sábado, mayo 21, 2005

Nocturno de Santiago

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La noche se cierra sobre la camioneta que escala el cerro, que dibuja curvas sobre el asfalto casi invisible, que esquiva los fantasmas de otros automóviles que viajan en sentido contrario. La mayoría de los que están al interior de la camioneta duermen: un gordo gay con los dedos aprisionados entre anillos de oro, una chica rubia de crespos salvajes, un muchacho imberbe con camisa blanca y corbata negra a lo Reservoir dogs que sin querer ha ido a posar su cabeza sobre el hombro del gordo, que debe sonreír en sueños. Pobre pajarito, algo hablamos antes y no tiene idea de nada. Por un momento, presa de una ternura inexplicable, pienso que todos fuimos así en algún momento de nuestras vidas, eso que se suele llamar inocencia y que no es más que imbecilidad mal entendida. Me resisto a creer que yo también pasé por eso, que era así de estúpido, que era así de falto de sentido común, y no es que ahora tenga en demasía. El chico duerme acurrucado en el hombro del gordo y al otro lado la rubia se azota suavemente la cabeza contra el vidrio de la ventana. Una señal, supongo.
Yo no duermo, jamás duermo mientras viajo. No duermo ni en automóviles, ni en buses, ni en trenes, ni en aviones. Todo comprobado. Cierta ocasión, en un viaje interminable que hice en tren de Santiago a Puerto Montt y que duró, y sé de antemano que esto va a sonar increíble, treinta y seis horas (con descarrilamiento de por medio), no pude pegar un ojo. Me pasé casi toda la noche sentado entre los vagones y el amanecer me sorprendió suspendido en el vacío, atravesando el viaducto del Malleco. En fin, nunca duermo durante un viaje.
En la oscuridad del interior de la camioneta no se ve casi nada, y apenas se escuchan las tenues respiraciones de los durmientes o las breves interrupciones del radio trasmisor del chofer. Miro hacia fuera, hacia la ladera negra del cerro donde adivino algunos matorrales entre las gigantografías de teléfonos celulares y de ropa interior. Imagino las sombras de hombres que observan, quietos y silenciosos, como los autos pasan en una y otra dirección dejando efímeras estelas de luz roja a su paso. Recuerdo que hay una predisposición cognitiva a reconocer rostros en las formas difusas y azarosas de las nubes o las manchas de humedad, en la corteza de los árboles. No sé porqué recuerdo esto, pero imagino que debe suceder algo parecido con las sombras, una especie de antropomorfismo inconciente.
Mientras pienso en eso escucho una tenue melodía. Hay otra chica en la camioneta, casi junto a mí, apenas separada por un asiento vacío. Va tarareando algo que no puedo distinguir y mira hacia fuera. Por su lado de la ventana hay un barranco y más allá del barranco las luces interminables y amarillas de los barrios del norte de Santiago. Miles de cocuyos eléctricos combatiendo a las sombras, dibujando el recorrido de calles que nunca he conocido. La chica mira hacia fuera y mueve los labios: es pequeña, de piel blanca y pelo largo y negro. Demasiado pequeña, diría. Una imagen de mujer niña, pálida, la muerte transfigurada en súcubo. No puedo evitar sonreír cuando este tipo de imágenes se cruza por mi cabeza. Gajes del oficio, supongo, de tanto jugar con las palabras de pronto ellas juegan con uno y le trastocan un poco la realidad.
Miro el perfil de la chica, los ojos brillantes que siguen las luces de la ciudad distante como queriendo atraparlas, cazadora virtual de manifestaciones eléctricas. No se da por enterada de mi presencia como yo no me daba por enterado de ella anteriormente. Somos invisibles el uno para el otro, incluso ahora que la miro detenidamente: no es para mí más que la imagen fantasma de un ser humano, de lo que parece un ser humano, como todos aquellos otros ocultos bajo las luces distantes del alumbrado público, rostros que no puedo imaginar, vidas que no puedo concebir. Cuando vuelvo a poner atención la chica me está mirando.
- Se ve bonito todo –dice.
Asiento con un movimiento de cabeza, confundido, sacado de mi realidad espectral, imaginando que detrás del rostro de la chica, en las calles distantes, hay chicos que aspiran solvente, mujeres que son violadas o golpeadas, viejos que en noches como esta se mueren de frío en las entradas de las iglesias. Pero sí, tiene razón la chica, es bonito todo, siempre es bonito. Y le brillan los ojos mientras me mira, obligándome a sonreír.

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