetido varias veces, como un mantra improvisado)
menos mal que me senté justo debajo del televisor
todas las miradas colgadas de la tele
no haber traído el discman
The good, the bad and the Queen
un poco de silencio, por favor
terminar la novela del asesino
terminar la novela para cabros chicos
parece que nunca me van a gustar mucho los niños
revisar las opciones de viaje a Montevideo desde Baires
checar si se necesita visa para pasar a Uruguay
a ver si me entretengo con esto (sacar la cámara digital y hacer unos pequeños shots con el modo vídeo)
podría hacer un corto con material así
revisar lo que grabé en el PC para ver las texturas y empezar a darle vueltas a un guión
cabras de mierda, por fin se van
ya queda poco para las vacaciones
ahí viene la señorita C., pobrecita, viene con los ojos medio llorosos
un beso y un abrazo
qué rico olor
por fin la calle, el silencio disfrazado de bullicio, el sol que acaricia la piel, el mundo.

martes, marzo 06, 2007

Convalecencia

Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.

Tarde en el hospital,
Carlos Pezoa Véliz






No me enfermo con facilidad. A decir verdad, no me enfermo casi nunca. No recuerdo la última vez. Cuando chico sí, me enfermaba de amigdalitis tres o cuatro veces por año. Por esa razón me hacían comer cualquier cosa que tuviese yodo. Recuerdo claramente un pequeño cangrejo, de color rojo oscuro y que no medía más de dos centímetros de diámetro. No era necesario comerlo pero lo hice de todos modos: me lo puse en la boca y apreté los dientes y sentí el sonido como de un maní con cáscara que se pisa y el sabor ácido corriendo por mi lengua. No fue desagradable, o por lo menos no tengo un recuerdo desagradable de eso. Con las amigdalitis lo único desagradable eran las inyecciones, dolorosos pichazos que cada año aumentaban sus dosis e intensidad. Luego la amigdalitis se fue y no volvió más. Hubo incluso un amago de operación que se canceló justamente por porque me enfermé de amigdalitis.
En general las veces que me enfermaba no estaban tan mal, salvo las molestias propias de cualquier enfermedad. Me pasaba las tardes en cama, viendo televisión o durmiendo. Cuando tuve sarampión comencé a leer en serio. Me gustaba leer de antes, claro. Había leído para entonces El principito, que fue mi primer libro, un compendio de cuentos de Wilde, Juan Salvador Gaviota, la serie completa de Papelucho, Niebla, Demian, algunos cuentos de Cortázar y Borges. Casi todas las lecturas eran de colegio, obligatorias, pero no me parecían mal. Cuando tuve sarampión cambié de folio, en lo que respecta a la lectura. Me aburrí de jugar con el Commodore 16 que teníamos en casa, tomé El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, y decidí que quería ser escritor. Ja. Es raro recordarlo ahora. Tenía doce años y al año siguiente escribí mis primeros cuentos y gané mi primer premio en un concurso escolar: un libro de Dostoievsky, El jugador, y un bolígrafo que, lo recuerdo claramente, era de plástico con colores verde y blanco.
Vengo saliendo de un estado gripal más o menos agudo, según diagnosticó el médico, un sujeto simpático que quiere comprarle una casa a su hijo. Me habló de eso durante todo el tiempo que estaba en la consulta, mientras me examinaba, mientras me extendía la receta y mientras firmaba los tres días de licencia para el trabajo. He pasado en cama buena parte de los dos últimos días, terminando de leer Moby Dick, que tengo pendiente desde hace tiempo y se me ha puesto cuesta arriba. No escribo mucho por estos días.
Y me acordé, ahora, de Tarde en el hospital, un poema de Pezoa Véliz (el jovencito de la foto que encabeza este post) que me encanta y emociona, quizás porque de alguna manera me identifico con él. Lo escribió en Valparaíso después del terremoto de 1906, cuando debio estar internado en el hospital Alemán de esa ciudad por la fractura de ambas piernas producto de la caída de un muro de adobe sobre él. Pezoa Véliz canta a la simpleza, al infortunio y al desgarro del ser humano que encuentra cada vez menos espacio en el mundo que le rodea. Representa, de algún modo, un bastión tardío del romanticismo atrapado ya en los engranajes de la industrialización y la creciente marginalización y empobrecimiento de las poblaciones rurales. Es curioso notar que no hay ira en las letras de Pezoa Véliz: lo que encontramos en él es una suerte de nostalgia que idealiza y desgarra al mismo tiempo, cierta irónica resignación ante una existencia corta y aciaga.
Moriría tres meses antes de cumplir los veintinueve años, el 21 de abril de 1908, en el hospital San Vicente de Paul de Santiago, víctima de la tuberculosis y sin ver publicado ninguno de sus escritos.

martes, febrero 20, 2007

Notas de viaje


El vagido del bus que comienza a moverse lento, como una ballena cansada, mientras la ciudad y sus calles estrechas y sucias y sus rostros anónimos desfila delante de la ventana marcando el inicio temprano del viaje, del periplo y la odisea.

La sorpresiva tormenta se deja caer con fuerza sobre la carretera, salpicando y erosionando, los árboles agitándose como peonzas enloquecidas por el viento, luchando por liberarse, y las gotas de agua dibujan cicatrices trasparentes sobre la ventana mientras el paisaje poco a poco va despareciendo en el gris que se hace cada vez más oscuro.

La silueta de los pueblos cercanos a la autopista vuelve a aparecer: distingo la forma de hongo de sus torres de agua, las agujas de las iglesias sobre los campanarios silenciosos y, más altas que las dos anteriores, más cerca del cielo que se abre, las rectas blancas y rojas coronadas por diademas cubistas de las antenas de telefonía celular.

Al costado del camino, bajando por la leve pendiente cubierta de hierba, un camión volcado se incendia.

Los trigales se multiplican en los campos rodeados de pinos o eucaliptos, predominan con sus delgados pilares verdes que terminan en estrellas doradas e inquietas acariciadas por la brisa helada de después de la lluvia. Más al sur, sin embargo, no quedará más que el rastro seco de la cosecha y los dibujos simétricos de las segadoras.

Aparecen las ciudades y los recuerdos, las plazas donde alguna vez estuve sentado, quizás esperando, las calles de aceras resquebrajadas por pequeños cataclismos. Aparecen las ciudades separadas como islas por océanos de verde y la noche comienza a cubrir todo como un telón negro que cáe, disfrazando más que ocultando.

El paisaje desaparece y del cielo cuelgan como cocuyos inmóviles las estrellas, dibujando sus propias historias. La Cruz del sur, el Centauro: otro tipo de recuerdos, vestigios de un tiempo que no vuelve. He olvidado muchos nombres y muchas historias encerrado en la panza del cetáceo de metal que avanza en la oscuridad abisal de la noche.

Otra vez el aire, un aire distinto: el aroma del río me inflama los pulmones, el aroma de otras calles, el aroma de otras gentes. El silencio de los árboles se impone al ajetreo de los viajeros y los buses. Hace años estuve parado aquí mismo, esperando nada. Ahora miro hacia los costados, feliz y cansado, hasta distinguir en la multitud la sonrisa de la señorita C. que me recibe de vuelta en esta, mi Ítaca, mi propio tapiz por fin terminado, Penélope querida.

martes, febrero 13, 2007

Revisitando al señor Gainsbourg

Sucede que muchas veces uno acepta las cosas porque están allí no más, porque su existencia verificable basta, al parecer, para garantizar su condición sine qua non en nuestras vidas.
Un tornillo, por ejemplo y para ser bien cortazariano, es un pequeño objeto que nos sirve para fijar unas cosas con otras o una cosa contra un muro que es también fijar una cosa con otra. Tenemos este pequeño objeto que es una maravilla de la invención humana, una especie de himno de glorificación al ingenio, pero ¿usted sabe cómo mierda se hace un tornillo? ¿Usted conoce o siquiera imagina los gigantescos tornos o los diminutos tornos que giran enloquecidos desbastando un trozo de metal, dibujando sobre él un espiral fantástico?
Sucede también con los libros, el cine, la música. ¿Cómo podríamos siquiera aproximarnos a lo que implica el proceso de creación de una novela, un día en el plató de una película, a las motivaciones de un compositor? O, sin ir tal lejos o tan alto o tan profundo: ¿qué sabemos de tanta cancioncita y melodía pegajosa que baila en el viento y termina anidando en nuestros oídos y nuestra memoria?
Cuando era niño en mi casa se escuchaba sólo la radio Cooperativa. Toda la música que escuché hasta, creo, los doce o trece años fue música del dial AM. Luego de eso apareció en mi vida la frecuencia modulada y el rock y las cosas cambiaron un poco. Me convertí, en parte, en lo que ahora soy. Pero ese no es el punto. Quería decir que durante las tardes de mi infancia escuché sólo una radio AM, la Cooperativa. La famosa fanfarria que anunciaba la voz de Sergio Campos leyendo noticias y todo eso. Y la música AM. A eso iba.
Entre muchas otras, me acuerdo claro de una canción donde una chica musitaba, recitaba, palabras en francés mientras al fondo se escuchaba la lluvia. Je t'aime / oh, oui je t'aime! / moi non plus / oh, mon amour... / comme la vague irrésolu / je vais je vais et je viens / entre tes reins / et je / me retiens-je t'aime je t'aime / oh, oui je t'aime ! / moi non plus / oh mon amour.. cantaba la muchacha en un idioma que resultaba incomprensible para mi en ese momento. No sé muy bien porqué, pero esa canción me encantaba. Quizás era la voz sensual, quizás la lluvia, quizás la suma de ambas razones: la esperanza que alguna vez una chica, sola en una buhardilla parisina, mirara por la ventana hacia la lluvia cayendo sobre el boulevard Saint Germain y cantara esa canción pensando en mí.
La canción era Je t'aime... moi non plus y había sido compuesta en 1967 para que la interpretara Brigitte Bardot, quien lo hizo pero cuya interpretación no fue comercializada sino la de Jane Birkin. El autor era un tipo nacido bajo el nombre de Lucien Ginzburg, judio de origen ruso, que fue amantes de ambas mujeres, Brigitte y Jane, entre muchas otras, y tuvo una hija con esta última, Charlotte, a quien podemos ver actuando junto a Sean Penn, Benicio del Toro y Naomi Watts en 21 gramos.
Este tal Lucien, que era ya conocido como Serge Gainsbourg y que fue amigo de Boris Vian, se dedicó al cine (escribió y dirigió cuatro películas: Je t'aime... moi non plus (1976), Équater (1983), Charlotte for ever (1986) y Stan the flasher (1990)), a la poesía y, principalmente, escribió canciones, algunas de las cuales fueron interpretadas por Isabel Adjani, Petula Clark, Catherine Deneuve, Marianne Faithfull, France Gall, Nana Mouskouri y Vanesa Paradis, por mencionar algunas. En 1979 hizo una versión reggae de La Marseillaise que provocó tal escándalo que incluso un destacamento del ejército francés saqueó un teatro en Estrasburgo para impedir la actuación del buen Monsieur Gainsburg.
Cuando yo escuchaba la famosa canción que da pie a este texto, allá por el año ochentaiseis, sucedían varias cosas en la vida de Gainsbourg. Primero, vio la luz la versión original de Je t’aime… con la voz de Brigitte Bardot cantando a dúo con el autor y simulando un orgasmo, que supongo, tengo la esperanza, era la versión que pude oír en la radio entonces. También sonaba esa suerte de invitación al incesto que era Un zeste de citrón, juego de palabras que puede traducirse tanto como una medida de limón o como incesto de limón, un duo con su hija Charlotte que levantó airados reclamos de ciertos grupos conservadores que además observaban con pavor cómo este tipo feo, borracho y fumador le decía muy campante quiero follar contigo a una Whitney Houston que perdía el color en medio del show televisivo de Michel Drucker.
Nada de esto sabía yo en ese entonces, como ahora tampoco sé mucho acerca del milagro que es la creación de un tornillo. Sin embargo, no me pregunten cómo, me tropecé de repente con esa canción de infancia y los recuerdos de esa época se vinieron en tropel, como suele pasar. Y no sólo los recuerdos, sino la extrañeza, pues esta canción, como la escuchaba ahora, tenía una base electrónica y estaba cantada en inglés por dos chicas.
Investigaciones más, investigaciones menos, me encuentro con el álbum Monsieur Gainsbourg: Revisited, editado el 2006 y que abre con una espectacular versión de Sorry Angel, interpretada por Franz Ferdinand, y cierra con la inefable Carla Bruni y Ces petits riens, pasando por Portishead cantando Un tour comme une autre-Anna y Michael Stipe y L’Hôtel particulier, por nombrar sólo algunos de los participantes del disco.
Y, por supuesto, Je t'aime... moi non plus, en versión medio lésbica cantada por Cat Power y Karen Elson, tal como la pueden escuchar aquí abajo.

miércoles, enero 31, 2007

Cuando fuimos pequeños

El hecho de levantarme temprano nunca me ha entusiasmado demasiado, y más bien mi humor se descompone que mejora cuando me veo obligado a sufrir las madrugadas. O ni tan madrugadas, también, no hay caso en querer disfrazar mis malestares. No me gusta levantarme temprano, punto.
Y si además la perspectiva del futuro es una calle repleta de gente y un sol de los mil demonios, mi humor tiene muy pocas posibilidades de encontrar un derrotero que sea más de su gusto. Quizás cuando era más joven y los desfiles de banderas rojas cortaban el viento de la mañana, cuando los gritos destemplados y ansiosos, cuando las carreras, cuando la rabia y la esperanza. Pero de eso hace tanto ya, supongo, y las banderas se han desteñido y las voces se han ido gastando cigarro tras cigarro.
Pero he aquí que una mañana, ante la iniciativa huracanada de la señorita C. no satisfecha con el partido de tenis de la tarde anterior, me encuentro de pie mucho más temprano que de costumbre y metido en un vagón de metro que se va llenando a medida que la línea se acerca al centro de la ciudad, y ya casi no hay oficinistas de camisa y corbata sino que por lo bajo me entierra el codo un cabro chico gritón y más allá veo a un grupo de muchachos con pinta de universitarios que ríen con escándalo. Todos lucen nerviosos, como si fueran invitados a una fiesta de cumpleaños que promete ser extraordinaria. Lo peor es que parece que vamos a la misma fiesta, pienso entre arrepentido y resignado.
En Los Héroes -la señorita C., como siempre, ha desoído mis sugerencias de bajar en Universidad de Chile y desde ahí caminar hasta el Mercado Central- es prácticamente imposible trasbordar hacia Cal y Canto. El andén está repleto y el primer tren que llega es demasiado corto para que los que hemos caminado hacia los extremos podamos abordar. Ni bien ha partido el metro con su vagido de cetáceo y nuevamente el andén se ha repletado y nosotros, pobres pajaritos, relegados otra vez al extremo de la multitud.
Ya en la fiesta, con globos y hasta challa flotando en el aire, resulta que el polvo y el sol no ayudan en nada a mejorar la situación. La gente se mueve como por inercia, se desplaza en grupos de un lado para otro, sin ponerse de acuerdo siquiera. Parten uno o dos hacia la derecha y al instante les siguen cinco, diez más. Caravanas de hormigas, hormigotas y hormiguitas circulan en interminables hileras que avanzan o retroceden, que se mezclan y dividen una y otra vez.
Tratamos de avanzar lo más posible, valiéndonos de los claros del parque y de la sombra de los árboles. Cuando ya nos parece que estamos suficientemente cerca, resulta que aún es demasiado lejos. Mi malhumor ha desaparecido y me ha dejado en modo logístico, tratando que la señorita C. no esté mucho al sol y alejándola de cualquier posible inconveniente.
- ¿Vienes a ver a la niñita? -le pregunta una chicoca a la señorita C. luego de llamar su atención con un suave golpe en la cabeza, como un cariño pero más brusco.
La que pregunta está subida sobre los hombros de su padre, quien parece llevar un buen rato en esa posición y tiene una cara de desmayo evidente.
La señorita C. le sonríe a la chica y responde afirmativamente con un movimiento de cabeza.
- Yo también -sigue la pequeña-, pero estamos tan lejos que no sé si se habrá despertado ya.
- No podemos ir más cerca -interrumpe el padre, disimulando la fatiga-, hay mucha gente.
- Pero desde aquí la podemos ver igual -dice la señorita C. con evidente emoción.
La niñita percibe su estado de ánimo, supongo, porque se deja llevar por una especie de entusiasmo contenido.
- Cierto, cierto -chilla-, y va a pasar por aquí al ladito y la voy a mirar y la voy a saludar con mi sombrilla porque es grande y yo chica y seguro desde arriba no nos ve mucho, ¿verdad?
- Es verdad -dice el padre, milagrosamente repuesto y sonriente.
- ¿Cómo te llamas? -pregunta la niña a la señorita C., quién responde, siempre sonriente.
- Papá, papá -chilla ahora más fuerte la niña- , se llama igual que yo, y vino a ver a la niñita, y está contenta, papá, papá, se llama igual que...
Un sonido fuerte, un aplauso mezclado con una expresión de asombro, llega desde más adelante e interrumpe a la pequeña. Una voz en francés comienza a dar órdenes que por la distancia son incomprensibles y a lo lejos vemos aparecer la cabeza de la enorme marioneta que comienza su periplo por la ciudad. Yo agarro la mano de la señorita C., preparado para hacer frente a la avalancha de personas que en ambos sentidos puede pasarnos por arriba.
Pero nada de esto sucede. La marioneta gigante comienza a abrirse paso lentamente y la gente se aparta sin problemas y la siguen con las bocas abiertas y los ojos brillantes. La muñeca avanza despojándose de su materialidad y convirtiéndose en un objeto mágico, provisto de vida, una mezcla entre Pinoccio y Gulliver, mirando condescendiente a sus espectadores, a un montón de adultos que por un par de días se convierten en niños, quizás por última vez en sus vidas.
Miro a la señorita C., que me devuelve la mirada desde sus pupilas brillantes y emocionadas. Va a pasar por aquí al lado, me dice como si fuera algo imposible. Sí le respondo, apretándole la mano para que sepa que estoy aquí, con ella, a su lado.

miércoles, enero 24, 2007

El país falsificado o el imperio del gólem


El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

J. L. Borges,
El Gólem


No hay que confundir mentir con falsificar.

Mentir tiene que ver con decir algo que no es cierto, falsificar con hacer que algo que no es legítimo lo parezca. Así, en primera instancia la mentira tiene que ver con la falta de verdad y la falsificación con la apariencia de verdad. Se trata, en este último caso, de la manipulación de alguna cosa –de alguna realidad- para que parezca lo que no es, independiente si esta apariencia tiene que ver con la calidad o no de verdad de dicho objeto, sino más bien con su precaria condición de simulacro.

Un gólem es un simulacro de hombre, por ejemplo, un modelo de arcilla que pretende convertirse en lo que no es mediante el poder de la Palabra, en este caso el nombre de Dios. Alguien, un ministro, un candidato a la presidencia, dice que es algo o que hizo algo, y para demostrarlo muestra un papel que lo acredita. Sin embargo, el papel que muestra no se corresponde ni con una realidad histórica ni personal. Este sujeto, como el gólem, graba sobre su frente la palabra que le da pretendida vida y falla, pues el signo primordial no es falsificable, apenas lo es el objeto al que alude. No puedo escribir silla sobre una mesa y pretender de ahí en más que la mesa se ha convertido en una silla.

La falsificación es, a mi parecer, y junto con la falta de ética, una de las formas más graves de corrupción, a nivel tanto individual como colectivo. La falsificación implica, en primer lugar, mala intención y, en segundo lugar, un profundo desprecio por el otro, por aquel al que se intenta hacer creer lo que no es.

Chile es, en este momento, un país falsificado, una copia pirata de lo que debería ser una nación. Una mala copia. No sólo por hechos recientes, sino más bien por comportamientos generalizados que se han convertido en normales, aceptados sin críticas.

Un ejemplo de ello son las encuestas. Estos instrumentos, diseñados para mostrar o diagnosticar fenómenos que se manifiestan en la sociedad, se han convertido en modeladores del sentir y pensar de esa sociedad a la que se supone diagnostican. La opinión de 2000 personas, lejos de ser un simple muestreo, pretende convertirse en la voz autorizada de 15 millones de chilenos. Se falsifica un país completo dependiendo quién pague por el estudio.

Otro ejemplo podría ser la proliferación de querellas que con grandes aspavientos se presentas en los tribunales de justicia y de las que luego nada se sabe, la mayoría de las veces porque no son jurídicamente sustentables o porque, simplemente, los querellantes no siguen el proceso. Hay aquí una falsificación de persecución de justicia, o en el mejor de los casos de legalidad, que no tiene ningún fondo que la apoye, simples maquetas de cartón piedra que el tiempo se encarga de deshacer.

Chile se ha convertido en un simulacro de democracia donde el juego del poder pesa más que las necesidades de los ciudadanos, que por su parte no son más que simulacros de sí mismos, muñecos de arcilla felices con sus tarjetas de crédito y códigos de barras, cuyas opiniones son extractadas literalmente de los noticieros de televisión, carentes de voz o, en todo caso, de acción que acompañe a la voz que de vez en cuando surge, aparece como último vestigio del sentido común.

jueves, enero 18, 2007

Obituarios


La verdad es que a demasiados funerales no he ido, iba pensando de camino a la casa de la señorita C., más bien a pito de nada o quizás influenciado por el calor insoportable que reina en la linea 1 del metro y por Vespucio una caravana de autos que avanza lento y parpadeando sus intermitentes como pidiendo disculpas o tratando de dar lástima, decenas de pares de pequeños ojos brillantes y rojos como si recién hubiesen parado de llorar. Y al frente de la caravana una de estas nuevas carrozas funerarias con mucho vidrio, algo así como una invitación obligada a mirar el cajón y asegurarse que sí, que hay muerto y que el taco hay que aguantarlo porque la buena crianza y etcétera.
Entonces pienso: la verdad es que a demasiados funerales no he ido (ahorá sé que el pensamiento vino directo de la caravana y no fue antes, que no fue el calor ni el metro ni la canción de Lou Reed que de pronto me había puesto a tararear) y asiento con la cabeza mientras coincido con un semáforo en rojo y los autos, grises la mayoría, se suceden a mi derecha con dirección norte. En uno de los automóviles veo a una niña que lleva la cabeza apoyada contra el vidrio de la puerta y deja ver en su cara una mueca inconfundible de pesar.
Recuerdo, entonces, haber asistido al funeral de Allende, que más bien fue el traslado de sus restos desde Valparaíso al Cementerio General, y haberme trepado con Raúl sobre un mausoleo para mirar todo desde arriba y gritar con rabia y pena porque en ese momento era difícil no sentir rabia y no sentir pena. Ese mismo año había seguido el féretro de Clotario Blest por las calles de Santiago, tan diferente entonces (más ingenuo, más humano) del de hoy, con un sentimiento similar. Y después, mucho después, el de Gladys Marín donde con la señorita C. apenas pudimos tomar las fotos que queríamos, apretujados en todo momento por una multitud que parecía tener voluntad propia, independiente de cada uno de sus integrantes, sumida en una especie de inconsciente fluir que nos terminó arrojando, bajo un sol inclemente, en la entrada principal del cementerio donde los oradores de turno se llenaban la boca de palabras que nadie oía.
Pero esos no son más que funerales símbolicos. No quiero decir que no se entierre un cuerpo, o no se creme un cuerpo, una persona, en ellos. Pero hay la distancia de lo simbólico, que para mi, al menos, es más la extinción de una idea o parte de ella y no la muerte como angel negro en la cabecera de una cama.
Otra cosa, más cercana pero igual de impersonal, fue la muerte de un compañero de trabajo. El tipo era dibético y parece que lo picó una araña y la herida nunca cicatrizó del todo y finalmente se le gangrenó la pierna y no mucho después murió. Tuve que ir al velorio en representación de los compañeros de oficina -habíamos hecho una colecta para la madre sobreviviente, una señora dulce y resignada como suelen serlo las viudas, que ya lo era- y de pronto me vi atrapado en la capilla, junto al ataúd abierto, por un grupo de señoras que se puso a rezar como si el muerto fuera de ellas. Digo esto porque luego me enteré, por boca de la madre, que no las conocía y que eran parte de los servicios funerarios o algo así.
Más cerca aún. Cuando estudiaba arte en la Chile conocí a un tipo que podía dar el tono de cualquier aspiradora que escuchara. Le encantaba hacerlo. Así lo conocí, junto a su novia de entonces, sentados en los asientos de cuero de una notaría del centro mientras esperábamos la firma del notario en una carta poder o algo por el estilo. No estábamos en el mismo taller pero nos juntábamos casi a diario a almorzar en el casino. Recuerdo una memorable guerra de cáscaras de naranja, el postre del día, que tuvo visos de apocalipsis una tarde de invierno y lluvia. Luego nos vimos más seguido porque ambos fuimos electos como delegados para el centro de alumnos de la facultad. Y después dejé la carrera y nos distanciamos, como suele pasar. Nos juntamos un par de veces y supe que su chica lo dejó y se fue a vivir al norte, creo que cerca de Chañaral. Él tuvo un hijo con otra chica -quizás estoy contando los hechos al revés, y luego de esto o por causa de esto vino la ruptura- y se fue a Brasil de vacaciones. No volvió. Fue a nadar y no volvió. Me imagino que fue por la tarde y que el sol estaba enrojeciendo y que corría un viento como quieto cuando se metió al agua trasparente del Atlántico. Lo imagino, nada más. La verdad es que no sé si repatriaron su cuerpo y tampoco sé dónde está enterrado.
Parece que en mi familia la gente no se muere, pienso mirándome en el espejo del ascensor ascensor del edificio donde mora la señorita C., acomodándome los lentes sobre el tabique de la nariz. O quizás se murieron todos antes, corrijo.
Menos dos.
Tuve un tío que murió de un paro cardiorespiratorio. Era alcohólico, desde hace muchos años, y tenía tatuado el chuncho de la U en el brazo. Uno de esos tatuajes viejos, como hechos con lápiz scripto, desteñido ya cuando yo era muy chico y lo acompañaba a cambiar libros en una caseta de madera donde me prestaban unas revistas de Superman de Editorial Novaro. Así aprendí a leer. Cuando murió yo estaba en casa de mis padres, vivía allí, y era hora de almuerzo. Sonó el teléfono. Me levanté de la mesa y fui a contestar. La tercera persona que supo que mi tio había muerto fui yo. La primera fue mi abuela, que lo encontró bocaabajo en el cuarto y la segunda mi tía, que vivía con ellos. Tuve que darles la noticia a todos en mi casa e, incluso, hacer un par de llamadas a otros familiares. No fue terrible ni nada, contrario a lo que esperaba. Marcaba un número, escuchaba la voz que saludaba al otro lado, saludaba yo también y lo soltaba. Se murió, decía, o algo así. Directo y sin rodeos. Fui al hospital pero no vi el cadáver allí, sino en el velorio. Al funeral no fui, o por lo menos no lo recuerdo.
Entonces resulta que al único funeral que realmente he asistido fue al de mi abuela, la misma que encontró a su hijo muerto sobre su propio vómito. Ya era vieja, eso sí, cuando la edad es ya una especie de callejon sin salida y te has ido extinguiendo, consumiendo, reduciéndote inevitablemente a la mínima expresión. Fui al velorio y al funeral, aunque no participé en la misa. Cargué una de las manillas del ataúd con tres o cuatro primos más, lo metimos dentro del cementerio de San Bernardo y lo llevamos hasta la misma tumba de mi abuelo, donde también la enterraron a ella. Me pidieron que dijera unas palabras y las dije. Dije que había que rescatar ese recuerdo preciso que es como una foto para llevar con nosotros lo que nos quedaba de allí en adelante. Que la muerte es un hecho de la vida y que la vida de la abuela ya estaba completa, que había sido larga y fructífera, que no había nada que lamentar. Que había que sonreír cada vez que alguien dijera su nombre o la recordara en silencio. Mis tías y tíos lloraron.
Cuando terminé de hablar se hizo el silencio y de pronto un amigo de la familia se puso a cantar. Y luego otro, y luego mis primos y mis tíos, todos juntos cantaron la Internacional. Mi abuela había trabajado en una salitrera y era comunista de tomo y lomo. Yo no canté porque no recordaba la letra.
Entonces la señorita C. abre la puerta y me mira como extrañada y me abraza y me hace entrar como si estuviera enfermo, como si me fuera a morir en cualquier momento.

martes, enero 02, 2007

Declaración

La señorita C.
Un lugar en la penumbra y como mediador un caleidoscopio, un par de botellas de vino y las sonrisas y los vasos vacíos, otros caleidoscopios que se suman y los ojos que se encuentran y la ciudad de noche y el olor a alcohol mezclado con los besos. Pero eso fue antes, claro, porque hubo un antes además de los sueños y las señales, de la búsqueda desesperada del lobo aullando a la luna entre los edificios y los bares, antes de los trasnoches sonámbulos por calles de adoquines gritando a voz en cuello sin que nadie responda a la llamada. Eso fue antes, mientras me desangraba junto a la cuneta – la línea de la calzada, dicen en Argentina-, mientras en aviones trataba de ampliar el radio de búsqueda, mientras en el recuerdo hacía lo mismo. Todo esto fue antes, antes del caleidoscopio que a su vez fue un antes, un prolegómeno entusiasta de esa otra noche que a pesar de ser enero y verano estaba fría como una botella de vino blanco, como la sala de un teatro donde Paulina Urrutia era Santa Juana de los Mataderos, mira las vueltas de la vida, la misma Urrutia que ahora se encumbra en los cielos inalcanzables y sucios del poder, la misma, en ese entonces pregonando las palabras de Brecht el inconforme y eso también fue antes, si la memoria no me falla, e incluso antes estuvo El Entusiasmo con la voz de Javiera Contador en el cuerpo de Maribel Verdú, otra cosa extraña, y la Plaza Pedro de Valdivia y su puente a oscuras y un libro, mi libro, pasando de mis manos a las tuyas, dedicado y todo, mi libro, mis palabras, dibujándose con algo más concreto que el aire frente a tu rostro.
Todo, todo esto fue antes, cuando poco a poco me encontré en tus ojos y tus labios, cuando por fin mis mapas dejaron de ser territorios nebulosos y se convirtieron en paisajes reconocibles: la hondonada de tu vientre, las alturas de tu pecho, las sinuosas dunas de tu espalda. Las cosas volvieron a tener nombre y vuelven a tenerlo hasta hoy, las palabras volvieron a tener sentido y de pronto el corazón volvió a ser corazón y la piel piel y esa noche, la noche del día segundo del último año del siglo pasado, cuando me encaramé sobre la mesa del café Barroco para besarte, mientras cerraba los ojos para lanzarme al espacio vacío que nos separaba y que desde ese momento quedó abolido para siempre, entonces los labios –entumecidos y resquebrajados- volvieron a ser labios.
Ahora, desde la distancia de este nuevo tiempo, de este nuevo siglo, también, todo lo que recuerdo es un antes que se prolonga e invade el presente, que se cuelga de las gotas de agua que se juntan en un rincón de la memoria, de tantos libros y películas (After life, por ejemplo), de tantas peregrinaciones conjuntas, de tantas soledades y espacios que ya hemos compartido, de tantas distancias y lágrimas, una antes que es como un animalito vivo, palpitante, y que nos sonríe desde ese otro momento siempre inconcluso que es el futuro.
Y así, entonces, tanta vuelta para decirte que te quiero.

lunes, diciembre 18, 2006

Liturgia

La madona sistina



Estar asomado al balcón, sentado cómodamente en ese trozo de cielo mientras atardece y después de la marihuana y la cerveza, mirando hacia el horizonte encendido a medias cubierto por el edificio de enfrente, por esa colección de ventanitas de calendario de adviento que se comienzan a encender o abrir o cerrar sin orden aparente, mirando la pared de ladrillo que oculta parte de ese otro cielo –no de aquel del que cuelga el señor K. en ese momento, no, sino otro espacio que se dibuja tanto en la distancia como en la imaginación, palabras que vienen un poco a convertirse en sinónimos al sentir el viento que sube de la costa y le acaricia la cara y le revuelve el pelo demasiado largo ya- y lo desdibuja y a la vez lo acota.
Y comenzar a escuchar la voz de una mujer que llama a su hija, supone, una mujer ya algo vieja, la voz rasposa llamando Albertina, Albertina y luego callando en espera de una respuesta que no llega y al otro lado de la calle y el parque el edificio de ladrillos y sus ventanas. El señor K, desde el balcón, observa una ventana que se enciende, multicolor, con las luces de un árbol de pascua y otra que se apaga luego de que un hombre con la cara pintada por la tristeza se detuviera junto a la puerta abierta y volviese el rostro como buscando algo. Observa una ventana sobre la que hay pegada una estampa de Jesús bonachón y con la palma abierta en un gesto de advertencia más bien severo y que contradice la quietud de su semblante y en el extremo superior del edificio su mirada se encuentra con un par de muchachitos regordetes que asoman sobre el borde de la ventana como en una cuadro de Rafael, la mirada y el pensamiento extraviado. Y nuevamente la voz de la mujer, Albertina, Albertina, y el silencio del atardecer como respuesta.
El parque silencioso se convierte en un eco vacío mientras la noche va ganado terreno, piensa el señor K. cerrando los ojos para disfrutar del viento con olor a mar, a sal y mareas, que completa el cuadro. Cada ventana una vida, se dice chasqueando la lengua seca contra el paladar, y cada vida un misterio. Un par de chicos que observan divertidos a una mujer que llama desde la ventana a su hija, una mujer de mediana edad, el rostro deslavado y las manos manchadas, asomada a la ventana y llamando a su hija y mirando al parque vacío que se agranda ante sus ojos como un monstruo dormido, como un corazón negro que late cada vez más lento.
El señor K. abre los ojos y en sus pupilas se reflejan –o eso cree él- los cuadrados minúsculos de las ventanas del edificio que ahora se mezcla con la noche cerrada y con el silencio cada vez más espeso y con la ausencia de viento que ha dejado espacio justo para oír una vez más la voz de la mujer llamando, ya no con un grito sino con un sollozo sordo, con la última llama de esperanza quemando como un trozo de carbón sus labios. Albertina, Albertina, escucha apenas el señor K. antes de levantarse y dar la espalda al mundo para sumirse en la oscuridad de su propio espacio.

miércoles, diciembre 13, 2006

Yo detesto a Pinochet

Pinochet
El señor K definitivamente no celebró la muerte de Pinochet. Había despertado recién cuando supo y tuvo que sobreponerse a una resaca de aquellas antes de digerir la noticia. Aunque digerir, lo que se dice digerir, ya lo había hecho, poco a poco, durante la semana que había pasado desde que el tirano había entrado casi muerto al Hospital Militar. Apenas le quedaba rumiar la tristeza y la rabia acompañándolas de un vasito de Coca-cola para apagar el incendio interior provocado por las celebraciones del cumpleaños de El Cuervo, demasiado regadas, si se miraban en perspectiva. Así que de celebraciones ya tenía suficiente.
Pero se ha dicho que había tristeza y rabia.
Tristeza porque los que celebran brindando con champaña solían ser otros, los animales que rieron mientras el palacio de La Moneda era derrumbado por los proyectiles. El señor K. sabe muy bien que no es quién para juzgar, muchas veces, las acciones de otros, y comprende la alegría y el alivio. El señor K. nació apenas veintiocho días antes del golpe y recuerda con mucha claridad las tanquetas que se paseaban por las calles, el toque de queda, el silencio forzado. Recuerda muy bien el hedor de la muerte –del miedo a la muerte- que rondaba las calles de Santiago, los apagones y el sonido de las metralletas montadas sobre jeeps militares. Todo eso sucedió, el señor K. lo vio y oyó directamente y eso nadie puede negárselo, así como tampoco un pequeño sentimiento de alivio, una sensación placentera como de animalito que toma sol por la mañana.
La tristeza tenía que ver también con los recuerdos relacionados con sus 17 primeros años de vida, con canciones de Víctor Jara –con las manos destrozadas de Víctor Jara, con la sangre de Víctor Jara cubriendo las baldosas del entonces Estadio Chile-, con algún compañero de curso que fue detenido y torturado, con esas nubes que le cubren los ojos cuando ve Estadio Nacional o La Batalla de Chile.
Hubo rabia, también. Rabia en dos partes. La primera al ver a ciertos personajes de derecha tratando de rescatar algo bueno de la dictadura y de la figura de Pinochet. Obviamente los DDHH no se mencionaron, pero sí una supuesta modernización económica que se traduce en el paso más bien traumático de un modelo agrario latifundista y de producción primaria a un modelo de mercado que permite la existencia de capital especulativo y la concentración del capital y los medios de producción en muy pocas manos. Al señor K. no le gusta hablar de libre mercado porque, la verdad sea dicha, no cree en la existencia, o por lo menos en el real funcionamiento, de este. Se habló de esto pero no de habló del desempleo, ni de los cinco millones de pobres que habían para el 90, ni del daño previsional, ni de la disminución de las pensiones, ni de la municipalización de la educación. Supone el señor K. que, para algunos, es mejor no hablar de ciertas cosas y llenarse la boca con supuestos discursos de unidad nacional.
De ahí mismo derivó la segunda rabia, la nocturna, cuando acompañado por la señorita C. se infiltraron entre los manifestantes que gritaban frente a la Escuela Militar. No deja de pensar el señor K. que es curiosa la decisión que tomaron esa noche, la de ir a espiar a los momios. Y entonces escuchar gritos como “Allende murió por hueón, hueón, hueón”, “Gladys Marín, la puta del país” y “Marxista, culiao, matamos a tu hermano”. El señor K. piensa que hay viejas de mierda que ya no tienen vuelta, que van a morir momiasmomias y nada que hacer con eso. Pero ver a un grupo de cincuenta o sesenta cabros de 15 o 17 años gritando contra la UP (¿perdón?) sí que le descompone el estómago. Y cómo no, si esos son los nietos o hijos o sobrinos de los Larraín, de los Claro, de los Longueira y de los Matthei, de todos esos que esa misma mañana llamaba a la unidad y la reconciliación.
El señor K. en definitiva, no celebró nada ese día domingo, día internacional de los DDHH, y terminó a eso de la madianoche con un sabor amargo en la boca del estómago, muy parecido al que le acompañó durante las primeras horas.
Y al señor K., en definitiva, no le interesa ser políticamente correcto y está seguro de detestar a Pinochet y a lo que representa y no sentir ningún respeto por él o por su familia, ni lástima ni compasión. No le interesa hablar de unidad sino hay verdad y justicia, y sin darse cuenta de la rabia pasa de nuevo a la tristeza y de ahí un paso al llanto, porque las cosas siguen igual que siempre pero muy bien maquilladas, porque murió Pinochet, porque el muy hijo de puta no se pudrió en la carcel. Y no cree el señor K. que estas sean expresiones de odio, sino apenas manifestaciones del sentido común.

lunes, diciembre 04, 2006

Matar a los viejos (a propósito de los recientes acontecimientos)

Matar a los viejos“La gente lo mira y llora al mirarlo y al llorar lo ignora o parece ignorarlo, mirado desde más lejos”
Matar a los viejos,
Carlos Droguett

Un nuevo dictador llega a la ciudad, a un futuro en que Pinochet no es más que una atracción de zoológico, una bestia de circo decadente confinada en su jaula del Parque Metropolitano donde los visitantes se detienen a mirar cómo se alimenta de carne cruda.
Carlos Droguett (Santiago, Chile, 1912; Berna, Suiza, 1996) escribió este texto entre 1973 y 1980 e intenta situarnos en esta posibilidad de un futuro Santiago enmudecido, donde un anónimo viajero se instala en La Moneda y los viernes por la tarde hecha a volar papeles desde el balcón presidencial. No papeles cualquiera: se trata de una suerte de bandos donde se enumeran los crímenes de los condenados a muerte. Soplones, proxenetas, vendepatrias, traidores y, principalmente, viejos.
Se trata de una ciudad irreconocible, reconstruida por Droguett desde la distancia del exilio en Suiza, donde las calles se tropiezan una y otra vez entre sí, una aproximación a través de los sueños, quizás un primer esbozo de la demencia desatada e imparable; una ciudad con la muerte instalada como eje central, con la resignación y la apatía como constantes de vida. Hay algo en esto de premonición, de oscura y terrible profecía para un país cansado y despojado de su historia.
¿Dónde buscar los paralelos de esta novela de Droguett, cuáles son sus intenciones? Desde el inicio busca provocar: la sola dedicatoria le impidió ser publicada en España en 1981 y seguramente le costó la exclusión de las Obras Completas del autor publicadas por Editorial Universitaria en el 2000. Droguett aspira al todo: a metaforizar una situación de inhumanidad instalada en la sociedad chilena; a rescatar la poesía desde una prosa febril, densa, de difícil acceso; a retratar una clase manchada por la sangre, los viejos, símbolo ya no de sabiduría sino de decrepitud y decadencia moral.
¿Y los paralelos? Droguett no se anda con rodeos. Su novela es una abierta crítica a la clase política, al Estado, al Ejército y a la Iglesia, instituciones añejas que predican desde el púlpito de la inmoralidad. Habla de los que se llenaron de sangre las manos, de los que pidieron la intervención militar y se enriquecieron con ella y mintieron para no dejar de enriquecerse. Se trata sin duda de un texto tendencioso, para nada ambiguo, en el que nombres como los de Pinochet, Merino, Aylwin y Frei se asocian a esta clase condenada al paredón, un gran murallón instalado a un costado del rio Mapocho, cerca del Museo de Bellas Artes, donde los perros van a beber sangre después de los fusilamientos.
Droguett va más allá, sin embargo. Poco a poco va manifestando dentro del relato la paradoja de lo inevitable, del ser humano enfrentado a sí mismo y a su futuro. Cuando los viejos comienzan a escasear, los jóvenes, los que presenciaban entre vítores y aplausos el escarnio y muerte de los condenados, toman conciencia de lo que viene: ellos serán los próximos viejos. Es necesario intentar a través del sacrificio (la entrega del reconocimiento de lo que somos, en plural, de irradiar la verdad desde el centro mismo del ser) romper el círculo de muerte, y con esto Droguett nos muestra que quizás hay redención posible para la sangre que se ha derramado, que no todo esfuerzo vano, que a veces es suficiente la sensatez de uno para terminar con la locura.

martes, noviembre 28, 2006

Flor de ceniza

Ceniza

Un pequeño texto hace tiempo habitante de esta pizarra virtual y ahora publicado por los amigos de la Revista Indie.

jueves, noviembre 23, 2006

Ectopia cordis

corazón
De alguna manera fue sucediendo, como un proceso subterráneo que escapa a la vista y que se anunció, si es que a eso se le puede llamar anuncio, con un cosquilleo a la altura del pecho, del lado izquierdo, y terminó hoy, o quizás anoche, eso no puedo precisarlo. Y si todo fuese tan fácil como sumar dos más dos o explicar el mecanismo de expansión interdimensional de un tessaratto, entonces no tendría que estar aquí diciéndole esto. Me pondría de pie en mitad de la sala, carraspearía ligeramente para aclarame la garganta y atrer la atención y diría algo así como mirad o tal vez he aquí o una de esas frases que tienen cierto valor dramático manoseado y cliché.
Fue el cosquilleo, lo primero. No sé si fue un día o dos, pudieron ser hasta tres. Luego nada, hasta hoy. Puede inferir, por supuesto, que el mentado cosquilleo no tuvo nada que ver, que a lo mejor ni siquiera existió, que no es más que un mecanismo de la razón para mentenerme cuerdo, después de todo, que es un salvavidas que me lanza el subconsciente para que mi realidad no caiga hecha pedazos como un espejo. Desde el cosquilleo, decía, nada hasta hoy por la mañana (entonces todo sucedió, o terminó de suceder, anoche), cuando me levanté de la cama y al momento de sacarme el pijama y meterme a la ducha lo vi.
Qué importaba el cosquilleo premonitorio, entonces, qué valor podría tener el recuerdo impreciso frente al vapor de la ducha que corría desenfrenada y el espejo que efectivamente cayó al piso cuando de un manotazo lo aparté de mi vista –me aparté, usted entiende- y fue a convertirse en pedacitos de azogue que rodearon mis pies desnudos e indefensos, animalitos lampiños rodeados de cuchillos. Y como siempre, lo inmediato posterga lo importante, no fuera cosa que Laura, más tarde, o los niños, se imagina. Salir al pasillo para buscar la escoba y la pala y limpiar prolijamente el piso del baño, escarbar en los rincones inaccesibles para evitar cualquier accidente porque, esto es sabido, a mi la sangre me descompone. Pero me descompone de verdad, quiero decir: me pongo blanco como hoja de cuaderno de dibujo y a los segundos me desvanezco. Mariquita, me dirá, pero bueno, qué se le va a hacer.
Sin espejo, con el piso del baño despejado, la ducha corriendo y la impresión inicial superada, nada más que hacer que seguir la rutina diaria. Es decir: no se había acabado el mundo tampoco. Quizás se tratase de un caso en un millón, cómo saberlo, y no era para tanto, entonces, pues otros cinco mil tipos se habían levantado esta misma mañana, o ayer o quizás lo harían dentro de una semana, y se mirarían al espejo con la misma cara de sorpresa y espanto que yo lo hice. Así, pensando todo esto, me iba bañando y cada vez que llegaba al pecho tomaba más precauciones que de costumbre y al final opté por lavarme sólo con agua, sin jabón, para evitar irritaciones o infecciones, igual se notaba que el asunto era delicado.
Claro, luego vino la ropa, el tratar de acomodarse la camisa y ahí jugar con las posibilidades: un botón suelto, dos, quizás la corbata de un color parecido para taparlo a medias, quizás lo mejor era caminar como encorvado para disimular el bulto que por suerte no manchaba y al parecer todo seguía funcionando a la perfección. Porque me di el tiempo de mirarlo, cómo no. Y es que era un pequeño milagro, algo tan delicado, el pilar de todo. Acompasado a quién sabe qué metrónomo secreto, marcaba su propio tiempo y uno iba viendo cómo cambiaba de color y se contraía, a veces, y de pronto también parecía que iba a explotar. Fue en eso cuando miré el reloj y me di cuenta de la hora.
No es excusa para haber llegado tarde, eso lo tengo claro, pero tampoco es cosa de todos los días que a uno se le salga el corazón del pecho, jefe, y le quede a flor de piel como una plantita que asoma desde la tierra de una maceta. Por supuesto, aquí mismo puede usted verlo, fíjese, si parece otra cosa tan distinta a esos esquemas de la escuela, hasta inspira algo de ternura. Supongo que puede tocarlo si quiere, pero hágalo con cuidado, por favor, seguro que es sensible y se resiente si lo hace muy fuerte.