viernes, mayo 13, 2005

Todos los nombres

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Para la época de la fotografía que precede (una vista de nuestra Alameda de las Delicias en el año de nuestro señor Jesucristo 1989), y desde hacía varios años antes, solían llamarme Pablo. Era por razones de seguridad, claro, para protegerme de los aparatos de represión de la dictadura que solían arremeter en contra de los militantes de partidos políticos de izquierda. Y arremetían. Era un crío, de cualquier modo. Me llamaba así porque todos los otros -curiosamente nunca supe sus nombre reales- se ponían Vladimir, Ilich o Andrei, nombres por lo demás bastantes sospechosos. Quiero decir, si ibas por la calle y alguien te llamaba a gritos ¡Vladimir!, a los policías ya les parecía sospechoso, al menos. Suma a eso una indumentaria propia de joven de izquierda, algo así como hippie algo modernizado para esa época. Un asunto muy estúpido, ahora que lo pienso. Pero yo me llamaba, me hacía llamar, Pablo. Ahora, en ese mismo caso, hubiese preferido Raskolnikov o Fedor. Qué importa, en realidad.
Por esa misma línea entre simple e ingenua me autoproclamé luego Pablo Reyes, un homenaje a Pablo Neruda (recordad que en realidad se llamaba Neftalí Reyes), homenaje en el que ahora no incurriría pues el filtro nerudiano ya ha pasado por mi vida y poco o nada dejó en pie. Quizás las Residencias, no sé. En fin, llamándome Pablo Reyes gané mi primer concurso literario. El premio era un libro de Dostoievsky (El jugador, creo) y un bolígrafo de color blanco con aplicaciones en verde. Era plástico, por supuesto, y el cuento era un relato bien idiota de una princesa que besa a una rana encantada y se convierte ella misma en rana.
Desde entonces -y hasta hoy, que me llamo Silvio Astier en homenaje al maestro Roberto Arlt- mis nombres han venido cargados de tinta, de letras y de papel envejecido.
La lectura temprana de las Narraciones extraordinarias me trajo el nombre de Metzengerstein, pero sin el influjo fatídico que esperaba. Aunque, si no mal recuerdo, mis relatos de aquellos días trataban habitualmente temas como la locura y el suicidio, temas por lo demás habituales en la literatura adolescente.
Luego caí en una especie de clasicismo dramático y, recurriendo a la galería interminable de personajes del Bardo, me convertí en Rosencrantz, cínico y descreído, capaz de traicionar al amigo por un par de monedas (que en mi caso se tradujo más bien a un extremismo en la forma de ver las cosas y ponderar a las gentes).
¿Entonces? Hubo un después a todo esto que tuvo que ver con la lectura ávida de todo cuanto caía en mis manos: Cortázar, Sábato, Borges, García Márquez (del que ahora reniego), Carpentier, Onetti, Joyce, Tolkien, Camus, Artaud, Jarry, Sartre, Teillier, Lihn, Rodrigo Lira (el último de los malditos), Carver, Droguett, Bukowsky, Stendhal y un larguísimo etcétera. Fue una época de humildad, olvidado de mi mismo, donde comencé a escribir seriamente y terminé llamándome, luego de mucho tiempo, Casimiro Peña, nombre que se convirtió en el autor de mi primera novela. Y única, se puede decir si no se cuenta la media docena que tengo avanzando en paralelo desde hace unos cuatro o cinco años.
No fueron buenos años, recuerdo. Confuso, triste, oscuro. Me arrastraba bajo la lluvia de inviernos sucesivos o proyectando una sombra difusa a la luz plateada del sol de septiembre.
Pero volví, con la fuerza de un lanzallamas, de un juguete enloquecido que durante años permanece en el baúl de los recuerdos, de un poeta que desaparece en mitad de un desierto mexicano y por fin es libre y arde de vida y creación. Coincidió todo esto con la llegada de los dos Robertos: Arlt y Bolaño. Me llamé, primero, Silvio Astier y luego Remo Erdosain, célebres locos y anarquistas, señores del caos y el absurdo.
Nunca tuve el coraje de llamarme Horacio o Ulises. Quizás algún día, en el futuro.
¿Ahora? No tengo nombre aún y no importa.
¿Mañana? Bueno, ya veremos.

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