jueves, mayo 12, 2005

La otra ciudad

No hay caso con el frío, parece.
Anoche, antes de soñar que viajaba a New York, un tipo me detiene en la calle y me pregunta si conozco a una tal Pili. En un gesto un poco idiota de mi parte miro hacia ambos lados de la calle desierta -verdaderamente desierta- y luego me encojo de hombros, negando al mismo tiempo con la cabeza. El tipo me sonríe, agradecido o quizás indiferente, qué importa, sonríe y luego sigue caminando hacia el poniente por la mitad de la calle.
Luego pensaba yo cómo es posible, que estúpido venirse a buscar a alguien sin conocer siquiera alguna seña de la dirección. Y de noche, además, combatiendo frío y una estela misteriosa de humo que cubría parte de la calle donde encontré al tipo. Pero la memoria es frágil y nos juega malas pasadas. Hacemos el esfuerzo de estar siempre del lado del sentido común pero olvidamos que en realidad estamos al otro lado del espejo, en una ciudad donde siempre es de noche y siempre hay que buscar a alguien y no sabemos cómo y hace frío. Otra noche, hace muchos años, yo era ese hombre buscando a una chica sin saber dónde, siguiendo pistas vagas durante horas, recorriendo una y otra vez las calles donde sospechaba podía encontrarla, siempre ocupando como centro del mapa imaginario una enorme plaza con tres araucarias gigantes y una iglesia de estilo andino por el lado sur. A diferencia de anoche, en esa ocasión, después de mucho caminar, cuando en el reloj de la esperanza empieza a terminarse la arena, al momento de preguntar encontré a la persona correcta.
De aquí deduzco, además, que no soy la persona correcta, que soy una especie de nómade contemplando el paisaje a través de los vidrios de un tren.

Pero vamos al sueño.
Soñé que viajaba a New York. Que tenía mil dólares y eso era suficiente para el pasaje y nada más. Viajaba y lo siguiente que recuerdo es haber estado en el mirador de Statue of Liberty, que no era en la corona sino en la antorcha, rodeando la llama, y había una niña que jugaba colgándose de la baranda y que en cualquier momento se caía y su madre conversaba con otra mujer muy cerca, las dos vestidas como de los años cincuenta. Yo estaba de lo más bien hasta que por la niña comencé a sentir vértigo y debo haber bajado, supongo, porque luego estaba en una especie de mercado al aire libre desde donde se podía ver la bahía de New York y a lo lejos la estatua, gris y oxidada. Lo ridículo es que en el sueño trataba de hacerme entender con mi inglés autodidacta. Ahora recuerdo que había una revista, un especial de La Bicicleta con un cancionero de Víctor Jara que creo haber tenido alguna vez en mi poder. Estaba la revista esa en uno de los puestos del mercado y yo malamente preguntaba por el valor. Costaba novecientos dólares, y yo no tenía nada. Pero resultó que el hombre del puesto era francés y hablaba español y me invitó a comer detrás de su tienda. Más tarde me encontraba con una mujer que me decía que amaba a Nabokov. Era húngara y hablaba un español medio primitivo pero bastante más decente que su inglés. Tenía un libro de Carlos Droguett en ese momento y comenzó a hablarme de Chile, de Pinochet encerrado en una jaula del zoológico y cosas por el estilo. Estábamos sentados en un parquecito que ya conozco de otro sueño y por una boca calle podía ver el sol poniéndose en el mar, bien cliché.
Y ese era el sueño, el camino recorrido en la ciudad escondida que todos llevamos metida en los ojos.

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3 comentarios:

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