lunes, mayo 16, 2005

Rostro de la angustia ante la muerte

De pronto cualquier cosa se convierte en cuchillo. O en tulipán.
Me doy una vuelta por la exposición retrospectiva de Rodin que por estos días habita las salas inferiores del Museo de Bellas Artes, donde bellas chicas se encargan de aclarar que, antes que nada e independientemente de lo que uno haya preguntado, todas las piezas son originales. Deambulo un rato entre la gente, la gran cantidad de gente que se amontona frente a las figuras de bronce. Este exceso de atención me hace sospechar, me huele a cadáver ilustrado. No puedo evitarlo, esta especie de paranoia se viene germinado desde hace demasiado tiempo. Paranoia con el sistema, con los mecanismos reproductores de la cultura y con los mass media. Pero está Rodin, también, un hecho incuestionable. Supongo que la muestra es excelente y refleja también el interés del primer mundo por hacernos parte de la gran cultura, a nosotros mínimos y pobres indiecitos. Sin más vueltas: la exposición -Rodín, en realidad- es excepcional. Pero me falta algo, el golpe en la cabeza, la piedra que te rompe la cara, el momento en que la muerte se te aparece en medio de un cubito de vidrio iluminado desde arriba. Punctum, lo llamó Barthes en La cámara lúcida. No hay no hay no hay. Me quedo con una figurita casi alienígena de Nijinsky, la serie Movimientos de danza y una torso llamado de la sombra.
Es triste salir de la exposición tal como llegaste, quizás un poco más indiferente que antes.
Pero luego viene el metro, un metro de domingo, casi vacío: algunas parejas que se besan entre risas y uno que otro niño que se asoma con curiosidad a la oscuridad del túnel. Como dije, está casi vacío. No me cuesta encontrar asiento, de espalda a las ventanas. Frente a mi, al otro lado del pasillo, van sentadas dos mujeres. Una madre y su hija, pienso. La primera, la madre, es delgada y guapa, y debe tener algo más de cincuenta años. La chica es aún más guapa que la madre, con un rostro blanco y radiante, los ojos quizás verdes, el pelo corto. Ambas ríen mientras conversan. Murmuran, más bien, y de pronto se lanzan a buscar algo en la cartera de la madre, un bolso de cuero oscuro. En un principio va todo bien: aparecen papeles arrugados, boletas de supermercado, uno que otro estuche para fines misteriosos, un espejito redondo, un set de maquillaje, un paquete de pañuelos desechables. Pero luego.
La primera hoja es de color anaranjado y tiene la forma de un pequeño barco varado. Una linda hoja de árbol, que en realidad no tiene nada de raro si consideramos que es otoño en estas latitudes. La segunda hoja es más grande, parece una hoja de álamo. Las cinco siguientes son pequeñísimas y amarillas, como arrancadas de un jardín japonés. El niño que miraba por la ventana ahora mira hacia las hojas con la boca abierta, babeando. La pareja ya no se besa ni rie y observan asombrados como las hojas siguen saliendo de la cartera y sobrepasan la falda de la madre para caer al piso del vagón. Un poco más lejos, un grupo de cuatro franceses que conversaban animadamente se han quedado en silencio y en sus rostros comienza a dibujarse una mueca de temor. Los pies de las mujeres están completamente cubiertos por un montón de hojas que sigue expandiéndose mientras ellas ríen y murmuran palabras que no alcanzo a entender. El niño se pone a llorar (¿dónde está su madre?), los franceses se alejan con pasos cortos y la muchacha que hace un rato ocupaba los labios en un beso apasionado ahora los abre para dejar escapar un grito de espanto. De un momento a otro tengo la impresión de que el tunel es más largo y oscuro que lo normal, y miro a las mujeres y luego miro las hojas, que ya están tocando la punta de mis zapatos, y me inclino para recojer una que me trae no sé qué recuerdo de infancia.
Cierro los ojos y respiro profundamente el olor del bosque que poco a poco se va cerrando alrededor.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Bravisimo.......sin palabrsa...