lunes, mayo 23, 2005

Agonía

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Me he cambiado de novela, más por una cuestión práctica que nada.
Si quiero tener algo terminado antes del 21 de junio, no puedo quedarme con un texto del que tengo diez páginas escritas, muchas dudas, personajes poco definidos. Además, tengo por lo menos cincuenta sólo de información e investigación no sistematizada aún, lo que en este momento más estorba que ayuda.
Así que sabiamente me cambio de novela: el pintor ingenuo tendrá que esperar un tiempo –de cualquier modo, se supone que es parte de una obra más grande por no decir mayor, un compendio de tres nouvelles que se fusionarían y sumarían y combinarían en una novela de largo aliento acerca de la redención y la búsqueda- y ahora prosigo con la historia de un fotógrafo que ha perdido a su mujer en una accidente y decide viajar al sur como "terapia". Es una historia de silencios, básicamente. Por lo menos de ese texto tengo cuarenta buenas páginas y el tema me parece indicado ahora que me estoy releyendo a Barthes, Benjamin y Sontag. Lo curioso es que, en vista de las lecturas antes mencionadas, no se me haya ocurrido retomar el texto antes. Cosas de la vida, i guess.
Apropiado dentro de este cuadro fue un viaje que hice a San Fernando por el fin de semana, para celebrar el cumpleaños número ochenta de la abuela de mi novia, una profesora que parece no estar dispuesta a tirar la toalla aún. Me entretuve conversando con ella con más libertad y menos aprehensión que el resto de los concurrentes, quizás porque no soy pariente en realidad, sino más bien un intruso al que recuerda sólo cuando lo ve, pues el alzhaimer ya le está pasando la cuenta. Pero la veterana resiste como un árbol inclinado por el viento, las raíces bien firmes en el terruño. Llena de historias sin electricidad, sin lavadoras y sin refrigeradores. El paleolítico mismo, parecía mientras le escuchaba.
Imposible no pensar en la edad, en los años que han pasado desde que la mujer vio la luz por primera vez, en que ha vivido casi todo el siglo veinte que es cuando sucedió todo y dejó de suceder, como alguna vez dijo Fukuyama. Supongo que vivir en la primera mitad del siglo pasado fue como presenciar todo nuevo, una especie de apogeo del progreso y la humanidad, un nuevo nacimiento. Hay que pensar que aparecieron los aviones, los autos, el cine, se masificó el uso del tren, del teléfono y la fotografía, aparecieron los televisores y los antibióticos. Se escribieron los primeros libros de ciencia ficción, un género que antes de eso prácticamente no existía. Y luego vino la bomba y las sombras en las paredes de Hiroshima y nada era tan bueno y volvimos a tener miedo.
Imposible no usarla como espejo, también, como bola de cristal. Intentar pensarse uno a los ochenta años, aunque a mi, personalmente, me parece que después de los cincuenta ya no hay mucho que hacer. Mi idea es conseguirme un auto y estrellarlo contra un muro. Si es que el hígado no me ha matado antes, claro. Y luego que me cremen y arrojen mis cenizas a la basura. Y que todos mis libros sean quemados conmigo. Y hasta entonces escribir, escribir, escribir.
Salimos temprano de Santiago y nos fuimos escuchando Buena Vista Social Club, que en ese instante me pareció la mejor road music que pudimos haber escogido, aunque no fue más que la casualidad de tener el cassette en el auto. Y el paisaje, el sol que aparecía tras la cordillera, el frío de la mañana, el olor de la tierra sembrada con viñas a los costados del camino. Era lo que necesitaba ver para seguir escribiendo acerca del fotógrafo, de la muerte. Suele suceder que las estrellas entran en conjunción sin que uno se de cuenta y de pronto te iluminas como un farolito de árbol de navidad y ya está la mitad del camino recorrido.
Ahora los dejo, pues no me queda hacer otra cosa que escribir, que es como morir de a poco.

2 comentarios:

crisis dijo...

te veo el jueves?

Anónimo dijo...

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