sábado, septiembre 10, 2005

Escrito en el aire

Image Hosted by ImageShack.us


La mira antes de sacar la libreta del bolsillo, la mira directo en los ojos amarillos que sonríen mientras él saca una libreta del bolsillo del pantalón y la abre sobre la barra del bar, mientras él busca un lápiz en otro bolsillo, mientras la mesera les pide que por favor se cambien de lugares y terminan sentados en el extremo de la barra, casi encima de la máquina de schop, ella con sus ojos amarillos sonrientes y él escribiendo en una libreta con hojas blancas.
MANIFIESTO DEL DESPLAZAMIENTO
1. Nada ni nadie tiene un lugar.
2. Vete de todas partes.
3. Un labio nunca está en el lugar donde estuvo.
4. El movimiento es un estado natural.
5. Hay un espacio que se llama vacío y que de vez en cuando se abre ante nosotros
6. No hay reflejos bonitos.
7. Todos los espejos están rotos.
8. No hay alfileres suficientes.
9. De los desplazados será el reino de los cielos.
10. Heráclito es Dios.
Ella y sus ojos amarillos lo ven escribir, dibujar con tinta negra las letras sobre la hoja blanca y limpia, lo ven tomar un sorbo largo de cerveza cuando parece haber terminado y levanta la cabeza y la mira desde sus ojos oscuros, sonriendo. Ella le quita la libreta de las manos para leer y luego le quita el lápiz para dibujar mientras la música de Coltrane, por otro lado, por todos lados, dibuja peldaños gigantes en el aire.
Él la mira y no ve nada más, ni el grupo de hombres jugando cacho en el otro extremo de la barra, cerca de la puerta, ni las chicas alemanas que se han sentado junto a ellos y ríen con sonoras carcajadas ni la lluvia que ha comenzado a caer sobre la ciudad. Él la mira mientras ella dibuja con tinta negra y gráciles líneas, movida por la música y la noche, concentrada y asomando la punta de la lengua rosada entre los labios también rosados y húmedos y brillantes. Él la mira y acerca su mano fría a la mejilla blanca, esboza la caricia y las palabras salen de su boca: Silencio / tu rostro / tus manos / el dibujo de / tu sonrisa / el parámetro exacto / donde tu beso me encuentra / tu silencio / el nuestro / y otra cosa / la noche.
Y los ojos amarillos, como dos soles gemelos, le regalan luz diáfana, como si en mitad de la noche comenzara a amanecer.

lunes, septiembre 05, 2005

Biología marina

Las primeras gotas que caen estampan tímidos círculos sobre el suelo, humedecen los adoquines como pequeñas explosiones de oscuridad que poco a poco se propagan, reacciones en cadena silenciosas y verticales. Las primeras gotas, delgados centímetros de plata, van convirtiéndose en dedos gruesos que horadan con paciencia las piedras y las cabezas, van convirtiéndose en ruido sordo, en tambores mínimos que anuncian la llegada del diluvio, la carrera apresurada de los hombres en busca de refugio y la aparición de los animales que en el agua se deleitan.
Primero aparecen las medusas. Medusas negras, rojas, verdes, transparentes. Huyen de los bolsillos, de las carteras de las mujeres, de las mochilas de los jóvenes que las llevan así aprisionadas. Con movimientos certeros los propietarios las obligan a salir de su letargo y en un chasquido sorpresivo enfrentar al aguacero sus redondas alas. Hay aquellas que sumisas obedecen y gozosas dejan que las perlas transparentes las golpeen con violencia la piel reseca. Hay otras, sin embargo, que indómitas se resisten a las órdenes y dejan que las mareas invisibles jueguen con ellas y las arrebaten de las manos inexpertas.
Los domesticadores de medusas aparecen también en las esquinas, ofreciendo animalitos tristes que apenas conservan visos de voluntad, los bordes ajados deshaciéndose en hilachas, ofrecidas a precios irrisorios y ofensivos para su extinta majestuosidad, convertidas en baratijas que con dificultad pueden despegarse del piso mojado.
Así proliferan las medusas con sus hemisferios de colores cubriendo las cabezas de los amos durante el aguacero, amenazando con sus múltiples aguijones –aunque romos y sin veneno- los ojos y mejillas de los incautos, así van dibujando su coreografía circular entre las calles, sobre la superficie abierta de las plazas, disfrutando sin poder sonreír del retorno al elemento primario, de la pequeña fiesta que se les brinda.
Tras las medusas, cuando estas ya han instaurado su reino de círculos concéntricos, los niños-piraña comienzan a agruparse en las esquinas y a escrutar con ojos torvos la multitud que se desplaza desdibujada por el agua. Se agrupan como gotas de lluvia en las cunetas, primero uno, luego tres, después cinco, hasta formar un charco de veinte o veinticinco niños-piraña de respirar agitado, ansiosos y parlanchines. Los niños-piraña se cubren la cabeza con capuchones raídos, calzan zapatillas de chillones colores y no gustan de las medusas, más bien las detestan porque dificultan sus ataques e incluso en ocasiones se interponen entre ellos y las víctimas. En los rostros de los niños pirañas se adivinan cicatrices de aguijones, de colas, de lasa que en un batir apresurado terminaron alejándolos.
Observan, entonces, unos pocos encaramados en los bancos de las plazas como improvisados atalayas. Siempre hay uno, el mayor, que selecciona la víctima. Una mujer gorda con abultada cartera, un viejo de caminar dificultoso, un par de chicas jóvenes que charlan animadas con las mochilas en la espalda, cualquiera puede ser elegido. No hay razones estratégicas ni sentido común para la elección: es simple instinto el que se manifiesta.
Una vez seleccionado el blanco, los niños-piraña se despliegan sigilosos, cubierto el sonido de sus pasos por el percutir de las abundantes gotas contra el suelo, por el batir de alas de las medusas. Se abren como un abanico, rodeando poco a poco a su presa, cerrando sus flancos, cubriendo los puntos ciegos y coordinando cada paso mediante mínimos silbidos que se confunden con los arrullos de las palomas refugiadas en las cornisas. Rodean al muchacho, en este caso, que distraído camina escuchando a Yo-Yo Ma en su discman, disfrutando de las líneas de mercurio que dibuja la lluvia sin percibir ni adivinar los movimientos que se van concentrando en torno a él, preocupado de mantener la medusa negra firme en su mano.
Todo ocurre en un par de minutos. Un silbido agudo y las aletas filosas de los niños-piraña rompen la corriente de la multitud para abalanzarse rápidamente sobre el muchacho, rodearlo de manos que certeras lo golpean y despojan a un tiempo, que lanzan la medusa lo más lejos posible y ante cientos de ojos atónitos devoran al muchacho que grita y se retuerce y los sonidos secos de los huesos triturados y los sonidos húmedos de la carne y las entrañas que por momentos se mezclan con la lluvia que arrecia. Luego no queda nada, apenas unos jirones de ropa que se humedecen, apenas una pisada marcada con sangre sobre el piso.
Y las medusas siguen sus caminos, fieles sirvientes, y las nubes poco a poco se disipan, dejando paso a un sol de amarillos rayos que muestra la ciudad limpia, recién lavada por la lluvia.

martes, agosto 30, 2005

Islas

Se miran el uno al otro sin hacer gestos ni cruzar palabras. Ella enmarcada en una ventana amarilla cuyos bordes comienzan a descascararse por la insistencia de la humedad, él encuadrado en perfiles de aluminio que van cediendo poco a poco a los embates del óxido. Entre ellos sólo estaba la calle. Ahora, luego de las lluvias, un río caudaloso y desenfrenado los separa, una serpiente sucia que arrastra automóviles, árboles, cuerpos. Cuando él ve que un cadáver inflado como globo se acerca corriente arriba, mira a la chica fijamente a los ojos y le obliga a mantener este puente imaginario hasta que, según sus cálculos, el cuerpo ha desaparecido en el cruce de calles que hay más abajo y que se ha convertido en una laguna atravesada por traicioneras mareas. Así protege a la chica, o eso cree él, evitándole ver el rostro de la muerte paseando frente a su patio. Y así desde hace días, quizás semanas.
¿Cuánto tiempo habían sido vecinos, sin siquiera notar su presencia? Él trata de dormir pensando en ella, arropado en un par de frazadas secas que logró rescatar la noche del diluvio, y se acomoda sobre la cama de madera que cruje, húmeda, como un niño asustado. El silencio lo persigue de noche, apenas interrumpido por el estruendo de un tronco chocando contra las rejas de las casas, muchas de ellas en ruinas. Cierra los ojos y se refugia en la imagen de la chica, del naufragio compartido en los altos de las casas, de la distancia insalvable de la lluvia que no deja de caer, de las garras sinuosas del caudal que ruge como animal en celo. Cierra los ojos y trata de recordar alguna mañana en que se cruzaron, en que ella le dedicó una sonrisa, en que la vio alejarse vestida como colegiala y moviendo la mochila roja de un lado para otro. Entonces la mochila roja, la mancha roja que oscila entre los hombros difusos de una muchacha se convierte en ancla, en puerta al sueño, en anestesia para la fatiga y el frío y el hambre. Ya no necesita apretar más los ojos y su cuerpo se distiende y un sueño de sol y arenas blancas, de aguas mansas que acarician los pies, un sueño cálido lo cobija.
La mañana como todas las mañanas, lo primero mirar por la ventana hacia la casa de enfrente. Hasta hace unos días el ritual lo compartían con una vieja de cabellos desteñidos, que gritaba desde su ventana buenos días con una voz que más parecía el graznido de un pájaro. Pero ya la vieja no se asomaba por las mañanas ni a ninguna otra hora y era mejor no pensar en ello. Cuando llegaba el saludo matutino, cuando las ventanas quedaban frente a frente por primera vez cada día, no miraban hacia la ventana ahora vacía de la vieja. Lo habían decidido sin palabras, sin necesitarlas. Asomarse a la ventana hasta ver el rostro pálido de la chica, el cabello en desorden, la mano pequeña y delgada que se apoya contra el vidrio como un saludo de mudos. Él la mira y asiente con un movimiento de cabeza. Tiene la impresión de notarla más triste, de que sus ojos se han apagado desde el día anterior. Ella parece notar su desazón y le sonríe, por primera vez le hace un gesto que es más bien una mueca, una mala copia de una sonrisa, los dientes amarillos dibujando una media luna forzada en el rostro. Él abre los ojos, sin atinar a nada.
Cerca de mediodía él baja al primer piso descolgándose por los restos de la escalera, hundiéndose en el agua hasta la cintura para buscar restos de comida en la alacena. Alguna vez intentó bajar al sótano, pero en las aguas oscuras sintió el contacto viscoso de algo que no pudo precisar y desistió de seguir explorando. Busca en lo que queda del mobiliario latas de conservas que ya comienzan a escasear. Supone, tiene la esperanza de un rescate, pero ya no hay indicios de que eso vaya a suceder. Al principio, al día siguiente del diluvio, vio las siluetas de algunos helicópteros en el cielo. Ya no. Sólo el ruido del río que no cesa, carcomiendo poco a poco las calles, tratando de entrar a las casas y devorarlo todo. Un monstruo hambriento.
Por la tarde, luego de comer arvejas y una sopa de tomates fría, corre el vidrio de la ventana y deja que el aire frío y la lluvia le laven el rostro. La chica no asoma a su ventana, como suele hacer por las tardes. Trata de no darle importancia, pero no cierra la ventana ni se aparta de ella. Se queda acodado contra el alféizar, la mitad del cuerpo asomado hacia fuera, las gotas de lluvia rodando como perlas sobre el rostro, deslizándose hacia el cuello, metiéndose por la espalada. Mira hacia la ventana vacía de la chica, hacia el vidrio que comienza a teñirse de negro por la proximidad de la noche. La chica no está, no hay ojos que le devuelvan el reflejo de su rostro.
No cierra la ventana. Se vuelve hacia el interior del cuarto a oscuras y llega a tientas hasta la cama. Tendido de espalda, mirando el techo que adivina próximo y surcado por manchas de humedad y musgo, tampoco intenta cerrar los ojos. Siente el contacto frío del aire que entra por la ventana, las gotas de lluvia que dibujan círculos contra el piso. Oye el rugido del caudal abriéndose camino entre los patios, la arremetida definitiva de la bestia. Deja los ojos abiertos y espera.

jueves, agosto 25, 2005

Paréntesis

La muchacha asoma la cabeza por la ventana del auto que acelera de pronto y siente las agujas del viento chocando contra el rostro, la sonrisa que nace y se deforma como una flor que se marchita al contacto de la luz. Intenta abrir los ojos sin conseguirlo del todo, capturando apenas una franja horizontal de paisaje que se escurre como una acuarela entre sus párpados. Los dedos de la mano derecha, flectados sobre si mismos como una araña agazapada, apoyados en el canto de la ventanilla a medio bajar, los dedos de la mano derecha comienzan a palpitar mientras ella busca apoyo para sacar no sólo la frente y los ojos y la nariz y la boca sino que la cabeza completa y luego el cuello y los hombros y el automóvil acelera, lo puede sentir en la piel que se estira hacia atrás, la velocidad borrando su rostro y su sonrisa y la linea negra de las pestañas, la velocidad y el viento mezclándose con el cabello que se le ha soltado y de pronto, chúcaro, viene a golpearle la cara con el azote de un látigo.
Pero la muchacha es parte de ese viento que la arrastra, que lucha por arrebatarla del animal metálico que la transporta, que busca liberarla poco a poco, descoser cada union de sus vestidos, despojarla y desvestirla y devolverla a si misma para luego acariciar con su invisible lengua de hielo los rincones vacíos de recuerdos. Ella intenta sonreirle al viento, al amante terrible que le abofetea el rostro, que le presiona los senos contra las costillas, que se le mete bajo la falda sin piedad para congelarle el sexo y arrancarle una carcajada enloquecida.
Y es ya la mitad del cuerpo la que busca con ansias entregarse, la que siente el abrazo escurridizo y absoluto, la que se deja arrastrar al vértigo definitivo. Poco a poco ha tomado conciencia de su cuerpo expuesto al aire frío de la noche, poco a poco ha perdido el nombre y las palabras y los pocos amargos recuerdos que le iban quedando estaba claro que se quedaban con el bolso azul en el asiento del automóvil que comenzaba a remontar una pendiente, que se encaramaba sobre la ciudad y sus estrellas artificiales y abrir los ojos y buscar nuevas constelaciones, abandonada y feliz, olvidando las lágrimas que marcaron ríos en las mejillas, olvidando las palabras duras como piedras, los cuchillos disfrazados de caracoles.
Y ya es la mitad del cuerpo, es el vestido que se levanta bandera multicolor flameando como símbolo de todo lo perdido, como una llave que de pronto se encuentra en el bolsillo del abrigo y guarda con celo segura que en alguna parte hay una puerta que se abrirá sólo para ella. La puerta, la puerta, grita, sin saber si es miedo lo que le llena el estómago de saltamontes o es felicidad, la puerta, la puerta, grita y el tirón sorpresivo de su nombre pronunciado con rencor la devuelve con furia al asiento, la restituye en el silencio que se multiplica como amebas en el interior del automóvil (quizás la radio suena, qué importa), al aroma dulce del pino de vainilla que cuelga del espejo retrovisor, a las manos fuertes que mantienen quieto el volante, a la rabia incandescente de otros ojos, a las palabras que nuevamente comienza a escuchar, al discurso repetido y violento, al golpe soterrado, y mira hacia la derecha buscando las luces de la ciudad y poco a poco va bajando la ventanilla de la puerta y poco a poco va asomando la cabeza hasta que las palabras que no quiere oír se esfuman en la distancia.

domingo, agosto 21, 2005

El tesoro de los caracoles



El segundo cortometraje de Crisis, el primero se tituló Hong Kong.
Coincidiendo con el término del rodaje de XX, su tercer corto, el Jueves 25 de agosto a las 22:00, en el cine arte Alameda, se reestrena esta nueva cumbre del cine nacional (no son palabras mías, y por mencionar algo de currículum hay que decir que estuvo nominado al premio Altazor como mejor guión y ganó el Gran Premio del Jurado a la mejor obra Nacional en el 12° Festival de cortometrajes de Santiago), evento que será amenizado por las bandas nacionales Mosquito y Los Muebles.
No he tenido oportunidad de verlo, pero baste recordar que con El tesoro de los caracoles nuestro buen amigo se ha paseado por los más variopintos festivales.
La entrada cuesta $2.500.- y se promete fiesta para después, pero la verdad es que uno nunca sabe. También se les regalará el DVD del corto (que incluye, según palabras del director "varios extras") al las primeras 50 personas que lleguen.
Y los que no alcancen, de todos modos la pueden ver después: estará en exhibición en la sala 2 del mismo cine por algunas semanas.
Eso no más.

jueves, agosto 18, 2005

Martín en las ciudades XI

(Para leer el capítulo anterior, pincha aquí)
Despertó con violencia y la boca seca, ubicándose de pronto bajo la bóveda de cristal y los aromos y la hierba que le rodeaba, encontrándose con una silueta a contraluz de pie junto a él.
- Pensé que ya no vendría –dijo la niña, que mostraba dos hileras de parejos dientes blancos al sonreír.
Martín le devolvió la sonrisa mientras se incorporaba hasta quedar sentado sobre la hierba. Se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor, y respiró profundo. El perfume de los aromos invadió sus pulmones sin despertarlo del todo. Le parecía haber dormido durante días y abrió y cerró los ojos varias veces para espantar la somnolencia.
- ¿Y ahora? –preguntó Martín mirando hacia el horizonte verde que se perdía en la distancia.
La niña se había acercado hasta quedar bajo la sombra del árbol y colocó la mano sobre el hombro de Martín, que se volvió para mirarla. Llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico adornado con cilindros a la altura de las orejas y bajo el rostro sonrosado una blusa roja que parecía quedarle grande le cubría el torso. Un vestido amarillo bajaba hasta los pies desnudos, cuyos pequeños deditos se movían intranquilos.
- Hay que andar un largo trecho aún –respondió la chica con gesto severo-, pero no tanto como para asustarse. A mí, por lo menos, me encanta caminar. Sobre todo cuando el clima es tan agradable.
Moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, Martín asintió y se puso de pie lentamente. La niña se había adelantado un par de pasos y esperaba silbando una alegre melodía que se mezclaba con el viento, como si en otro sitio, no muy lejos, la misma música saliese de una vieja radio a transistores. Le hizo un gesto con la mano y se pusieron en camino bajo la luz que caía perpendicular sobre ellos, que no proyectaban sombra alguna sobre la alfombra de hierba.
A los pocos minutos de andar Martín volvió a escuchar la melodía. Miró a la niña, que caminaba a su lado, pero esta vez ella no silbaba sino que sonreía como si hubiese recordado alguna historia graciosa.
- ¿Escuchas? –preguntó Martín.
- Sí. Eso significa que ya estamos cerca o, por lo menos, que nos estamos acercando. Claro que no es lo mismo una cosa que la otra.
- ¿Y tú qué crees?
- ¿Acerca de qué?
- Si estamos cerca o sólo nos acercamos.
La niña se detuvo, pensativa. Miró a Martín y luego giró la cabeza en todas direcciones, como buscando algún punto de referencia. Las siluetas de algunos aromos se distinguían no muy lejos y ya no habían siquiera señales del muro que Martín había seguido antes de dormirse. Era fácil deducir que caminaban hacia el interior del jardín y no hacia sus bordes. Quizás lo que buscamos está en el centro de todo esto, pensó Martín observando también el paisaje y mirando luego hacia arriba, a la bóveda de cristal que le parecía cada vez más distante. Si es que es posible hablar de centro o de bordes, se dijo, pues aquí todo es más bien otra parte, un paisaje que deviene de sí mismo una y otra vez, Heráclito se moriría de a poco sin poder comprenderlo.
- Es difícil de decir –sentenció la chica sin perder la seriedad y llevándose un dedo a los labios-. Pero usted y yo escuchamos la música, lo que es una buena señal. Debemos seguir, no tenemos alternativa, y con un poco de suerte estaremos cada vez más cerca que si nos quedamos aquí parados pensando como filósofos muertos.
Martín se estremeció ante la posibilidad de haber dicho lo que pensaba en voz alta, aunque después de todo no era tan extraño. Buscó con la mano el bulto de la Chelonia en el bolsillo y se sintió más tranquilo.
Siguieron caminando y deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Luego de un tiempo que podían ser horas la música llegó a sus oídos claramente y pudieron ver a un centenar de metros a un grupo de personas que tomaba el sol en sillas de playa. La niña sonrió, tomó la mano de Martín y apuró la marcha.
Una silueta se enderezó sobre su silla como mirándolos y luego se paró y comenzó a caminar hacia ellos. Cuando ya podían ver claramente que la lona de las sillas de playa era roja y blanca y que al centro del grupo había una mesa con una radio de madera que lanzaba la música al aire, la señora de las iguanas abrió los brazos para recibirlos sin dejar de caminar.
- Querida –le dijo a la niña-, estábamos preocupados por ti. La señora con mundos apostó su nariz a que te habías perdido, aunque todo el resto sabíamos que eso era imposible y se lo dijimos. Incluso el señor con máquinas de afeitar le quito la palabra por diecisiete minutos.
La pequeña soltó la mano de Martín, que se detuvo para observar la escena, y corrió hacia la señora de las iguanas para treparse en su holgado vestido de flores y abrazarla con furia.
- Nunca me pierdo, nunca me pierdo –gritaba mientras corría e incluso un par de veces cuando estaba en los brazos de la señora.
Luego de intercambiar besos con la niña y de acomodarse una de las iguanas, que se le había sigilosamente deslizado hasta el hombro, la señora miró a Martín y le regaló una gran sonrisa.
- Usted también ha llegado –le dijo-, y ha llegado primero que el otro. Eso es bueno. Ahora vengan, por favor, y tomen un té helado con nosotros antes de seguir el camino.
Dejó a la niña sobre el suelo y le agarró la mano. Los tres caminaron ahora sin prisa hacia el grupo de personas en las sillas de playa, la señora con la pequeña adelante y Martín retrasado un par de pasos.
- Aquí están, ya han llegado –dijo la señora de las iguanas en voz alta-. Ya ve, señora con mundos, que no había motivo de preocupación y que no era más que una demora, de esas que por estos días abundan.
La señora con mundos se levantó de la silla con un vaso de té helado en la mano y miró con desconfianza a Martín. Era una vieja pequeña con el pelo largo y su gran nariz destacaba sobre el rostro arrugado y los ojillos perspicaces.
- Nunca estuve preocupada por esta mocosa –reclamó-, y menos por este que viene con ella. Lo que pasa es que ustedes son demasiado confiados, nada más.
- Deja ya de quejarte, vieja cascarrabias –dijo el señor con máquinas de afeitar-. Harías mejor en preparar más té helado para la chiquilla y su amigo. Hay que ver qué modales.
Y mientras hablaba se ponía de pie y a pasos cortos extendía la mano para saludar a Martín, que sonriendo la estrechó como si se tratase de un amigo de la infancia.

domingo, agosto 14, 2005

Treinta y dos

No hay velas.
No hay cansancio.
No hay resaca.
No hay soles que iluminen el día.
Anoche, antenoche, hace una semana, tenía treinta y uno.
Treinta y una arrugas dibujando mapas en mi rostro.
Treinta y una letras para escribir mi nombre.
Treinta y un lápices extraviados en mi cuarto.
Treinta y una canciones que no puedo borrar de mi cabeza.
Treinta y una películas que me han remecido las entrañas como los buitres de Prometeo.
Treinta y una hojas de árbol, una por cada otoño.
Treinta y un recuerdos que hacían mis noches menos solitarias.
A partir de hoy tengo treinta y dos y todo comienza de nuevo.
Treinta y dos colores para pintar sobre mis telas.
Treinta y dos libros nuevos en mis estantes.
Treinta y dos deseos que tengo tiempo para cumplir.
Treinta y dos latidos que me lanzan hacia adelante.
Treinta dos flores para los jardines del mundo.
Los espirales hegelianos alzan sus torres sobre los desiertos.
Nuevas costumbres acortarán mis días.
Hay sonrisas.
Hay cansancio de la noche en vela.
Del sexo con el primer albor de los párpados.
Hay sábanas en desorden.
Hay bocas secas de besos y vino.
Hay trescientos sesenta y cinco nuevas mañanas por delante.
Hay todo.
Un pájaro canta mientras a través de la ventana las nubes dibujan campos arados por gigantes voladores.

viernes, agosto 12, 2005

Mapa imaginario de Santiago: La Ciudad Blanca

Llegar en mitad de la noche, los ojos cerrados. El cuerpo zamarreado, borracho, cansado de tanto reír alrededor de las mesas, las piernas flojas. Siente la presión de las manos amigas que lo guían a tropezones, que no le avisan los desniveles, las aceras levantadas por las raíces de los árboles, las bajadas a la calle que adivina de adoquines. Camina sin conocer el rumbo por la doble noche de la ciudad y la ceguera voluntaria, esperando la sorpresa.
De pronto el silencio y la quietud, los pasos que se detienen y parece estar solo. Por un momento tiene miedo. No dice nada, aguza el oído intentando distinguir algún sonido. No muy lejos corren automóviles, pero su ruido llega hasta a él como atravesando una gruesa membrana de silencio. Se lleva las manos al rostro, a la corbata que hace las veces de venda y le cubre los ojos.
Agita la cabeza, como despertando de un sueño. Mira hacia los costados, hacia las casas blancas que le rodean, hacia el islote de paredes también blancas que divide la calle en dos. Las estrellas de la noche cálida, veladas por las luces del alumbrado público, no le sirven de referencia. No sabe dónde está ni como ha llegado.
Está solo en una ciudad blanca, rodeado de casas de dos pisos estilo neoclásico francés, todas idénticas entre sí y a la vez diferentes por mínimos detalles: la curva de la balaustrada, un bajorrelieve en el friso del pórtico, columnas levemente asimétricas. Respira profundo esperando que alguien aparezca, que otra vez las manos, que otra vez la venda. Y mientras espera, las paredes blancas refulgen en la noche como si nada más pudiese existir detrás de los muros que atraviesan el tiempo de décadas, como si el espejismo y el laberinto se conjugaran en una única y terrible pesadilla. Imagina al arquitecto desquiciado que lanzó al mundo sus simetrías engañosas, trazos perfeccionados de los espejos de Magritte.
De pie y solo, rodeado por casas blancas de dos pisos que parecen compartir una única fachada proyectada al infinito, bañados los zócalos por la marea pausada de lo adoquines, gira sobre si mismo, ya sin miedo, seguro de haber encontrado algo que había perdido y que, hasta ahora, no había extrañado. Comienza a caminar por la calle, internándose en la curva blanca de la ciudad blanca, perdiéndose en el desconocido trazado que se le ofrece como una camelia abierta a la noche.
(Calle Virginia Opazo, entre Salvador Sanfuentes y Alameda altura del 2.500)

miércoles, agosto 10, 2005

Se miran

© Constanza Núñez
Se miran, se tocan, mezclan las pieles envueltas en una nube de incienso, se buscan con las manos y con las bocas, se abren y se cierran, se ríen, se dicen, se cantan, se susurran, se dejan llevar por la música que habita en sus cabezas, apagan la luz, la encienden, se revuelcan sobre la cama y el piso y los muros, se desvisten con cuidado, se arrancan la ropa que cae como hojas de árbol en otoño, se gritan, se insultan, se acarician, se apartan, se señalan con dedos perfectamente rectos, se recorren, se conocen, se convierten en mapas y catálogos de discos o libros, se asoman a la ventana con los ojos sedientos de ciudad, se lanzan a recorrer los laberintos de concreto, se pierden, buscan otros labios, otras hambres, se encuentran, distintos y parecidos, se alejan unos centímetros para reconocer la comisura de los labios, el quiebre de la cintura y la cadera, las manos largas como de pianista aunque nunca ha aprendido a tocar piano, las manos pequeñas que danzan sobre las cuerdas de la guitarra, las voces, se hablan, desde la distancia infinita de una mirada, se hablan, se cuentan historias, se abrazan, se funden, se emborrachan, se besan en el hedor de un bus en la madrugada, se besan luego en las esquinas, contra los árboles, contra los carteles de tránsito, se esconden, las manos exploran inquietas de un lado para otro, reconocen los rincones profanados, lanzan carcajadas que son batir de alas, revisan el equipaje, abren los baúles y lanzan monedas en las fuentes, se acercan y se alejan, se aproximan, se electrocutan, se inmolan en la fogata crepitante, holocausto para dioses paganos, caminan en los paisajes guardados en los ojos, se repiten los sonetos de Ben Jonson, buscan y rebuscan el sabor de los perfumes, ella los jazmines y él el sudor amargo, se desnudan, se aman, se cansan, se agotan se duermen, se despiertan con ansiedad en mitad de la noche, se inventan nombres y constelaciones, se beben el uno al otro hasta saciarse, se apartan con movimientos bruscos, él de pie junto a la cama, el sexo lacerado, ella con los párpados entreabiertos, desnuda sobre las sábanas negras.
Se miran.

domingo, agosto 07, 2005

Martín en las ciudades X

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)
Martín miró alternadamente las tres puertas, luego abrió la mano, contempló la Chelonia y se la guardó en el bolsillo. Caminó con decisión hacia la puerta de la derecha, tomó la perilla y la giró. Al abrir la puerta, el olor de los aromos en flor le pegó en la cara y la luz del sol lo obligó a cerrar los ojos.
Oyó el sonido que la puerta hizo al cerrarse, como el de una cucaracha aplastada entre las páginas de un libro, y abrió los ojos para encontrarse frente a un patio interior que debía ser muy grande, pues no alcanzaba a distinguir los muros que lo limitaban. Arriba, contrario a lo que pensó en un momento, no estaba el cielo, por lo menos no directamente, sino que había una bóveda de cristal que permitía ver más arriba lo que debía ser el color azul del cielo, aunque el sol, que lo inundaba todo con una claridad perturbadora, no aparecía por ningún lado.
A su espalda quedaba el único muro visible, una pared de concreto desnudo donde empotrada la puerta cerrada no ofrecía posibilidad alguna de volver a abrirse. No había perilla visible de su lado, del lado del patio cubierto de hierba larga y cuidada y poblado, por aquí y por allá, de frondosos aromos que ofrecían sus odorosas flores amarillas y su sombra. Martín estuvo durante un rato mirando la puerta, palpando los bordes sin intersticios entre la madera roja y el muro gris.
Respiró profundo, dejando que el olor de los aromos lo trasladase a una primavera distante, a los días a mediados de un agosto lejano agosto en que caminaba junto a un cerro con un sobre amarillo bajo el brazo. Y el cerro, claro está, la ladera del cerro cubierta también de amarillo y algo parecido a una ensoñación emanaba del perfume de las flores que colgaban en racimos de los árboles. La imagen inconclusa de algo que había sido o que sería, una especie de profecía quizás, pensaba Martín mientras comenzaba a caminar junto al muro y dejaba que sus nudillos se arrastraran sobre la suave superficie.
Qué había en el sobre, se preguntó de pronto luego de andar un rato, era pesado, eso puedo recordarlo, pero el contenido, qué había dentro del sobre, porque ahora no sé, ni siquiera puedo imaginarlo. Intentó sumar el sobre a los aromos y a la ladera inclinada del cerro pero el resultado no terminaba de cuajar en una imagen concreta. Papeles, seguro, pero qué. Se detuvo y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano. Había caminado demasiado y el calor y el perfume de los aromos lo tenía atontado.
Se apartó del muro en dirección hacia uno de los árboles, buscando su sombra. La hierba ofrecía un mullido asiento y poco a poco se fue estirando sobre el colchón verde hasta estar completamente acostado, distinguiendo entre las ramas del árbol los brillos que provenían de la cúpula como destellos intermitentes de artificiales estrellas. Tratando de controlar el sueño fue girando hacia su derecha, mirando ahora entre las briznas de hierba el horizonte que se perdía en la distancia.
Tuvo la impresión que la hierba bailaba, agitada por un viento que no podía sentir. Se incorporó de golpe, hasta quedar sentado y con las manos apoyadas sobre la tierra levemente húmeda. Miró hacia todos lados, ahora seguro que la hierba danzaba y arrojaba amarillos destellos al variar el ángulo en que reflejaba la luz. Otro recuerdo, pensó, una mañana de agosto (¿otra vez agosto?) en que un campo de trigo arrojaba desde su inmaduro verdor una luz amarilla bajo el sol. ¿Era realmente un recuerdo o actuaba sobre él una suerte de sinapsis motivada por una pieza de Chopin que de pronto comenzaba a surgir desde el silencio? Sacudió la cabeza, inútilmente. No pudo desprenderse ni del recuerdo ni de la musica.
Se dejó caer hasta quedar acostado otra vez. Cerró los ojos, sofocado. Y ahora fue la imagen de la mujer recostada sobre el diván la que le invadió, la mujer de pelo corto y oscuro que volvía a cantar en francés sin mover la boca. Cantaba rodeada de un resplandor áureo, como si desde una ventana que no podía distinguir entrase la luz del amanecer que teñía las paredes del cuarto. Y caminaba hacia ella lentamente, tranquilo, hasta acercar su mano al rostro blanco de la mujer, que esbozaba una roja sonrisa con los labios. Sintió entonces el contacto de la mano de la mujer en su hombro, sintió o imaginó el remezón cariñoso que parecía una caricia sin serlo en realidad.
Despertó con violencia y la boca seca, ubicándose de pronto bajo la bóveda de cristal y los aromos y la hierba que le rodeaba, encontrándose con una silueta a contraluz de pie junto a él.
- Pensé que ya no vendría –dijo la niña que mostraba dos hileras de parejos dientes blancos al sonreír.

jueves, agosto 04, 2005

Jueves A.M.

El paisaje se escurre, borroso, tras el vidrio empañado del bus. Un laberinto de calles oscuras que se suceden pobladas por las escasas siluetas que atraviesan la noche buscando refugio en las islas de luz que ofrece el alumbrado público. Hay también árboles, rejas coronadas con dientes de tiburón, perros que cobijados en los invisibles rincones. La música directo a los oídos mientras se inclina tratando de mirar la calle más allá de su reflejo, de su rostro con ojeras oculto a medias por un pasamanos de aluminio, de su cuerpo enfundado en el abrigo oscuro. Hace frío, piensa.
A heart that's full up like a landfill, / a job that slowly kills you, / bruises that won't heal. / You look so tired-unhappy, / bring down the government, / they don't, they don't speak for us. Escucha y cierra los ojos. El bus huele a humedad, a ropa sucia, a sudor. Corre sobre el asfalto inclinándose sobre las curvas, obligando a apretar la mano contra el aluminio, a inclinar el cuerpo para conservar el equilibrio. Abre los ojos para nuevamente perderse en el dibujo esquivo de la ciudad desierta y dormida, del espejo falso que le muestra la piel desnuda del mundo.
El bus avanza mientras los pasajeros hablan o duermen. Todos los asientos están ocupados y cinco o seis personas van de pie, entre ellos un grupo de muchachos que lanzan estridentes carcajadas al aire, ejercicios de cetrería violenta. Mira hacia atrás, hacia los chicos que se amontonan contra la puerta de bajada y gesticulan y abren la boca y cambian de posición. Está parado junto a ellos y no imagina de qué pueden hablar, no los escucha tras la música. I'll take a quiet life, / a handshake of carbon monoxide.
Una chica se levanta del asiento y se acerca a la puerta. Toca el timbre anunciando su parada. Los muchachos que están junto a la puerta, en lugar de hacerse a un lado, cierran filas contra la chica. Es bonita: tiene la piel blanca, con cara de escocesa, el pelo corto y castaño, viste un abrigo verde. El miedo salta sobre su rostro como una araña. Uno de los muchachos le coge una muñeca. Nadie en el bus parece darse por enterado. Algunos, los menos, vuelven a mirar y de inmediato se desentienden.
Pero él está ahí, junto a la escena, es parte de ella aunque no lo quiera. Mira fijamente al muchacho que ha tomado la iniciativa, busca sus ojos hasta encontrarlos y sostiene la mirada. El chico aguanta un minuto, dos. El bus se detiene, abre las puertas. La muñeca prisionera es liberada en un brusco ademán que es seguido por un par de palabras que se pierden en el aire frío que le golpea la cara. La muchacha baja y se queda mirando al bus que se aleja, lento como una ballena herida. La música sigue. This is my final fit, / my final bellyache.
Ahora es su turno. Se para delante de la puerta y presiona el botón anaranjado del timbre. Los muchachos lo miran sin decir nada y le abren paso cuando el bus se detiene. No los mira. Baja los tres peldaños de la escalera y pone los pies en la acera. Comienza a caminar muy lento, hacia el oriente, sintiendo -imaginando- el sonido de los charcos que pisa sin cuidado, imaginando el sonido de los otros pasos que han bajado del bus en último momento, imaginando que el ruido de los charcos es el mismo que hará su cuerpo cuando los cuatro chicos le caigan encima a golpes, una y otra vez, cuando lejos de terminar inicien cada vez con más rabia la cascada de nudillos y pies que irán estrellando contra su rostro, contra su espalda.
Such a pretty house / and such a pretty garden. / Silent, silence.

domingo, julio 31, 2005

Martín en las ciudades IX

(Para leer el capítulo anterior pincha aquí)

- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.
Martín se acercó un paso más y se detuvo, mirando cómo la mujer apartaba con un delicado ademán un mechón de pelo que le había caído sobre el rostro. Tenía la piel blanca y en el rostro se adivinaba la huella de pecas que habían dejado de existir pero que sobrevivían aún en los hombros y bajaban hacia el pecho. En la cara los ojos negros y profundos relucían como soles oscuros.
- Más bien preguntaba –insistió Martín luego de aclarar su garganta- qué clase de lugar es este.
La mujer se cruzó de piernas y echó el cuerpo hacia atrás.
- La clase de lugar en el que uno termina, o empieza, y eso depende del punto de vista de cada cual, después de mucho andar por la ciudad.
- No es la respuesta que esperaba –suspiró Martín.
- Suele suceder. Despertar en una habitación vacía, recorrer las calles, cargar con una tortuga en el bolsillo, terminar en otra habitación, esta vez de paredes rojas. O empezar, como ya le he dicho antes. No siempre, y me arriesgaría a decir que casi nunca, las cosas son lo que esperamos.
Mientras la mujer hablaba, Martín comenzó a recorrer la habitación lentamente, observando con detenimiento las molduras barrocas que separaban las paredes del cielorraso blanco, los marcos de madera de las tres puertas que aún no había traspasado, las lágrimas facetadas de la lámpara y su base de bronce vaciado adornada con ramilletes de olivo y pequeñas florecitas que, en su estado natural, debían ser de color blanco. Curiosa asociación, pesó Martín describiendo un círculo en torno a la mujer.
- Usted busca algo –seguía diciendo ella-, de eso puedo estar segura, y así es como ha llegado hasta acá, acosado por la sombra de una ballena alada, guiado por una chiquilla de lo más encantadora, como usted mismo podrá comprobar más adelante. Pero me desvío del tema principal, discúlpeme, es un defecto que ha ido empeorando con los años. Claro, lo que usted, lo que todos hacen, es buscar, perseguir, que en su caso son dos acciones distintas y, a la vez, conjugadas. Casi yuxtapuestas, para usar una palabra que me encanta. Usted busca, primero, y persigue, después.
Martín había completado la órbita y se encontraba en el mismo lugar donde había empezado. La mujer movía los brazos mientras hablaba, y torcía la muñeca derecha como si entre los dedos de esa mano tuviese un cigarro premunido de una larga boquilla de plata. Martín aspiró profundamente, seguro de haber sentido olor a tabaco en el aire.
- ¿Puede ayudarme? –preguntó frunciendo el ceño.
- ¿En qué? –preguntó la mujer sin abandonar su posición.
- No lo sé, la verdad.
- Es un problema que no lo sepa, para empezar. Pero sí, puedo ayudarle. O lo más importante: quiero ayudarle.
La mujer estiró las piernas hacia delante y los brazos hacia arriba, como en un ejercicio gimnástico, para luego de unos minutos contraerse lentamente, como un heliotropo que, abandonado por la luz del sol, comienza a recoger sus pétalos. Al terminar de moverse, quedó sentada con la espalda muy derecha y las piernas levemente separadas, dibujando perfectos ángulos rectos entre los muslos y las pantorrillas. Martín la observaba, ligeramente impaciente. Se llevó la mano al bolsillo, palpando la Chelonia, para luego sacarla de su escondite y dejarla sobre su mano extendida, como una ofrenda.
- No hay nada que yo pueda querer a cambio de la ayuda –dijo la mujer-, menos la tortuga, su llave. Ya la necesitará luego. Pero puedo decirle dos cosas. Lo que usted busca, aquella que usted busca, está más cerca de lo que usted cree, aunque eso finalmente no significa nada en términos temporales. Lo relojes de arena ya no sirven en este lugar. Le decía: ella está allí, y lo espera a usted y no a otro.
- Pero…
- Ya pasó el tiempo de las preguntas: las respuestas son como puertas que hay saber escoger y abrir sin miedo. El que usted persigue, el hombre largo y triste como pintura de El Greco, como reflejo escapado de un espejo distorsionado, ese hombre ya estuvo aquí antes. Llegó solo, pues conoce muy bien este lugar y su funcionamiento, además de saber quienes son los que pueden ayudar a Minerva. Vino, me mostró su llave, y no tuve más alternativa que decirle, que contarle. Fue no hace mucho, por lo que usted aún puede alcanzarlo.
La mujer sonreía mientras hablaba. Martín, por su parte, había cerrado la mano sobre la Chelonia y la apretaba sintiendo los bordes del caparazón que le herían la piel. Mirando el rostro calmado de la mujer pensaba que esa sonrisa era apenas una sonrisa, que no era más que una ilusión y que la sonrisa en realidad estaba en otra parte, en otro rostro, y que lo que tenía delante no era más que un eco distante y distinto.
- Ahora debe escoger –dijo la mujer- y en eso no puedo ayudarle.
Luego inclinó un poco la cabeza, dejando que el cabello le cubriera parte del rostro. Martín se acercó a la mujer, que parecía dormida, y se inclinó hacia ella para confirmar que aún respiraba, apenas un hilo de aire silencioso. Ni siquiera intentó despertarla. Se irguió y miró a su alrededor, a las cuatro puertas que ocupaban las paredes de la habitación.
Quedaban tres puertas para elegir. La más pequeña no era una opción, pues por ahí había entrado a la habitación. Estaba la puerta alta, justo detrás de la mujer y la silla, y las de los costados. La de la izquierda era ancha y no tan alta aunque lo suficiente para dejar pasar a un hombre de estatura normal. La puerta de la derecha no tenía ninguna característica que la hiciese diferenciarse de una puerta común y corriente. Ni la altura ni el ancho eran extraordinarios.
Martín miró alternadamente las tres puertas, luego abrió la mano, contempló la Chelonia y se la guardó en el bolsillo. Caminó con decisión hacia la puerta de la derecha, tomó la perilla y la giró. Al abrir la puerta, el olor de los aromos en flor le pegó en la cara y la luz del sol lo obligó a cerrar los ojos.

jueves, julio 28, 2005

Resaca

¿Hay un mundo más allá de la ventana, del cuarto cerrado, del cenicero desbordado de colillas de cigarro, del olor penetrante del acohol, de la ropa sucia, de los libros que proliferan como conejos en los rincones, del cíclope electrónico que me reclama con su luz desde el escritorio, del recuerdo de los amigos que en el mar se perdieron, de los otros amigos con disímiles derroteros descritos en el laberinto de las calles, de las cartas que se envían y nunca reciben respuesta, de las otras que llegan pero que no son las esperadas, del marcador de libros con una pintura de Da Vinci que me trajeron de París, de los círculos plateados con sonidos ahora vetados por la migraña, de la hermosa fotógrafa que dibuja mi rostro con su dedo de luz, del diccionario y las enciclopedias y el atlas actualizado que tiene cinco paises más que el año pasado, de las letras que no terminan de juntarse en mi cabeza, de las palabras que nunca podré pronunciar, del silencio que me rodea en la noche después del vodka y las risas y los llantos y el poema escrito en la servilleta y el dibujo en una boleta de supermercado?
¿Hay algo más allá de la ventana que no sea noche, que no sea lluvia, que no sean aromos en flor, que no sean chicos acribillados por la policía, que no sea el grito fanático que hace retumbar un estadio, que no sea un vagabundo congelado en la puerta de la catedral, que no sea una ciudad blanca perdida en una ciudad gris, que no sea el sonido del teclado percutiendo en el recuerdo, que no sea la queja autocomplaciente del ciudadano promedio, que no sea una chica mostrando las tetas en televisión que no sea un tanque apuntando de frente a un niño, que no sea una pila de cadáveres quemándose en la sabana africana, que no sean los dientes blancos del mendigo, que no sea el sonido mudo del mar negro de petroleo en las costas de Galicia, que no sea el olvido de Teresa Wilms Montt, de Violeta Quevedo, de Violeta Parra, de Víctor Jara, de Carlos Droguett, de Rodrigo Lira, de los que no tuvieron nombre ni sepultura; hay algo que no sea guerra, que no sea muerte, que no sea beso mutilado, que no sea sangre en lugar de semillas, que no sea muerte, que no sea vacío?
¿Hay algo?

martes, julio 26, 2005

Gente que alguna vez conocí

Él era colorín, barbudo hasta donde se lo permitía su genética condición de lampiño, de sonrisa fácil y voz suave, casi tímido pero no por eso menos asertivo. No era muy alto ni tampoco gordo o flaco, creo que antes había estudiado arquitectura en la Universidad Católica de Valparaíso y había vuelto a Santiago luego de una fuerte depresión. Ahora que lo escribo disipo las dudas, como si el verbo fuese certeza por sí mismo. Arquitectura en Valparaíso durante dos años, claro.
Ella era de carácter fuerte, capaz de cambiar la voz dulce a un rugido cuando algo la molestaba, cosa que de cualquier modo no ocurría muy a menudo. Era, y supongo que lo sigue siendo, menuda, de rostro apacible con una pequeña boca dibujando casi siempre una sonrisa. No sé si había estudiado algo antes o simplemente no había hecho nada.
Los conocí en una notaría en el centro de Santiago, cuando buscábamos la firma del insigne notario en una declaración jurada de no se qué para presentar en la facultad de Artes de la Universidad de Chile. Él y yo íbamos a estudiar Artes Plásticas. Ella Teoría del Arte. Así, todo con mayúsculas. Yo era un niño que no sabía casi nada cuando, sentados en los sillones de cuero de la notaría, mes sorprendieron dando el tono de una aspiradora que se paseaba por las oficinas. Los dos juntos, ella primero y luego él, se sumaron a un La algo sucio que imitaba a la máquina.
Nos juntábamos en la facultad, aunque no compartíamos más que algunas clases. También el casino funcionaba como punto de encuentro, y para nuestro exclusivo deleite organizábamos guerras de cáscaras de naranja, postre habitual los días que la comida era un plato de tallarines. Yo duré apenas un año en la facultad. Él terminó la carrera y ella se cambió a Antropología, también con mayúsculas.
Nunca supe mucho de ellos como pareja. No supe cómo se conocieron, y si alguna vez me lo contaron ahora no lo recuerdo. Tampoco supe por qué se separaron.
A él lo veía más seguido: tomaba mi bicicleta algunas tardes y me iba a su departamento para hablar durante horas. Me enteré que hacía clases de artes en un colegio, que participó en una exposición en una ahora inexistente galería del centro, que tenía otra chica y que ella estaba esperando un hijo. Cuando no lo encontraba en casa me quedaba conversando con su hermana, y fue ella la que me contó lo del hijo. Él nunca me dijo nada respecto a eso.
A ella la vi sólo una vez más. Resulto ser amiga de una cellista que yo conocía y a través de ella conseguí su teléfono. La invité a salir y fuimos a ver La casa de los espíritus, de Billie August, y luego a tomar cerveza al Jaque Mate. Estaba distinta, más agresiva que antes, la voz más áspera y la sonrisa más escasa. Nos emborrachamos y en el bus hacia su casa nos besamos.
Él murió en Brasil, ahogado. No sé exactamente cómo sucedió, o si ya había nacido su hijo ni nada. Estaba en Brasil, en la playa, y se ahogó. Alguien, algún conocido de la facultad, me contó que su cuerpo estuvo desaparecido durante dos días. Ahora, cuando lo recuerdo a propósito de nada, no puedo dejar de pensar en Alfonsina Storni, en la silueta que se adentra en el mar a paso firme, quizás llorando o quizás no.
De ella no supe casi nada. La cellista me contó que estaba a punto de casarse con un ingeniero y que de un día para otro dejó todo, carrera y compromiso, y se fue a vivir al norte chico, en una caleta de pescadores. Se supone que a un proyecto social, dijo la cellista esa vez. Y otra vez la Storni: “Vuele mi empeño, mi esperanza vuele... / La vida mía debió ser horrible, / Debió ser una arteria incontenible / Y apenas es cicatriz que siempre duele.”
Mucho tiempo después, en una fiesta de cumpleaños me encontré con la hermana de él. Me vio y se puso a llorar y no paró de hacerlo en toda la noche. No hablamos de nada: nos quedamos sentados en las escaleras del entrepiso de una casona del barrio Concha y Toro y muy lejos sonaba la música de la fiesta.
Al amanecer me dijo que le había hecho bien verme, que él siempre hablaba con tanto cariño de mí. Me hizo prometer que nos veríamos de nuevo, que la llamaría o pasaría por su casa. Como antes, dijo y me miró con los ojos rojos y yo no pude más que decirle que sí, que lo haría.
Desde entonces no la he vuelto a ver.

lunes, julio 25, 2005

Martín en las ciudades VIII

(Si quiere leer el capítulo anterior, pinche aquí. Un agradecimiento especial a la linda chica que aportó la foto del dirigible, de autoría de Martí Llorens)
La niña, que hasta entonces parecía dormida, lo miró sin sorpresa y asintió con un movimiento de cabeza. Antes que Martín pudiese hacerle otra pregunta se oyó, a lo lejos, un murmullo informe. Martín se desentendió de la muchacha y aguzó la vista a la distancia, donde le pareció ver que se acercaba una multitud encabezada por una banda de bronces.
Las ventanas de los edificios que rodeaban la calle y a Martín y a la niña se abrieron en un solo movimiento y un centenar de cabezas y brazos se asomaron al vacío y al mediodía aplaudiendo o chiflando o haciendo ambas cosas a la vez. La sombra de un dirigible cubrió el trozo rectangular de cielo sin nubes que podían ver y una lluvia de papel picado cubrió el concreto. Martín y la niña se miraron mientras la muchedumbre se acercaba y los bronces de la banda lanzaban su festiva melodía al aire y el dirigible se perdía tras las azoteas con el ritmo cadencioso de una ballena en el océano azul. Martín sintió de pronto la mano de la niña en la suya.
- Vamos –dijo la niña cuando la banda pasó y la columna ordenada y festiva desfilaba delante de ellos, arrastrándolo hacia la mitad de la calle y sumándose a la multitud que reía.
Había mujeres con vestidos de colores brillantes, hombres jóvenes con niños sobre los hombros, viejos de caminar lento portando banderas con diferentes diseños geométricos. Había perros negros que se escabullían entre las piernas de la gente, ladrando de vez en cuando, y gatos sigilosos que aparecían y desaparecían con suave y melancólico ronroneo. Había niños que corrían sin control alguno, arrastrando en su carrera piolines que terminaban en redondos globos blancos volando sobre las cabezas, ancianas de cabellos levemente rosados que cantaban al compás de la música una letanía sin palabras.
La niña llevaba a Martín de la mano sin decir nada, mirando hacia el frente. Déjà vu, se dijo Martín mirando el pelo color cobre de la niña, la piel morena de su mano grande envolviendo la blancura mínima de la niña. Esto ya pasó alguna vez antes, pensó, quizás cuando era niño, todo igual, los globos, las banderas, las risas, la música flotando sobre las personas, la caminata, las estrellas de colores que la gente pisa sin cuidado y que se amontonan junto a la cuneta. Sonrió sin saber muy bien por qué y con la mano libre tocó el bulto de la Chelonia guardada en el bolsillo.
Una mujer que caminaba junto a ellos le sonrió, cómplice. Martín la saludó con un movimiento de cabeza y sintió que le arrastraban fuera de la columna, lejos de la mujer que se volvió a mirarlo unos metros más adelante y luego se perdió en el mar de gente. Estaban otra vez sobre la acera, Martín respirando agitadamente y la niña quieta y solemne como una estatua griega. Junto a ellos, hacia la izquierda, entre los edificios se abría un boquete que era demasiado angosto para llamar callejón.
- Aquí es –le dijo la niña señalando con el dedo el pasaje y soltando la mano de Martín. Luego se alejó corriendo hacia la calle, mezclándose con un grupo de hombres vestidos con uniformes deportivos que portaban números sobre las camisetas.
Y Martín se quedó solo, sin moverse, mientras la multitud avanzaba y se iba perdiendo paulatinamente calle arriba hasta que no quedó nadie, hasta que el sonido de los bronces se perdió en la lejanía. Rezagados, junto a él pasaron tres chicos montados en bicicletas antiguas, riendo sonoramente y describiendo zigzageantes recorridos, como si estuvieran borrachos. Martín los observó perderse en dirección a la columna, intrigado por el precario equilibrio de los velocípedos. Luego ya no quedaban en la calle más que él y los trozos de papel picado que brillaban bajo el sol.
Miró hacia el pasaje oscuro entre los edificios y luego hacia arriba, hacia las ventanas de nuevo cerradas y mudas. Suspiró y se encogió de hombros antes de meterse entre los edificios, caminando de frente por la insólita callejuela que apenas dejaba espacio más allá de sus hombros. Varias veces, sin querer, sus manos golpearon el concreto desnudo que lo flanqueaba.
Así anduvo un buen rato, hasta que en la distancia le pareció ver una luz. Apuró el paso, sorpresivamente ansioso. Al final del estrecho pasaje había un muro de ladrillos rojos y un farol y bajo el farol una pequeña puerta. Cuando alcanzó la puerta, que no tenía más altura que un metro y cuya parte superior le llegaba apenas a la cintura, Martín se detuvo y giró sobre si mismo. En la oscuridad con la que se encontró no pudo distinguir señal alguna de la entrada al pasaje. Se volvió hacia la puerta, inclinándose para alcanzar la perilla, una bola de cristal facetado que le devolvió un golpe de frío al poner la mano sobre ella. Se dio cuenta entonces que sus nudillos sangraban.
Sin darle importancia a la herida, giró la perilla sin asombrarse de que la puerta estuviese sin llave. Se inclinó aún más de lo que ya estaba para poder franquear el umbral, entrando casi a gatas en una gran habitación de paredes rojas y techo alto del que colgaba una lámpara de lágrimas. Las paredes del cuarto tenían, cada una, una puerta, todas de diferente tamaño. La puerta por la que había llegado era la más pequeña, y en la pared opuesta se encontraba la más grande, que debía tener por lo menos tres metros y medio de alto y era ridículamente angosta. En mitad del cuarto, justo bajo la lámpara de lágrimas, una mujer de pelo negro y alborotado estaba sentada en una silla de madera.
Martín terminó de incorporarse luego del reconocimiento visual y miró a la mujer, que llevaba puesto un largo vestido negro que no permitía ver sus pierna pero sí sus hombros y el nacimiento de sus pechos. Avanzó hacia ella, que parecía no haberse percatado de su presencia. Cuando no los separaban más que un par de pasos, Martín se detuvo, estiró el traje con ambas manos y soltó un poco el nudo de la corbata.
- ¿Qué lugar es este? –preguntó Martín.
La mujer sacudió la cabeza, como despertando de un profundo sueño, y miró a Martín sin mostrar extrañeza. Luego giró la cabeza hacia los lados, observando con minucioso detenimiento el espacio que los rodeaba. El recorrido circular de su cabeza terminó en el rostro de Martín.
- Me parece –dijo la mujer esbozando una sonrisa- que es una habitación roja. Una habitación bastante amplia, si me permite decirlo.

sábado, julio 23, 2005

Flor de ceniza

En el aire frío del balcón los peces invisibles nadan de un lado para otro, a veces mordisqueando las hojas del ficus y a veces escondidos en los rincones que permiten los sillones de mimbre y las cajas. La mujer los deja hacer, está acostumbrada, y posa el vaso de ron a medio tomar sobre una caja de cartón, que alguna vez sirvió de empaque a una estufa de gas, donde comparte espacio con un cenicero poblado de colillas de cigarros.
La mujer se acomoda en el sillón, deja que su cuerpo encuentre la posición justa, el arco preciso dibujado por la espalda contra los cojines húmedos, y suelta una bocanada de humo. La mujer mira el humo que se deshace en filigranas de mercurio como si no estuviera ahí, como si la noche no fuera la noche ni el frío el frío. Mira el humo desde un anclaje cartesiano en el pasado, desde la referencia obligada. Mira el humo que dibuja delante de su rostro las letras desconocidas de un alfabeto olvidado, los trazos de ideogramas que no alcanza a comprender. La respuesta a todo está ahí, dice, o cree decir.
A lo lejos, en los distantes edificios, las ventanas se encienden y se apagan, párpados alternados del rostro de Polifemo multiplicado al infinito. En un balcón una pareja parece discutir; en otro, tres o cuatro muchachos se ríen a carcajadas que incluso ella puede oír, a pesar de la distancia; más allá distingue la luz azul de un televisor que apacigua los deseos de un solitario. O eso piensa ella, que apaga el cigarro contra la costra de cenizas del cenicero con el cuidado de que la colilla quede en posición vertical, dibujando un bosque, imaginando un bosque de plásticos árboles quemados.
Nada importa para ella, espectadora condescendiente y extraviada, nada importa cuando su pecho abierto en corte sagital muestra su corazón herido. El frío de la noche, el brillo de la luna llena que comienza a menguar, el vapor que sale de su boca cuando recita de memoria a Roque Dalton: “Junto al dolor del mundo mi pequeño dolor, / junto a mi arresto colegial la verdadera cárcel de los hombres sin voz, / junto a mi sal de lágrimas / la costra secular que sepultó montañas y oropéndolas, / junto a mi mano desarmada el fuego, / junto al fuego el huracán y los fríos derrumbes, / junto a mi sed los niños ahogados / danzando interminablemente sin noches ni estaturas, / junto a mi corazón los duros horizontes / y las flores, / junto a mi miedo el miedo que vencieron los muertos, / junto a mi soledad la vida que recorro, / junto a la diseminada desesperación que me ofrecen, / los ojos de los que amo / diciendo que me aman”. Nada importa mientras la ceniza de un nuevo cigarro, la pavesa ardiente luciérnaga de fuego, mientras la ceniza se sume al resto, mientras poco a poco vaya floreciendo una nueva botánica del silencio.
La mujer aspira con fuerzas el cigarro, deja los pulmones en eso, deja que su alma se calcine convertida en sombra de lo que era. Cierra los ojos y busca el vaso, se lo lleva a la boca para sorber el ron mientras el humo escapa, como la vida entre sus labios resecos apenas abiertos.
Y en el aire frente a su rostro percibe a los peces invisibles aleteando desesperados, como pájaros moribundos.

viernes, julio 22, 2005

Tardes de invierno

No sé si es posible hablar de coincidencias, pero a veces pasa que uno está frente a la caja tonta, medio encandilado por su cañon de rayos catódicos, y de pronto se abre una ventana desconocida entre tanta chica bailando y video clips. Y así me encuentro con una película de Alain Resnais donde recoge de la misma boca de Henri Laborit sus teorías acerca del comportamiento humano y lo utiliza como excusa para contar una historia de soledades y separaciones, de ratones de laboratorio encerrados en una caja de cristal con el piso electrificado.
Ya las imágenes iniciales, fotografías fijas de rocas y animales, de algas arrojadas en la playa por la pleamar, con cuatro relatos que se van intercalando como sonido en off, son como un escopetazo en mitad del rostro, y uno que se queda entre perplejo y maravillado por la prolijidad del encuadre, por la simpleza aparente de la historia. Mon oncle d'Amérique es un retrato filoso, una hoja de navaja que no pretende mostrar un todo, sino las particularidades que comprende ese todo esquivo que llamamos sociedad. Y de simple no tiene nada, partiendo por el relato fragmentado de tres vidas paralelas (Gerard Depardieu, Nicole García y Roger Pierre en los protagónicos) en la Francia de fines de los '70, de la aparición del mismo Laborit enunciando sus teorías ("cualquier relación, inconsciente o conscientemente, parte de la base de la dominación", se despacha pasado un tercio de la película) desde su propio laboratorio, acompañadas sus explicaciones por imágenes que parecen sacadas de filmes de la vida animal pero que resultan ser parte de los recuerdos de los personajes, imágenes de viejas películas francesas que hacen las veces de resumen de situaciones y de viñetas de transición entre una historia y otra, de diferentes caminos que poco a poco confluyen dentro de un contexto de solapada crítica social, a medio camino entre el documental y la ficción que es recreación de las teorías de Laborit pero también es imaginario, también es cercanía con el silencio, el sacrificio, el juego de la memoria y la condición de partícula indistinguible del ser humano dentro de un organigrama social que ya no tiene, ni nunca tuvo, cabida para él. Y la figura del tío que partió a América y murió borracho o encontró el tesoro escondido en la isla de la infancia.
Antes, hace años, me pasó lo mismo con otra película que encontré en la caja tonta, creo que también una tarde fría de invierno como hoy. La mort en direct, de Bernard Tavernier, cuenta la historia de un reportero con una cámara de televisión implantada en el ojo que es contratado para seguir a una mujer que está a punto de morir, víctima de una enfermedad terminal. El inescrupuloso reportero no es nada menos que Harvey Keitel y la mujer es Romy Schnaider, y lo que comienza como una apuesta de reality show, mucho antes del Gran Hermano y mucho después de 1984, se va convirtiendo en una crítica concreta al dominio de la información y la creciente necesidad de los mass media por impactar al televidente/lector/auditor planteada como una película de seudociencia ficción, en la que la acción se desarrolla alrededor del año 1995. Harry Dean Stanton, el director del programa para el que trabaja el personaje de Keitel, dice en un momento que lo que la audiencia necesita es un nuevo tipo de pornografía. Keitel, que siempre llora en sus películas, va poco a poco comprendiendo la deshumanización de la que es agente y en un acto que busca la redención se arranca los ojos, luego de encontrar a Max Von Sydow, un tipo increíblemente culto que termina contando la historia de un músico sajón que se unió a las huestes de Guillermo el Conquistador sólo con el propósito de componer las marchas triunfales que acompañarían al ejército normado. Fue el primer dodecafónico, dice Von Sydow casi al final de la película, mientras Keitel vaga por el páramo galés con el rostro ensangrentado, un incomprendido que fue relegado al olvido de la historia, y recién 900 años después aparece Schönberg, que aún no ha podido igualarlo.
Regalos para las frías tardes de invierno. Y, quién sabe, quizás la culpa no es de la caja tonta sino del que la mira.

jueves, julio 21, 2005

Suite para cello N°2 en Re menor, BWV1008

Las bajas nubes van devorando la ciudad que duerme, van ocultando en el silencio los ojos del monstruo multicéfalo, acallando pasos y cerrando ventanas. Las luces irradian un halo húmedo, estrellas agónicas. Las avenidas ocultan sus secretos bajo la sombra multiplicada de los follajes, de los rincones condenados, de los gemidos apagados de los perros que se agazapan junto a las puertas. La noche reina sobre las nubes, sobre el dibujo de un cielo velado donde juega la luna en cuarto creciente y el hilo de plata de los satélites completa el dibujo de las antiguas constelaciones.
En algún lugar una chica duerme, poblado su sueño por las imágenes de la vigila, por el sonido del obturador que eterniza y mata, por la ilusión de lo que una vez estuvo delante y que luego se repite en el fractal de la memoria. La chica sueña con tiras de contacto, con sales de plata que se inmolan en el acto de acotar un trozo de realidad, de mostrar los fantasmas que caminan errantes, la mirada perdida en el vacío, los cuerpos sin vida que esbozan secretos esquemas en su diario tránsito por la ciudad oculta. La chica duerme y suspira, se revuelve en la cama pensando en niños moquillentos que adoran tótemes de madera en los patios de las escuelas, que ríen y cantan mientras en algún lugar llueve y alguien abre un paraguas transparente. Es un sueño, piensa la chica acariciándose sin querer el vientre. Es un sueño, piensa mientras en su cabeza la imagen se convierte ahora en un atardecer violeta frente al Pacífico, un atardecer violeta y frío que no termina porque quizás nunca ha comenzado.
En otro lugar, junto a una ventana, iluminado por una lámpara y rodeado de libros, las manos delgadas y frías de un hombre danzan sobre el negro teclado inventando historias, buscando aliteraciones que conviertan al relato en algo más, en canción quizás, buscando que explote de una buena vez eso que dice casi sin proponérselo, seguro que entre tantas lides con el diccionario las palabras escogidas y que van dibujando sobre la pantalla blanca el paisaje desolado de una ciudad devorada por la niebla, seguro que después de tantos revolcones y cicatrices provocadas por la puta muerta con lomo empastado, seguro que después de todo eso -de los puntos, los tildes, las minúsculas- hay algo, que en algún sitio una chica duerme y suspira, que algún lugar alguien sueña con una playa desierta donde dos siluetas juegan a encontrarse.

miércoles, julio 20, 2005

Lecturomaquia en el cementerio, página 1225

Escondido en la oscura esquina, el pechón miraba a la pechoña que caminaba por la calle como siguiendo el curso serpenteante del Pechora. Ante la vista de la pechuga de la chica e imaginando el sensual dibujo de la línea del pechugazo, el intempestivo pechugón incendiado por la pechugonada, acariciando desde la distancia la pecienta y tersa piel, todo lo llamaba a morder suavemente el peciluengo que había llegado a imaginar.
Avanzó un paso sin mirar hacia las pecinas que comenzaban a formar un pecinal junto a la cuneta, sin fijarse en la colilla de cigarro que como un pecio giraba en mitad del charco. Por alguna razón pensó en el pecíolo de una hoja de ginko visto a contraluz y de ahí saltó a Gregory Peck clavando la moneda de oro en el mástil del barco, en el Peckinpah de Wild Bunch, en la pécora muerta junto al río Pecos, en los mineros que a esa misma hora salían de las entrañas de la tierra en Pecs. Sacudió la cabeza, confundido por pensamientos que no parecían suyos y que seguramente eran provocados por la ausencia de pécticos o quizás por la inexplicable presencia de pectina en su organismo.
Tensando los pectíneos para avanzar más rápido y saltar sin dificultades una pectiniforme cerca, inflando los pectorales para disolver la pectosa de la manzana que había comido un rato atrás, con movimientos pecuarios se allegó a la espalda de la que caminaba, sigiloso como aquel que comete peculado en su peculiar estilo para acrecentar su peculio y la cantidad de pecunias a su haber. Con uso de una pedagogía del pedagogo que largamente ha ejercitado el pie sobre determinados pedales que le permiten acelerar la pedalada y pedalear entre los pedaliáceos a gusto, como un pedáneo de pueblo chico, pedante y encantador, asomó un pedazo de su cuerpo con cierto encanto pederasta para golpear el corazón de pedernal de la chica y obtener el agua turquesa que abunda en las costas de Pedernales y que tiene propiedades afrodisíacas, por lo que una vez conseguida debe colocarse sobre un pedestal.
Con pedestre labia el muchachón, ejecutante de pedestrismo en varias de sus disciplinas pero sobre todo en la callejera, extrajo su pedicelario con relativa calma ante la muchacha, quien miró de reojo el pedicelo que el truhán tenía entre manos y con rápido ademán lo golpeó con fuerzas propias de quien planea una venganza o eliminar de una buena vez una pedicular amenaza.
Y huyó rauda, mientras el golpeado se medio sonreía, revolcándose en el suelo.

martes, julio 19, 2005

Mapa imaginario de Santiago: El Reino de este Mundo

"AQUÍ INSCRIBA LOS NOMBRES
de las personas - vivas o difuntas que Ud desee pertenezcan a la Cofradía del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen del Carmen en favor de los muertos (almas del Purgatorio o ánimas) y de los que aún estamos vivos, todos los cuales - si pertenecemos a la Cofradía, ganamos los frutos del sacrificio de Jesús en la Cruz que se renueva por mandato suyo en la Santa Misa. Las misas de nuestra antigua Cofradía se celebran los lunes a las 10 y 19 horas.
Al comienzo de cada misa se nombra alos nuevos socios. Si puede, haga una donación voluntaria, por pequeña que sea. Si no puede, no importa, no por eso deje a los difuntos sin este auxilio, que es el más valioso para ellos; infinitamente más que las velas y que las flores pues se trata de la vida del Hijo de DIOS hecho Hombre que Él mismo ofreció a su padre DIOS para nuestra salvación.
Y... no tenemos más que esta vida - que siempre está en un hilo para salvarnos del infierno eterno. Eso quiere decir Salvación o salvarse.
Después de escritos los nombres claramente eche el sobre en cualquier alcancía de la Iglesia o de la calle.
- No lo entregue a NADIE -
El párroco atiende sólo los lunes"
Teatinos 765